LAS IMPOSTURAS DE COPENHAGUE

24 de Diciembre de 2009

En una cosa están de acuerdo todos los participantes en la Cumbre sobre el Clima de Copenhague : no se han conseguido los resultados deseados. En otras dos cosas resulta imposible encontrar dos opiniones idénticas : por qué el fracaso y, sobre todo, a quién cabe atribuirle la principal responsabilidad.
Lógicamente, China y Estados Unidos, son el blanco preferido de ecologistas y observadores críticos, pero ni siquiera en este vívero donde normalmente existe cierto consenso está garantizada en este caso la unanimidad.
Los chinos, que no admiten estar entre los principales responsables del fracaso, intentan incluso ofrecer una proyección favorable de la Cumbre : « un pequeño paso, pero esencial », señalaba el editorial de China Daily, que sirve de portavoz del gobierno de Pekin para el mundo. Consciente de que la mayoría de los dedos acusadores lo señalan, el gobierno chino se afana, con su proverbial tenacidad, en defender la legitimidad de sus intereses desarrollistas y en desviar hacia el egoismo o la incomprensión occidental la principal responsabilidad de la modestia de los resultados.
Desde el otro gigante en desarrollo, la India, el análisis presenta matices diferentes. Algunos medios indios consideran que los países en desarrollo también salen perjudicados por el fracaso, ya que, si bien no se les impone un frenazo a su industrialización contaminante, tampoco han obtenido compromisos firmes de financiación occidental para acceder a tecnologías verdes. Los indios abominan de ser colocados en el mismo paquete que los chinos y ponen sordina a la supuesta concordancia entre los dos grandes asiáticos. « Esta bonhomía chino-india no durará », aventura THE TIMES OF INDIA.
El otro gran país emergente con más relevancia en el fallido proceso de Copenhague es Brasil. El presidente Lula había puesto intensidad e ilusión en la consecución de un resultado positivo, pero cuando empezó a hablar en términos de «milagro» quedó claro su escasa confianza en el resultado final. El diálogo entre Brasilia y Washington se complica y Copenhague no ha sido una excepción. Cuando se creía solventada la crisis de confianza por la crisis de Honduras, han vuelto a brotar los reproches brasileños por el reforzamiento de las bases norteamericanas en Colombia.
En fin, los africanos, perdedores sempiternos de estas Conferencias mediáticas, no ocultan su decepción. En el limosneo con el que se disimula la falta de compromisos serios, algunos ponen buena cara a las promesas de ayuda. En Copenhague se ha manejado la cifra de 30 mil millones de dólares para favorecer la transición productiva a los países subdesarrollados hasta 2020, y otros 100 mil millones después de esa fecha emblemática. Pero dirigentes poco confiados , como el presidente de Senegal, no ocultan su escepticismo : "No creo en la ayuda. Vamos a tener que contar con nuestros propios medios, porque hace años que el G-8 nos viene prometiendo una ayuda de 50 mil millones de dólares, y todavía estamos esperando »
En Europa, también hay frustración para repartir. El diario LE MONDE lo resume en términos sombríos para el futuro de la influencia europea en el devenir mundial. « En el mundo actual, sobre la cuestiones de gran alcance como las del clima, no se consigue gran cosa, si no existe un acuerdo previo entre China y Estados Unidos ». O sea, el G-2 (China y Estados Unidos) : en realidad, el único G (o grupo en términos de equilibrio mundial) que realmente cuenta. Pero los europeos no habían calibrado hasta qué punto podían sentirse marginados. Algunos diarios han contado con estupor cómo Obama se incorporó –sin que se sepa a ciencia cierta si había sido invitado- a la reunión de los países BASIC (los emergentes). Ahi se terminó abortando la iniciativa europea de compromisos firmes sobre reducción de los gases de efecto invernadero.
A partir del fracaso, tocaba hacer virtud de la necesidad y convocar nuevos esfuerzos para la próxima cita, en México, en 2010. En este punto, los líderes europeos han preferido pasar de puntillas y asumir el fracaso con una elegancia de escaso recorrido.
En Estados Unidos, el decepcionante resultado de la Cumbre no ha provocado tanta amargura. Obama ha preferido avanzar en su proyecto de economía verde, porque le resulta políticamente más rentable que una inmediata operación internacional de relaciones públicas sobre el futuro del planeta. La ecología es rentable si no se percibe como excesivamente hostil a la economía. Y a tenor de lo ocurrido con la reforma sanitaria, el respaldo del legislativo a otra política más ambiciosa resulta más que dudosa. Por esa razón, el NEW YORK TIMES le concede crédito al presidente norteamericano y le reconoce la autoría de un compromiso débil pero provechoso. En particular, valora que Pekin haya admitido el principio de la verificación, aunque sin compromisos determinados, por el momento. Como es habitual, establece la comparación con su antecesor en la Casa Blanca, para concluir un resultado favorable.
Cuestión de miradas, porque los medios progresistas han visto en Copenhague una muestra más del estilo indeciso y componedor del presidente. Noemi Klein, una de las más conspicuas portavoces del movimiento altermundista, asegura en THE NATION que Obama es el principal responsable del fracaso, porque era el único dirigente mundial con poder para haber cambiado el signo de la cumbre y no lo hizo. Klein establece un vínculo entre los tres oportunidades perdidas en la política económica de la Casa Blanca (programa de estímulo, salvamento de los bancos y reflotamiento de la industria autonomovilística) y el frenazo a la economía verde.
En todo caso, más allá –o, mejor dicho, más acá- de la falta de resultados concretos y de medidas de verificación de los esfuerzos para reducir las agresiones contra el planeta, lo que ha hecho definitivamente crisis en Copenhague ha sido el sistema de las grandes cumbres para afrontar los problemas mundiales. Como en Roma, en la Conferencia de FAO para frenar el último brote del hambre, estas dinámicas terminan mostrando sus carencias más que sus potencialidad para conseguir los objetivos deseables. Por supuesto, el problema de fondo es el rearme de los intereses nacionales frente a un empeño común. Pero el método no ayuda.

AJUSTES Y DESAJUSTES EN EL PATIO TRASERO

17 de diciembre de 2009

América Latina seguirá ocupando un lugar secundario en la agenda internacional de Washington. La administración Obama no supondrá un gran cambio con la política tradicional de Estados Unidos hacia la región. Este diagnóstico empieza a consolidarse entre diplomáticos, observadores y periodistas. En gran parte, porque los esfuerzos diplomáticos norteamericanos se van a concentrar en torno al eje Palestina-Irán-Afganistán-Pakistán. El resto quedará muy en segundo plano.
Pero hay otras motivaciones. En esta zona, como en otras, las expectativas se dispararon con escaso fundamento. Cuba se presentó –como también resulta habitual- como la gran piedra de toque para cualquier administración estadounidense en el último medio siglo. Los cambios apuntados por Obama se hacen esperar, y en esa demora pueden permanecer un buen tiempo, a falta de sorpresa o acontecimiento extraordinario (la desaparición física de Fidel, por ejemplo).
Los factores que reducen el apetito de Washington por implicarse activamente tienen que ver con una correlación de fuerzas más adversa que de costumbre, la emergencia de Brasil como potencia regional cada día más reconocida por sus vecinos y la presión de sectores populares e intelectuales a favor de una mayor autonomía.
Hace unos días, Hillary Clinton se dejó llevar por este desapego, durante una rueda de prensa en la que hizo un repaso a este primer año de la actual administración. A distintos medios latinoamericanos les llamó la atención la intensidad del desagrado con que se refirió la Secretaria de Estado a los dirigentes regionales más díscolos. “Nos preocupan los líderes que son elegidos libre y legítimamente, pero que luego de ser electos comienzan a socavar el orden constitucional y democrático, el sector privado, los derechos del pueblo de no ser hostigado y presionado”. Referencia indisimulable a Hugo Chávez, pero también al boliviano Evo Morales o al nicaragüense Daniel Ortega. Novedad cero. Como tampoco debe sorprender las alusiones a Cuba se hicieran en términos clásicos. (“Obviamente todos esperamos poder ver en un futuro no demasiado lejano a una Cuba democrática, eso es algo que sería extraordinariamente positivo”). Ningún atisbo de iniciativa.
Pero lo más llamativo fue la toma de distancias con el Brasil de Lula, a quien Obama, con seguridad, admira sinceramente, Hillary se mostró crítica por los “coqueteos” de algunos países con Irán. “Esperamos que haya un reconocimiento de que Irán es uno de los países que más apoyan, promueven y exportan el terrorismo hoy en día en el mundo”, aseveró la Secretaria de Estado. El reproche iba dirigido solamente a Chávez (o a sus protegidos habituales); también a Lula, que acaba de recibir calurosamente a Ahmadineyad.
En todo caso, Clinton evitó mencionar a Brasil, para prevenir una acritud que sería perjudicial para la buena imagen de Obama en América Latina. Su segundo para la zona, Arturo Valenzuela, está visitando estos días las principales capitales de la región para ofrecer la de cal. Especialmente en Brasilia, quiso escenificar la concordia, en un encuentro con Marco Aurelio García. Este histórico dirigente del PT y Consejero Internacional de Lula había manifestado días anteriores al NEW YORK TIMES que “tenían un fuerte sentimiento de decepción” hacia la nueva administración norteamericana.
El desencuentro resultó incómodo porque llegaba en un momento de enfriamiento entre Brasilia y Washington por el lamentable desarrollo de la crisis hondureña. El reconocimiento de las elecciones presidenciales del 29 de noviembre sin haber restablecido la normalidad constitucional ha provocado malestar entre la mayoría de las democracias latinoamericanas. La administración norteamericana estaba deseando cerrar un asunto que le importa poco o nada, si exceptuamos la seguridad de las bases militares de las operaciones antinarcóticos. Satisfechos por haberse librado de un amigo inesperado de Chávez, los norteamericanos confían en que todo se convierta pronto en historia. Pero Brasil no es un agente lateral, y no está dispuesto a que se la engañe piadosamente.
Los comentaristas conservadores, liberales o afectos a intereses económicos y mediáticos en la zona han liberado sus primeras críticas al gobierno de Lula. Después de años elogiando su moderación, no han dudado en dudar de la idoneidad y conveniencia de sus actuaciones en Honduras, en cuanto han sospechado coincidencias con Venezuela.
Los resultados electorales en Bolivia consolidan el eje izquierdista, pese a las presiones para deslegitimar el proyecto indigenista de Evo Morales. Y en Uruguay, pese a las precauciones de Pepe Mujica, su fuerte personalidad y su pasado tupamaro agitan renuencias. La gran esperanza es cambiar de columna a Chile. Los medios han valorado con estrépito la ventaja de Sebastián Piñera en la primera vuelta de las presidenciales. Es cierto que la holgura (catorce puntos) con la que ha distanciado a su rival directo, el expresidente democristiano Eduardo Frei, ha alentado a sus seguidores. Pero el megaempresario no ha ganado todavía.
Chile necesita el cambio, pero no en el sentido que se dibuja la alternancia. La alta popularidad con la que se despide Bachelet no es extensible a la coalición de centro-izquierda que ha gobernado el país durante las últimas dos décadas. Los innegables avances sociales se antojan aún insuficientes para presentar una sociedad aceptablemente justa y un sistema político maduro. Chile continúa exhibiendo sonrojantes índices de desigualdad. El legado de Pinochet no pesa sólo en términos de miedo y despolitización, sino también de debilidad del papel distributivo del Estado y de anclaje de los intereses corporativos y oligárquicos.
Consciente de ello, Piñera intenta cuadrar el círculo: suaviza su programa económico de tinte liberal con un discurso de protección social para seducir a las clases menesterosas, desengañadas o cansadas de la coalición multicolor. Es un populismo de smoking, que tiene asegurado un buen respaldo propagandístico, a través de la cadena ChileVisión, propiedad del candidato. Su pasión futbolística (es dueño del Colo-Colo, uno de los clubes más afamados de Chile) le concede un plus de notoriedad en un año de triunfos para la selección nacional, que estará en el Mundial de Suráfrica (y será rival de España en la primera fase).
La respuesta va a depender de los que han respaldado la heterodoxia del exsocialista Ominami. Si deciden que el toque de atención está dado y que una alternativa renovadora de izquierdas se construye mejor bajo el epílogo de la coalición actual que con Piñera, y a ese convencimiento se suman los comunistas y socialistas de izquierdas, el Berlusconi chileno puede ver de nuevo frustradas sus ambiciones de firmar la mejor operación de su historia. Si, por el contrario, el electorado progresista entiende que la Concertación está definitivamente agotada, el grupo de países más cercano a los criterios exteriores de Washington se verá reforzado con la relevante presencia de Chile.

ANTES Y DESPUÉS DE HAIDAR

10 de diciembre de 2009

El destino de Aminatu Haidar es lo que más preocupa ahora al Gobierno español y a las fuerzas sociales y políticas, que tratan por todos los medios de detener un proceso que amenaza con su muerte. Así debe ser, por supuesto. Pero la tragedia personal, ocurra lo que ocurra –y esperemos que se encuentre una solución que salve su vida sin traicionar su empeño- su ejemplo tendrá consecuencias perdurables para las relaciones hispano-marroquíes y para la posición española en el conflicto del Sahara Occidental.
El asunto es de una dificultad endiablada, no sólo por las propias complicaciones de este episodio concreto de la reivindicación saharaui. Probablemente, no toda la actuación de la activista saharaui ha sido irreprochable. Más allá de sus motivaciones éticas y políticas, algunos gestos y declaraciones han pecado de excesivamente calculadas. Pero el gobierno español hace bien en controlar su irritación. El coraje de Aminatu ha puesto en evidencia las contradicciones y acumulación de errores de todos los actores implicados en el conflicto saharaui.
Ha desnudado la fallida transición democrática en Marruecos y provocado reacciones y comentarios del Palacio Real propios de sensibilidades medievales. Ha colocado a España en la habitual posición de incomodidad y limitada capacidad de maniobra cuando se trata de gestionar los desencuentros con el vecino del sur. Ha revelado la debilidad del actual liderazgo saharaui, superado por los acontecimientos y tratando de rentabilizarlos a posteriori. Y ha dibujado la indiferencia aparente de la nueva diplomacia europea atareada y distraída en la mudanza de sus altos despachos.
UN CONFLICTO ENQUISTADO
Marruecos figura en el pelotón de países que con más contumacia y astucia han incumplido o escamoteado las resoluciones de la ONU. Lógicamente, ese comportamiento no es posible sin la anuencia internacional; o, más bien, de las grandes potencias occidentales, que han puesto por delante, sistemáticamente, sus intereses por encima de la legalidad internacional, ésa que tanto se invoca en otros casos que no hace falta recordar aquí, por demasiado obvios.
Las sucesivas resoluciones de la ONU sobre la celebración de un referéndum llamado a resolver la disputa sobre la soberanía en la antigua colonia española se perdieron bajo las dilaciones y excusas que Rabat fabricó durante años. No solamente se orilló la legalidad y se puso en entredicho el prestigio de las Naciones Unidas: también se despilfarraron recursos y, sobre todo, se defraudó a un pueblo ansioso de pronunciarse sobre su futuro.
Sobre la tumba del referéndum se edificó la propuesta marroquí de una autonomía saharaui, con perfiles demasiado imprecisos. Las tres capitales claves para la bendición internacional (Washington, París y Madrid) esbozaron su consentimiento. Pero los saharauis movilizaron, aunque sin el vigor de otros tiempos, las renuencias africanas y tercermundistas.
Los distintos gobiernos socialistas españoles han exhibido prudencia y tacto con Rabat sin obtener muchas veces recíproca respuesta. Como si España estuviera obligada por una fantasmagórica deuda histórica a proceder de esa manera tan desequilibrada. Los independentistas saharauis ya no ocultan su frustración por la inhibición española ante la flagrante ausencia de respeto de Marruecos a sus compromisos internacionales.
No quiero escamotear los errores y contradicciones de los dirigentes polisarios durante todos estos años. Es justo afirmar que tienen parte de responsabilidad en el bloqueo de la situación: no todo lo que ha ocurrido –y, sobre todo, lo que no ha ocurrido- puede imputársele a la indolencia de las grandes potencias.
La jerarquía saharaui se dejó enredar por las maniobras marroquíes en torno al censo. La disputa sobre quienes tendrían derecho a votar estaba envenenada, porque ambas partes estaban condenadas a defender propuestas con trampa para inclinar las estadísticas a su favor. Rabat sabía que el tiempo corría a su favor y el Polisario se dio cuenta demasiado tarde de que nunca habría referéndum. Luego, cuando la línea mantenida en los noventa se desmoronó, la amenaza de volver a las armas, esgrimida por los independentistas, se reveló inmediatamente como un farol clamoroso y el Polisario anduvo varios años sin estrategia.
El fracaso de la comunidad internacional precipitó el estancamiento previsible. La fallida evolución democrática en Marruecos, el ensimismamiento de Argelia tras la sangría integrista, la consolidación de una fantasmal amenaza jihadista en el Magreb, los ocho años de administración republicana en Washington y la esclerosis del liderazgo independentista saharaui se combinaron para alejar cualquier atisbo de solución aceptable por todos.
En este marasmo, España no ha aportado claridad, sino todo lo contrario. Los gobiernos de Aznar se enzarzaron en una bronca arcaica, con ribetes colonialistas y militaristas, enfangándose en lo accesorio y olvidando lo fundamental, ofendiendo inútilmente más a los ciudadanos que al régimen y rescatando los peores reflejos de la derecha más rancia. En contraste, el mandato de Zapatero difícilmente puede considerarse un éxito, a la luz de estas últimas semanas. Y no por falta de voluntad, y menos por ausencia de conocimientos.
El empeño de sectores derechistas en atribuir a los servicios secretos marroquíes cierta responsabilidad intelectual en los atentados del 11-M no tenía como objetivo simplemente deslegitimar el triunfo electoral socialista en 2004, sino colocar una carga de profundidad en las relaciones bilaterales con Rabat. Zapatero sorteó la trampa con cierta habilidad, avanzando hacia una reconciliación necesaria en dos capítulos estratégicos para España: la gestión ordenada de la inmigración y la colaboración contra la delincuencia (ya sea narcotraficante o terrorista). Pero, como les ocurrió a los gobiernos de Felipe González, en esta estrategia fue sacrificado el irrenunciable compromiso con la justicia histórica en el Sahara. O al menos, con el respeto al cumplimiento de las resoluciones internacionales.
NADA SERÁ COMO ANTES
Algunos se asombran ahora, con una ingenuidad increíble, que Rabat haya esgrimido el chantaje para condicionar las complicadas opciones de la diplomacia española en la resolución de caso Haidar. Rabat lo ha hecho siempre: con la pesca, con la inmigración ilegal, con Ceuta y Melilla, con el tráfico de drogas. Con la amenaza integrista, la convergencia de intereses y el ojo vigilante de Washington ha evitado cualquier veleidad utilitarista.
Puede admitirse que España siempre tendrá dificultades para estabilizar una relación equilibrada, justa y satisfactoria con Marruecos. Puede admitirse que el diálogo y la paciencia son herramientas irrenunciables. A buen seguro que España también habrá presionado en esta y en otras ocasiones anteriores. Pero el mensaje que cala en la opinión pública es de desconcierto, cuando no de debilidad. Con hipocresía escandalosa, los líderes de la derecha española se lo reprochan al gobierno, como si el exhibicionismo obsceno –e inútil- de Perejil hubiera obtenido mejores resultados.
Con Haidar viva o convertida en mártir, las relaciones entre España y Marruecos no serán las mismas, a partir de ahora. La herida sin curar del Sahara está de nuevo en la agenda de la diplomacia española, sin menoscabo de otras correcciones. Debe estarlo también en la mesa de la recién estrenada diplomacia europea, supuestamente relanzada con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Se sabe que la Casa Blanca se ha preocupado por el destino de la activista saharaui y que la organización estadounidense más prestigiosa en materia de derechos humanos, Human Rights Watch, ha denunciado el agravamiento de la represión en el Sahara tras el rechazo de la autonomía. Y no olvidemos que el actual emisario especial de la ONU para el Sahara es un norteamericano, Christopher Ross, antiguo embajador en Argelia, para más señas. Esperemos que, como ya ocurrió durante el mandato de Clinton, la señal de activación no tenga que venir de Washington.

OBAMA: EL RIESGO DE LA PRUDENCIA

3 de Diciembre de 2009

No por esperada, la decisión de Obama de incrementar los efectivos militares en Afganistán ha resultado menos decepcionante para diferentes medios progresistas de Estados Unidos. La referencia a una posible retirada en un plazo de dos años no resulta convincente, por cuanto aparece sometida a una normalización, que ahora se antoja sumamente dudosa.
El incremento en 30.000 soldados supone que el contingente militar estadounidense en Afganistán alcanzará prácticamente los 100.000 esta primavera. El coste será enorme: un millón de dólares por soldado y año. Aceptando que sean dos años lo que permanezcan en el país (escenario optimista), la factura habrá ascendido, a mitad del mandato de Obama, a 200.000 millones de dólares. Una cantidad abismal, que la izquierda americana reclama para otras necesidades sociales reconocidas por la actual administración y promovida por el ala progresista del Partido Demócrata.
Articulistas de THE NATION y otros medios progresistas manifestaron su desánimo antes y después del anuncio presidencial en el muy castrense escenario de West Point. El “síndrome Johnson”, del que hablábamos la pasada semana, se ha evocado estas últimas horas de nuevo, con más fuerza, incluso en diarios más convencionales, como el CHRISTIAN SCIENCE MONITOR.
Lo paradójico del asunto es que, para eludir el riesgo que hubiera supuesto decidir simplemente una estrategia de salida, como ha hecho en Irak, Obama compra riesgo de otra naturaleza: el de ahogar su presidencia en un conflicto con escasas señales positivas.
Los asesores que han empujado a Obama a la opción del “refuerzo militar para acortar la presencia” en Afganistán –Gates, Clinton, Jones y Mullan- han empleado estos argumentos para defender la utilidad de incrementar las fuerzas militares:
1) para arrinconar a los talibanes, provocar las deserciones en sus filas, proteger a la población civil y consolidar un entorno de seguridad, condición no suficiente pero si necesaria, si se quiere promover un entramado económico que genere trabajo, prosperidad y futuro.
2) para eliminar cualquier vestigio de santuario para Al Qaeda;
3) para entrenar al ejército y policía afganos hasta garantizar su capacidad de combatir el riesgo extremista.
4) para, más allá de las razones puramente militares, fortalecer el mensaje político, no tanto dirigido a Kabul cuanto a Islamabad, de que la derrota del extremismo islámico en Afganistán es una prioridad estratégica de Washington y su compromiso en la lucha contra el terrorismo internacional , incuestionable.
La izquierda norteamericana replica con estas otras premisas, para considerar un “trágico error” la escalada militar:
a) los sucesivos incrementos anteriores de tropas (los últimos 21.000, decididos por el propio Obama, al poco de ocupar el cargo) no han mejorado la situación, o al menos no lo suficiente para justificar el sacrificio de los soldados y el gasto económico del esfuerzo militar. Y con respecto al resquebrajamiento del bando talibán, es dudoso que puedan aplicarse en Afganistán las técnicas seductoras de compra de voluntades que el General Petreus experimentó con bastante éxito en Irak, por los diferentes comportamientos tribales en uno y otro país y por la debilidad del botín a repartir en este pobrísimo país en comparación con el rico mesopotámico.
b) los militantes de Al Qaeda en Afganistán rondan el centenar, hay pruebas documentales de la práctica ruptura entre el Mullah Omar y Bin Laden y de un cambio de estrategia de los talibanes, que se alejarían de la internacionalización del conflicto afgano, lo que hace altamente improbable que los jihadistas internacionales recuperen su santuario allí. Y, en todo caso, aunque se restableciera la alianza entre talibanes y binladistas, Afganistán no sería el único refugio de los enemigos de América, y eso no quiere decir que se militaricen todos los escenarios sospechosos.
c) el compromiso con el régimen afgano es un error y una quimera, ya sea para entrenar a sus fuerzas de seguridad o para empeñarse en “hacer país”. No hay garantías de ninguna clase de que el gobierno de Karzai combata la corrupción, ni siquiera que la ampare o se beneficie de ella; y la situación de los derechos humanos empeora y contamina gravemente la credibilidad norteamericana (véase el inquietante reportaje de LE MONDE sobre la cárcel afgana de Sarposa, cerca de Kandahar, o el informe sobre las “celdas negras” del Pentágono, anexas a la siniestra prisión-base de Bagram).
d) la estabilidad de Pakistán difícilmente se apuntala con más fuerzas militares al otro lado de la frontera, cuando es precisamente esa presencia armada lo que provoca reclutamiento y adhesión al extremismo, agudiza las contradicciones en el seno del Ejército y afila las tensiones entre el estamento militar (el auténtico poder ) y el gobierno civil, débil, sospechoso y altamente manipulable cuando no chantajeable por propios y extraños (la autoridad del Presidente Zardari ha quedado claramente en entredicho al verse obligado a ceder el control de la estructura nuclear a su primer ministro, Gilani, considerado más aceptable por la jerarquía castrense).
e) los 200.000 millones de dólares que se “enterrarán” bajo las arenas y pedregales afganos no podrán ser empleados en el programa de reformas imprescindibles para mejorar las condiciones de vida de las capas más desfavorecidas de la sociedad norteamericana y, por tanto, perjudicará el proyecto político de Obama y de los demócratas. Hace unos días el NEW YORK TIMES publicó un estudio que revelaba el imparable avance de la pobreza en Estados Unidos: uno de cada ocho adultos y uno de cada cuatro niños se ve obligado a recurrir a la asistencia pública (“food stamps” o cupones) para comer.
Pero no solo los progresistas están descontentos. Una voz conservadora tan autorizada como Fred Kaplan, experto en asuntos militares del Washington Post, admite que no está seguro de lo adecuado de la decisión. Y los que se alinean con la opción militar critican el anuncio de retirada, por considerarlo, como ha dicho McCain, que “a un enemigo se le gana derrotándolo y no avisándole de cuando acaba la batalla”.
Los aliados occidentales tampoco parecen convencidos, por mucho que pongan caras de comprensión o pronuncien discursos de solidaridad. Al cabo, soldados, pocos. Ni se quiere, ni se puede.

EL ESPECTRO DE LYNDON B. JOHNSON

26 de noviembre de 2009

Después del puente de la festividad de Acción de Gracias, el presidente de los Estados Unidos anunciará el refuerzo militar en Afganistán. Algunos medios han adelantado ya que, seguramente, Obama decidirá enviar al menos 30.000 soldados más, a partir de la primavera.
El corresponsal del NEW YORK TIMES David Sanger, uno de los periodistas mejor informados de Washington desde su atalaya en la Casa Blanca, asegura que Obama “mandará múltiples mensajes a múltiples audiencias”: a sus correligionarios demócratas, a los militares, a la oposición republicana, a sus aliados occidentales, al gobierno afgano, al poder político-militar de Pakistán. Lo que hará inevitables las contradicciones y abonará las dudas.
Senadores y congresistas demócratas son cada día más sensibles a la petición de retirada militar que ha defendido siempre el ala izquierda del partido basándose en dos razones: la imposibilidad de detener el sacrificio de vidas a corto plazo y el coste creciente del mantenimiento de las tropas. Ambos factores han calado en la opinión pública hasta erosionar el respaldo popular al compromiso bélico: la última encuesta indica que son ya cuatro de cada diez los ciudadanos que piden la retirada militar. El otro día, la Presidenta de la Cámara de Representantes, la influyente californiana Nanci Pelosi, dejó claro que los demócratas no desean que el esfuerzo en Afganistán prive de los fondos necesarios para el cumplimiento de la agenda demócrata, con la reforma sanitaria en primer lugar. Cada soldado adicional costará un millón de dólares anuales. El articulista Nicholas Kristoff escribía hace unas semanas que con esa cantidad Estados Unidos podría levantar 20 escuelas en Afganistán.
Obama no es un entusiasta de la solución militar. Sus comentarios al respecto son prudentes y contenidos, pero los que le rodean lo perciben incómodo. La decepción que le ha provocado el proceso político en Afganistán ha acentuado su malestar. Por lo demás, es consciente de que los aliados occidentales se muestran cada día más esquivos, cuando no abiertamente reticentes, a prolongar –no digamos ya a incrementar- su presencia militar. La situación es tan incómoda que las críticas públicas han emergido de donde menos se esperaba: el secretario de Defensa británico no se mordió la lengua en el Parlamento y aseguró que las vacilaciones de Obama, junto al incremento de las bajas y la corrupción rampante en el gobierno afgano, habían arruinado el apoyo público al mantenimiento de las tropas. Con todo, Brown le ha prometido a Obama 500 soldados más. Sin duda, un esfuerzo irrisorio. Otros aliados guardan un silencio inquietante. Hillary Clinton explicará la decisión de la Casa Blanca, durante el Consejo Atlántico de otoño, la primera semana de diciembre. Se encontrará con caras largas, aunque no es previsible que escuche reproches para no dificultar más las cosas.
A pesar de todo ello, Obama se siente atrapado. En primer lugar, por su propia retórica construida durante la campaña. La “guerra de necesidad” va camino de convertirse en pesadilla muy similar a la de Irak. Los conservadores lo escrutan con lupa y han jaleado en cenáculos y tertulias radiotelevisadas la solicitud del General McChrystal. Las acusadas diferencias evidenciadas entre sus colaboradores durante las nueve reuniones del “gabinete de guerra” han prolongado la tardanza en adoptar una decisión y reforzado la sensación de que el Presidente no está convencido de lo que tiene que hacer. No hay que olvidar que el establishment político-mediático es irritantemente intolerante con la indecisión en la Casa Blanca cuando la ocupa un demócrata.
Obama dijo el otro día que está dispuesto a “concluir el trabajo”. Circulan diversas interpretaciones sobre el mensaje deliberadamente críptico del Presidente. Sanger y otros estiman que Obama justificará el incremento de tropas como el camino más corto para conseguir la retirada. Más soldados norteamericanos son necesarios para formar soldados y policías afganos. Con treinta o treinta y cuatro mil más, los efectivos norteamericanos en Afganistán superarían los cien mil, de forma que, en 2012, las fuerzas militares y de seguridad afganas estarán en disposición de completar por si solos, con apoyos menores, la batalla final contra los extremistas.
Si Obama no resulta convincente, los riesgos son muy elevados. Que los demócratas teman que Obama se encuentra prisionero de las exigencias militares y opten por obstaculizar la provisión de fondos para el incremento de tropas. Que los aliados, en el mejor de los casos, se echen a un lado para comprobar si la estrategia funciona sobre el terreno sin comprometer más soldados. Que el gobierno afgano incube y alimente su propia estrategia de diálogo interpastún con los talibanes a costa incluso de escamotear el esfuerzo militar. Que los pakistaníes recuperen el doble juego con sus fundamentalistas. Y el colmo sería que, como consecuencia de todo lo anterior, los talibanes consiguieran ciertos éxitos puntuales que hicieran cundir el nerviosismo y el pesimismo en Washington. Lo suficiente para que los republicanos pudieran presentar la estrategia de Obama (“reforzar para salir cuanto antes”) como fallida.
Consciente de estos peligros, Obama confía en que los refuerzos militares permitan obtener resultados notables inmediatos. El WALL STREET JOURNAL, propiedad del ultraconservador Murdoch, asegura que el nuevo jefe de las fuerzas aliadas en el sur del país, el general británico Nick Carter, tiene ya un plan para ejecutar la estrategia del general McChrystal. Se trataría de reunir a todas las fuerzas ahora dispersas en la regional meridional y muchas de las que se incorporarán el año que viene para construir con ellas un cordón de hierro en torno a la ciudad de Kandahar, el santuario de los talibanes. Este refuerzo incrementaría la seguridad urbana y permitiría implantar los instrumentos políticos, económicos e institucionales para debilitar la influencia de los radicales entre la población civil. En una segunda fase, este esquema aplicado a Kandahar se extendería al otro feudo talibán, la vecina provincia de Helmand.
De conseguirse estos objetivos, se habría logrado un éxito de indudable alcance propagandístico y podríamos asistir a un giro anímico en el desarrollo del conflicto. De esta forma, se apaciguaría el malestar demócrata, se neutralizarían las maniobras destructivas de los republicanos más hostiles, se aliviaría la negatividad de la opinión pública occidental hacia el compromiso bélico y se dejaría sin excusas a Karzai para que edificara una institucionalización decente en el país.
Pero si estos cálculos militares resultan ser un espejismo, se reforzaría la sensación de que Obama habría caído en la misma trampa que Lyndon B. Johnson cuando decidió, a mediados de los sesenta, apoyar la escalada militar en Vietnam propuesta por el Pentágono. (Al respecto, es muy recomendable el artículo reciente de Jonathan Schell en THE NATION). En ese caso, su presidencia podría encontrarse gravemente comprometida y más expuesta si cabe a los ataques furibundos que no han hecho más que empezar en el frente interno.

EL G-2, O LA COEXISTENCIA INTERESADA

19 de Noviembre de 2009

La visita de Obama a China ha sido la etapa más importante de su gira por Asia, ya nuevo epicentro de la hegemonía mundial. El balance es equívoco. La mayoría de los analistas destacan la “intransigencia”, la “firmeza” o la “solidez” de las posiciones mantenidas por los dirigentes chinos, según bajo qué prisma se analice el comportamiento de Pekín. Los portavoces de la administración norteamericana son más esquivos y prudentes y prefieren hablar de “un primer paso”.
La actitud de la Casa Blanca es razonable, aunque algunas críticas también lo sean. Hay motivos para exigirle a China ciertas garantías de comportamiento, si quiere que se le reconozca internacionalmente su liderazgo en el concierto mundial. La cuestión es cómo conseguirlo. Y en este punto es donde el “método Obama” no es necesariamente compartido por tirios y troyanos, por conservadores y progresistas, por occidentales y por los opositores chinos. Ni siquiera está claro que la nomenclatura china se sienta a gusto.
El aparato chino no ha facilitado la estancia de Obama. Quizás temerosos de que el encanto del joven presidente precipitase unos entusiasmos indeseables, los funcionarios chinos restringieron al máximo movimientos, exhibiciones y despliegues del ilustre huésped. Todo lo que no fueran contactos oficiales fueron resultaron eliminados, o recortados, controlados y codificados de forma asfixiante (encuentros con jóvenes, o con bloggeros, entrevistas con sectores sociales, apariciones informales, etc.). El muy prudente Hu Jintao y sus mandarines dejaron claro a Obama que no querían sorpresas mediáticas. El presidente norteamericano, fiel a su estilo respetuoso, aceptó. No sin resignación.
Esta aparente docilidad de la Casa Blanca no ha sido precisamente bien comprendida. Algunos protagonistas de la nueva sociedad china situados en los márgenes o abiertamente opuestos al sistema se han quejado no sólo de las presiones oficiales, sino de la actitud huidiza de los norteamericanos. EL NEW YORK TIMES nos ha ofrecido estos días algunos testimonios. Miembros de la Casa Blanca sondearon a algunos de ellos para un encuentro con el presidente o para otras actividades informales y luego, cuando los jerarcas consiguieron imponer el veto, no volvieron a llamar para excusarse y suspender el proyecto. Destacados disidentes, opositores o figuras de referencia de la apertura han expresado sin ambages su decepción.
En Estados Unidos, desde la derecha y desde la izquierda, se escuchan voces críticas. Los conservadores recuerdan que Bush (pero también Clinton) no se amedrantaron por esas protestas indignadas de Pekín y evocaron el asunto de los derechos humanos y las libertades políticas e individuales. Algunos, citados por el WASHINGTON POST, aseguran que Obama ha podido despilfarrar el esfuerzo de años anteriores. Los progresistas intentan comprender a la administración, pero no ocultan cierta incomodidad, porque advierten esa misma actitud evasiva en otros asuntos internos que exigirían más decisión y compromiso.
La posición de la Casa Blanca se basa en el convencimiento de que la presión sólo empeoraría las cosas. Pero el asunto de fondo no es una cuestión de estilo. La clave no es la debilidad de Obama, sino la debilidad actual de Estados Unidos. No presiona porque no quiere, sino porque no puede. Después de todo, es China la que está sosteniendo la estabilidad de la macroeconomía norteamericana, como le recordaba estos días el SHANGHAI MORNING POST.
Obama ha propuesto a China una estrategia compartida de partenariado para el liderazgo mundial. No porque simpatice con la visión del mundo que se proyecta desde Pekín, sino porque sólo desde allí se dispone de capacidad similar a la norteamericana para ejercer esa responsabilidad. Es una especie de tácito nacimiento del G-2.
Alguien ha visto en este planteamiento la recuperación de un mundo bipolar. No se trata de eso. Obama parece sinceramente fiel a una visión multilateral. No pretende regresar al viejo esquema de la guerra fría de dos superpotencias al mando del mundo. En los sesenta, después de la resolución de la crisis de los misiles de Cuba, Kruschev propuso la Coexistencia Pacífica, un concepto por el cual cada superpotencia se comprometía a aceptar a la otra y a reconocer sus intereses legítimos. Esa estrategia, con altibajos, se mantuvo hasta la desaparición de la URSS.
Ahora, con China, superada aparentemente la amenaza de la destrucción mutua, se trataría de edificar una suerte de Coexistencia Interesada. Se trataría de combinar la multilateralidad en las relaciones internacionales con esta bipolaridad difusa, no tanto basada en la fuerza disuasoria de los arsenales militares, sino en el juego de intereses pragmáticos dominantes en este mundo de las postideologías.
En este esquema, sin embargo, lo que interesa a Washington no es necesariamente lo que interesa a Pekín. Hay dos categorías de asuntos: los globales y los regionales. En todos ellos, los desacuerdos son más sonoros que los puntos de encuentro. Son conocidas las dificultades de Washington para conseguir el apoyo chino para coordinar la presión sobre Teherán y Pyongyang por sus respectivas ambiciones nucleares. O las desavenencias sobre el reparto de responsabilidades en la detención del deterioro medioambiental. Por no hablar del malestar que provoca en Washington la política monetaria china, aunque Obama también se haya abstenido de airearlo en Pekín. A este respecto, resultan muy interesantes dos artículos recientes de Paul Krugman y del semanario THE ECONOMIST, que comparten algunas conclusiones aunque se sitúen habitualmente en posiciones ideológicas bien distintas.
Pero lo que resulta extremadamente difícil de manejar para Obama son los asuntos que Pekin considera intratables, los internos, podríamos decir: la gestión de los derechos humanos en el interior de China, los conflictos étnicos en Xinjiang, la situación en Tibet o la seguridad de Taiwan. Obama no puede ignorarlos sin arruinar su prestigio internacional. Su respuesta, como parece haber hecho estos días con Hu, es colocarlos fuera del escrutinio público, según han tratado de explicar con discreción sus asesores más próximos.
Los asesores de Obama admiten que el presidente no se trae de Pekín compromisos concretos, pero rechazan el balance de manos vacías. Leyendo entre líneas, la administración convierte su diálogo con Pekín es su tarea más estratégica y seguramente se da todo el mandato para encauzarlo. Es un método distinto al propagandístico empleado por Nixon en 1972, cuando se inauguró el diálogo chino-norteamericano.
Parece inevitable que numerosas organizaciones cívicas se sientan desplazadas y que ciertos valores idealistas se perciban sacrificados en el altar del pragmatismo. A Obama le costará explicar que no los abandona, sino que ha considerado otra forma más eficaz a largo plazo de hacerlos prevalecer.

¿QUÉ CELEBRAMOS?

12 de Noviembre de 2009

Los máximos dirigentes europeos, con pocas excepciones, acudieron esta semana a Berlín para celebrar el vigésimo aniversario de la desaparición del muro que dividió durante décadas al país y a Europa.
Se trató de un acto solemne, más espectáculo que acontecimiento político, más destinado a satisfacer las emociones, un tanto ficticias, que a reflexionar sobre el significado de las “revoluciones de terciopelo”.
El muro, efectivamente, desapareció. Nadie lo derribó. Ni los ciudadanos germano orientales. Ni Gorbachov. Ni Reagan. Ni, por supuesto, las propias esclerotizadas autoridades de la RDA. No hubo hazañas, ni revoluciones. Fue un proceso acumulativo que necesitó de un malentendido para culminar en un hecho histórico.
Estos días se ha recordado con detalle la sucesión de errores, incompetencias, desconciertos y casualidades que condujeron a la noche del 9 de noviembre. Un mes antes, con motivo de la visita de Gorbachov a Berlin-Este para asistir al cuadragésimo aniversario de la RDA, fui enviado por Radio Nacional de España para cubrir el evento. La noche del sábado, 6 de octubre, fui testigo de una imponente manifestación con antorchas que recorrió las grandes avenidas del sector oriental de Berlin. Fué una aparente demostración de fuerza del régimen. Los protagonistas de la noche no fueron las camisas viejas que habían derrotado al nazismo, los veteranos militantes del SED, sino jóvenes comunistas que, por millares, desfilaron con un entusiasmo que superaba cualquier consigna propagandística. Pude ver a Gorbachov a pocos metros, departiendo emotivamente con el anciano Honecker. La famosa frase del último líder soviético (“la Historia castiga a quien llega tarde”) se ha interpretado abusivamente como una sentencia mortuoria del régimen comunista alemán. En realidad, se trataba de una invitación a sumarse al campo reformista. En una entrevista con la editora de THE NATION, Gorbachov reitera que nunca quiso liquidar el comunismo, sino hacerlo viable.
El día siguiente al desfile de las antorchas, unos cuantos centenares de personas se congregaron en el entorno de Alexander Platz para manifestar su apoyo a Gorbachov, no exactamente para condenar a sus dirigentes. Pero los medios occidentales presentaron esa discreta manifestación como el síntoma de una imparable protesta. La televisión alemana amplificó ese malestar que, hasta entonces, sólo había estado latente desde el verano, durante la crisis de las embajadas.
En los días siguientes, pequeños grupos de jóvenes, amparados en pequeñas iglesias protestantes de las ciudades germano orientales (Leipzig, Dresde, etc.), comenzaron a salir a la calle pidiendo “reformas”. Las autoridades dudaron entre reprimir o abrir la mano. No supieron hacer ni lo uno ni lo otro. Honecker no supo interpretar el momento, ni tenía salud para hacerlo. Sus propios compañeros de dirección, tan responsables como él, lo sustituyeron para salvar el régimen y salvarse ellos. Pero no demostraron su competencia. El régimen se fue diluyendo sólo, podrido como estaba, por un cinismo represivo y la corrupción de valores, no por una rigidez ideológica. En la oposición no existía la mínima organización. Como le ha dicho el director del Fondo Marshall, Ronald Asmus, al veterano reportero del NEW YORK TIMES, Steven Erlander, los cambios de 1989 fueron “absolutamente sorprendentes”.
Los ciudadanos germano orientales que, con perplejidad, se encontraron con las fronteras abiertas por un error de interpretación de una decisión administrativa, anhelaban tanto la libertad como la promesa de un paraíso de mercancías, de escaparates llenos, que les anunciaban las pantallas germano occidentales, en especial la berlinesa. Durante los años ochenta pase alguna vez a Berlín Este donde la esposa de una persona próxima tenía a su familia. No percibí en aquellos alemanes orientales más que un sombrío deseo de acceder al supermercado occidental.
No se trata de menospreciar el anhelo de libertad ni el alcance político de aquellos acontecimientos y de los que siguieron en el resto de países de la Europa bajo control soviético. Pero tampoco de aceptar sin matices una interpretación demasiado simple de ese proceso histórico.
Veinte años después, es obvio que un balance objetivo nos lleva a equilibrar luces y sombras, logros y fracasos, ilusiones cumplidas y amargas decepciones. En la antigua Europa del Este se han establecido democracias, pero su estabilidad es relativa, Algunos síntomas inquietantes de populismo, xenofobia e intolerancia de viejo y nuevo cuño han enquistado con singular vigor. Las diferencias sociales, que resultaron abrumadoras en los primeros momentos del nuevo capitalismo oportunista, salvaje y, en algunos casos, delincuente –y hasta criminal-, se mantienen y consolidan. Los antiguos directores comunistas de empresas del Estado se transformaron en agresivos emprendedores pseudo capitalistas, debido a corruptos procesos de privatización y saqueo de los bienes públicos. Las libertades públicas han sido manipuladas sin cuento. Los derechos humanos, relativizados.
El escritor Slavoj Zizek, en un artículo publicado en varios periódicos mundiales, ha hecho una disección inteligente del post-Muro. Un nuevo malestar se ha instalado y afianzado en la antigua Europa del Este, con tres componentes: nostalgia comunista, populismo nacionalista y paranoia anticomunista. No necesariamente enfrentados entre sí, sino conviviendo en el imaginario colectivo. Como se idealizó el capitalismo, no se aceptó que trajera inevitables desigualdades. Como los vencedores del cambio, fueron, en muchas ocasiones, los mismos que se habían aprovechado del “paraíso comunista”, una inevitable sensación de fraude caló hasta el tuétano de las capas sociales más vulnerables. Los perdedores creen añorar el viejo régimen, seguramente sin saber que lo que echan de menos es una seguridad mediocre pero firme.
Para Europa Occidental, “el final de la división europea” ha sido también ilusorio. Ahora afrontamos una división de otra naturaleza, pero no menos preocupante. El alemán es el caso más lacerante: todavía no han asimilado una reunificación que pudo hacerse de otra forma, y no sólo porque algunas potencias europeas lo desearan para frenar el auge alemán, sino para suavizar los sufrimientos de la propia población germana. Hoy en día, veinte años después, el paro en el Este es el doble que en el Oeste, pese a las inmensas transfusiones de capital por valor muy superior al billón de euros. Incluso en la glamurosa y artística Berlín, la vida sigue siendo más difícil que en las grandes capitales occidentales, como señala esta semana un extenso reportaje de LE MONDE. Los tratamientos de choque constituyeron un fraude que condenó ilusiones y sepultó proyectos de vida. No era inevitable que fuera así, y eso es lo que les hace, ante el juicio de la historia, imperdonables.

EL MALESTAR

5 de Noviembre de 2009

Un malestar muy apreciable, pero no oficialmente admitido, recorre estos días Washington. El aniversario del triunfo electoral de Barack Obama ha llegado rodeado de noticias incómodas para el entorno presidencial, procedentes de dentro y fuera del país.
El éxito de dos candidatos republicanos a gobernador en Virgina y New Jersey es un asunto menor. Por mucho que los conservadores quieran proclamar que se confirma la pérdida de impulso político de Obama, lo cierto es que la clave del resultado hay que buscarla en la situación local de esos estados y en el perfil de los contendientes. Además, los republicanos tienen motivos de preocupación por las divisiones internas entre moderados y radicales que les ha hecho perder un representante, hasta ahora seguro, por Nueva York.
En todo caso, es forzoso admitir que Obama acusa cierto desgaste. Pero no por lo que le reprochan desde la derecha, sino por un estilo de gobernar que, tarde o temprano, tenía que pasarle factura. Un asesor del recientemente fallecido Ted Kennedy lo retrataba con agudeza en las páginas de LE MONDE: “Obama privilegia la opción del menor riesgo político”. Jeff Madrick, de la Universidad New School de Nueva York, afirma que el presidente ha dilapidado parte de su capital político por no atreverse a actuar con más decisión en áreas tan importantes como la reforma del sistema financiero o la reforma sanitaria. “El presidente da la impresión de que se conforma con medidas a medias. Políticamente, actúa como un árbitro, no como una fuerza motor de cambio”.
Algo similar puede detectarse en su política exterior. Hay que admitir, en su descargo, que la herencia desastrosa recibida no ha facilitado su tarea y que gran parte del esfuerzo ha tenido que depositarlo en restañar heridas y restablecer la confianza. Por razones de espacio, centrémonos en los dos asuntos de actualidad de esta semana: Afganistán y Honduras.
Es sabido la antipatía que el presidente norteamericano profesa hacia su colega afgano, Hamid Karzai. No cree en él; o más que eso, lo considera un lastre político. La forma en que Obama asumió en público su revalidación como presidente afgano es reveladora: le pidió que ataje la corrupción, en un tono que apenas disimulaba el convencimiento de que lo ha hecho estos últimos años ha sido protegerla, por no decir fomentarla y hasta beneficiarse de ella. Obama siente que tiene las manos atadas, pero se cuidará de explicitarlo públicamente, para que no se le pueda reprochar. Intentó sumar al candidato rival, Abdullah Abdullah, a un pacto político que desdibujara el poder de Karzai, como si eso fuera posible. Pero cuando se dio cuenta de que Obama no dispone aún de estrategia solvente, hizo virtud de la necesidad y decidió apearse del proceso y denunciar la ilegitimidad del segundo mandato de su rival electoral, debido a la persistente amenaza de fraude.
Obama demora la decisión sobre el futuro del compromiso norteamericano en Afganistán, como si todavía tuviera que ocurrir algo que sea decisivo para fijar su posición. No está claro a qué espera el presidente. ¿A qué Karzai se convenza de que sin cambio de actitud no habrá soldados adicionales? Probablemente, el líder afgano sabe que Obama no se enfrentará frontalmente con sus generales. Y, en caso de que eso ocurra, Karzai dispone de otras armas. Por de pronto, ha respondido ladinamente a las humillaciones silenciosas de la administración Obama.
En el entorno presidencial se cree que la administración Obama está de una u otra forma detrás del reportaje de las informaciones del NEW YORK TIMES, que acusaban al hermano del presidente de controlar el tráfico de drogas. El ministro afgano encargado de la lucha contra el narcotráfico, General Jodaidad, manifestó que “los contingentes americanos, británicos y canadienses de la OTAN tasaban la producción de opio en las regiones bajo su control”. Como recuerda ASIA TIMES el diplomático indio retirado con experiencia en la zona, M. K. Bhadrakumar, esta referencia directa a la implicación de los efectivos militares occidentales en el tráfico de drogas en Afganistán ya había sido evocada por el antiguo jefe de los servicios secretos militar de Pakistán, el general Hamid Gul, y por los rusos, que siguen teniendo alguna información valiosa sobre lo que pasa en el país.
Pero Karzai se guarda otra carta más: el pacto con los talibanes más moderados. O mejor habría que decir, con los más corruptibles. No es un secreto para nadie que los contactos son constantes y al más alto nivel en el entorno de Karzai. Algunas fuentes creen que el acuerdo con un personaje intermedio, el viejo guerrero antisoviético Gulbuddin Hekmatyar, es ya un hecho. Y esta criatura predilecta de la CIA en los ochenta es clave para persuadir a los talibanes de la Shura de Quetta, liderada por el propio Mullah Omar.
El otro escenario donde se han puesto en evidencia las contradicciones de Obama ha sido Honduras. Por supuesto, se trata de un asunto de escaso interés para Washington, por mucha fanfarria que se le haya dado al aparente acuerdo entre Zelaya y los golpistas. La administración estadounidense no ha tenido interés alguno en resolver la crisis como hubiera sido decente hacerla: presionando a los usurpadores y restableciendo al presidente legítimo. Prefirió dejar que los contactos se prolongaran en la ineficiente diplomacia regional, a sabiendas de que la mayoría de los gobiernos más próximos a Washington estaban en realidad encantados con “pararle los pies a Chávez”. Por esa razón, mientras se proclamaba el rechazo al golpismo, se le consentía a los golpistas dotarse del oxigeno necesario para consolidarse.
El acto final, o estrambote, consistente en una visita oficial norteamericana a Honduras para arreglar de una vez por todas el asunto, ha constituido, más que una prueba del compromiso, una demostración de un doble juego. Da la impresión de que Obama, poco interesado en el asunto, ha dejado que la burocracia del departamento de Estado, apegada a sus viejos reflejos, se haya impuesto sobre el difuso discurso ético de la Casa Blanca. La activa campaña de lobby a favor de los golpistas ha conseguido bloquear asuntos corrientes en la política latinoamericana de Obama, hasta convertir en conveniente sus enfoques.
Zelaya no volverá a ejercer como presidente, se celebre o no la mascarada de su regreso a Palacio. La vieja política tiene asegurada su continuidad en las elecciones del 29 de noviembre. Lo de menos es el destino personal del presidente depuesto y sus inmaduros planes de cambio constitucional. El verdadero daño lo sufrirán los sectores populares que habían confiado en que los tiempos del amparo norteamericano a golpes de Estado habían acabado.
Con la mitad del electorado reticente y los grandes intereses crecidos, Obama tendrá ahora que decidir el rumbo de su mandato. El presidente se va a ver obligado, le guste o no, a molestar a sus rivales, si no quiere que éstos consigan hacer prevalecer el malestar entre sus seguidores, los que estaban –aún lo están- ilusionados con un verdadero cambio político en la Casa Blanca.

TURQUÍA: TURBULENCIAS EN EL PUENTE

29 DE OCTUBRE DE 2009

Es lugar común en el análisis geoestratégico considerar a Turquía como puente entre Oriente y Occidente. A la clase política tradicional esa figura les ha resultado siempre atractiva, aunque para los kemalistas militares, auténticos dueños de las orientaciones estratégicas del país, el compromiso férreo con Occidente ha sido innegociable.
Las cosas están cambiando, sin embargo. La guerra contra Irak, en 2003, puso en evidencia el largo proceso de erosión de la posición turca. El triunfo de los islámicos en dos oleadas –una más radical, abortada por el ejército, y otra moderada, que parece consolidarse- ha profundizado esa revisión. El debate se centra en si el cambio es de estilo o de sustancia.
Consciente de su importancia para los intereses occidentales, Obama visitó Turquía en abril y evocó la manida fórmula del puente, citando expresamente los esfuerzos de la diplomacia turca en el conflicto árabe-israelí y en el anclaje de Rusia en un sistema internacional de convivencia. Otros actores no se muestran tan comprensivos como Obama.
OTRA MIRADA A ORIENTE
Israel ha mimado las relaciones con Ankara, desde el pacto de cooperación militar suscrito en 1996. Con el triunfo del AKP, esta relación se mantuvo, a pesar del islamismo suavizado de su líder, el actual primer ministro Erdogan. Pero las cosas se complicaron con la intervención militar israelí en Gaza, a finales del año pasado. Algunos medios turcos hablaron claramente de “brutalidad israelí” y el gobierno no disimuló su malestar. En enero, durante el encuentro suizo de Davos, Erdogan chocó con el presidente israelí, Shimon Peres, a quien reprochó ásperamente la conducta del Tsahal y el maltrato de la población civil palestina. A partir de aquí, todo se torció. El último desencuentro fue negativa de Ankara a participar en las maniobras militares de este año, para no coincidir con los “aviones que sobrevuelan Gaza” (Erdogan dixit). El ministro de Exteriores suspendió su visita oficial a Israel al no permitírsele visitar la franja. El puesto diplomático turco en Tel Aviv lleva meses sin cubrir.
Los líderes turcos aseguran que no quieren romper la alianza con Israel, pero tampoco “permanecer en silencio” ante “errores” de su vecino. El jefe del Estado, Abdhullah Gull, (exministro de exteriores y sustituto de Erdogan durante la suspensión temporal de éste en sus funciones de jefe de gobierno por decisión judicial) irritó a los dirigentes israelíes al comentar que “Turquía no estado jamás del lado de los perseguidores, sino que ha defendido siempre a los oprimidos”. No hizo falta más para que se anunciara en Israel el boicot a los productos turcos. En la sociedad civil, la hostilidad hacia Israel es perceptiblemente creciente. Una serie de la televisión estatal turca sobre la tragedia de Gaza presentaba una pésima imagen de los militares israelíes. Más de la mitad de los turcos se confiesan incómodos por la vecindad judía.
En contraste, la diplomacia turca ha estrechado relaciones con Siria. Las visas han sido eliminadas. Hace unos días, se ha celebrado un Consejo de Ministros común en Alepo, donde se anunció la próxima celebración de maniobras militares conjuntas, lo que ha agudizado la desconfianza israelí y provocado cierta perplejidad occidental.

LA ALARMA IRANÍ
Pero lo que realmente ha hecho encender las alarmas en Israel y en Occidente ha sido el acercamiento de los neoislamistas turcos a los ayatollahs iraníes, precisamente en este momento de cerco internacional a la República islámica por sus ambiciones nucleares.
Erdogan acaba de visitar Irán, donde ha sido recibido como un “amigo”. Más que eso, como un socio que puede acabar siendo estratégico. En una entrevista reciente con THE GUARDIAN, el primer ministro turco defiende apasionadamente las relaciones con Teherán, califica de “rumores” los proyectos de armamento nuclear iraní, considera “irracionales” las posibles sanciones y tacha de “locura” que se este barajando la posibilidad de ataques militares contra las instalaciones iraníes de producción atómica.
El acercamiento entre Irán y Turquía es paulatino. Sus intercambios comerciales, todavía débiles, han alcanzado ya los 8 mil millones de euros, pero se espera que aumenten un 50% en los próximos dos años, según LE MONDE. Irán es el segundo suministrador de gas de Turquía. Durante la visita de Erdogan, se han revisado importantes proyectos de cooperación. La frontera entre ambos países se presenta como un espacio de encuentro, no de separación: construcción de un gasoducto de casi 2.000 kilómetros, creación de una zona franca comercial y persecución concertada de los guerrilleros kurdos del PKK.
REEQUILIBRIOS EUROPEOS
Tan importante o más que la apertura al Este resulta el descubrimiento de las oportunidades de relación con Rusia. Rivales durante la guerra fría, Moscú y Ankara encuentran cada vez más terreno de entendimiento. Rusia está por muy delante de Irán en la provisión de gas natural a Turquía, ya que le proporciona las dos terceras partes del que compra fuera. En contrapartida, las inversiones turcas en Rusia se han incrementado notablemente. A largo plazo, la visión turca es transparente: convertirse en la puerta de acceso del gas ruso a Europa.
En el espacio sumamente volátil del Cáucaso, donde antes se libraba la hostilidad rusa turca, se construye ahora un espacio de cooperación. Rusia ha facilitado el acuerdo histórico entre Armenia (su aliado cristiano en la zona) y Turquía, impensable siquiera hace poco años. El reconocimiento del genocidio armenio practicado por los moribundos otomanos (1915-1918) y el protocolo para entablar relaciones diplomáticas es uno de los acontecimientos internacionales más trascendentes del año. La iniciativa es muy rentable porque permite a Ankara demostrar que no actúa en el exterior por criterios religiosos o culturales estrechos, sino por una sincera voluntad de reconciliación con todos sus vecinos.
En reciprocidad, Turquía ha presionado a Azerbaiyán (su protegido islámico), para que no dificulte las ambiciones rusas de controlar las reservas de gas locales. Por añadidura, Rusia cuenta con que Turquía contribuya a debilitar el apoyo occidental a Georgia.
Occidente percibe turbulencias en el puente. Del lado oriental, se consolidan los pilares, mientras por este lado se amplían las grietas. El mayor disgusto turco es con Europa. La ilusión de formar parte con pleno derecho en la UE se ha tornado en desencanto. Dos de cada tres turcos piensan que nunca serán admitidos y la mitad ni siquiera lo desea ya. El rechazo expreso de Sarkozy y la frialdad de Merkel han dañado la percepción de Europa, incluso en los círculos más pacientes y favorables como el empresariado. Son cada vez más los turcos que creen que las objeciones reales no tienen nada que ver con el respeto de los derechos humanos y la situación de Chipre, sino con su condición de musulmanes. La Alianza de Civilizaciones de Zapatero apenas ha podido compensar este desánimo.
Desde Estados Unidos, esta recomposición de las alianzas de Turquía se ve también con preocupación. Los sucesivos presidentes norteamericanos se han ofrecido a defender la causa turca en Bruselas, pero el intento ha sido poco sincero o poco eficaz. Este desencuentro en el sur de Europa inquieta muy relativamente a Estados Unidos, contrariamente a sus amistades iraníes o rusas. Pero en Washington se es consciente de que la pertenencia a la UE anclaría a Turquía en este lado de orilla. Hoy en día, sólo uno de cada tres turcos considera imprescindible la vinculación con la Alianza occidental
DESMENTIDO TURCO
Los dirigentes turcos desmienten un cambio de orientación de su diplomacia y confirman su fidelidad hacia Occidente y su candidatura a la UE. La doctrina exterior turca está inspirada en los conceptos de “profundidad estratégica” (los intereses nacionales, primero) y “problema cero” con sus vecinos (o sea, diversidad de alianzas). El hombre que dirige la política exterior turca es Ahmet Davutoglu, uno de los principales ideólogos del AKP. En los últimos meses ha presentado con elocuencia los ajustes diplomáticos. Para que un puente sea estable, es preciso asegurar sus dos extremos. Muy cierto. O si se nos pide que facilitemos el diálogo con el mundo islámico a espaldas de Occidente, necesitamos afianzar su confianza. Impecable. Lo que puede resultar menos fácil a los neoislámicos turcos es sortear la dinámica de las líneas rojas. Que se dibujan no tanto en las cancillerías occidentales, cuanto en los cuarteles propios. Los militares turcos siempre han tutelado la democracia turca con la excusa de la preservación de la laicidad kemaliana. Es seguro que ahora tratarán de impedir a toda costa que se alteren los equilibrios en el puente.

GUION AFGANO PARA ANTES DEL INVIERNO

22 de octubre de 2009

El embrollo electoral en Afganistán se ha resuelto sin demasiados miramientos con las formas. Como corresponde a un estado de guerra. Y a la descomposición política reinante. La llamada Comisión Electoral Independiente no parece haber sido ni Comisión ni independiente; ni siquiera electoral: lo que ha habido en Afganistán ha sido un simulacro de sufragio para ratificar a un gobierno del que se ignora su apoyo real. Un equipo de investigadores de la ONU ha tenido que cocinar in extremis una fórmula tragable.
Habrá segunda vuelta el 7 de noviembre. Obama tendrá entonces un gobierno “legitimado” y un argumento para enviar más tropas. O para no hacerlo. Todo aparente y ficticio. Como la propia realidad política del país.
El conjunto de actuaciones que ha concluido en la convocatoria de la segunda vuelta refleja muy bien lo difícil que resulta confiar en una mínima institucionalidad. Karzai se ha visto literalmente obligado a aceptar que los resultados no le permitian confirmarse como presidente aún, en primera vuelta. Distintos responsables norteamericanos, políticos y militares, han ejercido una presión sin disimulos sobre el desprestigiado presidente afgano para que cejara en su obstinación de pretender haber ganado ya la reelección. El espectáculo de estos últimos días no ha sido edificante y alimenta los argumentos de quienes combaten, con o sin armas, al régimen. Los resultados finales oficiales del simulacro electoral del 20 de agosto atribuyen a Karzai el 49,7%. Una cifra envuelta en sospecha de pacto: lo justo para evitar la proclamación automática, que hubiera sido sonrojante; lo necesario para que el actual presidente se presente como reivindicado a falta del empujoncito final.
Obama estaba impaciente por resolver la chapuza electoral, porque mientras se mantuviera la incertidumbre sobre el proceso supuestamente democrático, resultaba imposible decidir el incremento del esfuerzo militar. El Presidente norteamericano utilizó precisamente esta carta para doblegar la resistencia de Karzai: si no hay segunda vuelta, no hay más soldados; si no hay más soldados, vuestra suerte estará echada. Este es el mensaje que –según narra el NEW YORK TIMES- el jefe del Pentágono Gates y el Consejero de Seguridad Jones le espetaron por teléfono al ministro de Defensa afgano. Más conciliador, el senador Kerry, presidente de la Comisión de Exteriores y reconocible aliado de Obama en el Senado, le susurró lo mismo al oído al propio Karzai, cuando en Washington se apercibieron de que las advertencias de Hillary Clinton no habían logrado doblegar al incómodo protegido. El premier Brown también actuó de telonero en este entremés de la tragedia afgana.
LOS RIESGOS QUE KARZAI QUISO EVITAR
La segunda vuelta se ha fijado para primeros de noviembre, por mandato constitucional. Pero se trata de un margen muy estrecho teniendo en cuenta lo trabajoso que es organizar unas elecciones en ese país. Una demora mayor podría haberse justificado, como cualquier otra irregularidad en este proceso, pero no había tiempo: el crudísimo invierno afgano arruinaría definitivamente cualquier tentativa electoral. En estas tres semanas –resume el CHRISTIAN SCIENCE MONITOR- hay que arbitrar fondos para otros funcionarios electorales menos sospechosos, financiar la intendencia y movilizar a observadores y protectores. Todo menos sencillo.
Karzai se resistía a la segunda vuelta porque teme que se le complique la victoria. En primer lugar, por la reacción negativa de su propia base social. Algunos analistas que conocen con cierto rigor el terreno aseguran que el presidente había dado garantías a numerosos jefes tribales pastunes de que este trámite iba a resolverse con el simulacro de agosto. Muchos se arriesgaron a arrastrar a sus subordinados a las urnas, asumiendo los riesgos de represalia de los talibanes. Incidir en el riesgo de nuevo podría ser temerario, y muchos jefes locales lo van a meditar cuidadosamente.
El segundo temor de Karzai es que su contrincante, el locuaz exministro de Exteriores, Abdullah Abdullah, con un 28% oficial de los votos en primera vuelta, en su condición de tayiko, sea capaz de concentrar el voto de las etnias minoritarias, las no pastunes, y superarle en la segunda vuelta. El establishment pastún que apoya a Karzai sospecha que Washington considera golosamente esta opción, de ahí que la contemple como un “complot anglosajón”, como ha detectado LE MONDE.
EL DILEMA DE OBAMA
La preocupación pastún seguramente es exagerada. Obama no es Bush: Karzai no le importa nada. Su hombre en la zona, Holbrooke, lo desprecia y Clinton considera que ha edificado un “narcoestado”. Pero Obama teme que propiciar un presidente no pastún sería como inyectar energía devastadora a los talibanes, pastunes irredentos.
Conscientes de que no les conviene dejar caer a Karzai, aunque no conserven hacia él simpatía ni respeto, los asesores de Obama han intentado discretamente ensayar el gobierno de coalición o unidad nacional. Son fórmulas de consumo corriente en Occidente, pero virtualmente inaplicables en el entorno afgano. Abdullah se deja querer, pero Karzai se resiste. Veremos si aguanta.
Por si finalmente no hay pacto y es preciso llegar a las elecciones, los soldados de la ISAF tienen que centrarse desde ya en reconstruir el cordón protector. La preocupación se centrará en la seguridad, en que no haya mucha sangre, más que en la limpieza del proceso. Los resultados probablemente se pactarán de una u otra manera.
En paralelo, el vecino gobierno de Pakistán tendrá que reducir o devolver a los agujeros a los talibanes del Waziristán fronterizo antes de que en las zonas más altas asomen las nieves. El ejército paquistaní cumple la misión con el recelo y malestar acostumbrados y con la confianza de que la operación no tenga consecuencias mayores. Los humillantes atentados recientes parecen provocaciones destinadas a forzar al máximo las contradicciones en la institución armada, precisamente en un momento en que la cúspide militar le había puesto las peras al cuarto al propio Presidente, el cada día más desamparado viudo de Benazir.
Obama se ha encerrado en este callejón oscuro llamado af-pak, sin tener nadie fiable en quien apoyarse. Sólo un milagro podría abrirle una salida: dar con Bin Laden, vivo o muerto, en algún lugar de ese avispero, antes del Día de Acción de Gracias. Luego, el invierno apagará los fusiles y aplacará los ánimos. Hasta la primavera, claro, que promete ser la más salvaje desde 2001.

LA BATALLA DE HONDURAS SE LIBRA EN WASHINGTON

15 de Octubre de 2009

La crisis política provocada por el golpe de Estado en Honduras no termina de resolverse. Las gestiones diplomáticas no han conseguido hacer entender a los golpistas que su iniciativa no puede tener futuro. La intransigencia de los golpistas explica sólo en parte que aún no se haya restaurado la legalidad constitucional.
Esta semana se anunciaba un posible desbloqueo, después de las conversaciones mantenidas por delegados de la Organización de Estados Américanos (OEA) con representantes del presidente legal, Manuel Zelaya, y del líder de los golpistas, Roberto Micheletti. Pero, como ha ocurrido anteriormente, enseguida llegó el desmentido.
La clave del acuerdo manejado en las últimas horas consistía en que Zelaya aceptaba la celebración de las elecciones presidenciales del 29 de noviembre, si antes era restituido en el cargo que constitucionalmente debería seguir ocupando.
Micheletti sostiene que tal solución tiene implicaciones legales y, por tanto, correspondería a la Corte Suprema autorizarla. El argumento es puramente dilatorio, porque la legalidad la hizo trizas la propia Corte Suprema dando soporte al golpe. En realidad, llegados a este punto, cualquier salida de la crisis es política. Las invocaciones a las formas jurídicas resultan de muy escasa credibilidad.
La prolongación de la crisis solo puede explicarse por la tibieza de Estados Unidos. La administración Obama ha condenado el golpe y ha adoptado ciertas sanciones –tímidas- contra el régimen de facto. Pero no se ha atrevido a presionar de forma decisiva a las nuevas autoridades, como ya denunciamos en su día. La impresión es que la Casa Blanca está ocupada en otros asuntos internacionales a los que concede prioridad y tampoco está convencida de desear, de verdad, la restitución de Zelaya.
Recientemente, se ha conocido que Micheletti y sus secuaces se han gastado casi medio millón de dólares en contratar servicios de influencia (lobbies) y poderosos caballeros norteamericanos con inquietantes credenciales (Otto Reich, Roger Noriega o Daniel Frisk). A través de ellos, han conseguido que una decena de congresistas norteamericanos respalden directamente al régimen golpista y obstaculicen ciertas decisiones sobre política latinoamericana de la administración Obama. En la operación de marketing de Micheletti y los suyos están contratadas algunas firmas como Cormac Group, muy cercanas al Senado McCain (si, el último candidato republicano), pero también a la Secretaria de Estado Clinton.
Recordemos algunos datos biográficos de los promotores del régimen de Micheletti. Otto Reich, un fijo en los gabinetes de Reagan y Bush hijo, fue una figura clave en el escándalo Iran-Contras y uno de los grandes ideólogos de la presión contra Cuba y la combatividad contra las opciones progresistas en América Latina. Roger Noriega fue uno de los ayudantes en la redacción de la Ley Helms-Burton (que reforzó el bloqueo contra Cuba en los noventa y sancionaba a las empresas extranjeras que se resistieran a aceptarla) y trabajó también como lobista de una poderosa empresa hondureña. Daniel Fisk era el segundo funcionario en la sección del Departamento de Estado de Bush encargado de América Latina y fue asesor político del senador por Florida, Mel Martínez, uno de los principales apoyos de los anticastristas cubanos afincados en Miami. Estos tres veteranos militantes anticomunistas de la guerra fría han sido los encargados, en una u otra forma, de reunir a destacados miembros del Senado y de la Cámara de Representantes para que presionen a la administración Obama. Y no sólo con argumentos. Dos nombramientos, uno de ellos el de embajador en Brasil, está congelado por un arsenal de iniciativas obstaculizadoras en el legislativo.
Reich ha dicho públicamente que el golpe de Estado en Honduras se considerará en el futuro como un freno al “intento de Chávez por minar la democracia en América Latina”. Fisk y Noriega han declarado públicamente su satisfacción por el interés que los senadores han puesto en hacer ver a su gobierno que se equivocó al presionar a los golpistas.
Mientras tanto, Amnistía Internacional ha denunciado el incremento de la agresiones policiales, las detenciones masivas de manifestantes y la intimidación de los abogados de derechos humanos” desde el regreso del Presidente Zelaya a Honduras, el 21 de septiembre. El Comité de Familiares de Detenidos y Desaparecidos en Honduras (COFADEH) ha denunciado torturas, y malos tratos cometidos por veteranos del Batallon 316, uno de los escuadrones de la muerte de los años ochenta con peor reputación, que Micheletti ha reflotado.

Micheletti ha intentado desacreditar las denuncias. Pero, por su naturaleza locuaz, se traiciona a sí mismo. En declaraciones a un reportero del diario argentino CLARIN, afirmó que “sacamos a Zelaya porque se fue a la izquierda y puso a comunistas”. Añade también, claro, que el Presidente derrocado se entregó a la corrupción, “robó 700 millones de lempiras (divisa local) y “sacó en carretilla del Banco Central fondos para su reforma constitucional”.

Lo cierto es que Micheletti resiste porque sabe que puede contar con ciertas complicidades en Washington y que el resto de gobiernos e instituciones internacionales participantes en las negociaciones no son decisivos. Pero sus apoyos se debilitan, porque la crisis dura demasiado y las encuestas reflejan malestar con los golpistas. Uno de los líderes empresariales ha propuesto convertir a Micheletti en senador vitalicio (como a Pinochet) y restituir a Zelaya temporalmente y con poderes restringidos. Una chapuza política para salir del enredo.

THE NEW YORK TIMES sigue sosteniendo que “Zelaya tiene que ser restituido en el cargo ya, si se quiere que el gobierno que salga de las elecciones de noviembre obtenga reconocimiento internacional”. Los medios progresistas insisten en la tibieza de la Casa Blanca. Chris Sabatini, el editor de AMERICA’S QUARTERLY, afirma que “ha habido un vacío de liderazgo en la administración Obama, que han llenado los que respaldan a Micheletti, con fuerza relativa pero suficiente para mantener como rehén a la política del gobierno”.

El presidente de Costa Rica, Óscar Arias, empeñado en una solución más o menos salomónica, ha terminado reconociendo que la Constitución de Honduras “es una de las peores del mundo y una invitación al golpismo”. Micheletti ha puesto a las élites de Honduras en una situación sin salida, provocando una situación paradójica. Lo subraya también el analista Greg Grandin en THE NATION: “el asunto que sirvió de chispa para la crisis –el intento de Zelaya de promover una asamblea constituyente para reformar la notoriamente antidemocrática carta hondureña- puede ser la única vía para resolverla”.

Las maniobras políticas del depuesto presidente pueden ser criticables en muchos aspectos y sus cambios de humor político justifican cierta desconfianza, pero eso es ahora secundario. El golpe ha fracasado por la movilización popular, más que por las presiones diplomáticas o por el apoyo de Chávez a Zelaya. Pero no está claro que eso lo entiendan en los pasillos de la Casa Blanca.

UN NOBEL DEMASIADO MEDIÁTICO

9 de octubre de 2009
No creo ser muy original en este comentario. Ante la concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, me siento como millones de personas atentas a la realidad internacional: perplejo y confundido.
El Comité Nobel arrastra una serie de decisiones polémicas, en más de un siglo de existencia. Puede admitirse que la valoración de una acción política, diplomática o humanitaria dedicado a fortalecer la paz sea, inevitablemente, objeto de discusión y no concite un acuerdo general. En algunos casos, la distinción ha sido especialmente discutible y ha provocado incomodidad indisimulable en numerosos colectivos. No podemos olvidar que en la nómina de premiados del Comité figuran personajes tan controvertidos como Henry Kissinger, Isaac Rabin, Menahem Begin, Anwar El Sadat o Yasser Arafat.
En el caso de Kissinger, el argumento en el que se fundamentó su distinción fue su contribución a los acuerdos de paz entre Estados Unidos y Vietnam, tras unas interminables negociaciones con su contraparte Le Duc Tho. Es discutible que firmar la paz signifique trabajar por ella, cuando lo que en realidad hizo Kissinger fue constatar la derrota norteamericana en una guerra que él no inicio, pero si contribuyó a mantener y prolongar. Por no hablar de su infame papel los golpes militares latinoamericanos de los setenta, que produjeron muerte y sufrimiento a raudales.
Rabin, Begin, y Arafat representaban a dos pueblos irreconciliables. Su papel es asimétrico. Rabin y Begin fueron –sin entrar en detalles- dirigentes destacados de un Estado que ha hecho una larga travesía de la esperanza a la agresión. Arafat era el símbolo de un pueblo despojado de su territorio y sus derechos que acudió a la violencia para recobrarlos.
Lo que hace poco creíble la decisión de este año en Oslo no son las credenciales de Obama, sino la ausencia de ellas. Dice el Comité que se le otorga el premio “por sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”.
Me apresuro a reconocer la esperanza de mejora en el panorama internacional que Obama ha creado. Sus propuestas le hacen merecedor de comprensión, apoyo y colaboración. Pero es demasiado pronto para los reconocimientos. La política exterior de Obama es tan prometedora como incierta. En Afganistán, se mueve entre la tentación de reforzar la militarización del conflicto o de hacerlo simplemente más gestionable. En Oriente Medio ha cambiado el tono con el discurso de El Cairo, que ha sembrado reconciliación con el mundo árabe, pero no ha conseguido que las partes avance ni siquiera más allá del territorio de la frustración. Con respecto al desarme nuclear, no ha prometido algo muy original con respecto a otros presidentes norteamericanos anteriores. Y sería un error de bulto magnificar su decisión sobre el escudo antimisiles, porque lejos de eliminarlo como algunos suponen, lo que ha hecho es modificarlo. En América Latina, se ha movido con cautela poco conmovedora (Cuba) con una ambigüedad sospechosa (Honduras). Del resto de conflictos en África o Asia, ha tenido tiempo de ocuparse poco o nada, más allá de palabras dulces.
Hay dos “explicaciones” para la decisión del Comité Nobel. La primera es que sus miembros no hayan sabido encontrar otro candidato mejor. Desde luego, el panorama internacional no ofrece grandes candidatos; pero no menos este año que en muchos de los anteriores. Y algunos nombres que han circulado como favoritos, sin ser de gran conocimiento público, acreditan más méritos. O también cabía la posibilidad de dejarlo desierto, como ya ha ocurrido varios años.
La otra explicación es que los provectos miembros del Comité se hayan dejado arrastrar por la “obamamanía” más allá de lo razonable. Es bien sabido que la política ha sido engullida por el arte de la seducción y que los líderes mediáticos ofician de sacerdotes de la ceremonia. Pero, si ésa fuera una de las razones, la concesión del premio debería aumentar nuestra preocupación. Cabe una última razón. Que los “hombres buenos” del Nobel hayan querido ayudar a Obama, apoyarle para convertir en realidad las promesas, en hechos las palabras. Si es así, lo comprendemos. Pero nos cuenta sacudirnos la incredulidad.

CACOFONÍA EUROPEA

8 de octubre de 2009

Irlanda ha cambiado de posición y ha aceptado ahora el Tratado de Lisboa. Casi todo el mundo se felicita, pero las abruptas dificultades en la gestión de la crisis económica han puesto sordina monumental a esta victoria europeísta conseguida con fórceps.
Los irlandeses han dicho si con más susto que entusiasmo. La crisis les ha destruido las certidumbres sobre su modelo económico y social. Ese espíritu anglosajón y neoliberal, a base de desregulación industrial y financiera, liberalización muy amplia del mercado laboral y baja presión fiscal para atraer inversión extranjera, funcionó durante unos años. Pero la crisis se lo ha llevado por delante. Irlanda sufre el descenso más fuerte del PIB en los últimos meses y el mayor incremento del desempleo en la Unión. Irlanda, en cuyo despegue y desarrollo tanto peso tuvieron las ayudas europeas, llegó a creerse que el crecimiento pasaba por alejarse del modelo social europeo. El desencanto ha favorecido este regreso forzado al redil común.
La ratificación del Tratado de Lisboa en el referéndum de Irlanda causó cierta euforia impostada en Bruselas y una desfallecida satisfacción en las capitales europeas que reman a favor del proyecto. Es evidente que otro No irlandés se hubiera llevado por delante años de esfuerzos y dificultosas negociaciones. Pero las encuestas ya predecían el triunfo del voto afirmativo, por efecto del desencanto y el deseo de protección comunitaria.
Obviamente, la ciclotimia europea habitual está mitigada y regulada por la difícil gestión de la crisis, que opera contra pulsiones demasiado optimistas. Aunque las previsiones apunten hacia la recuperación en los próximos meses, lo cierto es que la desconfianza se mantiene. Los gobiernos y los agentes sociales permanecen en guardia ante un un frenazo brusco, sin descartar incluso el empeoramiento.
En este contexto socio-económico de incertidumbre, el avance institucional europeísta se antoja arduo, pero sobre todo muy ajeno a las preocupaciones de los ciudadanos. Las tres sombras políticas que pesan sobre el despliegue del Tratado de Lisboa tienen un peso menor que los riesgos de involución económica, pero no son desdeñables.
EL SIMULACRO CHECO
La más inmediata se proyecta desde el castillo de Praga, sede oficial de la Jefatura del Estado. Adquiere tono intemperante y parece propio de otros tiempos en los que la vehemencia en torno al proyecto europeo ganaba la partida a la metodología más burocrática ahora imperante. El “thatcherismo” del presidente checo, Vaclav Klaus, convicto y confeso, tiene aires de melodrama político. Recuerda un poco al filibusterismo, esa cultura de maniobras legislativas destinadas a bloquear la aprobación de normas legales en el Congreso de los Estados Unidos. Que Klaus haya instruido a una treintena de senadores afectos para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la perturbación que el Tratado de Lisboa puede ocasionar en el ordenamiento jurídico checo resulta de una zafiedad política casi pueril.
Según leemos en el diario checo diario HOSPODARSKE NOVINY (NOTICIAS ECONÓMICAS), a Klaus y sus legiones euroescépticas (numerosas, aunque de combatividad variable, la mayoría menos aguerridas que el presidente), les preocupan, sobre todo, tres elementos del Tratado: la posibilidad de que los gobiernos puedan decidir nuevos dominios por mayoría simple (la famosa “cláusula pasarela” del artículo 48), la Carta de Derechos fundamentales (que abre la puerta a nuevos derechos sociales) y la política exterior común (que desprotege a los checos y otros centroeuropeos de un acercamiento europeo a Moscú).
Klaus es consciente de que no podrá abortar el Tratado y trata sólo de retrasar su firma para llamar la atención. Sobre todo después de que su colega polaco haya bajado los brazos ante la indisimulable presión procedente del Oeste.
EL OBSTÁCULO BRITÁNICO
La otra sombra es el previsible cambio de guardia política en Londres. El líder tory, David Cameron, está atrapado en la promesa del referéndum. El euroescepticismo británico tiene más capacidad de destrucción. No se trata de un fundamentalismo ideológico neoliberal. Eso se ha diluido en gran parte. El peligro reside en la imposibilidad del matrimonio entre las culturas política europea y británica. Los dirigentes políticos de Londres pueden hacer tragar exigencias propias de una pareja de hecho, pero cada vez que se quiere oficializar el vínculo, crujen las costuras. Durante el Congreso anual conservador, los euroescépticos han exigido que se celebre el referéndum, aunque el Tratado de Lisboa haya entrado en vigor. Cameron mantiene la ambigüedad sobre este punto, pero se declara contrario al Tratado y no parece dispuesto a asumir el desgaste que supondría resistir las presiones eurofóbicas.
LAS FALSAS ILUSIONES
Con un cierto aire de revancha, los tories tampoco están dispuestos a que Tony Blair se convierta en Presidente permanente de la Unión. Es una norma no escrita que sin el apoyo del país al que pertenece, un candidato tiene pocas posibilidades de ser designado para el cargo propuesto. Blair despierta recelos de sobra conocidos. Sometió su compromiso europeísta al mismo maltrato que sus convicciones laboristas. Pero las alternativas resultan poco atractivas. Sólo Felipe González iguala –más bien supera- la estatura de Blair. Pero con un portugués al frente de la Comisión, resulta casi imposible esa “iberización” completa del Ejecutivo. Si la elección recae en el holandés Balkenende, significará que la apuesta europea será endeble y la talla política del Presidente estable estará muy lejos de ese “George Washington europeo” que anhelaba Giscard durante la Convención que diseñó la malograda Constitución.
La tercera sombra es la debilidad del liderazgo político. El eje franco-alemán, que algunos quieren ver en fase de sólida reconstrucción, debe todavía demostrar su vitalidad. El gobierno de Gran Coalición podría tener muchos defectos en Alemania (y resultar una losa para la socialdemocracia), pero anclaba y reforzaba el compromiso europeo mucho más que esta alianza escorada a la derecha que ahora se está construyendo. Sobre Gran Bretaña ya se han dado pistas. De Italia, sólo llega descrédito y vacío. En Centroeuropa, reina la desconfianza y el desconcierto. Los nórdicos aportan sensatez, pero también frialdad. Y en el sur, donde se camina a contracorriente política, la brutalidad de la crisis ha apagado los bríos europeístas.
Las divergencias europeas en Pittsburgh han sido apreciables, produciendo un cierto efecto de cacofonía en los analistas más atentos. En las próximas los nombramientos acapararán la atención principal. Pero no habrá que hacerse ilusiones sobre la solidez de las convicciones y la profundidad de las decisiones para enderezar el rumbo de Europa.

IRÁN: LOS LÍMITES DEL ENDURECIMIENTO

01 de Octubre de 2009

Las negociaciones con Irán sobre la transparencia de su programa nuclear se reanudan en un clima de cierto dramatismo alentado por el “descubrimiento” occidental de la construcción de una nueva instalación de enriquecimiento de uranio en las proximidades de Qom, una de las ciudades emblemáticas del chiismo iraní.
Distintos líderes occidentales se apresuraron a denunciar el “último engaño” iraní, como una prueba más de que había llegado el momento de dar una especie de ultimátum a Teherán: o admite las inspecciones de todas sus instalaciones nucleares por parte de los organismos internacionales acreditados, o deberá afrontar sanciones internacionales.
Los iraníes niegan el engaño y desprecian las advertencias. En el diario KAYHAN, absolutamente afín al régimen, se asegura que “lo que los Occidentales consideran como resultado de sus investigaciones, no son más que hipótesis” basadas en información aportada por Irán, y resalta que el pasado 21 de septiembre, antes del anuncio en Pittsburgh, las autoridades nucleares iraníes habían informado por carta a la Agencia Internacional de la Energía Atómica de la existencia de la planta de Qom. El gobierno de Irán habría querido con ello “facilitar las negociaciones” de Ginebra.
Esta versión iraní de los últimos acontecimientos es ignorada en las cancillerías occidentales, que han recuperado la estrategia de la presión. Hay varios factores que explican el endurecimiento occidental.
- la “bunkerización” del régimen iraní, tras el desalentador desarrollo del proceso electoral. La neutralización de las fuerzas reformistas –previsible a tenor de la manera en que se desarrolló la crisis- ha dejado pocas esperanzas de flexibilidad. La llamada al cierre de filas frente al enemigo externo y sus cómplices interiores no auguraba una actitud conciliatoria.
- la apertura rusa a considerar sanciones, después de que Obama decidiera modificar el proyecto de escudo antimisiles, como venía pidiendo desde hace años el Kremlin.
- las presiones de Israel, que puede congelar indefinidamente las conversaciones de paz con los palestinos mientras no considere satisfechas sus demandas de seguridad frente a las potenciales amenazas iraníes.
- el creciente nerviosismo de los países árabes conservadores, que contemplan con no menos inquietud el programa de nuclearización iraní y que desean que este asunto se resuelva cuanto antes por su propia seguridad, pero también para favorecer el desbloqueo de las negociaciones regionales.
- y finalmente –y sólo con carácter instrumental- este supuesto último hallazgo de los servicios occidentales de inteligencia, presentado como una prueba de que Irán engaña y está dispuesto a poner a prueba la paciencia de la comunidad internacional.
A muchos chocará que el lenguaje más duro frente a Teherán se escuche en Berlín, Londres o París y no en Washington. Tiene su explicación. Los servicios de inteligencia europeos tendrían sus propios resultados, consistentes con los norteamericanos. Pero, además, contemplan la amenaza iraní como más cercana y el peso de sus opiniones públicas, después del fiasco electoral y de la emotividad provocada por la represión, favorece una respuesta más dura.
Estados Unidos, atrapado en Afganistán y con la retirada de Irak aún por resolver, necesita tiempo y sosiego, aunque no quiere por nada del mundo que su prudencia sea interpretada como debilidad por la guardia pretoriana de los ayatollahs. Por esa razón, el Jefe del Pentágono afirmó el pasado fin de semana en televisión que se dispone de “una variedad de opciones”, relacionadas con el sector energético y tecnología, en los que Irán evidencia una fuerte dependencia internacional. Pero la estrategia de las sanciones tiene sus límites. Los habituales de estas estrategias de presión y otras específicas de este caso, a saber:
LAS RESISTENCIAS DE CHINA Y RUSIA
La adopción de sanciones internacionales legales exige la luz verde imprescindible de Moscú y Pekin, miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Los rusos asomaron cierta predisposición favorable, después de la modificación del proyecto antimisiles, lo que provocó una cierta euforia en la delegación norteamericana que arropaba a Obama en la Asamblea General de la ONU. Luego, vinieron las matizaciones y aclaraciones del Kremlin. El presidente Medvedev aclaró que la intención de Moscú era “ayudar a Irán a tomar las decisiones adecuadas”. Esta frase se puede interpretar como se quiera, pero no constituye aval alguno para la adopción de sanciones.
En cuanto a China, las resistencias son aún mayores. Los dirigentes chinos son muy renuentes a sacrificar o poner en peligro sus intereses económicos bilaterales, resalta el semanario británico THE OBSERVER. La décima parte del petróleo que importa China proceda de Irán. Las inversiones chinas en el desarrollo del sector energético iraní –actuales y previstas- se estiman en unos 100 mil millones de dólares. El volumen de los intercambios comerciales ha pasado de 400 millones de dólares en 1994 a 29.000 millones en 2008. No es extraño que, como el número dos de la diplomacia china, He Yafei, solicitado al respecto en Nueva York, afirmara: “no me gusta el término sanciones”.
EL PERJUICIO A LA POBLACIÓN IRANÍ
Después de la experiencia iraquí, en la que las sanciones infringieron más sufrimiento al pueblo que a la casta dirigente de Saddam Hussein, no es políticamente aceptable insistir en el absurdo. Primero, porque a la represión y a las propias dificultades económicas que ya soportan los iraníes se añadirían nuevas penurias. Y segundo, porque sanciones que comporten efectos perniciosos directos en la población permitirían al régimen avalan su tesis de que a los Occidentales no les importa nada el bienestar iraní y sólo persiguen debilitar a la nación persa.
Por otro lado, la estrategia de confrontación colocaría en una posición muy incómoda a los reformistas, que defienden con orgullo el programa nuclear. Como señala Robert Cohen, uno de los articulistas norteamericanos que mejor conoce Irán, “el enriquecimiento del uranio es sagrado, porque simboliza la independencia del país, un poco como la nacionalización del sector petrolero en los años cincuenta”.

PARADOJAS DE LAS ELECCIONES ALEMANAS

29 de septiembre de 2009

A primera vista, la lectura de las elecciones alemanas parece sencilla. Los resultados parecen tan claros que la tentación de hacer un análisis unidireccional es grande. Se ha producido un giro conservador, con la estabilización –a la baja- de la CDU (cristianodemócratas) y el ascenso en casi cinco puntos del FPD (liberales), lo que avala una “pequeña coalición” de centro-derecha con las suficientes garantías para gobernar. La pérdida de once puntos y de un tercio de sus escaños supone una severa derrota del SPD (socialdemócratas), su desplazamiento a la oposición y una previsible travesía del desierto. El beneficiario secundario del hundimiento socialdemócrata es Die Linke (izquierda), el combinado de socialistas de izquierda escindidos del SPD, los antiguos comunistas del Este y otros grupos minoritarios críticos del sistema. Sin embargo, no resulta descabellado observar ciertas paradojas que auguran complicaciones políticas en Alemania durante los próximos cuatro años.
LA ESTRATEGIA DE MERKEL
Aunque el líder liberal, Guido Westervelle le haya disputado la atención mediática, Angela Merkel es la vencedora personal de las elecciones. Por su credibilidad, afirman los afines. Por su ambigüedad, replican los críticos. Discípula aventajada de su correligionario Andreotti, ha sabido sacar toda la ventaja posible de su condición de Jefa de gobierno para convertir la necesidad en virtud. La necesidad: atemperar sobre la marcha el credo neoliberal con que se había presentado a las elecciones de 2005. La virtud: presentarse como garantía de equilibrio entre frente a socialdemócratas y liberales.
La primera paradoja de estas elecciones es que, en su obligada operación de camuflaje político, Ángela Merkel ha terminado perjudicando, siquiera levemente, a su propio partido. La CDU ha cosechado los peores resultados desde 1949 y “hermanos bávaros” de la CSU consiguen menos escaños que el FPD, por primera vez en la República Federal.
Merkel ha hecho valer su propuesta centrista, sin excesos ni fundamentalismos ideológicos. Como escribió Richard David Precht en DIE ZEIT: “Se acabó lo de ‘libertad en lugar de socialismo’ de los cristiano-demócratas, que defienden hoy el mayor plan de subvenciones de la historia alemana desde Willy Brandt”. La defensa que hizo en la cumbre del G-20 de una amplia regulación de los mercados financieros y del estricto control del sueldo de los altos ejecutivos terminó de reforzar su perfil de conservadora responsable.
El FENÓMENO WESTERVELLE
Paradójica resulta también la reconversión del líder liberal, que tuvo su periodo de extravagancia y exhibicionismo en los “reality shows” televisivos y que ahora se encuentra cómodo con la imagen de “alemán medio”. Guido Westervelle ha corregido sus excesos. Su estilo directo, su espontaneidad casi juvenil, su franqueza (avalada por la “confesión” de su homosexualidad, ante cierto escándalo de los ultraconservadores bávaros) se mantienen, pero han sido reciclados y puestos ahora al servicio de una estrategia de gobierno.
Otra paradoja es que los grandes defensores en Alemania del orden ultraliberal, que tan nefastas consecuencias ha comportado, sean los vencedores de estos comicios. El SÜDDEUTSCHE ZEITUNG aventura esta explicación: “Tal vez los electores han visto a los liberales menos como defensores de una ideología que como representantes de posiciones que les son personalmente útiles”. Las posiciones más identificables de los liberales se refieren a la reducción de impuestos.
UNA COALICION NO TAN PLÁCIDA
Los liberales habían dejado claro en su congreso de Potsdam su disposición a una coalición con la CDU-CSU, como en los ochenta y noventa. La CDU favorecía también el cambio de socio. Merkel sólo fue más explícita avanzada ya la campaña. Nunca descartó completamente la Gran Coalición, en la que no sentía peligrar su capital político.
Democristianos y liberales se han repartido, desigualmente, el electorado de centro-derecha todos estos años. Los primeros, aplicando una versión conservadora del capitalismo renano, más protector que el anglosajón, más consciente de la importancia del Estado, pero también más tradicionalista en cuestiones sociales, de moralidad y costumbre. Los segundos, aunque apegados a una cierta retórica librecambista propia del capitalismo thatcherista, han buscado sus caladeros en las clases medias emergentes, empresarios, profesionales, y entre el electorado más joven, con un mensaje más abierto en las cuestiones sociales y culturales. La denuncia de medidas cristianodemócratas que podrían debilitar las libertades civiles en la política antiterrorista pueden haberle proporcionado ciertos apoyos entre el electorado de inclinación progresista, estima el semanario británico THE ECONOMIST.
Los liberales, como en los ochenta y noventa, se harán con las carteras de Exteriores y Economía. En la conducción de la economía, cristianodemócratas y liberales tendrán que conciliar sus propuestas fiscales. Sabedora de las facturas que hay pendientes, Merkel aceptará recortes de impuestos, pero la mitad de los 50 mil millones de dólares que propugna Westerwelle. La propuesta liberal es “jugar a la ruleta rusa con la sociedad”, sanciona el SUDDEUTSCHE. La Canciller ha rechazado –resalta DIE ZEIT- otras aspiraciones liberales "como la suavización de las condiciones de despedido o la privatización de las agencias de empleo”.
Guido Westervelle será el jefe de la diplomacia y, en tanto tal, Vicecanciller. Otra paradoja. Aunque el líder liberal se ha preocupado por los temas internacionales, dejándose ver en foros exclusivos y pronunciando discursos de ciertas pretensiones ante audiencias especializadas, lo cierto es que su experiencia real en la materia es nula y, señala con cierta acidez el corresponsal de LE MONDE, “el inglés no es su fuerte”. El asunto tiene poca importancia, porque será la Canciller la que dirija la política exterior alemana.
El HUNDIMIENTO SOCIALDEMÓCRATA
La humillante derrota del SPD se produce “en todas las franjas de edad y todas las categorías profesionales”, observa LE MONDE. La Gran Coalición, presentada como un ejercicio de responsabilidad por los dirigentes del partido, ha terminado convirtiéndose en una trampa política. Steinmeier y sus socios de la dirección quisieron corregir el discurso, pero el intento ha tenido el efecto paradójico de ampliar la catástrofe en vez de reducirla.
DIE ZEIT señala que la derrota del 27 de septiembre es el final de una estrategia incubada a mediados de los setenta por la corriente Seeheimer Kreis, que inspiró a la trinidad reformista del SPD (Schroeder, Steinmeier y Muntefering). El SPD ha pagado hoy las hipotecas políticas de la Agenda 2000, que a finales de los noventa pretendió “salvar” el Estado de bienestar haciéndolo más flexible, recortando los supuestos excesos y abusos, adaptándolo a la oleada liberal. La renovación debería confirmarse en el Congreso anunciado para noviembre. Muntefering no se presentará a la reelección como presidente y Steinmeier ya ha renunciado que no aspira al cargo, aunque, de momento, presidirá el grupo parlamentario.
LA INCIERTA RECONCILIACION DE LA IZQUIERDA
Pero contrariamente a lo que ocurre en otros países europeos, este debilitamiento de la socialdemocracia alemana no ha favorecido sólo al centro-derecha. El buen resultado de la coalición de izquierdas (Die Linke) supone un capítulo más en un largo ajuste de cuentas histórico entre las “dos almas del socialismo alemán”. Con el 12% de los votos (tres más que en 2005) y 76 diputados federales (22 más de los que tenía), Oskar Lafontaine se cobra una revancha indudable. Después de diez años trabajando en la reestructuración y fortalecimiento del SPD, las insalvables diferencias con Schröeder y el sector reformista provocaron su tormentoso abandono del partido, en 2005. Dos años después, el “Napoleón del Sarre” consiguió la convergencia, no sin dificultades, entre la corriente izquierdista de la socialdemocracia (agrupada en la WASG, Alternativa electoral para el trabajo y la justicia social) y el PDS, el heredero muy renovado del partido comunista de Alemania Oriental.
La herida que esta escisión motivó no se ha cerrado. Está por ver si el resultado de estas elecciones ahonda la llaga o contribuye a su cicatrización. Desde la lógica política, el acercamiento en la oposición es más factible. Pero las enemistades son profundas. Y no está claro que los futuros dirigentes del SPD favorezcan el acercamiento a Lafontaine.
Tampoco DIE LINKE es una balsa de aceite. El diagnóstico de DER SPIEGEL es sugerente: “El cuadro clásico en el Este es intrínsecamente conservador, tiene la cultura política del partido mayoritario que fue durante cuarenta años y no quiere renunciar a ello (…) El militante del Oeste, por su parte, lleva el estigma de minoritario, lo que le hace ligeramente salvaje y poco apto al compromiso”. Podría resultar también paradójico que el crecimiento de la izquierda pudiera agudizar estas discrepancias.
El tercer partido progresista, los Verdes, se estabiliza en un 10%. Su influencia política no aumenta, pero se mantiene como imprescindible para que la izquierda vuelva al gobierno en 2013. La abstención ha batido records. La participación se ha reducido al 70,8%, ¡siete puntos menos que hace cuatro años!, cuando ya se tocó fondo. “Hitler ha dejado de ser rentable para la perdurabilidad de la democracia”, enfatiza con ironía el SUDDEUTSCHE.
En definitiva, lejos de una aparente estabilidad, Alemania vive una “transición política”, como ha señalado Joshka Fischer, el exlíder ecologista y hoy consultor y analista fieramente independiente. La consolidación de los “partidos pequeños” impedirá la hegemonía política de los dos grandes, que necesitarán a dos pequeños para gobernar. Por una generación al menos, la fórmula de la Gran Coalición parece definitivamente enterrada.