EL ESPECTRO DE LYNDON B. JOHNSON

26 de noviembre de 2009

Después del puente de la festividad de Acción de Gracias, el presidente de los Estados Unidos anunciará el refuerzo militar en Afganistán. Algunos medios han adelantado ya que, seguramente, Obama decidirá enviar al menos 30.000 soldados más, a partir de la primavera.
El corresponsal del NEW YORK TIMES David Sanger, uno de los periodistas mejor informados de Washington desde su atalaya en la Casa Blanca, asegura que Obama “mandará múltiples mensajes a múltiples audiencias”: a sus correligionarios demócratas, a los militares, a la oposición republicana, a sus aliados occidentales, al gobierno afgano, al poder político-militar de Pakistán. Lo que hará inevitables las contradicciones y abonará las dudas.
Senadores y congresistas demócratas son cada día más sensibles a la petición de retirada militar que ha defendido siempre el ala izquierda del partido basándose en dos razones: la imposibilidad de detener el sacrificio de vidas a corto plazo y el coste creciente del mantenimiento de las tropas. Ambos factores han calado en la opinión pública hasta erosionar el respaldo popular al compromiso bélico: la última encuesta indica que son ya cuatro de cada diez los ciudadanos que piden la retirada militar. El otro día, la Presidenta de la Cámara de Representantes, la influyente californiana Nanci Pelosi, dejó claro que los demócratas no desean que el esfuerzo en Afganistán prive de los fondos necesarios para el cumplimiento de la agenda demócrata, con la reforma sanitaria en primer lugar. Cada soldado adicional costará un millón de dólares anuales. El articulista Nicholas Kristoff escribía hace unas semanas que con esa cantidad Estados Unidos podría levantar 20 escuelas en Afganistán.
Obama no es un entusiasta de la solución militar. Sus comentarios al respecto son prudentes y contenidos, pero los que le rodean lo perciben incómodo. La decepción que le ha provocado el proceso político en Afganistán ha acentuado su malestar. Por lo demás, es consciente de que los aliados occidentales se muestran cada día más esquivos, cuando no abiertamente reticentes, a prolongar –no digamos ya a incrementar- su presencia militar. La situación es tan incómoda que las críticas públicas han emergido de donde menos se esperaba: el secretario de Defensa británico no se mordió la lengua en el Parlamento y aseguró que las vacilaciones de Obama, junto al incremento de las bajas y la corrupción rampante en el gobierno afgano, habían arruinado el apoyo público al mantenimiento de las tropas. Con todo, Brown le ha prometido a Obama 500 soldados más. Sin duda, un esfuerzo irrisorio. Otros aliados guardan un silencio inquietante. Hillary Clinton explicará la decisión de la Casa Blanca, durante el Consejo Atlántico de otoño, la primera semana de diciembre. Se encontrará con caras largas, aunque no es previsible que escuche reproches para no dificultar más las cosas.
A pesar de todo ello, Obama se siente atrapado. En primer lugar, por su propia retórica construida durante la campaña. La “guerra de necesidad” va camino de convertirse en pesadilla muy similar a la de Irak. Los conservadores lo escrutan con lupa y han jaleado en cenáculos y tertulias radiotelevisadas la solicitud del General McChrystal. Las acusadas diferencias evidenciadas entre sus colaboradores durante las nueve reuniones del “gabinete de guerra” han prolongado la tardanza en adoptar una decisión y reforzado la sensación de que el Presidente no está convencido de lo que tiene que hacer. No hay que olvidar que el establishment político-mediático es irritantemente intolerante con la indecisión en la Casa Blanca cuando la ocupa un demócrata.
Obama dijo el otro día que está dispuesto a “concluir el trabajo”. Circulan diversas interpretaciones sobre el mensaje deliberadamente críptico del Presidente. Sanger y otros estiman que Obama justificará el incremento de tropas como el camino más corto para conseguir la retirada. Más soldados norteamericanos son necesarios para formar soldados y policías afganos. Con treinta o treinta y cuatro mil más, los efectivos norteamericanos en Afganistán superarían los cien mil, de forma que, en 2012, las fuerzas militares y de seguridad afganas estarán en disposición de completar por si solos, con apoyos menores, la batalla final contra los extremistas.
Si Obama no resulta convincente, los riesgos son muy elevados. Que los demócratas teman que Obama se encuentra prisionero de las exigencias militares y opten por obstaculizar la provisión de fondos para el incremento de tropas. Que los aliados, en el mejor de los casos, se echen a un lado para comprobar si la estrategia funciona sobre el terreno sin comprometer más soldados. Que el gobierno afgano incube y alimente su propia estrategia de diálogo interpastún con los talibanes a costa incluso de escamotear el esfuerzo militar. Que los pakistaníes recuperen el doble juego con sus fundamentalistas. Y el colmo sería que, como consecuencia de todo lo anterior, los talibanes consiguieran ciertos éxitos puntuales que hicieran cundir el nerviosismo y el pesimismo en Washington. Lo suficiente para que los republicanos pudieran presentar la estrategia de Obama (“reforzar para salir cuanto antes”) como fallida.
Consciente de estos peligros, Obama confía en que los refuerzos militares permitan obtener resultados notables inmediatos. El WALL STREET JOURNAL, propiedad del ultraconservador Murdoch, asegura que el nuevo jefe de las fuerzas aliadas en el sur del país, el general británico Nick Carter, tiene ya un plan para ejecutar la estrategia del general McChrystal. Se trataría de reunir a todas las fuerzas ahora dispersas en la regional meridional y muchas de las que se incorporarán el año que viene para construir con ellas un cordón de hierro en torno a la ciudad de Kandahar, el santuario de los talibanes. Este refuerzo incrementaría la seguridad urbana y permitiría implantar los instrumentos políticos, económicos e institucionales para debilitar la influencia de los radicales entre la población civil. En una segunda fase, este esquema aplicado a Kandahar se extendería al otro feudo talibán, la vecina provincia de Helmand.
De conseguirse estos objetivos, se habría logrado un éxito de indudable alcance propagandístico y podríamos asistir a un giro anímico en el desarrollo del conflicto. De esta forma, se apaciguaría el malestar demócrata, se neutralizarían las maniobras destructivas de los republicanos más hostiles, se aliviaría la negatividad de la opinión pública occidental hacia el compromiso bélico y se dejaría sin excusas a Karzai para que edificara una institucionalización decente en el país.
Pero si estos cálculos militares resultan ser un espejismo, se reforzaría la sensación de que Obama habría caído en la misma trampa que Lyndon B. Johnson cuando decidió, a mediados de los sesenta, apoyar la escalada militar en Vietnam propuesta por el Pentágono. (Al respecto, es muy recomendable el artículo reciente de Jonathan Schell en THE NATION). En ese caso, su presidencia podría encontrarse gravemente comprometida y más expuesta si cabe a los ataques furibundos que no han hecho más que empezar en el frente interno.

EL G-2, O LA COEXISTENCIA INTERESADA

19 de Noviembre de 2009

La visita de Obama a China ha sido la etapa más importante de su gira por Asia, ya nuevo epicentro de la hegemonía mundial. El balance es equívoco. La mayoría de los analistas destacan la “intransigencia”, la “firmeza” o la “solidez” de las posiciones mantenidas por los dirigentes chinos, según bajo qué prisma se analice el comportamiento de Pekín. Los portavoces de la administración norteamericana son más esquivos y prudentes y prefieren hablar de “un primer paso”.
La actitud de la Casa Blanca es razonable, aunque algunas críticas también lo sean. Hay motivos para exigirle a China ciertas garantías de comportamiento, si quiere que se le reconozca internacionalmente su liderazgo en el concierto mundial. La cuestión es cómo conseguirlo. Y en este punto es donde el “método Obama” no es necesariamente compartido por tirios y troyanos, por conservadores y progresistas, por occidentales y por los opositores chinos. Ni siquiera está claro que la nomenclatura china se sienta a gusto.
El aparato chino no ha facilitado la estancia de Obama. Quizás temerosos de que el encanto del joven presidente precipitase unos entusiasmos indeseables, los funcionarios chinos restringieron al máximo movimientos, exhibiciones y despliegues del ilustre huésped. Todo lo que no fueran contactos oficiales fueron resultaron eliminados, o recortados, controlados y codificados de forma asfixiante (encuentros con jóvenes, o con bloggeros, entrevistas con sectores sociales, apariciones informales, etc.). El muy prudente Hu Jintao y sus mandarines dejaron claro a Obama que no querían sorpresas mediáticas. El presidente norteamericano, fiel a su estilo respetuoso, aceptó. No sin resignación.
Esta aparente docilidad de la Casa Blanca no ha sido precisamente bien comprendida. Algunos protagonistas de la nueva sociedad china situados en los márgenes o abiertamente opuestos al sistema se han quejado no sólo de las presiones oficiales, sino de la actitud huidiza de los norteamericanos. EL NEW YORK TIMES nos ha ofrecido estos días algunos testimonios. Miembros de la Casa Blanca sondearon a algunos de ellos para un encuentro con el presidente o para otras actividades informales y luego, cuando los jerarcas consiguieron imponer el veto, no volvieron a llamar para excusarse y suspender el proyecto. Destacados disidentes, opositores o figuras de referencia de la apertura han expresado sin ambages su decepción.
En Estados Unidos, desde la derecha y desde la izquierda, se escuchan voces críticas. Los conservadores recuerdan que Bush (pero también Clinton) no se amedrantaron por esas protestas indignadas de Pekín y evocaron el asunto de los derechos humanos y las libertades políticas e individuales. Algunos, citados por el WASHINGTON POST, aseguran que Obama ha podido despilfarrar el esfuerzo de años anteriores. Los progresistas intentan comprender a la administración, pero no ocultan cierta incomodidad, porque advierten esa misma actitud evasiva en otros asuntos internos que exigirían más decisión y compromiso.
La posición de la Casa Blanca se basa en el convencimiento de que la presión sólo empeoraría las cosas. Pero el asunto de fondo no es una cuestión de estilo. La clave no es la debilidad de Obama, sino la debilidad actual de Estados Unidos. No presiona porque no quiere, sino porque no puede. Después de todo, es China la que está sosteniendo la estabilidad de la macroeconomía norteamericana, como le recordaba estos días el SHANGHAI MORNING POST.
Obama ha propuesto a China una estrategia compartida de partenariado para el liderazgo mundial. No porque simpatice con la visión del mundo que se proyecta desde Pekín, sino porque sólo desde allí se dispone de capacidad similar a la norteamericana para ejercer esa responsabilidad. Es una especie de tácito nacimiento del G-2.
Alguien ha visto en este planteamiento la recuperación de un mundo bipolar. No se trata de eso. Obama parece sinceramente fiel a una visión multilateral. No pretende regresar al viejo esquema de la guerra fría de dos superpotencias al mando del mundo. En los sesenta, después de la resolución de la crisis de los misiles de Cuba, Kruschev propuso la Coexistencia Pacífica, un concepto por el cual cada superpotencia se comprometía a aceptar a la otra y a reconocer sus intereses legítimos. Esa estrategia, con altibajos, se mantuvo hasta la desaparición de la URSS.
Ahora, con China, superada aparentemente la amenaza de la destrucción mutua, se trataría de edificar una suerte de Coexistencia Interesada. Se trataría de combinar la multilateralidad en las relaciones internacionales con esta bipolaridad difusa, no tanto basada en la fuerza disuasoria de los arsenales militares, sino en el juego de intereses pragmáticos dominantes en este mundo de las postideologías.
En este esquema, sin embargo, lo que interesa a Washington no es necesariamente lo que interesa a Pekín. Hay dos categorías de asuntos: los globales y los regionales. En todos ellos, los desacuerdos son más sonoros que los puntos de encuentro. Son conocidas las dificultades de Washington para conseguir el apoyo chino para coordinar la presión sobre Teherán y Pyongyang por sus respectivas ambiciones nucleares. O las desavenencias sobre el reparto de responsabilidades en la detención del deterioro medioambiental. Por no hablar del malestar que provoca en Washington la política monetaria china, aunque Obama también se haya abstenido de airearlo en Pekín. A este respecto, resultan muy interesantes dos artículos recientes de Paul Krugman y del semanario THE ECONOMIST, que comparten algunas conclusiones aunque se sitúen habitualmente en posiciones ideológicas bien distintas.
Pero lo que resulta extremadamente difícil de manejar para Obama son los asuntos que Pekin considera intratables, los internos, podríamos decir: la gestión de los derechos humanos en el interior de China, los conflictos étnicos en Xinjiang, la situación en Tibet o la seguridad de Taiwan. Obama no puede ignorarlos sin arruinar su prestigio internacional. Su respuesta, como parece haber hecho estos días con Hu, es colocarlos fuera del escrutinio público, según han tratado de explicar con discreción sus asesores más próximos.
Los asesores de Obama admiten que el presidente no se trae de Pekín compromisos concretos, pero rechazan el balance de manos vacías. Leyendo entre líneas, la administración convierte su diálogo con Pekín es su tarea más estratégica y seguramente se da todo el mandato para encauzarlo. Es un método distinto al propagandístico empleado por Nixon en 1972, cuando se inauguró el diálogo chino-norteamericano.
Parece inevitable que numerosas organizaciones cívicas se sientan desplazadas y que ciertos valores idealistas se perciban sacrificados en el altar del pragmatismo. A Obama le costará explicar que no los abandona, sino que ha considerado otra forma más eficaz a largo plazo de hacerlos prevalecer.

¿QUÉ CELEBRAMOS?

12 de Noviembre de 2009

Los máximos dirigentes europeos, con pocas excepciones, acudieron esta semana a Berlín para celebrar el vigésimo aniversario de la desaparición del muro que dividió durante décadas al país y a Europa.
Se trató de un acto solemne, más espectáculo que acontecimiento político, más destinado a satisfacer las emociones, un tanto ficticias, que a reflexionar sobre el significado de las “revoluciones de terciopelo”.
El muro, efectivamente, desapareció. Nadie lo derribó. Ni los ciudadanos germano orientales. Ni Gorbachov. Ni Reagan. Ni, por supuesto, las propias esclerotizadas autoridades de la RDA. No hubo hazañas, ni revoluciones. Fue un proceso acumulativo que necesitó de un malentendido para culminar en un hecho histórico.
Estos días se ha recordado con detalle la sucesión de errores, incompetencias, desconciertos y casualidades que condujeron a la noche del 9 de noviembre. Un mes antes, con motivo de la visita de Gorbachov a Berlin-Este para asistir al cuadragésimo aniversario de la RDA, fui enviado por Radio Nacional de España para cubrir el evento. La noche del sábado, 6 de octubre, fui testigo de una imponente manifestación con antorchas que recorrió las grandes avenidas del sector oriental de Berlin. Fué una aparente demostración de fuerza del régimen. Los protagonistas de la noche no fueron las camisas viejas que habían derrotado al nazismo, los veteranos militantes del SED, sino jóvenes comunistas que, por millares, desfilaron con un entusiasmo que superaba cualquier consigna propagandística. Pude ver a Gorbachov a pocos metros, departiendo emotivamente con el anciano Honecker. La famosa frase del último líder soviético (“la Historia castiga a quien llega tarde”) se ha interpretado abusivamente como una sentencia mortuoria del régimen comunista alemán. En realidad, se trataba de una invitación a sumarse al campo reformista. En una entrevista con la editora de THE NATION, Gorbachov reitera que nunca quiso liquidar el comunismo, sino hacerlo viable.
El día siguiente al desfile de las antorchas, unos cuantos centenares de personas se congregaron en el entorno de Alexander Platz para manifestar su apoyo a Gorbachov, no exactamente para condenar a sus dirigentes. Pero los medios occidentales presentaron esa discreta manifestación como el síntoma de una imparable protesta. La televisión alemana amplificó ese malestar que, hasta entonces, sólo había estado latente desde el verano, durante la crisis de las embajadas.
En los días siguientes, pequeños grupos de jóvenes, amparados en pequeñas iglesias protestantes de las ciudades germano orientales (Leipzig, Dresde, etc.), comenzaron a salir a la calle pidiendo “reformas”. Las autoridades dudaron entre reprimir o abrir la mano. No supieron hacer ni lo uno ni lo otro. Honecker no supo interpretar el momento, ni tenía salud para hacerlo. Sus propios compañeros de dirección, tan responsables como él, lo sustituyeron para salvar el régimen y salvarse ellos. Pero no demostraron su competencia. El régimen se fue diluyendo sólo, podrido como estaba, por un cinismo represivo y la corrupción de valores, no por una rigidez ideológica. En la oposición no existía la mínima organización. Como le ha dicho el director del Fondo Marshall, Ronald Asmus, al veterano reportero del NEW YORK TIMES, Steven Erlander, los cambios de 1989 fueron “absolutamente sorprendentes”.
Los ciudadanos germano orientales que, con perplejidad, se encontraron con las fronteras abiertas por un error de interpretación de una decisión administrativa, anhelaban tanto la libertad como la promesa de un paraíso de mercancías, de escaparates llenos, que les anunciaban las pantallas germano occidentales, en especial la berlinesa. Durante los años ochenta pase alguna vez a Berlín Este donde la esposa de una persona próxima tenía a su familia. No percibí en aquellos alemanes orientales más que un sombrío deseo de acceder al supermercado occidental.
No se trata de menospreciar el anhelo de libertad ni el alcance político de aquellos acontecimientos y de los que siguieron en el resto de países de la Europa bajo control soviético. Pero tampoco de aceptar sin matices una interpretación demasiado simple de ese proceso histórico.
Veinte años después, es obvio que un balance objetivo nos lleva a equilibrar luces y sombras, logros y fracasos, ilusiones cumplidas y amargas decepciones. En la antigua Europa del Este se han establecido democracias, pero su estabilidad es relativa, Algunos síntomas inquietantes de populismo, xenofobia e intolerancia de viejo y nuevo cuño han enquistado con singular vigor. Las diferencias sociales, que resultaron abrumadoras en los primeros momentos del nuevo capitalismo oportunista, salvaje y, en algunos casos, delincuente –y hasta criminal-, se mantienen y consolidan. Los antiguos directores comunistas de empresas del Estado se transformaron en agresivos emprendedores pseudo capitalistas, debido a corruptos procesos de privatización y saqueo de los bienes públicos. Las libertades públicas han sido manipuladas sin cuento. Los derechos humanos, relativizados.
El escritor Slavoj Zizek, en un artículo publicado en varios periódicos mundiales, ha hecho una disección inteligente del post-Muro. Un nuevo malestar se ha instalado y afianzado en la antigua Europa del Este, con tres componentes: nostalgia comunista, populismo nacionalista y paranoia anticomunista. No necesariamente enfrentados entre sí, sino conviviendo en el imaginario colectivo. Como se idealizó el capitalismo, no se aceptó que trajera inevitables desigualdades. Como los vencedores del cambio, fueron, en muchas ocasiones, los mismos que se habían aprovechado del “paraíso comunista”, una inevitable sensación de fraude caló hasta el tuétano de las capas sociales más vulnerables. Los perdedores creen añorar el viejo régimen, seguramente sin saber que lo que echan de menos es una seguridad mediocre pero firme.
Para Europa Occidental, “el final de la división europea” ha sido también ilusorio. Ahora afrontamos una división de otra naturaleza, pero no menos preocupante. El alemán es el caso más lacerante: todavía no han asimilado una reunificación que pudo hacerse de otra forma, y no sólo porque algunas potencias europeas lo desearan para frenar el auge alemán, sino para suavizar los sufrimientos de la propia población germana. Hoy en día, veinte años después, el paro en el Este es el doble que en el Oeste, pese a las inmensas transfusiones de capital por valor muy superior al billón de euros. Incluso en la glamurosa y artística Berlín, la vida sigue siendo más difícil que en las grandes capitales occidentales, como señala esta semana un extenso reportaje de LE MONDE. Los tratamientos de choque constituyeron un fraude que condenó ilusiones y sepultó proyectos de vida. No era inevitable que fuera así, y eso es lo que les hace, ante el juicio de la historia, imperdonables.

EL MALESTAR

5 de Noviembre de 2009

Un malestar muy apreciable, pero no oficialmente admitido, recorre estos días Washington. El aniversario del triunfo electoral de Barack Obama ha llegado rodeado de noticias incómodas para el entorno presidencial, procedentes de dentro y fuera del país.
El éxito de dos candidatos republicanos a gobernador en Virgina y New Jersey es un asunto menor. Por mucho que los conservadores quieran proclamar que se confirma la pérdida de impulso político de Obama, lo cierto es que la clave del resultado hay que buscarla en la situación local de esos estados y en el perfil de los contendientes. Además, los republicanos tienen motivos de preocupación por las divisiones internas entre moderados y radicales que les ha hecho perder un representante, hasta ahora seguro, por Nueva York.
En todo caso, es forzoso admitir que Obama acusa cierto desgaste. Pero no por lo que le reprochan desde la derecha, sino por un estilo de gobernar que, tarde o temprano, tenía que pasarle factura. Un asesor del recientemente fallecido Ted Kennedy lo retrataba con agudeza en las páginas de LE MONDE: “Obama privilegia la opción del menor riesgo político”. Jeff Madrick, de la Universidad New School de Nueva York, afirma que el presidente ha dilapidado parte de su capital político por no atreverse a actuar con más decisión en áreas tan importantes como la reforma del sistema financiero o la reforma sanitaria. “El presidente da la impresión de que se conforma con medidas a medias. Políticamente, actúa como un árbitro, no como una fuerza motor de cambio”.
Algo similar puede detectarse en su política exterior. Hay que admitir, en su descargo, que la herencia desastrosa recibida no ha facilitado su tarea y que gran parte del esfuerzo ha tenido que depositarlo en restañar heridas y restablecer la confianza. Por razones de espacio, centrémonos en los dos asuntos de actualidad de esta semana: Afganistán y Honduras.
Es sabido la antipatía que el presidente norteamericano profesa hacia su colega afgano, Hamid Karzai. No cree en él; o más que eso, lo considera un lastre político. La forma en que Obama asumió en público su revalidación como presidente afgano es reveladora: le pidió que ataje la corrupción, en un tono que apenas disimulaba el convencimiento de que lo ha hecho estos últimos años ha sido protegerla, por no decir fomentarla y hasta beneficiarse de ella. Obama siente que tiene las manos atadas, pero se cuidará de explicitarlo públicamente, para que no se le pueda reprochar. Intentó sumar al candidato rival, Abdullah Abdullah, a un pacto político que desdibujara el poder de Karzai, como si eso fuera posible. Pero cuando se dio cuenta de que Obama no dispone aún de estrategia solvente, hizo virtud de la necesidad y decidió apearse del proceso y denunciar la ilegitimidad del segundo mandato de su rival electoral, debido a la persistente amenaza de fraude.
Obama demora la decisión sobre el futuro del compromiso norteamericano en Afganistán, como si todavía tuviera que ocurrir algo que sea decisivo para fijar su posición. No está claro a qué espera el presidente. ¿A qué Karzai se convenza de que sin cambio de actitud no habrá soldados adicionales? Probablemente, el líder afgano sabe que Obama no se enfrentará frontalmente con sus generales. Y, en caso de que eso ocurra, Karzai dispone de otras armas. Por de pronto, ha respondido ladinamente a las humillaciones silenciosas de la administración Obama.
En el entorno presidencial se cree que la administración Obama está de una u otra forma detrás del reportaje de las informaciones del NEW YORK TIMES, que acusaban al hermano del presidente de controlar el tráfico de drogas. El ministro afgano encargado de la lucha contra el narcotráfico, General Jodaidad, manifestó que “los contingentes americanos, británicos y canadienses de la OTAN tasaban la producción de opio en las regiones bajo su control”. Como recuerda ASIA TIMES el diplomático indio retirado con experiencia en la zona, M. K. Bhadrakumar, esta referencia directa a la implicación de los efectivos militares occidentales en el tráfico de drogas en Afganistán ya había sido evocada por el antiguo jefe de los servicios secretos militar de Pakistán, el general Hamid Gul, y por los rusos, que siguen teniendo alguna información valiosa sobre lo que pasa en el país.
Pero Karzai se guarda otra carta más: el pacto con los talibanes más moderados. O mejor habría que decir, con los más corruptibles. No es un secreto para nadie que los contactos son constantes y al más alto nivel en el entorno de Karzai. Algunas fuentes creen que el acuerdo con un personaje intermedio, el viejo guerrero antisoviético Gulbuddin Hekmatyar, es ya un hecho. Y esta criatura predilecta de la CIA en los ochenta es clave para persuadir a los talibanes de la Shura de Quetta, liderada por el propio Mullah Omar.
El otro escenario donde se han puesto en evidencia las contradicciones de Obama ha sido Honduras. Por supuesto, se trata de un asunto de escaso interés para Washington, por mucha fanfarria que se le haya dado al aparente acuerdo entre Zelaya y los golpistas. La administración estadounidense no ha tenido interés alguno en resolver la crisis como hubiera sido decente hacerla: presionando a los usurpadores y restableciendo al presidente legítimo. Prefirió dejar que los contactos se prolongaran en la ineficiente diplomacia regional, a sabiendas de que la mayoría de los gobiernos más próximos a Washington estaban en realidad encantados con “pararle los pies a Chávez”. Por esa razón, mientras se proclamaba el rechazo al golpismo, se le consentía a los golpistas dotarse del oxigeno necesario para consolidarse.
El acto final, o estrambote, consistente en una visita oficial norteamericana a Honduras para arreglar de una vez por todas el asunto, ha constituido, más que una prueba del compromiso, una demostración de un doble juego. Da la impresión de que Obama, poco interesado en el asunto, ha dejado que la burocracia del departamento de Estado, apegada a sus viejos reflejos, se haya impuesto sobre el difuso discurso ético de la Casa Blanca. La activa campaña de lobby a favor de los golpistas ha conseguido bloquear asuntos corrientes en la política latinoamericana de Obama, hasta convertir en conveniente sus enfoques.
Zelaya no volverá a ejercer como presidente, se celebre o no la mascarada de su regreso a Palacio. La vieja política tiene asegurada su continuidad en las elecciones del 29 de noviembre. Lo de menos es el destino personal del presidente depuesto y sus inmaduros planes de cambio constitucional. El verdadero daño lo sufrirán los sectores populares que habían confiado en que los tiempos del amparo norteamericano a golpes de Estado habían acabado.
Con la mitad del electorado reticente y los grandes intereses crecidos, Obama tendrá ahora que decidir el rumbo de su mandato. El presidente se va a ver obligado, le guste o no, a molestar a sus rivales, si no quiere que éstos consigan hacer prevalecer el malestar entre sus seguidores, los que estaban –aún lo están- ilusionados con un verdadero cambio político en la Casa Blanca.