EL GAMBERRO Y EL TUTOR

27 de Mayo de 2010

Kim Jong-Il, el peculiar presidente de Corea Del Norte, vuelve a crear problemas. La Comisión internacional que investigó el ataque contra la corbeta surcoreana Cheonan, a finales de marzo, cuando navegaba en aguas propias, ha atribuido la autoría a un torpedo disparado por un submarino norcoreano. Las pruebas se consideran "inequívocas". Se albergaban pocas dudas sobre el resultado de la investigación. Pero el veredicto oficial ha generado la anunciada escalada verbal y un nuevo episodio de tensión con el régimen de Pyiongyang.
En Corea del Sur se ha registrado una exaltación nacional, también previsible. En el incidente murieron 46 marinos, lo que la convierte en la mayor desgracia naval de Corea del Sur desde la guerra de 1950-1953. Uno de los principales diarios del país, el CHOSUN ILBO, asimilaba la "agresión" norcoreana a una "declaración de guerra". Otros medios locales no han dejado de evocar el derribo, en 1983, de un avión de pasajeros surcoreano, atribuido a agentes norcoreanos, que costó la vida a más de un centenar de personas y provocó el periodo de mayor tensión entre Washington y Moscú, durante los primeros años del mandato de Reagan.
El gobierno de Seúl adoptó inmediatamente represalias económicas bilaterales contra su rival del norte, pero demandó sanciones complementarias "enérgicas" a la comunidad internacional, hasta que Corea del Norte "admita su culpa y se comprometa a comportarse como un miembro responsable de la comunidad internacional". Naturalmente, esto último parece lo único imposible de conseguir de las autoridades norcoreanas.
El régimen de Kim Jong-Il se atuvo al guión tantas veces escrito por su aparato de propaganda. Calificó de "fabulaciones" el resultado de la investigación, a las represalias bilaterales respondió con la "ruptura de las relaciones económicas entre los dos países" y a la eventual adopción de sanciones internacionales replicó con el consabido tono amenazador de recurrir a una "guerra generalizada".
El tremendismo del lenguaje verbal no impresiona a casi nadie, teniendo en cuenta el historial del régimen norcoreano. Sólo una gestión lamentable podría provocar que la "crisis" se saliera de control. El propio presidente surcoreano Lee Myung-Bak, después de aplacar a los a su frente interno más indignado, aconsejó "prudencia", sin rebajar por ello la exigencia firme de una respuesta coordinada y consensuada por las principales potencias regionales. Como medida cautelar, el Ministerio de Transportes surcoreano ha prohibido a sus aviones atravesar espacio aéreo norcoreano, para evitar cualquier provocación que pudiera reavivar la escalada.
Tan obvio resulta que ambas Coreas están agotando esta fase desafiante que empieza a ser evidente el deseo mutuo de no poner en peligro las cosas de comer. La zona industrial conjunta de Kaesong sigue funcionando a pleno rendimiento, como atestigua un reportaje publicado por el WALL STREET JOURNAL. Este complejo reúne a 120 empresas surcoreanas implantadas en territorio norcoreano fronterizo con el Sur y da trabajo a 40.000 norcoreanos y apenas a un millar de sus vecinos meridionales. El valor de sus productos es aún modesto, unos 250 millones de dólares, pero se trata de la operación más emblemática del deshielo intercoreano, iniciado a finales de siglo.
Pero que la tensión no haya traspasado de momento el umbral de la retórica no quiere decir que el asunto no merezca cierta preocupación de las grandes potencias regionales. La Secretaria de Estado Clinton, que se encontraba en Pekín (¿pura causalidad?) cuando se dio a conocer el resultado de la investigación, abordó inmediatamente con las autoridades chinas la adopción de medidas sancionadoras, antes de viajar a Seúl para escenificar una declaración de apoyo sin reservas a Corea del Sur y elogiar la "firmeza prudente" del presidente Lee.
EL PROBLEMA NO ES COREA SINO CHINA
Clinton no pudo, en cambio, asegurar a sus aliados surcoreanos que Pekín hubiera sacado todas las conclusiones lógicas del incidente naval. Dicen los colaboradores de la Secretaria de Estado que los chinos se mostraron muy receptivos ("dispuestos a trabajar con Estados Unidos y otras partes", fue la fórmula empleada) pero en ningún momento asumieron los resultados de la Comisión internacional. Como suele ser habitual, dejaron en el aire su posición, para ganar tiempo y que el debate se prolongue hasta la inevitable sesión del Consejo de Seguridad.
China no sólo protege diplomáticamente a Corea del Norte. En realidad, contribuye decisivamente a alimentar a sus habitantes, proporciona la energía que necesita su arruinado aparato productivo y sostiene material y militarmente al Estado. No lo hace sólo por solidaridad con un viejo aliado comunista. La existencia de un peón con las características de Corea del Norte resulta de gran utilidad para la superpotencia asiática en la gestión del equilibrio regional. Pekín confía en poder seguir administrando los tiempos. Que la quebradiza salud del máximo mandatario se extinga, poner en el poder en Pyongyang a su favorito -que se ignora si es el mismo que el de Kim: su tercer hijo, Kim Jong Eun-, y asegurar una transición ordenada.
Estados Unidos considera justificadas las aprensiones chinas, de ahí que su demanda de aquiescencia para las sanciones se realice en un tono cauteloso. Washington comprende la necesidad de dar una satisfacción a Seúl y de mandar un mensaje inequívoco a Pyongyang, pero lo que le importa sobre todo es no complicar la neutralización de las ambiciones nucleares norcoreanas. Por otro lado, como resalta LE MONDE, a los norteamericanos les resulta de gran utilidad el protagonismo de Pekín, porque el Ejército Popular chino es la principal fuente de que dispone la inteligencia norteamericana para orientarse sobre lo que ocurre en Corea del Norte.
En las páginas del NEW YORK TIMES, algunos analistas de cuestiones estratégicas e internacionales pertenecientes a universidades y "think-tanks" chinos creen advertir el hartazgo de Pekín ante el "gamberrismo" de Kim Jong-Il y consideran que ha llegado el momento de ponerlo contra las cuerdas para que no ponga en peligro los intereses estratégicos chinos a largo plazo.
El problema es que el tutor no pueda controlar enteramente al pupilo, si éste pierde definitivamente los papeles o si se empeña en prolongar innecesariamente un clima de tensión. Los chinos temen que las presiones internacionales precipiten un final "prematuro" del agotado régimen, creando un escenario descontrolado de violencia y aluvión de refugiados hambrientos llamando a las puertas de China.

EL AMIGO BRASILEÑO

20 de mayo de 2010

El presidente brasileño, Luiz Inácio "Lula" Da Silva, ha estado estos días por España para participar en un seminario sobre la economía de su país. Como le viene ocurriendo en muchas de sus recientes intervenciones públicas, sus palabras suenan ya a borradores de su legado político. Cuando deje su cargo a finales de este año, ni siquiera los más recalcitrantes opositores podrán hacer un balance negativo de su gestión.
"Lula ha acertado porque no ha hecho nada de lo que dijo que iba a hacer cuando estaba en la oposición", me decía hace unos años en su despacho de Sao Paulo su antecesor en la presidencia, el economista Fernando Henrique Cardozo. El comentario reflejaba la acritud de una rivalidad política que, aunque matizada, se ha mantenido durante el mandato de Lula. Hay una falta de empatía y unas heridas no cerradas entre las dos figuras más relevantes de la actual generación de dirigentes brasileños. Que Lula y Cardozo no se encuentren en las antípodas políticas no hace más incomprensible sus dificultades de entendimiento -y hasta de comunicación-, sino todo lo contrario. Ambos han competido y compiten, por personas interpuestas, por el mismo electorado de centro: con un perfil más socialdemócrata, el ex-sindicalista; más inclinado a los postulados liberales, el economista.
Lula ha sido el exponente más exitoso de ese socialismo posible que emerge en América Latina de la ruinas del consenso de Washington. Los grandes poderes económicos-mediáticos-fácticos de Brasil abortaron su acceso a la presidencia en dos ocasiones, al presentar su eventual victorial como una catástrofe para el país. A la campaña negativa, destructiva y sin escrúpulos se añadía una cohorte mejorable de asesores y cierta inmadurez en la construcción de la alternativa política. Pero Lula, reflejo de su propia biografía personal, ha hecho de la perseverancia la clave de su éxito político.
Unos datos recientes ilustran la dimensión del acierto del presidente brasileño: el trabajo infantil se ha reducido a la mitad en los últimos dieciocho años. Este logro se debe a múltiples factores, pero el más publicitado es el mecanismo de la Bolsa-familia, una ayuda que el Estado otorga a las familias muy humildes a cambio de que garanticen la asistencia de sus hijos a la escuela. Este programa no lo inventó la administración Lula, sino la de Cardozo. Lo que Lula ha hecho es reforzarlo y ampliarlo con otros de similar impacto social. Pero como el ex-presidente me comentaba, la diferencia es que Cardozo afrontó ese desafío social en un entorno económico mucho más desfavorable que el que le ha tocado gestionar a su sucesor.
En todo caso, este "enfoque social" no ha apartado a Lula de una cierta aquiescencia con las principales reglas ortodoxas del capitalismo global. El equipo de asesores económicos del "compañero-presidente" han tenido claro que Lula no podía convertirse en el Allende del siglo XXI. Cuando Lula dice ahora que "Brasil es serio" en el escenario económico mundial" está queriendo decir que su "socialismo posible" no está desafiando a los grandes intereses corporativos ni socavando las bases de la economía de mercado. Es la propuesta socialdemócrata europea clásica: permitir la acumulación para garantizar la distribución.
Los comentaristas liberales reconocen esta actitud "razonable" de Lula y le otorgan la acreditación de "respetabilidad". No sólo por generosidad intelectual. La emergencia de una izquierda pujante en América Latina, tras la ruina de los experimentos neoliberales, inquietó a las élites de subcontinente y a sus padrinos corporativos del Norte. Era importante abortar una estrategia común de desarrollo económico al servicio de las mayorías y vigilar un proyecto político liberado de las habituales tutelas históricas. Se articuló un discurso de los socialismos enfrentados o, al menos, incompatibles: el razonable de Lula, o del chileno Lagos, incluso del uruguayo Vázquez, y el desquiciado, autoritario, corrupto y tributario del castrismo, personificado en Chávez, en Morales o en Ortega.
Los adalides del liberalismo creían que Lula iba a asumir esa estrategia como aceptó los límites en el reformismo interno. Pero no lo ha hecho. De ahí que estos días hayamos leído análisis en los que se reprocha a Lula que no haya tomado distancia suficiente de Chávez. O incluso de Castro. Se ha llegado a decir que la presencia reciente de Lula en La Habana tenía que ver con la ambición brasileña de conseguir un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. ¡Si algo no debería hacer Lula para promover esa aspiración, más que legítima, es precisamente fotografiarse con una dirigencia cubana en franca descomposición!
Seguramente lo que pretenda Lula sea afirmar que la potencia brasileña no obedece órdenes. Ni de Estados Unidos, ni del resto del concierto dominante en la escena internacional. Ese mismo espíritu explica la iniciativa conjunta con Turquía para negociar con Irán el control de su material nuclear. El acuerdo es similar al que se alcanzó en octubre pasado, pero no idéntico. Entonces, la cantidad de uranio pobremente enriquecido que Irán se comprometía a desplazar fuera de sus fronteras para que fuera tutelado por terceros países (Rusia, Francia...) representaba el 80% de su stock; ahora, esa misma cantidad (unas 2.600 libres) sólo son la mitad de sus reservas, porque los iraníes han continuado produciendo estos meses.
Lula se erigió en mediador, no sólo por idealismo o por un ataque de protagonismo internacional, sino para preservar las relaciones económicas brasileñas con Irán. Pero eso es lo que cabe esperar de un dirigente responsable en la escena internacional. Es lo que hace Obama con China, que no es precisamente una democracia. La administración norteamericana ha comprendido el sentido de la negociación amparada por Brasil y Turquía y ha respondido con pragmatismo. En vez de desacreditarla y combatirla, ha optado por "superarla". Clinton intensificó los contactos con Moscú y Pekín para ultimar el borrador del proyecto de sanciones, que deberá debatir en junio el Consejo de Seguridad de la ONU. La diplomacia brasileña replicó con la misma prudencia: consideró prematura la insistencia en las sanciones, pero no puso el grito en el cielo, sabedora de que la resolución está lejos de aprobarse. El mecanismo de inspección de buques en alta mar, para controlar el tráfico de tecnología nuclear que pueda entrar en los puertos iraníes, presenta riesgos de confrontación que permitirán a China y a Rusia retrasar su aplicación.
Hay discrepancias recientes. En Honduras, Washington dejó de presionar a las autoridades golpistas para no reforzar a los "chavistas", mientras desde Planalto se defendía el aislamiento del régimen transitorio, y aún hoy se pone en duda la legitimidad de sus herederos electorales. Obama y Clinton van a cuidar al amigo brasileño, por inconvenientes que puedan resultar ocasionalmente algunas de sus posiciones. Los creadores de opinión en Estados Unidos lo han confirmado estos días. En el dossier iraní, se mostrará la misma flexibilidad. Entre otras cosas, porque la influencia brasileña puede servir de apoyo a la verdadera partida diplomática por asegurar: la comunicación con Pekín.

CASTIGO DE LAS URNAS, PENITENCIA DE LAS COALICIONES

13 de Mayo de 2010

Mientras la crisis mantenga su poder destructivo, las elecciones van a castigar a los partidos que gobiernan, sin beneficiar del todo a los que aguardan turno, con más miedo que vergüenza, en la oposición. De ahí la exigencia de la coalición, incluso en los países más improbables por su sistema electoral mayoritario, como el Reino Unido, o en los más habituados, como en Alemania. Otrora, los partidos bisagras estarían de enhorabuena. Pero en el panorama actual, la coalición se antoja una oportunidad incierta y peligrosa. Para todos.

CAMBIO DE GUARDIA CON PASO FORZADO

A pesar del tono de fanfarria empleado por la prensa afín, no fue la escena triunfal con la que habían soñado los tories estos últimos años. La primera foto del PM David Cameron en el "10" resultó tardía y un tanto apagada. El jefe de gobierno más joven en casi dos siglos, llegó hasta Downing Street "a trompicones". ¡Qué distinto a la "irrupción" de Blair en 1997! , escribían los comentaristas críticos.
Después de sesenta y cinco años de gobiernos monocolores, Gran Bretaña se hace más europea también en este aspecto político. Al final, los liberal-demócratas se han ido del brazo de los conservadores, tras unas negociaciones más cargadas de táctica que de sustancia, a tenor de lo que se sabe acerca del acuerdo de la coalición. El socio menor tendrá cinco carteras, ninguna decisiva, y a su líder como "deputy", una especie de vice, con poderes aún por precisar. Los aspectos más derechistas del programa fiscal conservador se suavizan, pero se mantienen severos recortes inmediatos del gasto público. Habrá un referéndum electoral, con vistas a implantar el mecanismo del voto alternativo, pero los tories harán campaña en favor del mantener el sistema mayoritario. El sueño liberal de la proporcionalidad se diluye. En compensación, las legislaturas tendrá duración fija de cinco años, para conjurar la tentación tory de intentar conseguir antes de tiempo la mayoría absoluta que ahora se les ha negado.
El pacto de centro-derecha ha generado poco entusiasmo entre sus aparentes beneficiarios. Los dos líderes transmiten escasa empatía, aunque intenten escenificar lo contrario. Sus estados mayores no ocultan cierto descontento. ¿Y las bases? Pura decepción. Unas, por no haber conseguido la mayoría absoluta para desmontar algunos andamiajes del "nuevo laborismo". Otras, por terminar vinculados a unos socios que representan todo lo contrario a esos postulados de renovación política que han proclamado.
Clegg estaba abocado a este desenlace desde la noche del 6 de mayo, cuando advirtió que su "auge" era asimilable al del souflé. La única carta que el líder liberal tenía era coquetear con unos y otros para que mejoraran sus dotes. Los liberales escenificaron las evidentes discrepancias con los conservadores en política fiscal, migratoria, europea y de seguridad para proyectar la complicación del pacto y abrir el apetito de pacto a los laboristas. Pero la mayoría de la dirigencia del partido derrotado había terminado por aceptar que el momento se antojaba propicio para cerrar el capítulo del "nuevo laborismo" y pasar a la oposición. Y nada mejor que una derrota para despedir al líder. Los medios británicos, como era de esperar, recibieron el gesto del líder dimisionario con valoraciones opuestas: los de centro de izquierda lo consideraron un gesto que compensaba fracasos anteriores y acreditaba su altura política; los derechistas, tabloides o "respetables", "un golpe de efecto típicamente labour".

DEL ACUERDO INCONVENIENTE AL MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

Tardaremos en saber las verdaderas intenciones de Brown al ofrecer su dimisión al frente del Partido Laborista a principios de semana, supuestamente para favorecer un acuerdo de gobierno entre los suyos y los liberal-demócratas. El ya ex-primer ministro sabía que esa fórmula necesitaría de socios adicionales para conformar una mayoría parlamentaria "progresista": escoceses, norirlandeses, etc. Pocas garantías de estabilidad, por tanto. O ninguna. Algunos negociadores laboristas filtraron a sus medios afines la temperatura de las negociaciones con los liberales: frialdad, suspicacia y tacticismo. Uno de ellos le dijo al principal articulista de THE GUARDIAN, Jonathan Freedland, que los liberales exigían recortes del déficit muy perjudiciales para las prestaciones sociales. "Y luego dicen que son progresistas", comentaba el confidente.
El liderazgo laborista tampoco se encontraba cómodo con la aspiración liberal de reformar el sistema electoral. Un buen sector del partido no estaba por la labor de hacerse el hara-kiri con unas medidas que, a buen seguro, reducirán indefectiblemente su futura presencia parlamentaria en el norte de Inglaterra y, sobre todo, en Escocia. Muchos percibían que el pacto serviría simplemente para prolongar su permanencia en Downing Street por una temporada corta, a cambio de poner mucho más difícil su regreso después de ser definitivamente desalojados . Partida concluida.
Era evidente que las negociaciones entre liberales y laboristas nunca estuvieron dominadas por el entusiasmo, pero Clegg dejó que se desplegara su ala izquierda para inquietar a los tories. Lo consiguió, en parte. Cameron seguramente contaba con el farol, pero no quiso correr riesgos, revitalizó las conversaciones con Clegg y mejoró su oferta.
Para completar la escena de la derrota, Brown recortaba los plazos de su desaparición política: no será en otoño, sino ya mismo. La figura emergente del laborista es David Milliban, el jefe saliente del Foreign Office. Joven, ambicioso y con buena imagen de esa que ahora se aprecia y resulta políticamente rentable. Pero también inasible, políticamente. Algunos comentarios malintencionados sobre sus pretensiones ya se escucharon en la noche electoral.
Clegg ha obtenido lo máximo que podía conseguir y ha hecho virtud de la necesidad. Tuvo claro que no podía abrazarse al deshollinador (Brown) sin evitar quedar manchado, como le advertía ácidamente un comentarista de THE TIMES. Colaborar con Cameron le hará responsable de medidas que serán difíciles de explicar a sus bases más "progresistas". Cierto. Pero puede proclamar que arrima el hombro en beneficio del país (mensaje al conjunto del electorado) y atempera el giro a la derecha (guiño a los suyos más disgustados con la solución). Los diarios de centro-izquierda (THE GUARDIAN y THE INDEPENDENT), que recomendaron votar por el partido de Clegg, se muestran comprensivos con la decisión liberal de coaligarse con los tories, como ejercicio de realismo y responsabilidad. Pero también de oportunidad: se frena así la temida "revancha" conservadora. Los aliados de este lado del Canal también experimentan cierto alivio, porque confían en que los liberales, convencidos europeístas, puedan neutralizar los instintos euroescépticos de los dos ministros conservadores más influyentes: Hague (Exteriores) y Osborne (Finanzas).

LOS APUROS DE MERKEL

Y mientras un gobierno de coalición se inaugura en Gran Bretaña, otro se adentra en parecidos escenarios de incertidumbre, en Alemania. Los malos resultados de su partido en las elecciones regionales de Renania-Westfalia le complican la tarea de gobernar a Ángela Merkel. Pierde la mayoría en el Bundesrat (la Cámara alta) y le obliga a frenar ciertos compromisos electorales con sus socios liberales, sobre todo las rebajas fiscales. La coalición gobernante en Berlin podría empezar a experimentar tensiones. Pero los liberales no están para muchas exigencias, porque, proporcionalmente, el electorado renano les ha castigado tanto o más que a los democristianos. Para aliviar la amargura, el SPD sigue atrapado en la herencia de Schroeder: aunque pocos, también ha perdido votos, y para gobernar en Renania debe convencer a verdes y rojos, que han sido los vencedores morales. Para ser un länder tradicional, es significativo que los ecologistas y socialistas de izquierdas más comunistas hayan duplicado sus puntos porcentuales de apoyo electoral.
Los analistas creen que la gestión de la "crisis griega" ha pasado factura a Merkel. Pero el análisis es escurridizo y poco convincente. Desde Europa se le reprochaba a la canciller que no se atreviera a avalar el rescate y que estirara los plazos hasta que pasaran las elecciones renanas. Como los dueños del casino internacional amenazaron con emboscadas letales contra el euro, Merkel decidió in extremis apoyar el paquete de ayuda a Grecia, aunque eso desagradara a la mayoría de los electores, nada partidarios de pagar los platos rotos griegos. Probablemente no habría servido de nada la pausa táctica, porque el malestar ya había prendido en Alemania, como en Gran Bretaña, en Francia, o en España, por mencionar sólo países europeos. Salvo los partidos que nunca van a tener responsabilidades de gobierno, todos están sometidos ahora al castigo de las urnas y a la penitencia de las coaliciones.

PARLAMENTO COLGADO, GOBIERNO DE PESADILLA

7 de mayo de 2010

Las elecciones británicas han dejado un panorama político enormemente complicado para gestionar una crisis económica todavía por resolver. A falta de resultados finales y definitivos, el avance de los conservadores ha sido importante: habrán conseguido el 36% de los votos -ganan seis puntos- y casi un 50% de escaños más. Pero le faltarían alrededor de treinta diputados para obtener la mayoría absoluta. Los laboristas pierden seis puntos -no llegan al 30%- y la cuarta parte de sus diputados: se quedarán con cuarenta y tantos menos que sus adversarios tories. Los liberales digieren la amargura de comprobar que su enérgica y brillante campaña ha resultado ruinosa: sólo han ganado un punto, pero perderían entre cuatro y seis escaños. El desplazamiento de voto del 5% de los laboristas hacia los tories deja un Parlamento "colgado", sin un dueño claro de las decisiones legislativas. Nada más peligroso en las actuales circunstancias que una competición sin ganadores decisivos.
¿BESARÁ CAMERON LA MANO DE LA REINA?
O, en otras palabras, ¿se cumplirá la formalidad que abre el proceso de constitución de un nuevo gobierno? Seguramente sí, pero no inmediatamente. El líder conservador no esperó a los resultados definitivos para afirmar que "Brown ha perdido el mandato para gobernar" y que "los resultados han dejado claro que existe un deseo de cambio y un nuevo liderazgo para encabezarlo" . A lo largo de la noche electoral, sus escuderos insistieron que están preparados para dirigir el país, aunque no cuenten con mayoría absoluta.
Los conservadores proclaman que Cameron ha logrado un avance mayor que el obtenido por Thatcher en 1979. Cierto pero insuficiente. Y no por demérito de Cameron. Los laboristas disponían a finales de los noventa de una mayoría más reducida que la actual. Por lo tanto, conseguir el vuelco político necesario para poder gobernar con garantías le resultaba al "caballero de seda" Cameron mucho más difícil que entonces a la "dama de hierro". Ni siquiera el apoyo incierto de los unionistas del Ulster o de otras formaciones mínimas le permitiría a Cameron sobrepasar la barrera de los 326 diputado que otorga la mayoría absoluta.
Los laboristas se resisten a firmar su desalojo del gobierno. Las reglas electorales permiten a Brown mantenerse al menos una semana en el cargo e intentar componer una fórmula que asegure la constitución de un gobierno bajo su liderazgo. Nada lo obliga a dirigirse a Buckingham Palace precipitadamente. A última hora de la noche, en una declaración grave pero muy firme y serena, Brown ha dejado claro que seguía dispuesto a cumplir con su responsabilidad de constituir un gobierno "estable y de principios". No se ve claro cómo: ni el hipotético respaldo de los liberales les proporcionaría los 326 votos de una mayoría absoluta.
El retroceso socialista ha sido menos escandaloso de que lo se esperaba hace sólo un par de semanas, o incluso al principio de la campaña. Es cierto que los "rojos" han perdido ochenta y seis escaños y algunos de sus dirigentes no podrán seguir en la Cámara de los Comunes, pero, como señalaba el comentarista político de la BBC esta mañana, la guardia pretoriana de Brown ha conseguido revalidar su escaño, singularmente Ed Balls, el ministro de Educación, cuya caída había sido ferozmente perseguida por los conservadores y muchos comentaristas consideraban más que probable. En cambio, no ha podido salvarse Jacquie Smith, muy afectada por el escándalo de los pagos irregulares.
EL QUEBRADO SUEÑO DORADO
La resistencia laborista tiene mucho que ver con el sueño roto de los liberal-demócratas. la estrella rutilante de Nick Clegg se habría podido apagar en una noche de tormentas políticas. La "sorpresa dorada" venía perdiendo fuelle en los últimos días de campaña, a medida que cundía el pesimismo sobre la gravedad de la crisis económica y financiera por la pésima gestión política de la tragedia griega, los sobresaltos bursátiles y las previsiones de sacrificios sin precedentes. La sensación de que no era tiempo de experimentos políticos, por muy loables y revitalizadores que pudieran parecer, ha ido ganando terreno y favoreciendo las opciones conocidas por desmayadas que resultaran. El propio Clegg ha reconocido este comportamiento electoral, pero, a pesar de la "decepción" que admite sentir, ha prometido "redoblar sus esfuerzos" para conseguir un cambio del sistema para conseguir que las elecciones reflejen la verdadera expresión política del pueblo británico.
El miedo a un parlamento ineficaz, dividido e inhábil para construir una mayoría que afrontara la cirugía inevitable parece haber prendido. Esta fijación del voto en las opciones contrastadas ha arruinado el proyecto renovador de Clegg. Pero, paradójicamente, el retroceso de los liberales (han subido un punto, hasta el 23%, pero han perdido cinco o seis escaños) no conjura la pesadilla del parlamento colgado. El empeño del voto útil ha hecho, por supuesto, que muchos indecisos o conservadores tibios que pensaron dar una oportunidad a los liberales finalmente no lo hicieran. Pero el mismo reflejo ha provocado que muchos laboristas agotados, decepcionados o hartos dejaran para mejor ocasión su crédito a los renovadores lib-dems. Consecuencia: azules y rojos han resistido, con diferente intensidad, en sus feudos habituales. El voto asustado, lejos de haber evitado el riesgo de bloqueo, lo ha acentuado, porque ha hecho que cada opción potencialmente mayoritaria se afiance en sus zonas, con desplazamientos insuficientes de voto, pero sin morder decisivamente en feudos adversarios.
Esta situación alumbra una nueva paradoja: que los liberales de Clegg, pese a sus decepcionantes resultados, mantengan su condición de "king makers", de muñidores del próximo prime minister. Es una vuelta a lo que se les presumía antes de que comenzara la campaña, antes de que apareciera la ilusión de que atesorarían una influencia mucho mayor, hasta el punto de juguetear con el escenario de situar a su líder en Downing Street. Con la prudencia que los números aconsejan, el tercer partido tiene en su mano la decisión sobre cuál de los dos principales líderes del país pueda presentar a la Reina un gobierno con mayoría parlamentaria dentro de quince días. De momento, el mensaje de Clegg en esta página del libreto ha sido rechazar las prisas. En su primera declaración postelectoral ha dejado abiertas todas las posibilidades y, aunque ha reconocido que la victoria conservadora les habilita para intentar formar gobierno, ha resaltado que todas las opciones tienen derecho a intentarlo también y que los tories "deben demostrar que pueden gobernar en beneficio de la nación".
UNAS NEGOCIACIONES ANTIPÁTICAS
Habrá que negociar. Como se temía, las bases del intercambio son complicadas. A los laboristas les acerca a los liberales su mayor disposición a emprender una reforma del sistema electoral que establezca una representación más cercana a la realidad socio-política del país. Pero Clegg ha demostrado una resistencia comprensible a embarcarse con Brown en una barca zozobrante en plena marejada económica que, lejos de amainar, muestra inquietantes nubarrones y duros presagios. Tampoco parece que los discretos resultados obtenidos por el líder liberal le otorguen la fuerza suficiente para influir en el debate interno laborista y propiciar un cambio de líder que, dudosamente, facilitaría una coalición rojo-dorada.
Si este gobierno agotó sus días sumergido en la impopularidad, el que le sucede no va a tener un entorno más favorable. Resuenan de nuevo los augurios del gobernador del Banco de Inglaterra, quien aventuró que el partido que ganara estas elecciones y tuviera la responsabilidad de gobernar estaría alejado del poder durante dos generaciones después de cumplir la tarea. Así de peligroso se presenta la responsabilidad. Brown, personaje de tragedia griega, ha asumido ese destino terrible, consciente de que su futuro político consiste en consumirse en la actual hoguera. Pero no es el caso de Clegg que aspira legítimamente a una carrera política prometedora y digna.
Por el contrario, ofrecer un apoyo desganado al ganador insuficiente de las elecciones, el tory Cameron, podría dispensarles a los liberales demócratas una mayor comprensión del electorado de centro-derecha, pero tendrían que arrastrar el mismo desgaste que gobernando con los laboristas. Además, Clegg malograría su discurso de renovación al menos durante todo el tiempo que durara la legislatura, porque no es previsible que pueda arrancar a los conservadores siquiera una modificación cosmética de las reglas electorales. Más bien al contrario, las urgencias económicas y el previsible malestar social podría dejar muy poca energía para la reestructuración del paisaje político y otras iniciativas de orden moral. A los tories le resultaría suicida cualquier cambio que supusiera un deslizamiento hacia un sistema más proporcional, porque el previsible acortamiento de la legislatura le empujaría hacia unas elecciones anticipadas en las que el escenario más probable sería un parlamento dividido en tercios de dimensión similar en el que la fórmula más trabajable para componer un nuevo gobierno sería una coalición entre laboristas y liberal demócratas.
Por todo ello, lo más probable es que, por fracaso de cualquier fórmula de coalición, Cameron pueda presentar a la Reina una opción de gobierno minoritario. Con cierta soledad, tendrá que afrontar la pronunciadísima cuesta arriba, confiar en una mejora del clima y en el acierto de sus decisiones y, cuando las circunstancias lo permitan, seguramente mucho antes de que se agote la legislatura, intentar revalidar su liderazgo en las urnas, con una mayoría absoluta propiciada por sistema electoral vigente. Sólo de esta forma se podría consolidar un nuevo periodo conservador en Gran Bretaña.
Una última consideración sobre los problemas que impidieron votar a cientos -o miles- de británicos. Una mayor participación de la esperada hizo que no diera tiempo a que todos los que acudieron a una decena de colegios electorales pudieran ejercer su derecho a voto antes de que se clausuraran las urnas. La situación recordaba el bochorno, mucho mayor y con orígenes mucho más oscuros, de las elecciones presidenciales de 2004 en el estado norteamericano de Ohio. La irritación de los electores privados de voto fue aireada profusamente en los programas nocturnos de televisión y pusieron en evidencia la esclerosis que domina buena parte del sistema político británico.