NORUEGA: EL TESORO DE LA CONFIANZA

28 de julio de 2011

Casi todo se ha dicho ya de los crímenes que han sacudido Noruega. Aunque quedan por aclarar algunos detalles y circunstancias sobre la preparación de los atentados y la actuación policial, lo verdaderamente importante, a estas alturas, es extraer las conclusiones y avanzar las consecuencias de un acto tan terrible e inesperado en un país como aquel, modelo y ejemplo del progreso humano.

UNA APARENTE SORPRESA
Estos días, todos los medios y numerosos analistas han resaltado la inmensa paradoja que representa el hecho de que uno de los peores crímenes múltiples sucedidos en Europa desde la Segunda Guerra Mundial haya tenido lugar en un país pacífico, avanzado, próspero y, ante todo, igualitario como ningún otro en el mundo.
Pero es justamente por eso. Precisamente por ser como era, al ser sometido a los cambios acaecidos por el impacto de la globalización, el riesgo de un sobresalto estaba creciendo silenciosamente en ese rincón europeo de magnifica belleza.
La especificidad de Noruega reposa en dos pilares fundamentales. El primero, un sistema político construido sobre la noción (llamémosle socialista democrática, sin complejos) de que cualquier ciudadano debe tener sus necesidades materiales resueltas y los servicios sociales más que básicos a su alcance, con independencia de su renta. El segundo, un recurso de extraordinaria riqueza y rentabilidad, el petróleo, que le ha permitido una autonomía energética y un excedente considerable para consolidar su proyecto socio-político.
En los años noventa, el gran consenso nacional noruego, con todos los matices, discrepancias y disidencias que se quiera, empezaba a verse sometido a tensiones por la llegada creciente de extranjeros inmigrantes. Como en otros lugares, se desplegó un debate, no siempre templado, sobre el impacto de esa población ‘distinta’, que arrastra consigo valores, creencias, necesidades diferentes a los ‘naturales’ del país.
Comenzó a evidenciarse el malestar de quienes, después de haber aceptado de mayor o menor grado una distribución razonablemente equitativa de la riqueza, sienten que se está yendo demasiado lejos al hacerla extensiva a los extranjeros. Surgió el Partido del Progreso –hiriente nombre para lo que esa formación política defiende y representa. Se trataba de uno más de los partidos con tintes xenófobos, sesgo ultraderechista y tentaciones revisionistas del sistema democrático. Noruega empezó a parecerse a otros países europeos en los que se encendieron las luces rojas del racismo y la intolerancia.
Aún así, todo parecía bajo control. Si bien es cierto que la inmigración se había duplicado en este periodo descrito (es decir, desde el comienzo de los noventa hasta el final de la primera década del nuevo siglo), los extranjeros apenas si suponen el 10% de la población total. Y no lo es menos que el Partido del Progreso había consolidado sus posiciones entre las clases más alarmadas por este fenómeno, hasta obtener el 23% de los votos en las últimas elecciones generales (septiembre de 2009), lo que le convertía en el segundo partido del país y en la principal formación de oposición al gobierno socialdemócrata. En ese lecho de malestar anidó durante años Anders Behring Breivik, el individuo que ha perpetrado la masacre.
Los dirigentes del Partido del Progreso han condenado en los términos más duros el acto criminal, para dejar claro que sus diferencias con el modelo de estado de bienestar construido durante décadas no es compatible con semejante barbaridad. Puede considerarse una actitud sincera. Pero es exigible a esos políticos que analicen si no han facilitado sin querer la incubación del monstruo.

ISLAMOFOBIA Y OTRAS PERVESIONES
La mayoría de las sandeces contenidas en el Manifiesto del asesino no proviene de su mente enferma o atrabiliaria. Muchas están fundamentadas en un discurso irresponsable y peligroso que ha ido permeando los medios y entornos sociales desde el 11 de septiembre. Ese estúpido sentimiento de ‘cruzado’ con el que Breivik adorna sus brutales posiciones racistas no es producto exclusivamente de sus delirios fanáticos. Hay una conexión con el ambiente de miedo, rechazo y animosidad que hay en Occidente hacia la población islámica.
En un magnífico artículo para THE NATION, Gary Younge (1) analiza la construcción de un imaginario musulmán violento en Europa, espejo y reflejo del fomentado en Estados Unidos, tras los sucesivos episodios violentos de la última década. A pesar de la obsesión islamófoba del ‘cruzado noruego’, Younge recuerda que los musulmanes representan apenas un 3% de la población noruega, y añade otros datos que evidencian las distorsiones dominantes en las alarmistas predicciones sobre la ‘invasión islámica’ en Occidente.
Resulta significativo que los medios atribuyeran inicialmente la matanza de Utoya a un grupo vinculado con Al Qaeda. No ya algunos de los medios del inefable Murdoch, sino no pocos ‘liberales’ o ‘serios’. Hoy por hoy, el terrorismo ha pasado a ser una divisa islámica. Para defender lo contrario, hay que porfiar. Younge, en su artículo, recoge unos datos concluyentes de Europol, según los cuales, los atentados o proyectos de atentado atribuibles al extremismo islámico representan un porcentaje mínimo de los actos terroristas en Europa. El ‘separatismo’ continua siendo (85% de los atentados) la principal amenaza para la convivencia pacífica.
Breivik ha delirado durante años sobre ese ambiente de sospechas y peligros irreales. Otros prejuicios extremistas de intolerancia y aversión a la solidaridad y la inserción social han ido forjando en su mente extraviada un proyecto monstruoso. Tampoco debe descuidarse el efecto de ese fenómeno fundamentalmente norteamericano de los ‘criminales solitarios’, los inadaptados, los enemigos de lo público, de lo colectivo, del Estado. Una especie de anarquismo de derechas, profundamente conservador, que ha dado lugar al movimiento del ‘Tea Party’. En definitiva, un ultraindividualismo salvaje que alumbra salvadores, visionarios.
Beivik ha bebido de todo ello. Del malestar de sus conciudadanos ante el fenómeno migratorio, del que sólo son capaces de ver una cara. Del discurso político xenófobo, que en Noruega no justifica la violencia, pero le proporciona argumentos. De la islamofobia occidental rampante. De la ofensiva irracional contra una saludable y más equitativa distribución de los recursos. Del avance dificultoso pero firme de los derechos de las minorías (mujeres, inmigrantes, personas con discapacidad, homosexuales, etc.). No debería resultar exagerado opinar que el espantoso despliegue de maldad exhibido en Oslo y Utoya ha sido una recreación casi cinematográfica de esa perversión interior, de esa indigesta asimilación de aberrantes valores (?) en alza.
El espléndido novelista noruego Jo Nesbo acaba de dejar una reflexión escrita (2) sobre la tragedia que estos días vive su país. Afirma con dolor que Noruega nunca volverá a ser la misma después de lo ocurrido. Pero, en la misma línea de lo que ha proclamado el primer ministro Stoltenberg y otros miembros de su gobierno (ágiles y oportunos en su reacción), no hay nada que pueda o debe doblegar el gran tesoro del modelo noruego: la confianza. Aunque no hay vuelta atrás, aunque nunca se recobre la inocencia perdida, sostiene Nesbo, “los noruegos rehusamos que nadie nos prive de nuestro sentido de seguridad y confianza. Rehusamos perder esta batalla contra el miedo (…) Rehusamos permitir que el miedo cambie la forma en que construimos nuestra sociedad”.
La mejor condena para el perturbado fanático que pretendía salvar la civilización cristiana no es el cumplimiento cabal de los treinta años de reclusión que pudieran caerle, si es considerado culpable de un ‘crimen contra la humanidad’. Es la derrota del miedo, de la intolerancia, la preservación de lo que ha convertido a Noruega es un ejemplo razonable para tantas sociedades: el tesoro de la confianza en el ser humano para construir una sociedad justa donde quepan todos.



(1) http://www.thenation.com/article/162270/europes-homegrown-terrorists?rel=emailNation

(2) http://www.nytimes.com/2011/07/27/opinion/27nesbo.html?nl=todaysheadlines&emc=tha212

LA INCIERTA RUINA DEL IMPERIO MURDOCH

21 de julio de 2011

Sería catastrófico que el escándalo que amenaza con arruinar al imperio Murdoch quedara finalmente en un asunto de malas prácticas periodísticas aderezadas o reforzadas con el picante de la corrupción policial y la venalidad política.
Debería aprovecharse la situación para promover una reflexión en profundidad sobre al menos tres asuntos básicos de la vida ciudadana o, si se quiere, de la salud democrática:
- el poder crecientemente oligopólico de ciertos medios en el control del relato de la actualidad y en la conformación de los estados de opinión y diagnóstico de la sociedad.
- la conveniencia de regular el comportamiento de los medios en relación con la protección de la vida privada de las personas, del interés común y de los valores democráticos
- las relaciones con demasiada frecuencia obscenas entre ciertos poderes mediáticos y distintos sectores o familias políticas.
El ‘caso News of the World’ (en adelante, NoTW), o mejor dicho, el ‘caso Murdoch’ está siendo paradigmático en ese sentido. Pero sería infantil cree que se trata del único exponente de semejante perversión cívico-mediática-política.
El escándalo del espionaje telefónico, complicado con la complicidad, el encubrimiento o la permisividad policiales y la indiferencia, el miedo o la conveniencia políticas no convierte al asunto que domina las portadas y espacios informativos de estos días en un caso único. Ni siquiera podemos decir que se trata de un fenómeno exclusivamente británico.
El olor a escándalo tiene la virtualidad de provocar una reacción social que haga a partir de ahora más difícil la continuidad o impunidad de estas prácticas fraudulentas. Pero es dudoso que vaya a servir de vacuna para erradicarlas por completo.
Es aún pronto para decir si el imperio Murdoch ha iniciado un periodo de decadencia inevitable, en dirección cierta a su extinción o fragmentación o neutralización. El magnate australiano se presentó en la comparecencia pública (por cierto, política, simplemente, y, en consecuencia, sin responsabilidades que le preocupen seriamente, de momento) con una actitud aparentemente humilde, avergonzada, pero en absoluto concesiva o derrotada.
Murdoch compra tiempo, porque conoce una de las principales claves para entender el pulso público de las sociedades actuales: todo es efímero, pasajero, fútil. Lo que los medios, con su capacidad magnética para fijar las conciencias a iconos y mensajes, convierten hoy en trascendente lo que mañana olvidarán o sustituirán por otro asunto, al que le aguardará el mismo ciclo vital.
Sin duda, News Corporation pagará facturas de algunos platos rotos, o manchados, o envenenados. Es probable que sus ejecutivos sigan cayendo, los menos afortunados, para siempre, los mejor agarrados, mientras amaine la tormenta. Experto en la preparación, cocción, presentación, servicio y digestión de escándalos, la factoría Murdoch no carece de recursos para hacer lo propio con lo de casa.
Después de todo, en los sótanos o trasteros o discos duros de sus medios debe haber munición suficiente para seguir asustando a gente, por mucho que ahora todo el mundo se exhiba con tanta ‘valentía’ frente al hombre que los ha tenido tanto tiempo en el puño de sus caprichos. Los optimistas creerán que ha llegado la hora de la revancha: ahora que huele a sangre en Fleet Street, los humillados políticos o los altos funcionarios bajo sospecha no pueden permitirse el lujo de demorar el golpe de gracia.
En su comparecencia pública, un diputado laborista quiso saber por qué Murdoch fue la segunda persona que visitó a Cameron en Downing Street, después de que éste se convirtiera en Primer Ministro, y por qué acudió a la cita por una puerta trasera. ‘No lo sé, hice lo que me indicaron’, contestó el magnate a lo primero. A lo segundo calló. Pero no su hijo, James, que dio una pista de lo que vendrá a continuación si el escándalo continuaba: con el laborista –aseveró- mi padre también accedía por esa puerta trasera.
Un observador ha hablado de ‘revolving doors’ (puertas giratorias) para describir la relación entre cierta prensa y destacadas esferas políticas en el Reino Unido. El símil es brillante. Para que avance uno, el otro debe moverse también. Uno entra y otro sale, y luego el movimiento se efectúa al revés. Cameron ha esperado mucho para decir que ‘lamenta’ haber contratado a Coulson, uno de los druidas de ese auténtico imperio de la maledicencia o el chisme. Los laboristas se lo reprochan ahora, sabedores de que su exjefe de filas, Tony Blair, picaba mucho más alto, lo más alto, en la mercancía de favores. Miliban pude decir ahora que habla por él y que Blair es ya historia. Pero no podrá evitar que se le replique que su discurso se ha construido a toro pasado.
Los cambios en la empresa podrán ser profundos. Habrá que reemplazar a los ejecutivos y editores atrapados en la tela de araña tejida por la avaricia del propio grupo. Hasta es posible cierto repliegue temporal, para acallar las demandas de limpieza o hasta que se extingan los rumores de sangre. Algunos analistas de los medios predicen el freno en seco de la carrera del principal heredero, James, y otros creen que la herencia se va a malbaratar por la fragmentación inevitable que la amenaza.
El historiador de medios Patrick Eveno dice en una entrevista publicada en LE TRIBUNE DE GENEVE que “seis niños de tres madres diferentes son empujados a entenderse para gestionar miles de millones de dólares, lo que inevitablemente va a conducir al desmantelamiento”. Si algo o alguien no lo remedia, podríamos asistir a un culebrón digno de las primeras del grupo.
Los más críticos, o pesimistas, o viejos de lugar apuestan por el escenario de la vuelta a la normalidad, una vez que escampe. Es probable que durante un tiempo, se exhiba una mayor prudencia, una discreción más elegante, ciertas normas formales. Aparte, claro está, de apartamientos sonados, de vacaciones doradas. Pero dentro de un tiempo, cuando los políticos y la sociedad –y, last but no least, los otros medios- anden entretenidos en otros escándalos, en otras portadas de esas que parecen que no puede ser apagadas con nada, Murdoch, o sus herederos, o sus émulos emergerán de nuevo, seguramente con otras maneras y otras estrategias.
Para que esto no ocurra, habría que dar una respuesta satisfactoria a los tres asuntos de debate propuestos al comienzo de este comentario. Pero a ver quién se atreve a colocar ese cascabel al gato. Después de todo, siempre hay una campaña electoral próxima, un sustancioso negocio que cerrar… O un escándalo promisorio que cubrir.

OBSCENIDAD

13 de julio de 2011

Los trapos sucios del imperio Murdoch se acumulan en páginas y espacios de sus medios rivales. Son muy sucios esos trapos. Pero huelen aún más por viejos, por conocidos, que por sucios. De hecho, muchas de las ‘revelaciones’ leídas y escuchadas desde que estalló el escándalo del pirateo de los teléfonos móviles, la semana pasada, hacen referencia a sospechas, noticias, investigaciones y casos sin cerrar o indebidamente cerrados de hace años. Todo el mundo sabía, con mayor o menos grado de detalle, el tipo de periodismo (?) que practicaba la factoría Murdoch. (Por cierto, no sólo ella). Quizá lo novedoso de estos últimos días es que, por primera vez en décadas, el gran King-maker aparece más vulnerable que nunca. Los que se han visto sometidos por sus intereses y caprichos, tanto en la política como en las instituciones o en los medios, se disponen ahora a pasarle factura.
Seamos claros. Murdoch no sería tan poderoso, si no hubiera contado con un entorno permisivo. Cómplice, en muchos casos. En la política, en la policía, en los otros medios, en sus propios clientes, los lectores. Incluso en la China, pretendidamente comunista, donde disfruta de un privilegio chocante.
UN CONCUBINATO LAMENTABLE
La clase política, que ahora se complace con la posibilidad de limitar severamente su capacidad de intimidación, es responsable del poder acumulado por el magnate australiano, pionero de la globalización mediática y sumo sacerdote de la podredumbre informativa.
Murdoch es a menudo presentado como un ultraconservador, dispuesto a defender su modelo de sociedad a machamartillo. Lo es. Pero su comportamiento no ha sido el de un ideólogo o un doctrinario, sino el de un oportunista. Hundió a los laboristas a comienzos de los noventa, cuando parecían en condiciones de regresar al poder después del naufragio moral y político del thatcherismo. En realidad, machacó a una facción laborista, la tradicional, la que representó el filosindicalista Kinnock. En una campaña agresiva y contracorriente, consiguió darle la vuelta a los sondeos y propiciar el triunfo de John Major, a quien, en todo caso, nunca tuvo como uno de los suyos: por blando, por tibio. Su diario emblemático de entonces, THE SUN, se atribuyó la victoria electoral de los tories. Nadie le discutió la bravuconada.
En la siguiente cita electoral, los medios de Murdoch elevaron a los ‘nuevos laboristas’. En realidad, a Tony Blair, que cortejó al magnate en cuanto se vio con oportunidad de alcanzar su oreja. Dicen los mentideros, que fue el propio Kinnock el que le aconsejó hacerlo, si quería vivir en el diez de Downing Street. El joven Blair venía avalado por sus posiciones heterodoxas en materia de seguridad y lucha contra el crimen, contra la delincuencia, asuntos muy del gusto del voraz tiburón mediático. En la bochornosa gestión de la manipulada guerra contra Irak, la alianza entre Blair y Murdoch alcanzó el cénit.
Pero más allá de estos dos casos ampliamente conocidos, no han sido pocos los ejemplos de favoritismo político, de sectarismo, de influencia, de presión, de intimidación. Murdoch utilizaba a los políticos de todos los colores para sacar adelante las políticas que se ajustaban a su credo, pero ante todo las que amparaban y fortalecían sus intereses empresariales. Hasta convertirse en una “para-corporación”. (D.D.Guttenplan, THE NATION).
PERMISIVIDAD SOCIAL E INSTITUCIONAL
No bastaba con la clase política, para ese empeño. A fuerza de pervertir la curiosidad de unos ciudadanos reducidos a puros consumidores, los medios de Murdoch necesitaban ir continuamente más allá. Para satisfacer el gusto por el secreto, por la invasión de la vida privada, por el linchamiento de cualquier ciudadano con un mínimo perfil de notoriedad, había que ignorar los límites. No ya de los éticos, rebasados con creces desde hacía mucho tiempo atrás. De los legales.
Lo que está produciendo más escándalo estos días son las relevaciones de la colusión entre ejecutivos, directivos y mamporreros ‘pseudoprofesionales’ de Murdoch con agentes corruptos de la policía. Los sobornos, las generosas propinas, las recompensas inmediatas o diferidas a cambio de proporcionar información, de bloquear investigaciones o de filtrar su contenido para neutralizarlas resultan de tal gravedad que todo el sistema institucional británico se ha visto sometido a una sacudida escalofriante.
El primer ministro Cameron lo ha reconocido, con su habitual frialdad, como si se tratara de un asunto ajeno. Con su proverbial habilidad, parece haber conseguido que, ante la avalancha de revelaciones, o de recordatorios de fechorías medio olvidadas, haya quedado medio desplazado el hecho de que el mismo acudió a uno de las criaturas perversas de Murdoch para fortalecer su carrera hacia el poder. Varios medios anglosajones señalaban estos días la ironía que supuso esta debilidad de Cameron. Cuando era sólo un aspirante, despreciaba notoriamente el amarillismo impreso. Perteneciente a un generación más joven, el entonces candidato se mostraba firmemente convencido de la decadencia de los tabloides y de la hegemonía irresistible del poder audivisual y, sobre todo, digital. Y, sin embargo, acudió a Coulson, un sabueso con galones de rotativas murdochianas, para dirigir su política de comunicación. Prescindió de él cuando estalló el escándalo hace cinco años, pero intentó por todos los medios defender el honor de su empleado. Como forma de exonerarse a si mismo, en realidad.
El cierre de News of the World no significa, como se ha resaltado ahora desde numerosas tribunas, un gesto de arrepentimiento o contrición del insaciable empresario australiano. Se trata de una medida de cálculo, (oportunismo, una vez más), para proteger su operación de control absoluto de BSkyB, la gran cadena televisiva digital de pago. Una ambición multimillonaria perseguida desde hace largo tiempo. Murdoch quiere ahora retrasar el escrutinio público, la decisión de los reguladores, hasta que pase la tormenta y un nuevo ataque de amnesia política y social le permita acosar la presa más adelante, en mejores condiciones de éxito.
Muchos analistas aseguran que esta vez el daño ha sido demasiado grave y la ventilación demasiado escandalosa. Murdoch ha sido víctima de su propia obscenidad, ha quedado herido de muerte por sus propias armas. Ahora debe comprender lo que supone explotar la vulnerabilidad por encima de cualquier consideración. Los que le tenían ganas, o cuentas pendientes con él, no le dejarán fácilmente escapar, se lee en la prensa británica estos días. El imperio se creía indestructible y ahora en todos sus corredores lucen y chillan las luces rojas. Murdoch –creen o quieren creer sus competidores- está a la defensiva.
Unas palabras sobre la responsabilidad del resto de los medios sobre el ascenso de esa forma de hacer periodismo (?). Cabe preguntarse si no ha faltado coraje en la denuncia de ese estilo pernicioso. El negocio informativo se encuentra en la crisis más grave que se recuerda. En paralelo, el ejercicio profesional vive también horas amargas, procesos inquietantes de deterioro y desconcierto. El virus Murdoch –o lo que su hegemonía representa- ha contaminado el panorama mediático más de lo que se admite públicamente. Por poner sólo un ejemplo, la CNN, elevada con exageración manifiesta a los altares, no estuvo a la altura de las circunstancias durante los años de (W) Bush, precisamente por la ansiedad de no dejarse aniquilar por el patrioterismo, la intoxicación y la desvergüenza de la cadena FOX (buque insignia de Murdoch en Estados Unidos).
Y, finalmente, no deberíamos eludir la responsabilidad de los propios ciudadanos. El público británico ha devorado con deleite la basura mediática. En 2010, año ruinoso para la prensa en todo Occidente, THE SUN y el ahora clausurado NEWS OF THE WORLD arrojaron unos beneficios conjuntos cercanos a los 100 millones de euros. Las tiradas millonarias han alentado, alimentado y fortalecido ese monstruo obsceno y le han dado legitimidad. Resulta un tanto hipócrita que esas masas sedientas de escándalos, de personajes linchados, de secretos ventilados, se rasguen ahora las vestiduras porque conozcan que una niña secuestrada ha sido espiada por el diario que ellos se comían junto con su desayuno cada mañana durante años. Muchos lectores deben sentir ahora una indigestión insoportable. De cómo traten ese malestar intestinal e intelectual depende en gran medida el porvenir de la información como servicio público y, en gran medida, la salud de la democracia.

TOCQUEVILLE Y ROBESPIERRE

7 de julio de 2011

El caso Strauss-Kahn ha violentado una vez más las delicadas percepciones mutuas entre Francia y Estados Unidos. No en el plano político o diplomático, por supuesto. Intelectuales y propagandistas, sociólogos y periodistas han entrado sin reservas en la tarea de afilar el debate, de propagarlo, de destacar sus fricciones.
Sin entrar en el fondo de la cuestión, en los hechos que realmente ocurrieron en la suite del Sofitel de Manhattan –que, de momento, continúan siendo una incógnita-, lo cierto es que el “affaire” ofrece material suficiente para una buena reflexión sobre el funcionamiento del sistema judicial norteamericano, el comportamiento de ciertos medios (los que fijan la agenda de la actualidad, al menos para el gran público), los prejuicios y estereotipias en ambos lados del Átlantico o el rol no siempre atemperante de intelectuales y líderes de opinión.
DSK ha sido puesto en libertad, debido a las inconsistencias, contradicciones y mentiras palmarias de su acusadora, la empleada del hotel. Todo ello ha arruinado su credibilidad. Peor que eso, una conversación telefónica con uno de sus exmaridos despierta la sospecha de haber preparado un montaje para “cazar” al mujeriego político francés y, eventualmente, sacarle dinero. El propio abogado de la mujer guineana ha reconocido “errores” en su cliente, pero no ha mostrado intención alguna de retirar la demanda.
La fiscalía de Nueva York ha errado profundamente en el procedimiento, y también lo admite, aunque de forma muy matizada y, naturalmente, sin que ello signifique la anulación de las pesquisas realizadas hasta ahora y mucho menos el abandono de la causa. Al fiscal jefe, Cyrus Vance, Jr., nombre patricio de resonancias políticas de primer orden en Estados Unidos, le han llovido críticas estos días por la manera en que su oficina ha llevado el caso. La prensa norteamericana más sensacionalista reparte mandobles entre la incompetencia del equipo del alto funcionario y una suerte de ‘astuta perfidia’ francesa.
Más allá del morbo irresistible que ha despertado lo acontecido, es interesante detenerse un poco en el tratamiento informativo, político e intelectual de la noticia. A estas alturas de la perversión mediática, no debería extrañarnos absolutamente nada. Así que estas líneas están libres de escándalo, indignación o apasionamiento. En pocos asuntos como el de la libertad de expresión, libertad de opinión, comportamiento mediático se desparrama tanto juicio apresurado y pomposo. Gustan mucho los norteamericanos de presumir de ese principio sacrosanto de su sistema político y de citas reiteradas de pronunciamientos de Jefferson y algún otro de los ‘padres fundadores’.
Lo cierto es que la libertad de expresión y todo lo que se deriva de la protección establecida en la primera enmienda a la Constitución ha servido a veces para justificar prácticas, actitudes y comportamientos, pero sobre todo estructuras y mañas destinadas justamente a todo lo contrario. En las últimas décadas, en nombre de esa libertad de expresión, se ha ido produciendo una creciente concentración de la propiedad de los medios de comunicación y un blindaje de las posiciones de férreo dominio de las grandes corporaciones en los órganos de dirección o control de los medios. Los intelectuales críticos han venido denunciando esta situación, con escasa éxito hasta el momento en la percepción pública.
En el caso DSK, los tabloides y una parte de los medios ‘serios’ pusieron en circulación los peores instintos. Los mensajes aceitosos flotaron persistentemente en titulares de prensa, radio y televisión. Se apreció un cierto regodeo en la desgracia de un político que representa –o a quien interesadamente se atribuyen- todos los tópicos de lo que más detesta la derecha cerril, prejuiciosa y paleta de Estados Unidos.
Ahora, que el caso vira en redondo y huele a que DSK podría pasar de villano a víctima, de culpable a inocente, se invierten los términos y son los medios franceses, pero también algunos de sus analistas e intelectuales los que se cobran viejas cuentas. “Los franceses experimentan una especie de amarga exultación” por el giro del caso, comenta Steven Erlanger en un revelador artículo sobre este penúltimo encontronazo entre galos y yanquis. El periodista del NEW YORK TIMES, gran conocedor de Europa, recoge en su artículo opiniones y valoraciones de sociólogos y politólogos tradicionalmente conectados con los ambientes intelectuales, profesionales y universitarios norteamericanos. En casi todos ellos, se aprecia un elegante pero inequívoco sentimiento de reivindicación de los valores franceses o europeos, frente a un cierto primitivismo e inmadurez de la justicia norteamericana. Una de sus fuentes evoca como síntoma la persistencia de la pena de muerte en la cultura judicial y política de Estados Unidos. “Ahora se ha visto reforzada esta sensación de que Estados Unidos no se porta como un país completamente civilizado al comportarse la policía de esta forma, pretendiendo humillar”. Y esto lo dice Dominique Moïsi, un experto francés en relaciones internacionales y visitante habitual de universidades, centros de estudios e instituciones estadounidenses!
Naturalmente, no han pasado desapercibidos en Estados Unidos los comentarios del siempre polémico (aunque no necesariamente ecuánime y, desde luego, obstinadamente egocéntrico) Bernard Henry-Lévy. El otrora ‘enfant terrible de la nueva filosofía francesa’ ha calificado de “pornográfico” el tratamiento recibido por su “amigo” DSK en Estados Unidos desde el momento de su detención. Henry-Lévy denuncia en un comentario para Daily Beast la “canibalización de la justicia por el espectáculo”. Con su habitual gusto por ser –y sonar- políticamente incorrecto, el intelectual francés argumenta que el acaso DSK ha dañado la concepción de la presunción de inocencia y ha incurrido en la tentación de “sacralizar la palabra de la víctima”. En definitiva, lejos de esa admiración de Tocqueville por lo que consideraba el sistema de justicia más democrático del mundo, Henry-Lévy afirma que en esta y otras ocasiones ha triunfado un estilo “robespierrista” y “barrésista”, un chauvinismo a la americana portador de los peores reflejos.
Más allá de la provocación acostumbrada en esa pluma, en THE NATION podemos leer una interesante reflexión de Patricia J. Williams, una profesora de leyes de la Universidad de Columbia, experta en asuntos de mujer. No hay tiempo aquí para entrasacar sus interesantes reflexiones. Pero me quedo con sus críticas de una práctica de exhibición del culpable, más entusiasta cuanto más destacado o poderoso es el infortunado, o el atrapado, o desenmascarado, en las precipitaciones del sistema para señalar y exponer a los presuntos delincuentes, la voracidad de los medios, su complicidad enfermiza con el aparato judicial.
En esta idea abunda también LE MONDE en su último comentario editorial sobre el caso. A pesar de su esfuerzo de contención y equilibrio, el diario francés expresa críticas templadas sobre los deslices combinados de esas dos instituciones básicas del sistema democrático. “Se dirá que ésta es la suerte que la justicia y la prensa reservan a todo detenido que es una celebridad. Puede ser. Pero esto no resta nada del sentimiento de incomodidad y malestar ante la forma en que se ha embalado la máquinaria mediática-judicial, en un momento en que hubiera sido preciso demostrar calma y prudencia”.
Mucho nos tememos que se trate de una batalla perdida.