RUSIA: LA MATRIUSKA INVERSA

29 de septiembre de 2011

No hay sorpresas en la 'matriuska política' de estos tiempos en Rusia. La figura de Putin contenía la de Medveded y la de ésta llevaba en su interior la de su antecesor. El símil es válido, con una reserva. El tamaño del 'segundo Putin' no será necesariamente inferior al primero. Se trata tan sólo de un efecto óptico. Pronto, si no ya mismo, esa 'matriuska putiniana' crecerá y crecerá hasta alcanzar la misma dimensión y se convertirá en gemela de la anterior. Si no mayor.
Putin volverá a la presidencia. Pocos lo dudan. Sólo hace falta que las elecciones del próximo mes de marzo. La verdadera decisión se conoció hace unos días, en el transcurso del Congreso de Rusia Unida, el principal partido del país, el partido de Putin, de Medvedev, el aparato político de la nueva nomenklatura.
EL SENTIDO DEL TÁNDEM
Que a nadie haya sorprendido la noticia no significa, empero, que tenga menos alcance e importancia. Es cierto que Putin ejercía una especie de tutela sobre el actual Presidente Medvedev y que la transición tenía, según sospechas aparentemente confirmadas, camino de regreso. ¿Poli bueno y poli malo?, según ciertas percepciones occidentales? Pues... quizás. Algunos observadores y, lo que resulta más relevante, conspicuos gobiernos consideraron que el 'descenso' de Putin en la escala del poder ruso abría la oportunidad de una apertura y una liberalización del régimen. Tanto política como económicamente. Medvedev alentó esas expectativas con decisiones singularmente reformistas. Lo que nunca estuvo claro es que las hiciera sin el consentimiento y su sucesor/antecesor, mentor y patrono, Vladímir Putin.
La clase política y la burocracia diplomática y estatal norteamericana se aferraron a los gestos y medidas calculadas de Medvedev para apostar por un nuevo marco de relaciones con Moscú. La administración Obama, siempre tan voluntariosa (sin ironía), quiso codificar esos nuevos tiempos con el término 'reset'. O sea, 'resetear' las relaciones bilaterales: coloquial y significativo al mismo tiempo. El objetivo estratégico era superar, de una vez, las dos décadas de confusión, desconcierto e inquietud creciente que había dejado el vacío causado por la desaparición de la URSS. La guerra fría, la coexistencia pacífica, el deshielo, toda esa ristra de conceptos, tanto políticos como publicitarios, no habían encontrado un sustituto estable. El 'partenariado' que se intentó durante los caóticos años de Yeltsin se disolvió por la crisis del post-comunismo. La vuelta a unas maneras fuertes, dizque autoritarias, no supuso una vuelta a los años cincuenta, desde luego, pero dejó en suspenso, la definición de las relaciones entre la 'nueva Rusia' y el perplejo Occidente.
Que Rusia volvería a ciertas formas de autoritarismo era algo que muchos predijeron. Pero como la mayoría lo hizo desde latitudes supuestamente derrotadas (comunistas, socialistas, teóricos y politólogos de izquierda), los dueños del relato de esta última generación rechazaron desdeñosamente el diagnóstico. La rigidez ultraliberal expandía un optimismo sin rubor. En los años de Yeltsin costaba que en Occidente se reconociera que no había motivos para la satisfacción y que todo el proceso de transición en Rusia había sido un completo desastre y no tenía otra salida que una involución encubierta. No hacia el comunismo, por supuesto. Pero sí hacia formas políticas de dudoso pedigrí democrático.
Putin, criatura del KGB, supo convertirse en intérprete de una grandeza posible, tras años, décadas, de decadencia. Una grandeza huérfana de ideología, pero pletórica del orgullo que proporciona el manejo de materias primas codiciadas a este lado de los Urales. Frente a la liberalización culposa, ventajista y, en cierto modo, criminal de los primeros noventa, se impuso un modelo de control económico desde el Estado, más oligopólico que estatista. No se persiguió la propiedad privada ni los negocios particulares, ni siquiera los grandes. Lo que Putin y su gente hicieron fue asegurarse que el enriquecimiento particular o sectario correría parejo al fortalecimiento de las estructuras del poder público. Una especie de capitalismo de Estado, con Rosfnet (petróleo) y Gasprom (gas), como buques insignias. Como no cabía adoptar la vía china, se diseño y desarrolló un modelo que restablecía la 'autoridad' sin espantar a los negocios. Salvo, claro, a los que se creyeran tan arrogantes de desafiar al Kremlin, Jodorkovsky en cabeza. Con ellos, se aplicaría una 'terapia' ejemplar. Lo que no estuviera en el manual del KGB se podía encontrar en usos y costumbres del capitalismo mafioso, que ha sido un rasgo persistema del sistema que sucedió al 'socialismo real' en los antiguos países del 'Este'.
Medvedev proyectó una cierta relajación de ese modelo neoautoritario. En lo político y en lo económico. Pero, si compramos la idea de que el regreso de Putin estaba pactado desde un principio, como el propio tándem aseguró durante el mencionado Congreso de Rusia Unida, parece sensato suponer que hemos asistido a un proceso y no a una rectificación. Ya como primer ministro de Putin, Medvedev introdujo elementos liberalizadores y un lenguaje subliminal de atracción para Occidente. Visibilizaciones positivas.
LAS NUEVAS EXIGENCIAS
Siempre según la pareja complementaria, Medvedev también volverá a ser el jefe del gobierno. Los ciclistas cambiarán de posición. Pero la ruta será la misma. Y la máquina. No obstante, algunos partidarios de Medvedev se confiesan desencantados estos días. Pretenden hacer creer que a su jefe le han forzado la mano y que, quizás, no estaba tan seguro de que volvería a ocupar el asiento trasero, o el del copiloto. Puede ser. Pero suena extrañamente cándido.
Los analistas estiman que el modelo ruso de crecimiento basado en la exportación de los preciados tesoros energéticos se ha agotado. El petróleo y el gas constituyen la sexta parte del PIB ruso, pero aportan casi la mitad de los recursos fiscales del Estado. Sin embargo, este especular prestigio ruso no es sostenible por mucho más tiempo. Sobre todo, en lo que hace al petróleo. Se espera un nivel de producción de crudo no superior a los diez millones de barriles diarios. Los capitales extranjeros serán necesarios, imprescindibles, incluso. En todo caso, insuficientes: se anticipa un horizonte de endeudamiento para Rusia. Sólo una mano firme puede modelar y conducir. ¿Quién mejor que Putin -proclaman sus publicistas-, que ha demostrado no arrugarse y saber navegar en aguas turbulentas?
La Casa Blanca, a través de discretos portavoces, se ha mostrado cautelosa, sobria. No se cree en Washington que haya que plantearse el 'reseteo'. Se ha acudido a la socorrida fórmula de que no se han hecho políticas basadas en personalidades, sino en intereses estratégicos. Como tampoco se ha querido hacer alarde de la ausencia de sorpresa por el 'gambito' del Kremlin. Todo seguirá igual. Previsiblemente.
Si el primer Putin gustaba de presumir de haber restaurado la 'tranquilidad' en la población, tras años de zozobra e incertidumbre, el gran reto del segundo Putin es devolver la prosperidad al ruso medio y sacar de la pobreza a millones de ciudadanos. Las encuestas apuntalan su imagen de 'hombre fuerte y solvente'. Casi el 60% de la población lo quiere de nuevo al volante, aunque su partido pierda fuelle. A la mayoría de los rusos, el nuevo autoritarismo que pronostican algunos medios occidentales (menos las cancillerías, más pragmáticas) les resulta indiferente. Más aún: conveniente. Parecen querer más de lo mismo, pero en su versión menos edulcorada (la de Medvedev, menos popular). Los 'liberales' rusos se resienten. Algunos incluso piensan en el exilio (dicen algunos diarios norteamericanos) y recuerdan que si Putin agotara los dos mandatos de seis años que la reforma constitucional, realizada bajo el mandato de Medvedev, le permitiría cumplir, habría completado el periodo más largo de un dirigente en el poder, en lo que va de siglo. Sólo le habrá superado Stalin. Putin tendría para entonces, 2014, setenta y dos años. ¿Será el final definitivo de su carrera política?

OBAMA, LA LUCHA DE CLASES Y LAS MATEMÁTICAS.

22 de septiembre de 2011

Obama se ha puesto duro. O pretende dar la sensación de que lo ha hecho. Se acabó el tiempo de las componendas. El año que le queda hasta someterse a la prueba de la reelección lo dedicará a defender su visión de América, la de una buena parte de su partido y la de la base social que lo llevó a la Casa Blanca. ¿Es tarde?
El otro día, en uno de los lugares preferentes de la Casa Blanca para los momentos solemnes, el Rose Garden, el presidente de los Estados Unidos “trazó una raya bien marcada” (como tituló THE NEW YORK TIMES) sobre las exigencias de sus adversarios republicanos en materia de reducción del déficit, de política fiscal y de prioridades presupuestarias.
En pocas palabras, Obama rectifica. Lógicamente, sus asesores, colaboradores y propagandistas no lo presentan así. Pero es obvio que el Presidente ha admitido, de forma indirecta, que su estrategia de negociación y compromiso con la oposición republicana, no ha procurado grandes beneficios. Ni a él, ni a la mayoría del país, cuyos intereses él dice defender.
Obama dejó claro que no dudará en vetar cualquier iniciativa legislativa que recorte el gasto de los programas sanitarios para los sectores sociales más modestos (Medicaid y Medicare), si ello no lleva aparejado el aumento de la presión fiscal a los más ricos. Más drástico se puso el Presidente con la Seguridad Social, cuya estabilidad y dotación consideró innegociable.
EL NECESARIO FIN DEL REPLIEGUE
El Presidente se ha pasado un año, desde el triunfo republicano en las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2010, intentando un apaño con la nueva mayoría conservadora, para reducir el déficit y crear un supuesto entorno favorable para la inversión, que favoreciera la salida de la crisis. No sólo sus esfuerzos y renuncias no dieron resultado, sino que (como le han venido advirtiendo destacados tribunos y líderes de opinión progresistas y algunos miembros destacados del ala izquierda, e incluso centristas, del Partido Demócrata), tal comportamiento sólo ha servido para que se reforzara el sector más conservador de la clase política norteamericana.
Ya le pasó a Bill Clinton durante su primer mandato. Los republicanos se hicieron con el control del Congreso a los dos años de que él llegara a la Casa Blanca. El poco experimentado exgobernador de Arkansas sólo encontró el camino de marcha atrás. La reforma sanitaria quedo arrumbada y el discurso político presidencial se hizo confuso y espeso.
Obama, con más recursos dialécticos y menos complejos, creyó que él podía sortear esa presión, acompañando a los republicanos en ciertas fases del ‘concierto’, en el convencimiento de que, si no en la partitura, sí podría influir al menos en el ‘tempo’. El resultado ha sido que, como ya hicieron con el anterior presidente demócrata, los republicanos lo pusieron contra la pared. Para ello no han dudado en manipular las cifras, desplegar una propaganda engañosa e incluso obstaculizar y boicotear la recuperación económica y la solvencia internacional del país. Nunca se vio más clara esta estrategia que con motivo de la gestión de la deuda y la liberación de fondos para el funcionamiento corriente de la administración.
Desde latitudes progresistas, los consejos, primero, las advertencias después, y los sones de la alarma, más tarde, no consiguieron que Obama endureciera su postura. El Presidente no consideró que había llegado el momento de enseñar los dientes, seguramente porque su aparente buena comunicación con el nuevo líder republicano, John A. Boehner, le hacía creer que éste podría mantener bajo control a los desmandados radicales conservadores. Cuando sintió la pistola republicana contra su sien se percató de lo desarmado que estaba. De lo expuesta que se encontraba su presidencia.
Ahora, superada la llamada crisis de la deuda, y ante la necesidad de rehacer su base social para afrontar el año electoral, Obama parece volver a los orígenes: es decir, a la defensa de los principios, al proyecto en torno al que giraba el sentido de su mandato. Las encuestas no le son favorables. Pero hay otro dato subyacente no menos importante: los ciudadanos menos posicionados en el espectro político manifiestan que un Presidente debe luchar por sus ideas. En este concepto abundaba estos días THE NEW YORK TIMES, el diario más influyente del país entre los políticos más cercanos al Presidente. En un editorial titulado “Crisis de liderazgo”, el periódico afirma que “América ya no acepta teorías económicas desaprobadas hace 25 años”. Es decir, el neoliberalismo anarquizante que pretende aniquilar el Estado, el Gobierno, la corrección pública de las desigualdades.
UNA CUESTION DE JUSTICIA
Una investigación actualizada sobre la pobreza en Estados Unidos resulta demoledora. Hay más de 46 millones de norteamericanos por debajo del umbral de la pobreza. Casi la mitad, unos 20 millones, son pobres absolutos o muy pobres. Son las cifras más negativas desde que empezaron a realizarse estos estudios, hace medio siglo. Sólo el año pasado cayeron en ese pozo negro de la realidad social más de dos millones y medio de personas. La desigualdad ha superado todos los récords. La renta media de los diez por ciento más pobres cayó doce puntos en la última década, mientras que los diez por ciento más ricos disminuyó apenas un punto y medio. Como era de esperar, las minorías son las más duramente golpeadas por el estancamiento económico, la falta de respuestas políticas y la inmovilidad social.
La directora del semanario progresista THE NATION, Katrina Van den Heuvel, plantea diez iniciativas para mejorar la vida cotidiana de los sectores más desfavorecidos de la población. Estas ideas, en su conjunto, precisan de un compromiso político más decidido y combativo del que se ha exhibido ahora desde la Casa Blanca.
Esta realidad está ya permeando el debate social. Quizás por ello, las encuestas indican que la mayoría de los ciudadanos no quieren que se recorten más la inversión social sin una presión fiscal más equilibrada y progresista. La propaganda conservadora, lubrificada por unos medios por lo general cómplices y rehenes del dinero contaminado por la mercantilización criminal de la política, intenta hacer creer lo contrario, con más éxito de lo que resultaría concebible. Más de la mitad de los consultados creen que los ricos deben pagar más impuestos: Obama recogió este principio en su literalidad el otro día. Y una proporción similar del electorado no quiere que los programas sociales redistributivos sean neutralizados: otra enseña que el presidente dice querer ahora defender sin ambigüedades.
Ahora bien, lo que se sabe de las intenciones de la Casa Blanca deja espacio a las dudas. El plan de reducción del déficit en tres billones y medio de dólares, a conseguir en diez años, contempla que un 60% provenga del recorte de la inversión social y un 40% del aumento de la presión fiscal sobre el segmento más rico de la población y las corporaciones.
Los republicanos ya han anunciado que el aumento de impuestos perjudica la recuperación de la economía, argumento cuya falacia es continuamente desmontada con cifras por los economistas de centro izquierda como Krugman, Stiglitz y otros. Los políticos y comentaristas más cercanos al presidente echan de menos concreciones y compromisos más sólidos.
Es urgente que el presidente “demuestre de qué lado está”, como le pide también el mencionado TIMES en su editorial. El otro día, quizás para no sonar demasiado ideológico o partidista, afirmó que su visión equilibrada de la reducción del déficit no respondía “a una visión de lucha de clases, sino a las matemáticas”. No está claro que esta ‘discreción política’ ayude al presidente a reconectar con amplios sectores de su base. Las matemáticas son ineludibles, su atención es condición necesaria para una buena gestión. Pero no suficiente para restaurar una política obligada a corregir injusticias.

TURQUIA: APERTURA A ORIENTE, INQUIETUD EN OCCIDENTE

15 de septiembre de 2011

Uno de los asuntos laterales más apasionantes del pulso diplomático y publicitario en torno al reconocimiento del Estado de Palestina en la ONU es el papel creciente de Turquía. Algunos analistas, como se mencionó aquí algunas semanas, creen que se está fraguando una segunda república en aquel país de setenta millones de habitantes, puente entre Oriente y Occidente, aliado atlántico respetado y respetable y vigorosa potencia económica en alza, aunque no todavía con credenciales suficientes para añadir 'T' al paquete BRIC de los países emergentes.
El primer ministro Erdogan es uno de los dirigentes extranjeros más populares en un mundo árabe en convulsión. El más importante, podría decirse, sin apenas riesgo de error. No es ya que supere a Obama -si es que alguna vez el presidente norteamericano consiguió hacerse querer sólidamente. Es que casi es observado como una referencia alternativa. Que goce de un poder incomparablemente inferior, sólo es un inconveniente menor. De Erdogan gusta el proyecto de cambio tranquilo, pero firme, y una prosperidad sólida pero autónoma. Pero, además, algo que Obama no puede ofrecer: hablarle claro y sin doble lenguaje a Israel.
Ya es un acontecimiento que un primer ministro participe en una cumbre de la Liga Árabe como ha hecho Erdogan hace unos días. Y no para deslizarse por la retórica habitual en la zona. El primer ministro turco, voluntariamente o no, se ha convertido en el embajador más enérgico de la causa palestina y de la causa árabe (ésta última más ambigua y escurridiza).
Erdogan presente credenciales de autenticidad que Obama sigue sin ofrecer. Cuando dice ante la Liga Árabe que el reconocimiento del Estado palestino en la ONU no es una opción diplomática sino una 'cuestión de justicia' no se limita a esa 'langue du bois' tan habitual entre los dirigentes árabes. Lo respalda con el incidente de la flotilla de Gaza. El ataque de la marina israelí, los nueve turcos muertos, el pulso diplomático en tornos a los informes (dos) de las Naciones Unidas, el agrio intercambio de reproches y acusaciones y, por últimos, la crisis de los embajadores (retirada del turco, llamada a consultas de israelí) acredita que Erdogan no está haciendo 'posturing', no se limita a sacar pecho. Es una manifestación de independencia.
El momento es propicio como ningún otro en décadas, según coinciden muchos analistas. Las revueltas democráticas árabes han propiciado el debilitamiento de unos regímenes corruptos y gastados, sin que, de momento, hayan podido construir una alternativa. Ésa es la gran preocupación del momento en la vigilada Libia, pero también en los otros países del norte de África donde prendió el impulso del cambio. Turquía fué evocada por muchos como un modelo a seguir. Los elementos que se concilian para dibujar la alternativa son: una autoridad civil fuerte y con respaldo popular, un islamismo orgulloso aunque moderado, una prosperidad creciente que empieza a notarse entre los más desfavorecidos, una nueva dimensión exterior tras décadas de aislacionismo servilista.
Naturalmente, permanecen muchos factores que obstaculizan este presentido liderazgo de Turquía en la región: el recuerdo del Imperio Otomano como potencia opresora, la dependencia de Occidente, tan forzada como conveniente en algunos aspectos, y el carácter aún incipiente -por tanto, frágil de esa nueva República en ciernes.
EL PESO DE LA AMISTAD CUESTIONADA
Pero hay otro factor que aconseja la prudencia. La amistad israelo-turca tiene sólidos fundamentos y anclajes fornidos. Prueba de ello es que la tensión política, diplomática y mediática no ha debilitado todavía la buena salud de las relaciones económicas bilaterales. Turquía sigue siendo uno de los principales socios comerciales de Israel. Cuatro mil millones de dólares en intercambios mercantiles avalan esta realidad.
Pero hay otro ámbito de especial importancia: la cooperación militar. Naturalmente, este capítulo podría ser el primero en resentirse si la acritud política se sale del cauce. Turquía ha contado con la tecnología militar israelí para consolidar su posición de potencia en el Mediterráneo, pero sobre todo, para actuar con sistemas no convencionales contra la guerrilla kurda del PKK. El ejemplo más elocuente son los aviones con los que la aviación turca pone al descubierto los escondites y campamentos en las montañas kurdas.
En reciprocidad, los militares turcos son muy apreciados en Israel: por su profesionalidad y por su orientación pro-occidental, pero también como fuente de valiosa información. Erdogan acaba de ganar un pulso a las Fuerzas Armadas turcas al imponer, por primera vez en décadas, el criterio civil sobre el castrense en un asunto de promociones y nombramientos. El episodio resultó revelador de la fortaleza del primer ministro. La dimisión de toda la cúpula militar y el ascenso a los puestos de mando de las figuras más próximas al jefe del gobierno pareció confirmar que una revolución silenciosa estaba produciéndose en la milicia, el pilar fundamental del kemalismo. ¿Pero está dicha la última palabra?
El garante de la cooperación israelo-turca es Estados Unidos. Hasta el punto de que, en realidad, no cabe hablar de una relación bilateral, sino trilateral, según la expresión de Fabio Romano, profesor de Relaciones Internacionales en Trieste. Para Washington, esta ruptura entre Tel Aviv y Ankara resultaría un problema de envergadura. Ambos países han constituido el eje de la estrategia de seguridad norteamericana durante décadas. Estados Unidos no está preparado para una alteración decisiva de este recurso.
Hasta ahora, el Departamento de Estado se ha abstenido de 'vaciar' el espacio adquirido por Ahmet Davotoglu, el ambicioso e 'innovador' ministro de Exteriores turco. Con cautela, la diplomacia norteamericana ha preferido aprovechar el impulso positivo que el islamismo moderado de Erdogan podría imprimir al nuevo rumbo en los países árabes convulsos. Como una especie de antídoto contra derivas fundamentalistas radicales. Otro buen ejemplo es la condena turca de la represión en Siria, un vecino con el hasta ahora se estaba en buenos términos. Pero los síntomas 'negativos' se percibían desde hace tiempo. Ya costó asimilar en el Pentágono que Erdogan se mostrara tan colaborador con Teherán en la disputa por el control de la energía nuclear iraní. No es previsible que Washington admita ahora que la 'renacida' potencia turca desequilibre el juego de alianzas regionales. Y más cuando Obama necesita demostrar a su electorado judío que sigue protegiendo los intereses de Israel.
En definitiva, Turquía como oportunidad y como problema. Ése es el dilema que Occidente se plantea con el antiguo 'enfermo de Europa'. A ese mundo que oprimió durante siglos, el espacio árabe, se abre de nuevo la otrora 'Sublime Puerta', ahora proyectando un nuevo proyecto. Algunos han sentido una corriente molesta, perturbadora.

MÉXICO: TERROR CRUDO, INTERVENCIÓN SILENCIOSA

2 de septiembre de 2011

La guerra de Libia y la represión en Siria, por no hablar de la gestión política de la manipulación financiera, han privado de foco a otro de los acontecimientos de agosto: el brutal atentado en un casino de la ciudad mexicana de Monterrey, supuestamente perpetrado por Los Zetas, uno de los cárteles más sanguinarios del narcoimperio.
Medio centenar de personas murieron al ser incendiado el Casino Royal, uno de los más importantes y conocidos de la ciudad. El impacto ha sido tremendo, a pesar de que en México ningún acontecimiento violento parece ya provocar asombro. Se trata del mayor número de víctimas en una sola acción delictiva en muchos años. Pero, sobre todo, el atentado cobra un significado relevante también por el escenario de la tragedia.
Monterrey es la segunda ciudad de México, aunque en realidad es la más próspera, la más rica, sede de varias universidades, capital industrial y cultural de la República. Y lo más importante: hasta hace poco tiempo, se creía ajena a los estragos del narcoterrorismo, la enfermedad que corroe el país hasta sus cimientos. Hoy, el 90% de su población se confiesa aterrada, según una reciente encuesta reproducida por LOS ANGELES TIMES.
De un tiempo a esta parte, Monterrey se ha convertido en el objetivo de las bandas criminales. La vida económica de la ciudad proporciona un botín indiscutible y ofrece oportunidades muy jugosas para esconder, disimular o blanquear los negocios ligadas al tráfico de estupefacientes. Los casinos constituyen uno de esos instrumentos de simulación.
Durante años, la mayoría de los casinos habían sido ilegales en México. Durante el mandato de Vicente Fox, el anterior presidente, se regularizaron e impulsaron estos establecimientos de juego. El artífice de este proceso fue Santiago Creel, ministro del Interior en la época (primer lustro del nuevo siglo). La tendencia se ha mantenido con el actual presidente, Felipe Calderón. En los años de gobierno del PAN (el partido conservador que quebró la hegemonía del PRI), el número de casinos se ha multiplicado por siete. Hay unos ochocientos en todo el país, según datos de una investigación realizada por la prestigiosa revista PROCESO. Se calcula que más de un centenar son aún ilícitos.
Todo indica que el atentado contra el Casino Royal se debe a una extorsión. El propietario, al parecer, no se avino a pagar la comisión que le exigían Los Zetas, el cartel más peligroso y sanguinario (aunque no el más poderoso) de los que operan en el país. En su expansión por la zona costera del Golfo, esta banda criminal ha puesto sus tentáculos sobre Monterrey. El dueño del casino debía prever con seguridad lo que podía ocurrirle, porque, de hecho, residía desde hace meses en Estados Unidos.
El atentado tuvo tal impacto que el presidente Calderón envió más de un millar de hombres de la Policía Federal para reforzar la busca y captura de los responsables. Al cabo de unos días fueron detenidas cinco personas. La policía se ha esforzado por presentar resultados con una rapidez inhabitual. Se ha ofrecido como prueba de la autoría los videos tomados en una gasolinera cercana donde los criminales se abastecieron de combustible con el prendieron fuego al local. Las propias cámaras del casino habían registrado el momento en que los coches de los autores del atentado llegaron al casino y su posterior huida del edificio, ya en llamas.
Pero ni las exhibiciones de fuerza ni los aparentes “éxitos policiales” sirven para convencer a una población instalada ya en el escepticismo. Para comprender hasta donde se ha llegado en la perversión de los aparatos estatales, es altamente recomendable el libro de la periodista mexicana ANABEL HERNÁNDEZ titulado “Los señores del Narco”.
LA POLITICA FRACASADA DE CALDERÓN
En su discurso de respuesta al atentado de Monterrey, el presidente Calderón introdujo una variable novedosa. Por primera vez, se refirió a un acto de estas características con el término “terrorismo”. Este detalle es importante. Como afirmó uno de los editorialistas del diario REFORMA, “elevar la categoría del enemigo ayuda a dar legitimidad a una política duramente cuestionada”. En efecto, después de otro atroz espectáculo de terror precisamente en su estado nativo, Michoacán, un un episodio de guerra interna por el poder entre clanes, el presidente Calderón decidió militarizar la lucha contra el narcotráfico.
El resultado ha sido desigual, en el mejor de los casos. Terrible, desde cualquier punto de vista. Treinta y seis mil muertos, desde entonces. El último año, 2010, fue el más sangriento, con más de diez mil víctimas mortales. Para muchos, síntoma inequívoco de fracaso. Los cárteles decidieron responder al desafío poniendo en juego todo su poder destructivo, en todos los ámbitos. No sólo han aumentado cuantitativamente los crímenes. La crueldad ha superado todos los registrados conocidos en las ejecuciones. Se ha adoptado una política de desafío total. Las bandas se despedazan entre ellas, incluso colaborando torvamente con el Estado cuando se trata de debilitar o aniquilar al rival. Y el Estado sigue ese juego con tal de privar de oxigeno a una u otra facción. Pero el mal de fondo, la corrupción, la penetración de los cárteles en todas las esferas del Estado, no parecía ceder. A comienzos de este año, parecía inevitable acudir a lo que hasta ahora, salvo en algunos periodos escogidos, se había evitado o, al menos, limitado lo más posible: la ayuda del vecino del Norte.
¿COOPERACION O DEPENDENCIA?
Con razón, autoridades y ciudadanía contemplan a Estados Unidos como causa indiscutible del problema narco. No en vano, sin el voraz mercado norteamericano no habría negocio, las bandas no se habrían enriquecido, no gozarían del ilimitado poder de corromper que obscenamente exhiben. Y peor aún: son suministradores norteamericanos los que han convertido a los cárteles en auténticos ejércitos dotados de arsenales terribles. Siete de cada diez armadas incautadas en acciones policiales o en enfrentamientos armados procedían del mercado estadounidense. La administración Obama admitió, con más claridad que otras anteriores, la responsabilidad de Estados Unidos en esta materia. Se han tomado algunas medidas, pero ninguna lo suficientemente efectiva, hasta la fecha. El bazar bélico continúa abierto. El negocio es el negocio
Lo que en cambio parece que avanza es la silenciosa colaboración militar entre los dos Estados. Este mes, días antes de la masacre de Monterrey, el NEW YORK TIMES reveló que unidades policiales especiales de México preparaban acciones ultrasecretas en territorio estadounidense, para escapar a la vigilancia y la penetración de los narcos. Con el apoyo de la inteligencia norteamericana, estos efectivos policiales mexicanos han realizado operaciones relámpago con gran discreción, eficacia y contundencia.
Más aún: aviones autopilotados (los famosos drones, tan polémicos por su actuación en las regiones tribales pastunes de la frontera afgano-pakistaní) estarían efectuando acciones de vigilancia y recopilación de información sobre movimientos y establecimientos estratégicos de las mafias en territorio mejicano. Otros aviones completarían esta tarea con operaciones de detección y escucha de comunicaciones de los cárteles. Además, la DEA, agencia norteamericana antinarcóticos, dispondría de un centro de inteligencia en una base militar mexicana, en el que ofrecen sus servicios antiguos agentes, personal de la CIA y militares retirados.
Este programa de cooperación hubiera resultado impensable hasta hace poco tiempo. De hecho, públicamente, o se niega o se rechaza cualquier comentario que conduzca a su confirmación. A comienzos de año, las declaraciones de un alto cargo del Pentágono, anunciando una inevitablemente implicación militar estadounidense en México provocó un aparente escándalo, con las manidas protestas diplomáticas. El “nacionalismo emocional” mexicano obliga a estos ejercicios aparentes de soberanía. Pero cada día parece más evidente que el fracaso del combate contra el narcotráfico y la exasperación ciudadana obligará a la dirigencia política (y militar) mejicana a aceptar la creciente dependencia de Estados Unidos. Se trata de una opción estratégica delicada y plagada de peligros. Pero, para muchos, inevitable, en gran medida.