SIRIA E IRÁN: BOMBAS Y VOTOS

23 de Febrero de 2012

En vísperas de elecciones, ¿resulta políticamente rentable embarcarse en operaciones bélicas? Disculpen la brusquedad de la interrogante. No se trata de un cinismo retórico, ni de una insinuación gratuita. Lamentablemente, el estudio de las denominadas 'guerras de baja intensidad' provocadas en los últimos años obliga a profundizar en estas consideraciones.
UN EJE MÁS DEFENSIVO QUE OFENSIVO
Siria e Irán mantienen, desde hace tres décadas, una especie de alianza, que se ha demostrada útil y duradera. Esta relación no responde, como a veces pretenden ciertos analistas de este lado, a una vocación agresiva compartida contra los "intereses occidentales". Por supuesto, ambos son contrarios a la estrategia norteamericana en Oriente Medio. Pero su cooperación es defensiva. Nada más alcanzar el poder, los ayatollahs persas encontraron en Siria un aliado árabe de lo más conveniente. Lo gobernaba con mano de hierro un viejo militar, Hafez El Assad. Como el resto de sus colegas de la zona, el líder sirio acumulaba derrotas frente al enemigo sionista. Pero reunía dos rasgos atractivos para Teherán. Uno, era alawí, una rama minoritaria del Islam próxima al chiismo iraní, y por tanto poco empático con la ortodoxia sunní de la mayoría de sus vecinos árabes fuertemente hostiles a los nuevos tiempos en Irán. Y dos, encabezaba una corriente del partido nacionalista árabe Baath, enfrentada a muerte con la que imponía en el doble vecino y tampón Irak el ambicioso, intrigante, belicoso e impredecible Saddam Hussein.
Meses después, el temor iraní se convirtió en pesadilla. La incipiente revolución islámica se vio amenazada por la agresión iraquí, como mínimo tolerada, si no instigada o impulsada por Estados Unidos. Siria no entró en guerra contra Irak, pero hostigó y trabajó para privar a Saddam de apoyos del resto de la comunidad árabe.
Frente a lo que percibían como mansedumbre árabe desde el proceso de paz, Damasco y Teherán reforzaron su eje de actuación de apoyo mutuo y crearon instrumentos muy útiles, reviviendo o reestructurando grupúsculos palestinos contrarios a la negociación con el enemigo sionista. Con el tiempo, Siria en Irán se convirtieron en padrinos y pilares de Hezbollah, la creación política reciente más exitosa en el panorama político árabe desde el nasserismo. A la postre, este Partido de Dios libanés atesora el privilegio exclusivo de haber provocado la única derrota militar de Israel desde su fundación.
EL PAPEL DE MOSCÚ
Esta alianza contaba con el beneplácito entusiasta de Moscú. En plena decadencia terminal de la Unión Soviética, la moribunda superpotencia se aferraba a sus peones en la zona, pero para entonces sólo Siria parecía fiable, después de la dolorosa defección egipcia. Irán resultaba un socio inquietante, por el componente esencialmente religioso del régimen. Pero el chiísmo iraní le resultaba propicio a Moscú para gestionar su retirada ordenada de Afganistán: los ayatollahs eran fundamentalistas musulmanes, pero de una orientación muy contraria a los rigoristas sunníes que combatían a los soviéticos en aquel atormentado país. En la actualidad, amén de otras consideraciones, Siria es uno de los mejores clientes de la languideciente industria armamentística rusa, aunque pague mal y tarde.
Con apenas variaciones, esta trama de intereses y apoyos mutuos entre Moscú, Teherán y Damasco se mantiene. El final de la guerra fría no ha cambiado ese escenario. Es un ejemplo más de que la esa afirmación de que el 11 de septiembre "cambió el mundo", tan frecuentemente escuchada, es manifiestamente errónea, por exagerada y superficial.
En Siria, se murió el patriarca, pero aseguró la sucesión dinástica en la persona de su hijo, aparentemente más proclive a introducir reformas y acercarse a Occidente por su trayectoria particular, estudios, estancia e influencia. Así parecía que iba a ocurrir durante los primeros años de su mandato. Pero el joven Bashar, o bien se dio cuenta de que "todo estaba atado y bien atado" y abandonó el rumbo reformista, o bien nunca tuvo esa intención, más allá de un discurso convenenciero y oportunista. Algún día se sabrá si Bashar quiso y no pudo, o si ni quiso ni pudo. Ahora lo que importa es gestionar el epitafio de un régimen, que muchos creen acabado, pero que resiste con una ferocidad por lo demás explicable.
Las potencias occidentales, escurridizas en la crisis siria, por carecer el país de los recursos exuberantes de Irak o Libia, dejaron que la rebelión se extendiera y, durante meses, esperaron como espectadores el desarrollo del 'partido'. Cuando la violencia alcanzó niveles ya indeseables forzaron la maquinaria de presión diplomática contra Damasco, a sabiendas de que era poco probable su derrumbamiento a corto plazo. El crisol sirio provoca escalofríos y el escarmiento iraquí se ha dejado sentir en todo momento de la crisis.
Los lamentos occidentales por el blindaje ruso -y chino, éste por otras causas- suenan un poco hipócritas. Primero, porque a nadie podía sorprenderle el interés de Moscú por mantener su mejor (y quizás único aliado cierto) en Oriente Medio; y segundo, porque después de lo acontecido en Libia, era difícil que el Kremlin se aviniera a ser utilizado de nuevo. Y es que tiene razón la diplomacia rusa cuando argumenta que las motivaciones humanitarias occidentales (la protección de la población civil siria, brutalmente agredida) son una pantalla de humo. No es que no preocupe el sufrimiento humano. Pero los niveles de tolerancia son directamente proporcionales a los intereses en juego. Durante años, Estados Unidos creyó posible incorporar a Siria al proceso de paz, ofreciendo el retorno del Golán ocupado por Israel, sobre todo si el dossier palestino entraba en vías de negociación más productiva. Por lo demás, nunca se vio clara la alternativa al poder actual en Damasco. Y se prefería lo malo conocido (autoritarismo, corrupción) pero previsible que la perspectiva de una alternativa islámica sunní, en absoluto descartable.
EL DILEMA DE LA INTERVENCIÓN MILITAR
Sólo el desastre humanitario de los últimos meses han acelerado las cosas. Eso y el fracaso de una solución negociada al proceso de nuclearización de Irán. Pese a que los riesgos se mantienen, la desaparición del régimen de los Assad puede servir para estrechar el cerco a Irán, reforzar su aislamiento y debilitar su capacidad para utilizar peones regionales con los que hostigar a Israel y a los países árabes rivales. Ahora bien, esta fragilización de Irán puede desencadenar justo lo contrario del apaciguamiento que se pretende. Si se ve rodeado y acosado, el régimen islámico iraní puede optar por la desesperada huida hacia adelante. El riesgo de una confrontación militar se elevaría.
Aquí es donde confluyen las dos crisis, que tienen componentes diplomáticos, pero también militares, y una paradoja que engarza a ambas. Que la opción militar contra Irán siga abierta (aunque sea sólo intelectualmente) es un freno a una operación armada concertada de Occidente para dar el empujón definitivo al régimen de los Assad. La operación sería diferente a la realizada en Libia, debido a las marcadas diferencias geográficas, raciales y religiosas entre los dos países. Pero, en cualquier caso, llevaría tiempo y los resultados no garantizan un periodo posterior estable (como se está comprobando con el 'posgadafismo'). A la postre, retrasaría y condicionaría el ataque contra Irán.
Algunos analistas más cínicos creen que una operación exitosa en Siria e Irán, aunque gravosas, podrían conferir a Obama una estatura de presidente sin complejos y otorgarle apoyos en la clase media más blindada frente a la crisis. Las guerras, cuando se ganan, suelen funcionar como un imán de votos. Hay, al respecto, ejemplos muy claros, como Eisenhower o Thatcher (y perdón por la comparación). Aunque también contrarios, como Churchill, Bush padre (o incluso W. Bush, que no perdió una elección posterior, porque no hubo lugar, pero dejó un legado horrible a sus correligionarios republicanos). En todo caso, el oportunismo bélico es ahora extemporáneo, porque el ánimo y las preocupaciones, no sólo de los norteamericanos, sino también de sus socios europeos, se sitúa en las antípodas de esas pulsiones.
Estados Unidos no puede librar dos guerras a la vez. (En realidad, serían tres, porque Afganistán no está cerrado, ni mucho menos. E Irak, aunque la retirada ya es un hecho, salvo una presencia residual que se mantendrá, puede volver a incendiarse, por simpatía o por combustión interna propia). No porque carezca de potencia para ello, ni por la envergadura del enemigo o enemigos potenciales. La razón de la inconveniencia bélica, en todo caso, habría que buscarla más bien en la cartera y en el calendario.
Obama sabe que la clave de su continuidad en la Casa Blanca radica en enderezar la economía y ofrecer a los ciudadanos soluciones visibles antes de la cita de noviembre. Y aún después, en el caso de que ganara el embate electoral, el segundo mandato podría resultar desastroso si resulta hipotecado por el costo militar, que, en caso de una doble campaña siria-iraní, no sólo no podría reducir, como parece ser su intención, sino que se vería obligado a incrementar.

UN TAL XI JINPING

16 de febrero de 2012

El hombre que presuntamente dirigirá la segunda potencia mundial se ha presentado en la sociedad occidental. O, para ser más exactos, ha hecho su visita de presentación en el único escenario apropiado para tal fin: Estados Unidos.
Xi Jinping es el actual vicepresidente de China. Pero no es su cargo de hoy lo que importa, sino el convencimiento, según las reglas de hierro del sistema político chino, de que ascenderá al puesto de Secretario General de Partido Comunista Chino en octubre y a la Jefatura del Estado a comienzos de 2013.
Estos días, los medios han tirado de archivos, perfiles y arcanos sinólogos para decirnos algo más sobre un hombre del que, como suele ocurrir con todos los jerarcas chinos, se sabe sólo lo justo. Tania Branigan publica un perfil excelente en THE GUARDIAN.
Su biografía es impecable para alguien llamado a dirigir un país que ambiciona consolidar y reforzar su influencia en la escena mundial. Pero sobre todo, que ansía acumular riqueza y cuadrar el círculo de la acumulación de capital con una divisa y una retórica todavía comunistas. Xi es hijo de un veterano de la Larga Marcha que cayó en desgracia durante la Revolución Cultural. Esta situación lo obligó a pasar penurias y a probar su temple y su pedigrí revolucionario en zonas muy esquinadas y desfavorecidas y a llevar una vida casi monacal.
Con los años, esta austeridad forzada por las circunstancias se ha querido presentar como forjadora de un espíritu de probidad y honestidad. Xi ha sabido, -y esa parece una de sus bazas - permanecer al margen de los numerosos escándalos de corrupción que han estallado en los últimos años en China. Un gran mérito, si tenemos en cuenta que le tocó hacerse cargo del Partido en Shanghai, justo después del encarcelamiento de un anterior dirigente corrupto.
La gran pregunta que se hacen todos los analistas y expertos es si Xi Jinping va a liderar el cambio que, según la visión predominante en Occidente, muchos millones de chinos ansían. Es decir, el cambio hacia una sociedad más democrática, pluralista, respetuosa de los derechos individuales y de las minorías nacionales, raciales y religiosas, más abierta económicamente y más ‘responsable’ en la escena internacional.
No hay consenso. La mayoría considera que Xi Jinping es –o será, llegado el momento- un ‘primus inter pares’, el hombre encargado de la conducción, pero no el definidor de las políticas en todos los ámbitos. Kerry Brown, el responsable del programa de Asia en la prestigiosa Chattham House (un templo del pensamiento en Relaciones Internacionales, en Londres), afirma en un artículo para FOREIGN POLICY que Xi es un ‘insider’, un hombre del sistema, sin pretensión aparente alguna de cambiarlo. La clave de su ascenso, como ha ocurrido con otros líderes anteriores, ha consistido no tanto en los apoyos que ha conseguido reunir, sino en “tener menos enemigos que sus competidores”.
Brown recuerda algunos momentos claves del ascenso político de Xi. Durante el actual mandato de Hu Jintao, se ha librado, por suerte o por habilidad, de asumir los dossiers más delicados de gestionar y más peligrosos de cara al futuro, como la reforma del sistema sanitario y el control del malestar social creciente. Estos espinosos asuntos fueron encomendados a Li Keqiang, el hombre que hace unos años se consideraba el ‘delfín’ de Hu. Ahora, Li s tratado en los medios como el próximo primer ministro, llamado a suceder al reformista Wen Jiabao, al frente del gobierno, es decir, de la gestión de los asuntos corrientes.
Xi, por el contrario, fue encargado por el Politburó (el autentico centro del poder en China) de controlar el desarrollo de los Juegos Olímpicos de Pekín. Cumplió. O al menos así lo valoraron sus pares, promoviéndolo a la cúspide. El sucesor ha tenido que ser obligadamente prudente para mantener su ascenso.
A pesar de ello, otros analistas como Ho Ping, autor de una biografía de Xi, creen que éste tiene el carisma, la trayectoria y la vocación de introducir cambios. El futuro Presidente no puede refugiarse en el continuismo. “La inacción no es una opción para Xi”, sostiene Ho, en un artículo para THE NEW YORK TIMES. Sus retos serán “combatir la corrupción, mejorar la protección de los campesinos y de los trabajadores inmigrantes y rejuvenecer la empresa privada”. Aunque el cambio no esté garantizado, ni mucho menos, y un periodo de transición parezca inevitable, el analista chino afirma que “Xi parece más inclinado que otros líderes anteriores a reunir a los progresistas de dentro y fuera del partido, aprovechar los movimientos de base y transformar genuinamente el panorama político de China”.
Los grupos de defensa de derechos humanos no son tan optimistas, o ven más las dificultades que las oportunidades. Aunque algunos datos biográficos atribuyen a Xi críticas a la represión de Tiananmen y un pedigree más liberal que la media, la mayoría de los consultados en un artículo de Keith Richburg para THE WASHINGTON POST, consideran que “no habrá cambios sustanciales” durante la próxima década en China. El investigador principal de Human Rights Watch para China, Nicholas Bequelin, cita como dato inquietante que el presupuesto (y, en consecuencia, el poder) del aparato de seguridad de China es ahora superior al de las Fuerzas Armadas. Otros activistas en este campo comparten el escepticismo. No obstante, el propio Richburg cita opiniones más favorables, no tanto basadas en la intención de Xi, cuanto en la necesidad de introducir esas reformas, mejoras y cambios.
El futuro presidente se ha paseado por Estados Unidos exhibiendo un tono afable y carente de la tensión que ha dominado otros encuentros en la cumbre de este G-2 virtual que forman China y la primera superpotencia mundial. La primera visita de Obama a China resultó un fracaso y le granjeó al presidente norteamericano fuertes críticas a derecha e izquierda. La estancia de Xi en Estados Unidos ha coincidido con el veto chino en el Consejo de Seguridad a la resolución de condena del régimen sirio, pero las insalvables discrepancias han sido casi pasadas por alto.
Xi ya conocía Norteamérica. Aparte de Washington y Los Ángeles, volvió a Iowa, donde estuvo de joven en una misión oficial. Su hija estudia en Harvard y él confiesa ser aficionado al cine bélico estadounidense. Lo que, llegado el caso, le podría servir para escenificar un pulso en cualquiera de los escenarios de fricción que mantienen los dos gigantes mundiales, ya sea el equilibrio estratégico en Asia, las reglas del juego del comercio mundial, el control de Corea del Norte, la nuclearización de Irán y otros conflictivos asuntos mundiales.
De momento, algo más sabemos de un tal Xi Jinpig. Aunque su rostro y su designio político seguirán siendo, durante mucho tiempo, una gran incógnita.

MALVINAS, TREINTA AÑOS DESPUÉS

9 de febrero de 2012

A dos meses escasos del trigésimo aniversario de la última guerra colonial en América, los gobiernos de Londres y Buenos Aires han reabierto la retórica de la confrontación y resucitado los ecos de un conflicto que parecía condenado a los libros de Historia.
Tras un breve intercambio de declaraciones políticas de baja intensidad pero de cierto valor simbólico, Argentina consiguió que los países de Mercosur anunciaran en diciembre el cierre de sus puertos a los barcos con bandera de las Falklands, el nombre con que los británicos denominan a esas islas del Atlántico austral. El gobierno de David Cameron decidió el pasado mes enviar el destructor Dauntless a las Malvinas, al tiempo que calificaba las operaciones como “rutinarias”, para no ser acusado de ‘sobreactuar’. Como estandarte de este avance expedicionario, figura el príncipe Guillermo, en su misión de piloto de helicóptero de rastreo y rescate. El nieto de la Reina Isabel y segundo heredero en la línea de sucesión de la corona británica, permanecerá seis semanas en las Malvinas.
Este gesto militar no dejaba a la Presidenta argentina –en realidad, a cualquier mandatario que ocupara la Casa Rosada- otra opción que replicar en debida forma a Londres. Cristina Fernández convocó a una plétora de dirigentes políticos y sindicales –favorables y hostiles, junto a veteranos del 82 y personal del cuerpo diplomático, para solemnizar su respuesta. Argentina denunciará ante el Consejo de Seguridad de la ONU la “militarización británica del Atlántico sur”. Algunos esperaban algo más. Por ejemplo, el cierre del espacio aéreo argentino en torno a las islas, lo que habría interrumpido los vuelos entre Chile y las Malvinas. Eso hubiera significado una medida de fuerza, lo que hubiera representado una escalada, indeseada e indeseable, torpe y, más precisamente, inútil.
Nada más lejos de la intención de Cristina Fernández. Contrariamente a lo que les ocurría a los militares argentinos a primeros de los ochenta, la actual Presidenta no necesita el conflicto externo para salvar o prolongar artificialmente su posición en el poder. Malvinas, ahora como entonces, puede ser una baza propagandística, pero el juego es bien distinto.
GUERRA PERDIDA, DICTADURA LIQUIDADA
La guerra de las Malvinas resultó ser el canto de cisne de la última dictadura militar argentina. En abril de 1982, miles de soldados sin experiencia, mal preparados y peor abastecidos, fueron enviados por el incompetente, borrachín y patético General Leopoldo Fortunato Galtieri a ‘recuperar’ –primero- y ‘defender’ –después-, unas islas que cañoneras británicas habían conquistado un siglo y medio antes.
En ese tiempo, el conflicto se interpretó como el desesperado de los militares por detener su decadencia, después de casi seis años de locura asesina y desastroso experimento económico neoliberal, que arruinó económica y moralmente al país.
Pero mientras los soldados argentinos retomaban provisionalmente las islas, ante unos pobladores más atónitos que asustados, el país ya estaba iniciando una transición silente hacia la democracia. Las fuerzas políticas, aún agarrotadas por el terror de una represión fríamente calculada, hicieron auténticos equilibrios para respaldar los legítimos derechos de soberanía de la nación sobre las islas, sin por ello avalar la absurda aventura militar.
En las primeras semanas posteriores a la ilusoria reconquista, la mayoría de los principales líderes políticos y sindicales me confesaron sus temores de que la operación militar en Malvinas retrasara la evolución hacia la democracia. En realidad, muchos temían tanto la victoria como la derrota de Argentina. Que consideraran como real la primera opción ya decía bastante del nivel de desinformación en que se movía la clase política argentina del momento. Incluso los más castigados por la represión, como los residuales montoneros o los más enteros representantes de la Juventud Peronista (grupúsculo de extrema izquierda) se exhibían sin disimulo en la Plaza de Mayo vociferando la argentinidad de las Malvinas. Para ser justos, los líderes más templados –en el peronismo, en el radicalismo y en otras familias políticas menos significativas- no confiaban tanto en una derrota británica cuanto en una ilusoria solución diplomática que evitara la matanza y el ridículo. No fue posible. Margaret Thatcher decidió aprovechar la oportunidad de una inverosímil guerra externa para forjar su leyenda de liderazgo político sin fisuras, que luego aplicaría implacablemente en otras guerras internas (contra los independentistas irlandeses o contra el sindicalismo decadente, contra los servicios públicos, contra cuatro décadas de entender la política en su país.
La paradoja que arrojó la guerra de las Malvinas fue que, al cabo, resultó un éxito propagandístico, pero no para los que lo pretendieron (los militares argentinos), sino para los que tuvieron que responder (el gobierno conservador británico).
CRISTINA CAMBIA LA ECUACIÓN
Ahora, treinta años después, la Historia parece brindar la oportunidad de jugar otra baza. No en clave de revancha, naturalmente. El estatus de la Islas no va presumiblemente a cambiar, en este caso, mediante una reconsideración diplomática. Lo que está por ver es quien gana esta vez la batalla propagandística, la única posible.
La Presidenta argentina ha combinado con su habitual desparpajo la retórica populista con el discurso de la responsabilidad. Pero parece innegable que Cristina Fernández ha obtenido en toda la América Latina un clima de opinión contrario a Londres.
¿De qué servirá esta ‘ventaja diplomática’ frente al exhibicionismo militar de Londres? De poco, sostienen políticos de oposición y forjadores de opinión. Es cierto que Cristina Fernández no ha pasado de un manejo previsible de eslóganes poco originales (tal que pedirles a los británicos que ‘den una oportunidad a la paz’) o gestos de corto alcance, algo que le reprochan comentaristas conservadores nacionales como Morales Solá en LA NACIÓN.
Como el asunto es sensible y las encuestas confirman que tres de cada cuatro argentinos siguen respaldando sólidamente la soberanía sobre las Malvinas, las críticas a la iniciativa de la Casa Rosada son discretas. Portavoces del grupo CLARÍN, enfrentado desde hace años con los Kirchner, se lamentan de que “haya prevalecido la intención de crear un impacto político sobre la de presentar una política de Estado”, en palabras del analista Ricardo Kirschbaum. Suenan comprensibles, por mesurados, estos reproches, pero cabe preguntarse si había espacio para algo más. Como dicen los comentaristas de Página 12, más cercanos al Gobierno, lo que podía conseguirse, el ‘aislamiento diplomático de Londres’, o un cierto reforzamiento moral de la posición argentina, se ha obtenido con creces. Por mucho que el asunto tenga un recorrido corto y previsible en los estériles pasillos de la ONU.

EL EMBROLLO SIRIO

2 de febrero de 2012

La crisis siria se complica cada día que pasa. La violencia se extiende. Los opositores al régimen parecen ganar posiciones, lo que provoca un recrudecimiento de las operaciones del Ejército leal al régimen. La vía diplomática se atasca. Se negocia un acuerdo de compromiso que, cuando se alcance, podría verse rebasado por una circunstancias que evolucionan muy rápidamente.
ESPIRAL DE VIOLENCIA
Durante meses, se ha confiado en que la contestación siria encontrara unos cauces que excluyeran la salida violenta. Al principio, eran las propias potencias occidentales las que se mostraban renuentes a favorecer el refuerzo militar de los rebeldes. No se apreciaba con claridad el programa político de la oposición, se temía un baño de sangre sectario similar al ocurrido en Irak, y se temía sobremanera el contagio de la inestabilidad regional. Los líderes occidentales ensayaron la persuasión con el Presidente Assad. Hasta que se dieron cuenta de que, o bien el supuesto líder sirio no era verdaderamente el líder del sistema, o bien que su supuesta moderación no respondía a la realidad sino a puras conveniencias de imagen del joven Jefe del Estado.
Se han publicado en las últimas semanas ciertos perfiles de Bashar el Assad y análisis presuntamente bien fundamentados sobre la toma de decisiones del gobierno sirio, el equilibrio de poderes interno, las relaciones familiares y, naturalmente, la aparición de episodios de venganza y revancha en alguna de las ciudades contestatarias y el presumible efecto de un cambio en la estructura de poder de las distintas confesiones existentes en el país. Las conclusiones inquietantes han sido generalizadas y crecientes. Consecuencia: mantenerse a la espera de los acontecimientos sobre el terreno.
Y lo que ha ocurrido sobre el terreno es el avance de los rebeldes, más rápido y efectivo de lo previsto, debido en gran parte a las fracturas en el ejército, la repugnancia de muchos efectivos a disparar contra la población civil y el temor a que un vuelco en la situación desencadene una fiebre de represalias, como, en cierta medida está ocurriendo en Libia.
UNA REACCIÓN TARDÍA
Esta evolución aparente hacia un escenario de final de régimen hizo que las potencias occidentales se mostraran más decididas a apoyar decisiones que contribuyeran a acelerar el proceso. El incremento de la violencia represiva como respuesta a la ampliación de la contestación introdujo el llamado 'factor humanitario', un concepto por lo demás muy tramposo e hipócrita, pero que ha sido profusamente utilizado en este tipo de crisis.
Entretanto, el régimen parece haberse atrincherado y emite señales muy claras de que su caída tendría consecuencias graves para toda la región. Ésta es, probablemente, su última línea de defensa. 'O yo, o el caos', podría titularse el mensaje subliminal de Bashar el Assad. En realidad, se trata de una forma más conocida de caos, frente al caos absolutamente desconocido.
Lo peor para el presidente sirio es que este tipo de 'faroles' suelen ser de corto recorrido. La alianza de conveniencia entre las potencias occidentales y los regímenes conservadores árabes (muchos de ellos de similar catadura moral que el sirio, aunque con otras maneras y, desde luego, con otros amigos) esta prefigurando un acuerdo a lo yemení. Es decir, Assad (y su familia) salvaría el cuello, dejaría el poder a su vicepresidente y se convocarían elecciones. Una fórmula muy civilizada, pero de dudoso encaje en el actual clima envenenado en que parece haberse deslizado el país. Los clanes gobernantes más poderosos pueden contar con disfrutar de un exilio dorado, pero otros muchos asociados alauíes que han cumplido tareas subsidiarias no tienen las mismas expectativas, ni mucho menos. Esas minorías, que hasta ahora ocupaban posiciones de cierto privilegio en las fuerzas armadas y en la administración, miran hacia su frontera oriental y ven en el convulso y sangriento Irak un escenario que harán todo lo posible por evitar. La violencia sectaria que ha corroído el país y convertido el petulante proyecto de los neocon en palabrería e irresponsabilidad puede reproducirse en Siria, incendiar rápidamente Líbano y obligar a Israel a un esfuerzo de vigilancia inoportuno, ahora que sigue empeñado en encontrar la manera de neutralizar a Irán.
LAS PRETENSIONES DE RUSIA
En este panorama de internacionalización de la crisis, Rusia decide adoptar un papel más activo y neutralizar la iniciativa arabo-occidental, con la vista puesta en sus propios intereses estratégicos. Siria sigue siendo su aliado más firme en Oriente Medio, la garantía de que, ante cualquier nueva vuelta del interminable laberinto negociador en la zona, Moscú no se quedará fuera. Por si no quedara claro el interés ruso en no ser marginado de la solución a la crisis siria, el Kremlin ordenó el envío de un buque de guerra frente a las costas sirias a comienzos de enero.
Rusia no se ha limitado a atrincherarse en su posición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU: por tanto, con derecho a veto. No le ha costado mucho recabar el apoyo de China y de la India para obstaculizar el plan árabe apoyado por Estados Unidos y Europa. Contaba esta semana el New York Times las sutiles intervenciones de los diplomáticos chinos e indios. Sobre todo en Pekin, cualquier iniciativa que suena a injerencia externa pone los pelos de punta. La crisis siria ha servido para que los BRIC (Brasil se ha mantenido al margen en esta ocasión, contrariamente a lo que hizo con Irán) ensayen un ejemplo de acción diplomática coordinada, algo de lo que no siempre han sido capaces.
Aquí no se trata de Assad si o Assad no, sino de que sean los sirios los que decidan la solución a la crisis, vino a decir esta semana el ministro ruso de exteriores, Lavrov. No quiere Moscú que se repita algo similar a lo que pasó con Libia, donde la autorización para la protección civil derivó en intervención militar de la OTAN clara y decisiva. El argumento ruso es aparentemente impecable. Pero la hipocresía está repartida. Porque es verdad que Occidente no se limitó a cumplir la resolución de la ONU en Libia. Pero no es menos cierto que a Moscú no le preocupa precisamente el derecho de los sirios a decidir. Los rusos saben que las actuales circunstancias dificultan aún más, si cabe, la capacidad de los sirios para decidir civilizada y pacíficamente esa cuestión. De hecho, el propio régimen se ha mostrado esquivo con el intento de mediación rusa. Da la impresión de que el régimen de Damasco sólo acepta las gestiones diplomáticas como medio para ganar tiempo.
Por otro lado, Moscú sabe perfectamente que la caída del régimen es más que probable y por eso quiere abrir un canal de entendimiento con la oposición, por dividida, confusa y sospechosa que le parezca. Por eso ha invitado a unos y otros a negociar en Moscú. Una forma de controlar el proceso, de recuperar prestigio (si todo saliera bien) y de asegurarse influencia en Damasco, gane quien gane.
La oposición lo ha rechazado vivamente, porque cree contar ahora con otros apoyos más solventes en la comunidad árabe y en Occidente (pero ni mucho menos garantizados). Los países árabes conservadores no quieren oír hablar de un mayor protagonismo de Moscú. Y Occidente podría encontrar una oportunidad, naturalmente si se moderan las pretensiones rusas de ser una especie de árbitro (sin reconocerlo). De fondo, aparece la crisis de Irán. Rusia podría ofrecer una posición más flexible en la presión contra Teherán, si se le permite conservar su peón sirio. Lo que no está claro es que la élite alauí en Damasco se resigne a ser moneda de cambio.

OBAMA Y HOLLANDE, ¿AÚN HAY TIEMPO?

26 de enero de 2012

Estos días hemos asistido a la presentación programática de opciones moderadamente progresistas en dos de las principales potencias democráticas: Estados Unidos y Francia. El candidato socialista francés, François Hollande, ha presentado su programa para las elecciones presidenciales de abril, en un acto que abre oficialmente su campaña. Por su parte, el Presidente Obama ha fijado, en el último discurso de la Unión de su primer mandato, la estrategia para lograr su mantenimiento en la Casa Blanca cuatro años más.
REMAKE DEL ‘YES, WE CAN’
Ya hace unas semanas comentamos que Obama se había desprendido de sus hechuras presidenciales para ataviarse con las de candidato, con las que parece sentirte más a gusto. Eso explica que algunos hayan apreciado un cierto tono populista en el discurso anual más importante de la liturgia política norteamericana. Tal vez. Pero, en todo caso, no habría que reprocharle eso, sino lo que ha tardado en recuperar un mensaje comprometido con las clases medias y populares, con los sectores más desfavorecidos por la crisis, con las auténticas victimas de políticas desvergonzadas, injustas y fracasadas. Naturalmente, el espíritu conciliador de Obama (‘ecuménico’, dice acertadamente LE MONDE) le ha dado a su discurso del martes en el Congreso un tono ausente de crispación, pero no por ello menos firme.
Los ejes de un eventual segundo mandato de Obama serían los siguientes: 1) El gobierno no es un problema, sino parte de la solución de los problemas económicos; 2) Los ricos tienen que pagar más impuestos que los ciudadanos que están por debajo en la escala social; 3) el final de las guerras en Irak y Afganistán debe traducirse en un dividendo de paz, es decir, en políticas de estímulo para fomentar la creación de empleo, público y privado; y 4) Estados Unidos no debe resignarse a la abrumadora hegemonía fabril de China y debe recuperar recuperar una dinámica productiva.
RECUPERACIÓN DEL DISCURSO SOCIALISTA EN FRANCIA
En definitiva, podemos encontrar en el discurso de Obama una sintonía con la doctrina socialdemócrata europea, aunque esta significación política se encuentra muy desvaída y desnaturalizada durante el periodo de respuestas a la crisis, si no ya desde antes. Si repasamos el programa desgranado hace unos días por el candidato socialista francés, encontramos bastantes puntos coincidentes, salvando la diferencias en la cultura política de ambos países.
François Hollande ha sonado más combativo que Obama, más posicionado claramente en un discurso de izquierdas. Las diferencias de tono no se deben sólo a las peculiaridades nacionales. Es también una cuestión de oportunidad. Después de todo, el francés es sólo candidato y el norteamericano debe actuar como tal sin abandonar su papel institucional.
Aclarados estos matices, hay resonancias coincidentes en el lenguaje empleado para criticar el comportamiento de los poderes financieros. O en la distribución más equitativa de las cargas impositivas y el ataque a los “nichos fiscales”. O en la priorización del empleo público y de las políticas de oferta, en detrimento de medidas exclusivamente de austeridad o contención presupuestaria. O, más precisamente, en la recuperación de una imagen positiva del poder político como factor favorecedor y no obstaculizador de la recuperación económica.
Hollande no sólo ha empleado una retórica más contundente que Obama. También ha optado por formular políticas clásicas de la socialdemocracia que han ido quedado arrinconadas en las últimas dos décadas de hegemonía liberal en Europa. Destacan la apuesta por una “banca pública de inversiones” para apoyar a la pymes; una política activa de reindustrialización y contra la deslocalización (como Obama, por cierto); el control de los mercados financieros mediante políticas reguladoras y fiscales; promoción de empleo y formación juveniles; y otras políticas similares resumidas en “60 compromisos para Francia”.
No obstante, el gran problema de los socialdemócratas franceses (o europeos, ahora que españoles, alemanes o británicos hacen propósito de enmienda y se empeñan en regenerar sus políticas) no es la coherencia y solvencia de los programas, sino la credibilidad de sus discursos. Los socialistas europeos giran a la izquierda pierden las elecciones, se centran cuando ganan en las urnas y se van deslizando hacia la derecha a medida que se instalan en el poder. De esta forma, se ven atrapados en un ciclo ilusión-expectativas-gestión-decepción-crisis, que lastra gravemente su proyecto.
JUEGO SUCIO, Y SUICIDA, DE LOS REPUBLICANOS
El desafío de Obama se diferencia del de los socialistas europeos por la naturaleza y significación de sus rivales políticos. Los conservadores europeos se anclan, por supuesto, en políticas de austeridad, de contención de los déficits públicos, de timidez fiscal, pero son -o suenan- menos radicales en la retórica.
Este aspecto ha quedado muy claro en las primarias republicanas. Ya dijimos que la elevación de Romney como virtual candidato GOP era prematura. Como también lo sería considerarlo definitivamente fracasado por su derrota –esperable y esperada- en Carolina del Sur o el envalentonamiento sonrojante de Gingrich, un candidato, empero, con pies de barro.
Obama, paradójicamente, se ha visto favorecido por lo mismo que lo debilitó a mitad de su primer mandato: la exacerbada combatividad republicana. En la ansiedad por destruir el moderado reformismo del Presidente, los republicanos compitieron por conquistar el alma conservadora de América, ese supuesto espíritu libertario, antigubernamental, que Reagan resucitara falsamente hace tres décadas. Para ello, no dudaron en obstruir la recuperación de la crisis, dificultar al Ejecutivo su tarea responsable de afrontar la crisis y colocarlo contra las cuerdas presupuestarias.
Como ocurrió en los noventa con Clinton –precisamente bajo la batuta radicalizada de Gingrich-, los excesos republicanos han terminado por ahuyentar a amplios sectores de la clase media. La deriva radical no ha servido para afinar el discurso derechista sino para desorientar a sus exponentes electorales. La mayoría de ellos han optado por ser muy conservadores y además parecerlo (Santorum, Gingrich; mas lo ya descartados Perry y Bachman). Frente a uno solo, Romney, que prefirió sólo parecerlo sin serlo a fondo. La sensación creciente es que los simpatizantes republicanos no saben a qué cada carta quedarse, y no sólo por los erráticos resultados hasta la fecha (son muy pocas elecciones aún, muy pocos los delegados comprometidos, muchos los ataques, acusaciones y ‘escándalos’ en las recámaras), sino por el tono que reflejan las consultas y encuestas que se van conociendo.
Esta desorientación se traduce en una hostilidad creciente, en una agresividad llevada al terreno personal. Las tácticas de desprestigio practicadas contra Obama se han empleado también, por unos y otros, en el debate electoral interno republicano. Al final, si se impone Romney será por el cansancio que puede provocar ese radicalismo hueco y pernicioso. Pero no parece que consiga ser un candidato de unidad. Si triunfara Gingrich o Santorum significaría que la derecha política y social norteamericana habría optado por una estrategia confrontacional, suicida y demagógica. De ahí, la necesidad de que los demócratas perfilen y doten de contenido real sus propuestas y se preparen para una batalla sucia y políticamente cruenta.