UCRANIA: EL DUDOSO COLOR DEL MOVIMIENTO MAIDÁN



27 de Febrero de 2014
      
Al movimiento de protesta contra el sistema de poder pro-ruso en 2004 se le bautizó como ‘Revolución naranja’ por el color que adoptaron sus protagonistas. El brusco cambio político de los últimos días carece de identidad cromática. Su color político, en todo caso, es dudoso. Como hace diez años, los intereses y motivaciones que lo han impulsado son diversos y más complicados de lo que ha percibido la mayoría de la opinión pública occidental
  

LAS SOMBRAS DEL CAMBIO

            El presidente depuesto, Yanukóvich, asegura que se ha producido un golpe de Estado, Puede discutirse la rotundidad de la afirmación, pero no es del todo descabellada. Después de todo, en los tiempos recientes, los golpes de Estado no adoptan la forma brutal de las clásicas intervenciones militares. Tienen un estilo diferente: son más ‘amables’.
               
El sistema político de Yanukóvich era detestable y las protestas de la ciudadanía merecían apoyo y comprensión  exterior. Pero resultaría interesado o equivocado reducir el análisis a esta consideración. Algunas de las fuerzas opositoras que han impulsado, se han aprovechado o han manipulado las protestas no contaban con un respaldo popular mayor que el del presidente derrocado, según sondeos solventes publicados el pasado mes de enero.

Ciertamente, hubo violencia inaceptable de las fuerzas del orden, pero en gran parte fueron una respuesta (desde luego, brutal, desmedida) a provocaciones de sectores muy activos de la protesta. Algunas actuaciones de los manifestantes o de quienes controlaran sus actos hubieran provocado una respuesta contundente, si se hubieran producido  en la mayoría de los países europeos occidentales o en Estados Unidos.

El vuelco de ciertas instituciones del ‘régimen’ (Partido de las regiones, fuerzas del Orden, Ejército) no responde al arrepentimiento o conversión a la causa ‘democrática’, sino al instinto de salvar la cabeza, física o políticamente. Lo ocurrido en Kiev estos días recuerda a lo que pasó en las filas del SED, el partido comunista de la RDA, cuando triunfó la revolución en octubre de 1989. Muchos altos cargos intentaron salvarse de la quema y atribuyeron todas las culpas a aquellos que optaron por mantenerse en sus trece hasta el final o no pudieron apearse a tiempo. Algo parecido sucedió en Rumania, donde muchos colaboradores de Ceaucescu se cambiaron oportunamente de bando para preservar su cuello.

El derrumbamiento del régimen se explica en gran medida por la retirada de apoyo de los oligarcas que tenían un pacto de conveniencia con Yanukóvich. Desde el comienzo de la revuelta, los potentados le advirtieron que, si no era capaz de controlar la situación y evitar la sangre, no podían seguir comprometidos con él y buscarían opciones menos arriesgadas.

Más determinante aún habría sido la actitud de Rusia. No es descabellado suponer que que Putin haya dejado caer a Yanukóvich porque consideraba que constituía ya un pasivo político perjudicial para los intereses rusos. El dirigente derrocado no era la única carta con la que podía jugar el Kremlin. La propia Iulia Timoshenko, tan aclamada en Maidán y tan protegida en las capitales europeas, está tan cerca de Moscú como de Berlín, y no es abusivo pronosticar que, si llegara a ejercer de nuevo el poder, directa o indirectamente, en sus decisiones sería sensible al mejor postor.

Pero, más que el dudoso instrumento personal, Putin dispone de una baza mejor y más útil desde el punto de vista propagandístico: el malestar de las mayorías ‘filorusas’ de la mitad oriental del país, que ven con rechazo y preocupación creciente lo sucedido. Ya se están produciendo allí movilizaciones de la ciudadanía, en oposición a los nuevos gobernantes en Kiev.  Las fuerzas militares rusas en la frontera con Ucrania han sido puestas en estado de alerta. Un mensaje de indudable peso. El riesgo de división del país es serio y muy inquietante, y eso lo reconocen cancillerías y medios occidentales.

Se ha restituido la Constitución parlamentarista de 2005 y se han fijado elecciones para dentro de tres meses, pero mientras tanto la nueva mayoría va a adoptar medidas que casi medio país no va a aceptar. ¿Qué respuesta darán las cancillerías occidentales a las protestas de las regiones rusófonas? ¿Brindarán ‘nuestros medios’ el mismo interés que el disfrutado por el movimiento Maidán? Son dudas que se despejarán en las próximas semanas.

EL DOBLE FILO DE LAS PROTESTAS CALLEJERAS

Ucrania no es el único caso de brusca alteración del rumbo político bajo el camuflaje de protestas más o menos populares o espontáneas. Hay otros ejemplos muy recientes.

En Egipto hubo un golpe de Estado en julio pasado, como algunos dijimos desde un principio, frente a la opinión confusa de numerosos comentaristas en medios occidentales y árabes, que pretendían presentar el derrocamiento del Presidente Morsi como el resultado de una movilización popular frente a una deriva fundamentalista en el país. Se ha confirmado luego que los militares, con el general Al Sisi a la cabeza, fueron los cerebros de la operación, en alianza de intereses con los aparatos judicial y policial y otros sectores privilegiados en las últimas décadas. El objetivo de alterar la legalidad no era tanto ampliar la democracia y proteger los derechos y las libertades, sino asestar un golpe pretendidamente mortal al rival más directo en la lucha cruda por el poder, la Hermandad Musulmana. Los jóvenes y mujeres liberales que, legítimamente, estaban asustados por el riesgo de un sesgo religioso conservador en el país, no quisieron o no supieron entender que difícilmente podían los militares ser garantes de sus derechos y libertades. Meses después, muchos sectores liberales están arrepentidos de haber dado cobertura política y moral al golpe del 3 de julio.
              
           En Venezuela, las protestas estudiantiles callejeras pueden tener motivaciones sólidas y dignas de comprensión, pero no es menos cierto que un sector de la oposición, la más derechista y revanchista, está utilizando el malestar para provocar un cambio violento del gobierno chavista, al que han incapaces de vencer en las urnas. Es legítimo preguntarse si cancillerías y medios occidentales han sido mucho más activos en Venezuela que en su día lo fueron en Honduras, tras el golpe que desalojó al Presidente Zelaya; o si no se han mostrado más constantes en Egipto que en Bahrein, donde las protestas contra el absolutismo monárquico han sido reprimidas a sangre y fuego.

          Es esencial reflexionar sobre el peligro de manipulación de las protestas callejeras. Las proyecciones mediáticas, incluso con la mejor intención, pueden distorsionar o simplificar la realidad. La eficacia de determinadas protestas (buena comunicación, empleo masivo de redes sociales) puede provocar una simpatía comprensible, pero también resultar peligrosamente engañosas y contribuir a crear percepciones equivocadas sobre las sociedades en conflicto.  

UCRANIA: DESPUÉS DE LA MASACRE




20 de Febrero de 2014
                 
Tres meses de protesta en Kiev han acabado en matanza. Era uno de los desenlaces anunciados, tras una cadena de acontecimientos lamentables en los que, si se quiere ser riguroso, no hay un solo responsable, el Presidente Yanúkovich y su sistema de poder
                
La represión brutal no debe justificarse bajo ningún concepto. Pero sería ingenuo o interesado ignorar o esquivar que determinados sectores emboscados en la protesta perseguían precisamente lo ocurrido estos días: es decir, que una exhibición de fuerza diera por concluida una fase de la crisis para debilitar internacionalmente al régimen y replantear el asalto al poder, sin demasiados escrúpulos hacia los procedimientos civilizados. De hecho, ya se han producido ataques y ocupaciones de edificios en varias ciudades del país.
                 
UN COMPROMISO FALLIDO
                 
En las horas previas al asalto de las temidas Berkut (unidades antidisturbios), se estaba discutiendo una reforma constitucional que reforzaba los poderes del Parlamento en detrimento de la autoridad presidencial. Además, se habían producido ciertas concesiones de ambas partes, y en particular del gobierno, que había ofertado una amnistía para liberar a buena parte de los detenidos, a cambio de que unos grupos de manifestantes abandonaran la alcaldía de Kiev, que llevaban semanas ocupando, como refugio del intenso frío invernal.
                 
Poco después de este compromiso, que la propia Unión Europea saludó como positivo, se produjo un vuelco que abocó a la salida violenta. El gobierno sostiene que los sectores más extremistas de la oposición habían introducido armas en la plaza Maidan, epicentro de las protestas, y empezaron a agredir a las fuerzas del orden. La ocupación de un edificio usado habitualmente por los militares, en las proximidades del Parlamento, pudo ser otro precipitante de la actuación policial. Portavoces de los manifestantes aseguran que la carga se inició sin que mediara provocación. Pero un periodista de LE MONDE cuenta que los ultraderechistas disponían de útiles de de defensa paramilitares, lo que podría indicar que esperaban (¿deseaban?) una escalada violenta. Tras las primeras embestidas policiales nocturnas, hubo intentos de diálogo entre el gobierno y la oposición, sin resultado aparente. La tregua que se ha pactado después de que corriera la sangre se antoja frágil y efímera.
                 
Esta deriva de la crisis ucraniana hace más difícil, si no lo era ya, un compromiso político. La radicalización favorece a los sectores más intolerantes de ambos bandos. El régimen reforzará sus tesis de que se preparaba un golpe extremista, con el apoyo -voluntario o no, pero en todo caso irresponsable-  de los gobiernos occidentales. La oposición más radical, de orientación ultraderechista y antisemita, apuesta por un reforzamiento de las sanciones europeas y norteamericanas y podría preparar una campaña de desestabilización sin contemplaciones.
                 
El resultado de esta estrategia de la tensión dependerá, por un lado, de la firmeza con la que Moscú respalde a Yanúkovich.  De momento, empieza a fluir la primera entrega de los 15 mil millones de dólares en créditos. Más influencia tendrá en los acontecimientos el sentido en que circulen las apuestas de los llamados oligarcas, es decir, los poderosos magnates de la industria y los servicios. Hasta hace pocos meses,  respaldaban casi unánimemente al Presidente, pero en las últimas semanas han ido rebajando y condicionando su apoyo.
                 
UNA OPOSICIÓN DE DUDOSA SOLVENCIA
                
 La tragedia de Ucrania es que a un régimen corrompido por los intereses y un autoritarismo trasnochado no se le enfrenta una oposición sólida, inteligente y equilibrada, sino un ramillete de partidos liderados por dirigentes ambiciosos, mediocres o extremistas.
                 
El líder más popular es el antiguo boxeador Vitali Klitschko, residente largos años en Alemania (habla perfectamente alemán), cuyo partido (denominado UDAR, siglas en ucraniano de PUNCH, la bolsa de entrenamiento de los boxeadores) obtuvo un 14% de los votos en las elecciones legislativas. Su programa es exiguo, centrado casi exclusivamente en el combate contra la corrupción, sin entrar en detalles. Ha hecho del acuerdo con la UE su bandera, aunque los diplomáticos europeos reconocen en privado que carece de capacidad para dirigir el país, y menos en estas circunstancias.
                
 La otra fuerza emergente es SVOBODA, Libertad en eslavo. Una denominación engañosa para una formación claramente xenófoba y ultranacionalista. Obtuvo 10% en las elecciones legislativas. Su líder, Oleh Tyahnybok, emplea un lenguaje antisemita apenas disimulado y gusta de inflamadas proclamas nacionalistas que resultan ofensivas para la mitad oriental del país, que es rusoparlante y tan ucraniana como la occidental.
                 
Finalmente, la formación más experimentada es la congregada en la plataforma PATRIA, cuya líder, Iulia Timoshenko cumple pena de cárcel por corrupción. Esta antigua primera ministra no es una heroína de la libertad o la transparencia, aunque los dirigentes de la UE hayan promovido activamente su liberación. Con independencia de las irregularidades que se observaron durante el proceso judicial, Timoshenko arrastra unas credenciales poco envidiables. En su ausencia, dirige el partido Arseni Yatsenyuk, ex de casi todo lo importante: ministerio de exteriores y de economía y presidencia del Parlamento. Algunos comentaristas occidentales creen que podría intentar  forjar una plataforma unitaria de la oposición. Empeño en absoluto garantizado, ya que, si el régimen cayera, la siguiente batalla, ya en ciernes, enfrentaría a unos grupúsculos de la oposición contra otros.
                
 La protesta ucraniana más digna no debería buscarse entre los partidos, y menos entre las falanges violentas de la ultraderecha, sino en sectores cívicos bienintencionados, pero escasamente articulados: estudiantes que creen en el compromiso europeo como si se tratara de un salvavidas, periodistas defensores de la transparencia, activistas de derechos humanos idealistas o seducidos por la mística de las recientes revoluciones ciudadanas, etc.
                 
Las sanciones que ya prepara la UE constituyen la clásica respuesta a este tipo de crisis, complejas en su gestación y difíciles en su tratamiento. Como suele ser habitual, podría perjudicar más a la población que sufre el mal gobierno que a los responsables de las desgracias. Si la oposición más radical interpreta el castigo como una señal de apoyo a su lucha sin cuartel, la iniciativa podría engrasar la catástrofe.
                 
Defender la libertad y los derechos humanos es una obligación de la Europa democrática. Pero convendría no posicionarse a favor de opciones de dudosa credibilidad democrática. Sería un error que sólo contribuirá a profundizar y agravar el conflicto.

OBAMA, HOLLANDE Y EL ESPÍRITU DE MONTICELLO


 
13 de Febrero de 2014

Obama Hollande son dos presidentes que no atraviesan buenos momentos. Sus votantes, que ocupan el espectro del centro-izquierda (con contenidos y perfiles ideológicos no necesariamente iguales) están poco satisfechos con su gestión, en gran medida por lo que constituye un reproche tradicional de esa franja del electorado: el incumplimiento de los compromisos electorales, las dudas para hacer avanzar las agendas progresistas y ciertos temores ante las presiones de los sectores más conservadores.
                 
Resulta difícil encontrar similitudes en ambos presidentes en el plano personal y en el factor humano. La famosa “química” que demasiadas veces se invoca en relaciones internacionales para favorecer avances en complicadas negociaciones de Estado a Estado no parece emerger con claridad en este caso. Pero, ciertamente, tampoco se percibe frialdad y mucho menos antipatía.
                
Esta neutralidad en el asunto del ‘carácter’ (término que se emplea en el lenguaje político norteamericano) ha tenido una consecuencia positiva: el buen clima de la visita sólo puede atribuirse a la coincidencia de los intereses estratégicos de ambas potencias, pese a recientes desencuentros por el asunto del espionaje y otros escollos puntuales. El enfriamiento producido durante la presidencia de G.W. Bush por la guerra de Irak se da por terminada. Entonces, sólo un tercio de los norteamericanos tenía una opinión favorable de Francia. Hoy son ocho de cada diez. Desde 1996, no se presentaba en Washington un presidente de Francia, en misión oficial, en visita de Estado. Demasiado tiempo para dos aliados de primer orden.
                UNA RECONCILIACION CONSOLIDADA

Obama y Hollande le buscaron un escenario muy simbólico a este reencuentro de dos naciones amigas. El encuentro se inició con una visita conjunta a Monticello, la casa-finca de Thomas Jeffersson, quien, además de ser el padre de la Declaración de Derechos y la Constitución de los Estados Unidos, fue uno de los “padres fundadores” más francófilos, junto con Benjamin Franklin.  Durante los primeros años inciertos de la nueva nación,  Jefferson fue quizás el más apasionado admirador de la Revolución Francesa, lo que le costó ciertas tensiones con John Adams, George Washington y otros próceres de la independencia.
                
Durante los años de la guerra fría, Francia y Estados Unidos habían protagonizado desencuentros sonoros. La retirada francesa de la estructura militar de la OTAN, las críticas galas a ciertas actuaciones norteamericanas en Oriente Medio y en otras zonas periféricas del mundo, la insistencia de París en hacer valer una voz europea aliada, pero propia y celosamente independiente, generó no pocas tensiones e incomodidades en Washington.
                 
La guerras de Kuwait y de Yugoslavia contribuyeron a restañar algunas heridas. El debilitamiento de gaullismo, como doctrina de un camino propio en la defensa de los intereses estratégicos, contribuyó también a facilitar la normalización. Hasta que la guerra para desalojar a Sadam resucitó viejas tensiones y agudizó recelos. Ya Sarkozy, un vástago lejano de De Gaulle y miembro formal de un partido que sigue reclamando la herencia política y moral del general, deshizo algunas de estas ataduras tradicionales de la política exterior francesa.

Hollande ha profundizado en esta senda.  Especial interés tuvo para Washington su decisión de intervenir en Mali para frenar el avance de las franquicias ‘jihadistas’ próximas a Al Qaeda.  Fue muy significativo y un tanto llamativo también que el presidente francés se adelantara a cualquier otro dirigente aliado en defender una acción militar contra Siria por el supuesto empleo de armas químicas, anunciada por Obama. Sin precedentes hasta entonces, París desbordó a Londres, cuyo Parlamento le negó respaldo a la Casa Blanca. Cuando el presidente de Estados Unidos se echó atrás, debido a una “oportuna” iniciativa diplomática acordada con Rusia, Hollande quedó un tanto descolocado.
                 
En las negociaciones con Irán, la diplomacia francesa jugó un papel aún más duro que los propios norteamericanos. O al menos así se lo jalearon los israelíes, poco inclinados a elogiar las posturas europeas (y menos francesas) en los conflictos de Oriente Medio.
                 
Más aún, en el caudal de irritación europeo que provocó la filtración sobre el espionaje de dirigentes mundiales en general y europeos en particular, París no fue la capital que elevó más la voz, sino Berlín, tradicionalmente mucho más alineada con Washington en política exterior. Una cierta hipocresía caracterizó esta “crisis de confianza” entre aliados, ya que el entramado de espionaje implicaba la cooperación, de las agencias europeas de inteligencia.
                 
UNA VISITA TRANQUILA AUNQUE SIN GRANDES RESULTADOS

En esta visita, los asuntos de actualidad no han presentado especiales dificultades. Aunque Francia no vaya a obtener un estatus de potencia no “espiable”, como se desea en París, Hollande se ha dado por satisfecho con las discretas garantías que le ha dado Obama.
                
Se ha constatado coincidencia sobre Siria, tanto en la confirmación de que no puede haber solución militar (lo que implica contención a la hora de implicarse en la guerra), como en los esfuerzos por obtener una resolución de la ONU que permita crear corredores para hacer llegar la ayuda a centenares de miles de sirios asediados y carente de recursos básicos de supervivencia. Pero no se visualiza, de momento, un compromiso mayor, como se hizo en Bosnia o en Somalia, por ejemplo.
                 
En Irán, se asegura que la cooperación es sólida. Pero fue aquí donde se produjo el único momento (casi) tenso de la visita. Obama cargó contra el centenar de empresarios franceses que ha visitado recientemente la República Islámica con la supuesta intención de hacer valer sus bazas en caso del levantamiento de las sanciones internacionales. El presidente norteamericano, en el punto de mira de congresistas radicales y de sus “amigos” israelíes, se vio obligado a cursar amenazas casi explicitas a estos empresarios franceses por su prematura iniciativa. A lo que Hollande respondió que comprendía la preocupación de Obama, pero que “él no era el presidente de los empresarios franceses”.
                 
En definitiva, como sostiene François Heisburg, un veterano analista francés de las relaciones exteriores con estupendos contactos en Washington,  “en ausencia de desacuerdos mayores, cada presidente obtiene lo que quiere de esta visita”. A saber: Obama puede constatar que no pierde aliados; y Hollande que, pese a sus problemas socio-económicas internos, Francia no ha visto rebajada su calificación como potencia de primer orden a los ojos del número uno mundial. 


La próxima cita, Normandía, en junio: 70 años del desembarco.