FUEGO (POLÍTICO) AMIGO

24 de Febrero de 2016           
                
No corren buenos tiempos para los principales líderes políticos europeos. La crisis financiera, económica y social no sólo ha consumido buena parte de la prosperidad europea. También ha erosionado los principales fundamentos políticos. El equilibrio entre el centro derecha y centro izquierda, sobre el que ha pivotado la estabilidad europea, en mayor o menor grado según cada caso y circunstancia, está seriamente en cuestión.

Uno de los síntomas más evidentes es la quiebra del liderazgo. Puede decirse, sin exageración, que ninguno de los líderes políticos de los principales países europeos (con alguna notable y aislada excepción) disfruta de una posición sólida. Y, curiosamente, esta debilidad compartida no se debe fundamentalmente a la fortaleza de sus adversarios. El cuestionamiento surge con especial crudeza desde sus propias filas, de sus partidarios y, naturalmente, de sus propias bases sociales. E igual da que estos dirigentes se estén desgastando en el gobierno o que velen armas en la oposición.

El caso más reciente de exposición pública de este fuego político amigo es el de premier británico, David Cameron. Poco importa que el líder tory forzara una bochornosa concesión de sus colegas europeos en la reciente cumbre de Bruselas para echarle una mano en el embrollo de la permanencia británica en la UE. Como era de esperar, las injustas decisiones políticas y sociales y las chapuzas jurídicas acordadas no han aplacado a la legión de políticos y activistas conservadores que defienden la salida del club. Las innecesarias concesiones de los 28 ha sido convertida en mofa despectiva por quienes atribuyen a Europa la causa de algunos de los males de las cuentas nacionales. 

La hostilidad hacia el proyecto de unidad europea, y en particular sus manifestaciones políticas y sociales, constituyen un polo de atracción demagógica en Gran Bretaña. El partido conservador, en sus distintas etapas de gobierno, ha domeñado ese sentimiento con desigual pericia, pero con escasa lealtad europea. Al euroescepticismo más rancio se ha respondido con una europragmatismo muy interesado que, cuando no ha sido suficiente para aplacar la manía, se ha terminado convirtiendo en euroresignación.  

Cameron tiene que pastorear ahora unas huestes divididas. Algunos de sus amigos más cercanos, como el Secretario de Justicia, Michael Gowe, no le han comprado su gambito europeo y harán campaña por el NO. Los medios han destacado mucho el protagonismo contestatario del populista alcalde de Londres, Boris Johnson, perteneciente a esa constelación de políticos tan en boga últimamente por sus originales perfomances. El premier cuenta con el apoyo de los poderes económicos fácticos (industriales, financieros), que no comparten esa ficción del daño europeo. Pero no corren tiempos racionales en la política europea, y el tacticismo de Cameron puede tornarse en boomerang. El referéndum no está perdido, como proclaman los apocalípticos antieuropeos, pero tampoco ganado, como predicen sotto voce los optimistas o los cínicos.

De distinta naturaleza pero de similar intensidad son los apuros que padece el presidente francés. Hollande no se enfrenta sólo a una oposición dura (la derecha republicana) o irrespetuosa (los xenófobos ultranacionalistas del FN). También sufre fuego amigo, ganado a pulso, en todo caso. Un grupo de diputados de la bancada socialista, los denominados frondeurs, no terminan de aceptar los equívocos de la política socioeconómica del Eliseo y de Matignon. La afición francesa al juego de palabras (llamar rigor a lo que no deja de ser una política de austeridad) no ha funcionado en este caso.

Pero los problemas internos de la dupla Hollande-Valls se han agravado con la gestión de la amenaza terrorista. Las medidas excepcionales, las apelaciones a la guerra, el recorte de libertades en ciertas condiciones puede generar popularidad inmediata, por el miedo primario de la población, pero son políticamente peligrosas e inconvenientes. La dimisión de la ministra Taubira, hace unas semanas, es el síntoma más evidente pero no necesariamente el más preocupante de la desafección interna en el socialismo francés, un fenómeno por lo demás en absoluto novedoso. Es dudoso que la figura de un presidente en armas devuelva a Hollande una credibilidad perdida, entre sus propios seguidores o votantes, en primer lugar. Y Valls, que niega ser un candidato tapado o en reserva, despierta una antipatía creciente aún mayor.

Este desgaste desde dentro alcanza a quienes parecían más inmunes, como la Canciller Merkel. También en este caso, un error de cálculo populista ha terminado por erosionarle el apoyo de los suyos. La defensa de la acogida de inmigrantes o desplazados por los conflictos bélicos del Medio Oriente frente a la racanería, por no decir la hostilidad, de algunos de sus colegas centroeuropeos se ha convertido en una losa. Merkel no ha conseguido, pese a la intensidad de su empeño, que la UE adopte medidas prácticas de gestión y acogida, lo que ha favorecido la imagen, un tanto distorsionada, de Alemania como paraíso único de los desamparados. Oro puro para los sectores xenófobos, en alza en el panorama germano, como en el resto de Europa. Las movilizaciones contra los inmigrantes o aspirantes a refugiados se amplificaron en otoño y los incidentes de la plaza de estación de Colonia, tan poco esclarecidos como manipulados, hicieron el resto. Los bávaros del partido democristiano (CSU) fueron los primeros en hacer saber a la Canciller que ya no gozaba de su apoyo incondicional, y luego se empezaron a escuchar voces críticas en la CDU y, con sordina, en el propio gobierno. La base social de la Canciller le ha vuelto la espalda, al menos momentáneamente, y le ha obligado a enterrar bajo siete llaves aquella política de generosidad que exhibió en verano.

Estas mismas manifestaciones de desafecto las está experimentando Mariano Rajoy en España con los suyos, pese a ganar las elecciones, aunque no la capacidad de seguir gobernando, pero estas peripecias son más conocidas y este espacio no se ocupa de asuntos nacionales.

Una excepción en este firmamento de líderes europeos principales atosigados por la incomprensión, el rechazo o el malestar de sus propias filas: el italiano Mateo Renzi. Tras dos años en el Palacio Chiggi, el primer ministro parece afianzado, la situación socio-económica mejora, algunas iniciativas como los peculiares contratos de trabajo indefinidos merecen elogios (quizás infundados) y su liderazgo se consolida. No faltan críticas de sectores ilustrados, que le reprochan su oportunismo. Pero, de momento, Renzi parece libre de la epidemia de desafección que debilita a sus colegas europeos más destacados.

No es el gobierno lo que mata (políticamente). Según la máxima de Andreotti, la oposición es tan devastadora o más. A Sarkozy no le siguen los suyos fielmente en las operaciones de desgaste del maltrecho presidente francés. La contestación es fuerte y creciente. Y qué decir del líder laborista Corbyn, que soporta un grupo parlamentario hostil por demás, pese a contar con un respaldo entusiasta de la mayoría de la militancia y más medido de los sindicatos. O el propio Secretario General del PSOE, que no goza de la confianza de algunos de sus dirigentes regionales y tiene que acudir a las bases para consolidar su arriesgada operaciones de pactos postelectorales para llegar al Gobierno.

En fin, fuego amigo europeo, que es, a la vez causa y consecuencia de la debilidad del liderazgo, de la confusión de los proyectos político y del desconcierto ciudadano.



EL DESAFÍO DE CAMERON: EXCEPCIONALIDAD BRITÁNICA Y DEBILIDAD EUROPEA

19 de Febrero de 2016
                
La vinculación de Gran Bretaña al proyecto de Unión Europea ha sido siempre, o casi siempre, un dolor de cabeza. Para las dos partes. En el mejor de los casos, se ha vivido como un  matrimonio de conveniencia. Nadie está del todo a gusto, pero ambas partes han evitado el paso definitivo de la ruptura. Cada primer ministro británico se encuentra con ese dossier ardiente en su despacho cuando entra en el 10 de Downing Street y lo deja en un similar estado de combustión cuando recoge sus papeles para marcharse. A su vez, los líderes europeos, del centro-derecha al centro izquierda, se ven obligados a ejercicios cotidianos de paciencia, comprensión y pragmatismo frente la incomodidad de sus socios insulares.
                
Cameron, por lo tanto, no es original, ni ha planteado nada que sus antecesores no hubieran evocado al menos desde Thatcher. Lo singular, en su caso, es que ha dado el paso del referéndum, "para clarificar y definir de una vez por todas" el asunto, según él mismo gusta de explicar. Sin exagerar. No pasará una generación antes de que, sea cual sea el resultado de la consulta, el "asunto" vuelva a plantearse en los mismos términos hamletianos: "ser o no ser" socios europeos, o, por el contrario, "volver o no volver a ser".
                
Por mucha literatura tramposa que circule o mucha gramática parda que se emplee en el debate, la cuestión de la pertenencia a la Unión Europea es una cuestión práctica. Pero, para ser justos, esa misma actitud prevalece en países en los que la mayoría de sus ciudadanos, con ímpetu retórico, se declaran  "europeístas".
                
Y si no, analicemos las condiciones de Cameron para erigirse en Lancelot europeo frente a los recalcitrantes aislacionistas de su partido o de la facción escindida y/o reunida en la versión británica de la corriente xenófoba emergente en toda Europa (UKIP). Las demandas del primer ministro a sus pares de la UE no plantean grandes cuestiones de principio. Ni siquiera la aparentemente más elevada de la protección de la soberanía o la salvaguarda frente a una integración cada vez más estrecha.
                
Como Thatcher, Cameron pide dinero, pero de otra forma. La "dama de hierro" quería que, mediante cheque compensatorio, a Londres se le devolviera parte de lo que pagaban los británicos para sostener lo que contemplaban como "tinglado europeo". Los tiempos han cambiado, las normas (aunque los ciudadanos no lo adviertan) se han modificado, hay una moneda común  (que no única) en Europa, los mercados financieros están más integrados, y lo que Gran Bretaña reclama ahora tiene un lenguaje menos pedestre. Pero el fondo es lo mismo.
                
Cameron, como la inmensa mayoría de los políticos, empresarios, banqueros y ciudadanos británicos no quieren que la libra sea la libra o que la libra se convierta en el euro. Pero no quieren que la suerte del euro condicione más allá de lo inevitable el rumbo de la libra, es decir que las decisiones de los países del euro terminen influyendo demasiado en  negocio financiero de la plaza dorada del Reino Unido que es la City londinense. Así que, sin estar en la eurozona, Londres quiere tener derecho de influencia (no dice veto) en ese miniclub del Club. El cheque de Thatcher se convierte en la acción de oro de Cameron.
                
El cuarto y último asunto es el más irritante para las fuerzas progresistas europeas. Gran Bretaña se ha opuesto siempre a una integración política plena. De forma contundente, por supuesto, los conservadores. Los pseudo laboristas de la tercera vía blairista, también, aunque con una retórica más pálida. Cuando la socialdemocracia europea consiguió en Maastricht que la Unión económica y monetaria y el desarrollo del mercado único se equilibrara con la formulación de una ambigua y débil Europa social, el líder tory del momento, el oscuro y transitorio John Mayor, logró que sus pares le otorgaran el opt-out, el derecho a que no se aplicar a los británicos las normas generales. Europa tragó: eso o el divorcio.
                
Andando el tiempo, el intrincado laberinto de la integración europea succionó a Gran Bretaña mucho más dentro de las reglamentaciones sociales de lo que sus líderes políticos o económicos hubieran deseado, pero  ese proceso nunca ha sido cómodo y el malestar se ha ido acumulando. Paradójicamente, ha sido una de las tradicionales exigencias políticas británicas lo que ha terminado por desatar la crisis.
                
Durante años, sucesivos gobiernos (y Parlamentos) británicos defendían la prioridad de la ampliación sobre la integración. No por generosidad, sino por interés. Cuanto más grande Europa, menos Unida: menos potente el conjunto frente a la particularidad.  Además, los candidatos a entrar compartían con los británicos el recelo frente a los macropoderes, porque la mayoría eran estados  que habían estado sometidos a la hegemonía soviética. El renacido nacionalismo centroeuropeo era contemplado con simpatía complaciente en Londres. Pero como la historia tiene estos giros inesperados, a la libertad de movimiento de capitales (el mercado libre) le siguió un proceso de libertad de movimiento de personas (migración), por aquello del juego europeo de equilibrios con balanza en el centro. Son ciudadanos del sur, pero también y sobre todo orientales los que ahora presionan la caja pública. No dice Cameron, sin embargo, que la mayoría de los inmigrantes proceden de la Commonwealth, no de la UE, y que todos, unos y otros, contribuyen a engrosas las arcas fiscales.
                
El desplazamiento de población de los últimos años ha hecho que Gran Bretaña tenga que asumir, como otros países, aunque quizás en mayor cuantía, el pago de beneficios sociales a ciudadanos europeos de origen no británico. Cameron quiere que Europa le exima de esa obligación como Thatcher quería dejar de pagar la factura de las políticas comunes. Pero ni uno ni otro querían entender los beneficios de otro orden que la Unión ha reportado y sigue reportando a Gran Bretaña.
                
Llegados a este punto, la gran pregunta es por qué hay que seguir aceptando los órdagos británicos. El Brexit no perjudica a Europa más que al Reino Unido. Por mucho que Gran Bretaña sea el país europeo con mayor proyección ultramarina (overseas),  hay mucho de mito o falsa creencia. Que se lo digan a los chinos, que consideran el desacoplamiento británico de Europa como malo para los negocios. Los industriales británicos (especialmente los del automóvil) quieren el anclaje en Europa, pero en mejores condiciones. Los financieros, ídem de ídem. Estos intereses son a los que representa Lancelot Cameron. El aislacionismo de sus correligionarios y de otros sectores más agrios es el resultado de una colección de espejos deformantes, que tienen tanto de autóctono como de foráneo: la xenofobia y la intransigencia.

                
Sin compartir la retórica hueca en que a veces se deshilacha el discurso europeo, no hay motivos para seguir sucumbiendo a ese chantaje. No hace falta erigirse en euroentusiastas  para rechazar a los euroescépticos, ni para acomodarse ahora a estos euroresignados o euro-pragmáticos cameronianos. Basta con sostener principios de justicia social y visión compartida. 

EL DOBLE PROBLEMA DE HILLARY CLINTON

11 de Febrero de 2016
               
La historia de cómo Hillary Clinton se convirtió finalmente en la primera mujer que alcanzó la presidencia de Estados Unidos se asemeja a esas clásicas películas en que, para captar la atención, todo tiene que empezar rematadamente mal antes de que algo, o alguien, interviene y, entonces, las cosas empiezan a arreglarse hasta el inevitable `happy end`.
                
EL AVISO SERIO DE NEW HAMPSHIRE

No por anunciado en los sondeos, el resultado resulta menos inquietante. El equipo de la megacandidata había hecho control preventivo de daños, anticipando que la vecindad de New Hampshire con Vermont, el estado por el que Sanders en Senador convertía a éste en claro favorito de esta etapa de las primarias.
                
No ha funcionado el emplaste. La derrota ha sido mucho más amplia de lo asumible. El análisis de los exit polls indica que los grupos de población hasta ahora más proclives a la exsenadora de Nueva York le han fallado.

Lo más llamativo es que las mujeres, casadas o divorciadas, han votado más a su rival que a ella, por once puntos de ventaja. La defección de los jóvenes demócratas es conocida, y se ha confirmado. Sólo uno de cada seis por debajo de los treinta le ha votado. En la siguiente franja de edad -entre 30 y 44-, el resultado es algo mejor pero no prometedor: sólo ha conseguido a un tercio escaso de los potenciales votantes. El único segmento de edad en que Hillary ganó fue el de los mayores de 65.

Pero si el género y la edad concitan suficiente preocupación de los estrategas de campaña de la todavía favorita, lo que realmente les debe alarmar es el factor social o factor clase. Esa clase media a la que se comprometió defender cuando presentó su candidatura el año pasado lo ha abandonado en New Hampshire. Le han respaldado los profesionales y los sectores más acomodados de esa clase que, sin ser millonarios, ni siquiera ricos, está lejos de pasar apuros para pagar las facturas, según la clásica expresión de este país.

Ese voto obrero, trabajador y masculino se lo ha llevado su adversario, algo que parecía increíble hace un año. Sanders se confirma como el candidato como el candidato del progresismo idealista, pero en New Hampshire también se ha ganado a los desfavorecidos que no quieren cambiar el mundo, sino encontrar un mejor sitio en él, es decir, los posibilistas.  

SENSACIÓN DE ÚLTIMA OPORTUNIDAD

Hillary Clinton no podrá ser “la próxima presidenta de los Estados Unidos” si no le da la vuelta a esta tendencia. No le bastan los mayores o los acomodados de la clase media alta. Por eso, su equipo de campaña confía el giro viene en la próxima doble curva; es decir, en las primarias de Nevada y Carolina del Sur, a finales de mes.

Nevada es conocida fuera de Estados Unidos por ese submundo norteamericano que es Las Vegas. Pero es mucho más. Hay una importante población latina y una población trabajadora que vota firmemente demócrata. Como expresión de ese voto obrero, los sindicatos tienen un papel considerable. Y la cúpula sindical le ha prometido el voto a Hillary.

Carolina del Sur es el primer caladero importante de votos afro-americanos que sale a concurso. Aquí la candidata es más que favorita. Muchas mujeres activistas negras con fuertes raíces en el Partido Demócrata de este estado la respaldan y la admiran. Pero muchos analistas ya están advirtiendo que Hillary Clinton no debe confiarse, porque un tropiezo en Carolina del Sur podría abocarla al Supermartes de marzo como una partida de vida o muerte.

LA PARADOJA DEL RESPALDO AFRO-AMERICANO

Esta preocupación se fundamenta en dos debilidades de la candidata con la población negra: una propia y otra atribuida a la gestión de su esposo como Presidente en los noventa.

Por empezar con esta última, Bill Clinton promovió y saco adelante una legislación para combatir el auge de la delincuencia que fue muy criticada en su momento, porque puso en el énfasis en la persecución de los delitos más habitualmente cometidos por los negros (el caso clásico fue la lucha contra el crack, mientras fue muy permisivo con la cocaína). Al término de su mandato, las cárceles norteamericanas estaban llenas de negros por delitos de drogas (uno de cada ocho o nueve), mientras la población blanca relacionada con este delito apenas era perseguida.

El establishment político afro-americano ha sido siempre un bastión de los Clinton. Pero como se demostró en el auge de Obama, a finales de la primera década del siglo, las nuevas generaciones de activistas de esta raza han intentado desmontar lo que ellos consideran un mito: que Bill Clinton fue el “primer presidente negro” de Estados Unidos, como proclamó en su día la escritora Tony Morrison. No basta con tocar el saxo en un local sagrado de la comunidad negra para convertirse en defensor de la causa (1).

A esta sombra de la historia, se suma otra inquietud más cercana. Ya durante la fallida campaña de 2008, pero también en el arranque de la actual, a Hillary Clinton se le ha percibido incómoda en debates relacionados con la cuestión racial. Su visión de efectividad, de priorizar la competencia sobre la ideología, la frialdad con la que a veces afronta los problemas sociales le han granjeado algunos disgustos entre los sectores que dicen defender.

En concreto, protagonizó una suerte de encontronazo con unos activistas de Black Lives Matter que intentaron interrumpir un acto electoral suyo el pasado verano, precisamente en New Hampshire. Uno de esos activistas le reprochaba las consecuencias de la política de lucha contra la delincuencia de su esposa, que ella defendió públicamente, y Hillary optó por una postura distante, poco empática. Una frase resume su actitud: no se pueden cambiar los corazones, se pueden cambiar las leyes (2). Este tipo de mensajes no son los que cambian una dinámica, que es lo que necesita ahora la candidata.

Este es el gran reto para Hillary. Más que asegurarse los caladeros tradicionales de voto o insistir en su cantinela de la experiencia y la eficacia, que sólo convence a los ya convencidos, los que no se sienten perdedores en la terrible deriva de la desigualdad pre y post-crisis, la candidata Clinton tiene que demostrar no sólo que quiere legislar para los desfavorecido, sino que los comprende, que es capaz de entenderlos además de defenderlos de manera abstracta o política. En definitiva, Hillary Clinton tiene, por supuesto, un “problema de mensaje”, como decía la CNN el pasado martes. Pero mucho mayor es su fracaso para crear confianza en su persona.


(1)    THE NATION, 10 de febrero de 2016.

(2)    THE NEW YORK TIMES, 19 de agosto de 2015.

CINCO LECCIONES DE IOWA Y EL FACTOR ‘ENFADO’

 3 de Febrero de 2016

La carrera por la presidencia de Estados Unidos es muy larga, sólo apta para quienes tengan o consigan atraer mucho dinero, atesoren notable experiencia y apoyo organizativo, posean la habilidad de cambiar algunas de las reglas del juego o sean capaces de generar una especie de conexión cósmica con un complejo conglomerado compuesto por los grandes intereses (Wall Street), la clase media (Main Street) o el tinglado mediático. El candidato que reúna un mayor número de las condiciones anteriores es un ganador en potencia.

DESPUÉS DE IOWA

La primera posta de las primarias, Iowa, se ha jugado. Es muy pronto para sacar conclusiones, vaya por delante esto. Pero como es inevitable al menos explicarse lo ocurrido, avanzamos algunas observaciones.
                
1) Ni Trump tenía ganada la nominación antes de febrero, ni la ha perdido en los caucus de ese pequeño estado del medio oeste. Recordemos que ni McCain ni Romney, los dos últimos candidatos republicanos, ganaron en Iowa. Los vencedores fueron Huckabee y Santorum, las opciones más conservadoras de las presentes en aquellas ocasiones. El triunfo de ambos tuvo las alas muy cortas.
                
2) La explosión de la burbuja Trump sigue siendo más que probable, pero no será repentina ni inmediata. En el peor de los casos, llegará vivo al Supermartes de marzo. Hasta entonces cualquier pronóstico liquidacionista es frívolo y prematuro.
                
3) Clinton ha sufrido una humillación en Iowa al no ser capaz de distanciar más que en unas décimas a Sanders, pero puede hacer virtud de la necesidad y convertirse en una candidata aún más fuerte de cara a la siguiente fase del proceso. Hillary ha sido demasiado táctica y muy poco estratega. A las propuestas progresistas del político "demócrata y socialista" (Sanders dixit), la gran favorita replicó primero con la indiferencia y luego, a la vista del apoyo creciente cosechado por su rival, con planteamientos populista, como sostiene John Nicols, el analista político del semanario progresista THE NATION. Ha llegado la hora de conocer a la próxima Presidenta Clinton. Pero de verdad.
                
4) Las alternativas republicanas a la pesadilla Trump hablan castellano. Ted Cruz y Marco Rubio, hijos de cubanos inmigrantes, aunque de etapas históricas un poco distintas, acreditan un background muy conservador. Tocan una música muy similar, pero interpretan letras algo diferentes. Fundamentalista religioso, el primero; más pragmático, el segundo.Cruz pretende ser un outsider, pero sólo por oportunismo: para conectar con ese magma electoral del enfado, que en su día fue el Tea Party y hoy es algo más difuso, pero no menos destructivo. Rubio es más joven, tiene más que demostrar y un historial económico privado muy vulnerable.

La orientación política de los hispanos norteamericanos está claramente escorada hacia el Partido Demócrata. Por eso sería una ironía que el primer presidente con raíces hispanas fuera tan derechista como Cruz o Rubio. Pero es una opción real. Bush, que está hundido, pero no muerto, no es hispano, pero su mujer sí; y también es conservador, pero más razonable.
                
5) Se recomienda escepticismo y mucha cautela. Estas son elecciones muy abiertas, aunque esto debería aplicarse al bando republicano. Sanders es el único candidato que ya ha ganado pase lo que pase. Su triunfo moral es indiscutible y la importancia de su propuesta (puramente socialdemócrata, en los patrones europeos) es una novedad promisoria en el panorama político norteamericano. A los republicanos, y a Clinton, la única victoria que les vale es la real, la política, la nominación en verano. Cualquier otra cosa sería un fracaso.
                
TRUMP/SANDERS, LAS DOS CARAS DEL RECHAZO

En los meses anteriores al inicio de las primarias 2016, en Estados Unidos se ha ido consolidando un fenómeno no necesariamente inédito, pero si destacado por su amplitud y profundidad: la fortaleza in crescendo de los outsiders. Estos días pasados, varios medios se han dedicado a analizar comparativamente los casos Trump y Sanders. Como estos dos contendientes se sitúan en extremos opuestos del espectro político, las diferencias entre ambos son tan abismales en el mensaje, en los programas (si es que el multimillonario lo tiene), y en el propósito que no merece la pena insistir sobre ello. Más interesante, en cambio, son las similitudes.
                
¿Qué pueden tener en común Donald Trump y Bernie Sanders? La respuesta es clara, aunque reducida: el público que les sigue, prescindiendo del componente ideológico, claro está. A saber: un electorado abrumadoramente BLANCO, MASCULINO Y ENFADADO.
                
Poca cosa, se dirá, y con razón. Pero de esas tres condiciones, una, el género, es el 50% del electorado. El elemento racial disminuye notablemente el grueso de simpatizantes, digamos a la cuarta parte de la mitad, más o menos. El tercer factor reductor, o sea el estado de ánimo es más difícil de cuantificar. Pero como dice el inteligente comentarista político norteamericano David Brooks, "ésta es una nación ansiosa y enfadada".
                
No sólo Estados Unidos, como cuerpo político y social, está bajo el efecto del malestar o la crispación. En Europa pasa algo similar, aunque con componentes sociales (más que culturales) distintos y con pautas de conducta algo diferentes. Siguiendo a Brooks, "mucha gente ha perdido fe en el liderazgo político" del país. ¿No nos suena conocida esta canción a los europeos?
                
Trump y Sanders, desde posiciones muy diferentes, e ideológicamente opuestas, han expresado este rechazo de la política tradicional, apelando a constituencies o electorados desengañados o (no lo olvidemos) poco proclives al ejercicio de flexibilidad, consenso y posibilismo que caracteriza a la política.
                
Outsiders como Trump Sanders ha habido antes, en otros momentos de la reciente política norteamericana, como los ha habido en Europa. Pero nunca habían llegado tan lejos. Es decir, hasta el punto de ser front-runners (líderes en la intención de voto) antes del inicio de las primarias, como ha sido el caso de Trump, o desafiar en toda regla a una megacandidata como Hillary Clinton, como ha conseguido Sanders de forma absolutamente inopinada.