AUSTRIA: UN ALIVIO ENGAÑOSO

25 de Mayo de 2016                                                                      
                
La derrota por la mínima del candidato ultraderechista en las elecciones presidenciales de Austria ha producido un comprensible alivio en las élites políticas, mediáticas y económicas, y en el sector más consciente y sensible de la ciudadanía europea. Es comprensible. Pero el peligro de la marea nacionalista en sus distintas formas, extremas y perturbadoras, no ha sido conjurado. Ni en Austria, ni en cualquier otro lugar del continente. Hofer, el candidato en cuestión, ha dicho que ese resultado tan apretado (seis décimas) es una “inversión de futuro”. Lo preocupante es que no es una bufonada.

Ya hubo un sobresalto en Austria en los noventa con la eclosión del Partido de la Libertad, del bombástico Jörg Haider, coincidiendo precisamente con otro momento de crisis europea, nutrida por una coyuntura económica desfavorable y la presión migratoria real o presentida tras la disolución del bloque oriental. Pero entonces el envoltorio ideológico no lo aportaba en exclusiva el nacionalismo. El neoliberalismo se arrogó la paternidad de la derrota definitiva del sistema socialista soviético y arremetió contra el socialismo que entonces funcionaba, es decir, la socialdemocracia y sus aliados o colaboradores centristas.

El ejemplo austríaco es significativo, pese a la dimensión reducida del país (poco más de ocho millones de habitantes). Austria fue uno de los casos más logrados del modelo europeo de posguerra basado en la alternancia política ajustada al centro, de estabilidad económica y de sólidos programa de bienestar y solidaridad social. Los giros a derecha o izquierda no modificaban los pilares del sistema. Las diferencias se limitaban a la intensidad, a los ritmos, a los discursos. Lo fundamental no se alteraba.

El discurso de Hofer en Austria es muy similar al de Le Pen, el de Wilders, el de los euroescépticos británicos, los neonacionalistas alemanes y flamencos, los xenófobos nórdicos o los legistas italianos, por hablar sólo de los más poderosos (1). Rechazan la Europa de las recetas neoliberales, a pesar de defender a ultranza el capitalismo. Rechazan la Europa de la tecnocracia, aunque se apoyan en buena parte de las burocracias nacionales. Rechazan el discurso universalista de la socialdemocracia, pero se apuntan a sus programas clásicos de bienestar social, eso sí, con preferencia para los nacionales frente a los inmigrantes. Rechazan, en definitiva, cualquier modelo que iguale derechos, y supeditan las libertades individuales a la preeminencia nacional, sin explicar en qué consiste eso y adónde conduce.

EUROPA, A LA BAJA

Es un síntoma de lo que está ocurriendo. La renacionalización dominante no es sólo una cuestión de política, o de táctica. No es una receta facilona para ganar elecciones. Se trata de una cuestión estratégica.

Cada elección europea está significando un sobresalto, casi sin excepción. La próxima cita será el referéndum británico sobre la permanencia en la UE: algo más trascendente incluso que unos comicios generales, porque está en juego no sólo el destino de uno de los principales países europeos, sino de la propia Unión, al menos durante una generación.

Se están analizado los efectos de un posible NO a Europa desde la óptica británica, pero se habla menos de las consecuencias para el proyecto europeo. No es por descuido o exceso de focalización en el miembro díscolo. Para inducir el SI se está tratando de fomentar la sensación de que el rechazo perjudica sobre todo a Gran Bretaña. Muchos de quienes abogan por la permanencia sienten que cometerían una torpeza si mencionaran demasiado los riesgos o amenazas para Europa. El nacionalismo imperante ha conseguido que los defensores y detractores de la permanencia orienten el debate desde la perspectiva insular.

La UE ha perdido prestigio y crédito. Quien ahora hable de la unidad europea o, con más ambigüedad, del proyecto europeo, está apostando a perdedor. No es sólo cuestión de manipulación o propaganda exitosa del nacionalismo en auge. Los líderes que pivotan sobre el eje del centro político han cometido demasiados errores en la última década. La arrogancia con que se han desempeñado las distintas instituciones europeas controladas por estas fuerzas políticas, bajo la orientación y supervisión de ciertos intereses económicos y corporativos, han alimentado esta respuesta alborotada de una parte de la ciudadanía.
                
La recuperación del proyecto europeo empujo a la extrema derecha a la marginalidad política de la que había asomado. Ahora, sale de nuevo de la gruta, con menos ferocidad en el discurso, pero con mucha más fuerza y determinación en sus propuestas. El neoliberalismo sigue determinando las políticas socio-económicas, pero ha perdido su vigor ideológico y propagandístico. Como no se han recuperado los discursos de solidaridad y utilidad de las políticas públicas, se ha creado un vacío, una fatiga. Que está llenado el nacionalismo. Resulta muy curioso, por no decir muy inquietante, que este sentimiento dominante arremete con más virulencia contra el neoliberalismo que contra el socialismo democrático, no porque pretenda pactar o forjar alianza con éste, sino porque lo considera derrotado, amortizado.
                
LA LECCIÓN DE LA HISTORIA

Estos días últimos en Berlín, he podido repasar y refrescar las bases ideológicas de la ascensión nazi. Advierto, de antemano, que no pretendo comparar la actual situación con la pesadilla de los años treinta. Pero hay síntomas similares, sólo matizados por el desarrollo social y el efecto de las experiencias históricas. La atracción de las masas por soluciones enérgicas, ‘sencillas’ y ‘salvadoras’ se ha transformado pero no se ha conjurado. El miedo es uno de los principales factores de movilización política.

El miedo implica un enemigo, no basta con un adversario. Da igual que ese enemigo sea pequeño o minoritario (entonces, el judío; ahora, el inmigrante). El ‘otro’, el distinto, el extranjero cobra una importancia desmedida cuando los problemas se estancan y las soluciones no llegan. Y no llegan, según la propaganda extremista, no porque no existan, sino porque los gobernantes no se dedican a proteger el hogar común sino a garantizar su estatus privilegiado. En ese reducto de privilegiados, se viaja, se habla idiomas, se comparten gustos y patrones de consumo. El modelo de posguerra no sólo estrechó las diferencias sociales. También fue disolviendo las fronteras: primero para el comercio, luego para el capital, más tarde para una ciudadanía ávida de curiosidad y conocimiento (2).

Pero a esos logros se les busca ahora una cara oscura: la voracidad de las grandes empresas ‘sin patria’ arruinando los negocios familiares tradicionales (muy nacionales, por supuesto), la facilidad con la que los delincuentes (en su mayoría extranjeros) huyen o amplían sus tramas criminales, las masas hambrientas (que sean pobres por negligencia o por el mal gobierno sufrido en sus países les resulta indiferente) llegan para ‘quitarnos’ el trabajo, el pan y los beneficios sociales pagados (por nosotros) durante tantos años de esfuerzo.  

Cuestionado el liberalismo como sospechoso de defensor de los grandes intereses multinacionales, derrotado el socialismo por los supuestos pecados de molicie, despilfarro y adocenamiento, cuando no corrupción, de sus líderes, denostadas las ‘democracias cristianas’ por blandas, o cómplices del modelo keynesiano, el nacionalismo agita la bandera nacional frente a todos esos adversarios políticos que han gestionado la crisis con decepcionantes resultados. Juega a su favor la fragilidad de la memoria histórica. Prima el aquí y el ahora.

Seguramente, la locura nazi sigue siendo una vacuna contra un extremismo violento y agresivo. Pero hay mucho daño potencial en las propuestas nacionalistas y xenófobas. Aunque no corra la sangre, los relojes europeos han empezado a dar marcha atrás. El alivio del frenazo austríaco es engañoso. 

(1)    “How far is Europa swinging to the Right”. NEW YORK TIMES, 22 de mayo.

(2)    “Fear, anger and hatred. The rise of Germany’s new right”. DER SPIEGEL, 12 de noviembre de 2015.


TODOS SERÁN DE TRUMP

18 de mayo de 2016
                
Las primarias de Estados Unidos están virtualmente concluidas. A falta aún de diez parciales por completar, Donald Trump y Hillary Clinton han cumplido con los pronósticos que le asignaban el papel de favoritos, a comienzos de la carrera, en febrero.
                
El candidato republicano ni siquiera tiene ya rivales, agotados uno tras otro en un inútil esfuerzo por enderezar una deriva sin precedentes. El empuje de Trump ha cabalgado sobre la profunda frustración de importantes sectores de la población, mayoritariamente blancos, trabajadores y poco educados, con ideas muy simples y reaccionarios más que conservadores.
                
La candidata demócrata tendrá que confirmar un triunfo anunciado, pero en el desafío progresista de Bernie Sanders se ha dejado una credibilidad de la nunca ha estado sobrada, ni siquiera antes de comenzar la disputa. Nos ocuparemos en otro momento de lo que han significado estas primarias en el campo demócrata, las expectativas de futuro para un partido en transformación, al ritmo de los vertiginosos cambios en la demografía, la sociedad y la cultura política del país.
                
Hoy atenderemos el dilema de los republicanos, la paradójica realidad de un outsider que desestabiliza los fundamentos tradicionales del partido, pero sin el cual estaban abocados a un fracaso seguro.
                
Trump no ha sido nunca el candidato de los grandes dirigentes del partido. Pero hay que tener cuidado con una formulación como ésta, que tendría todo el sentido en Europa, pero resulta muy discutible en Estados Unidos. Los aparatos partidarios funcionan con relativa eficacia en las cámaras legislativas, tanto las federales como las estatales, pero juegan un papel muy secundario en la competición por la presidencia. En el partido republicano, como el demócrata, conviven varias corrientes o tendencias, pero suele imponerse siempre el aspecto individual, o al menos la interpretación personal de un conjunto difuso de ideas, valores y principios por parte de los líderes que conectan con el electorado, son capaces de financiar unas maquinarias más funcionales que ideológicas y saben crear dinámicas de éxito.
                
Todo eso lo ha conseguido Trump con el inestimable concurso de los medios de comunicación convencionales (y no tan convencionales), pese a la repulsa que algunos de ellos, con cierta hipocresía, declaraban tener hacia sus opiniones, su estilo y su inconsistencia. El multimillonario se ha aprovechado de las fracturas más profundas del sistema político norteamericano para sintonizar con las insatisfacciones más primarias del electorado.  Algunos de sus rivales han querido combatirlo en el terreno de los valores conservadores, o de la corrección política, o el consenso básico del sistema bipartidista.
                
Todos esos intentos han fracasado, porque Trump han interpretado de forma ventajista pero astuta los vientos demagogos del nacionalismo rampante que se detecta en casi todas las regiones del mundo. Hasta hace muy pocas semanas, en el partido republicano se diseñaban estrategias para acabar con el disidente en el último momento, mediante una suerte de golpe político de efecto, bajo las luces trepidantes de la Convención partidaria. Los estrategas del aparato componían conciliábulos con figuras prominentes, más o menos actuales con otras históricas o periclitadas, con tal de frenar al desbocado corredor solitario.             Se le ha intentado ahogar con ideas, con dinero, con descalificaciones, con pronósticos catastróficos. Nada ha funcionado. Trump les ha ganado a todos, porque ha elegido siempre el terreno donde librar las batallas y ha sabido convertir los errores propios en oportunidades perdidas por sus oponentes. Ahora, con las primarias decididas y la 'conspiración de Cleveland' abandonada en la fase inicial de consideración, toca replantear de nuevo el juego.
                
El líder nacional de los republicanos, actual portavoz de la Cámara Representantes y supuesto hombre para el futuro, Paul Ryan, tuvo que hacer de tripas corazón y concederle tres cuartos de hora a Trump para intentar hacer creíble un escenario de conciliación entre la dirección del partido y el seguro candidato. Ryan se mostró constructivo pero esquivo. Importan menos el contenido de sus palabras que la temperatura con la que fueron pronunciadas. La guerra interna ha concluido. Hay que aprender a vivir con Trump. A trabajar con él. A servirlo, de forma que el partido se sirva de él para el único objetivo que parece haber importado a la derecha política de Estados Unidos: impedir la continuidad demócrata en la Casa Blanca.
                
Estas últimas semanas estamos asistiendo a una lenta pero inexorable mutación en los dirigentes republicanos y, lo que es más importante y significativo, en la multitud de grupos de presión, organizaciones sociales, plataformas ideológicas, distintos sectores del establishment, potenciales o seguros grandes donantes y cualquier otro factor que contribuya a inclinar la balanza política hacia la derecha. Hemos pasado del "todos contra Trump" al "hay que trabajar con Trump". Y podemos apostar con poco riesgo a que, en Cleveland, con la excepción de alguna voz disonante, el lema será "todos con nuestro candidato (Trump) para derrotar a la "retorcida" (crooked) Hillary Clinton".
                
Importarán poco las bravatas, las amenazas a los inmigrantes, el desprecio, cuando no el insulto, a los aliados, la desconsideración hacia las mujeres o cualquier otro de los disparates que han caracterizado su candidatura. Los cambios oportunistas sobre el aborto, el control de las armas de uso individual, el sistema de salud, las relaciones internacionales, los pactos sobre el comercio mundial, los programas económicos, las prioridades de defensa, etc. dejarán de ser "debilidades" para convertirse en oportunidades. Se olvidarán los pecados y se construirá la imagen del convertido.
                
Trump se dejará querer. Dirá a cada grupo de opinión lo que quiera oír, pero sin renunciar a su estilo, para no decepcionar tan pronto a los que los han empujado hacia arriba en la ascensión a la cúspide. Es posible que se avenga a un programa más convencional para no arriesgar un desencuentro en el momento menos oportuno. Se olvidará de los rivales a los que han combatido, incluso despreciado y humillado, para que le hagan de teloneros en la segura traca mayor contra Hillary Clinton. Se presentará como el gran unificador: del partido, en julio; de la nación, en noviembre.
                
Se completará así el círculo de la impostura Trump. Y, si los sondeos mantienen la ilusión de un triunfo en otoño, la mayoría de los republicanos venderán su alma. Sin remordimientos.

                

TODAS LAS FORMAS DEL NACIONALISMO EMERGENTE EN EL MUNDO

11 de Mayo de 2016
                
Las distintas manifestaciones del nacionalismo, desde las más conectadas con los intereses populares hasta las más extremas e incluso agresivas, pasando por las más clásicas o aparentemente neutras, se abren paso con energía en casi todos los continentes.
              
LA PLURALIDAD EUROPEA

En Gran Bretaña, una fiebre nacionalista impregna el discurso de los dos bandos enfrentados en el debate del Brexit. Que sean más evidentes los argumentos nacionalistas de los euroescépticos que colonizan el Partido Conservador o de los ultras xenófobos del UKIP que encandilan a la población obrera blanca de Inglaterra, no quiere decir que Cameron no se refugie en un nacionalismo de tono más amable para defender la permanencia en la Unión. Después de todo, ¿no fue un argumentario nacionalista el utilizado por el primer ministro británico para arrancar vergonzantes concesiones a sus debilitados socios europeos?
                
Los propios socialistas franceses sucumben a las sacudidas nacionalistas, como pone de manifiesto la propuesta de privación de nacionalidad francesa a los terroristas binacionales o las continuas y sistemáticas discriminaciones que padece la población inmigrante, como acaba de denunciar en un inquietante informe el Defensor de Derechos francés (1). Todo para frenar el irresistible ascenso del nacionalismo populista, limado de sus aristas más extremas.
                
Esa misma intimidación nacionalista hizo echarse atrás al canciller socialdemócrata austríaco en la defensa de una acogida generosa a los refugiados, por temor a que la ultraderecha terminara capitalizando el miedo al extranjero. Al final, el candidato xenófobo se ha impuesto en la primera vuelta de las presidenciales con un resultado humillante para la coalición de centro, y se encuentra en condiciones casi imbatibles para confirmar su triunfo en los próximos días.
                
Algo parecido ha ocurrido en Alemania, donde el auge de la xenofobia y el racismo en las recientes elecciones regionales se ha apoyado en las contradicciones merkelianas.  De pronto, se han avivado viejos fantasmas que se creían enterrados, tras la traumática experiencia del nazismo.
              
Este malestar germánico está azuzado también por la marejada en el Este europeo. El nacionalismo exclusivista y victimista erosiona cada día un poco más derechos y libertades en Hungría y en Polonia, y amenaza con contagiarse a los otros países de pasado comunista reciente.
                
Y qué decir de Rusia, donde el nacionalismo palaciego de Putin se ha convertido en doctrina de Estado, para camuflar la grave crisis económica y social provocada por la bajada de los precios del petróleo y las sanciones occidentales. El líder ruso bebe tanto de la vieja Rusia zarista y ortodoxa como del engendro del comunismo nacional estalinista.
                
El nacionalismo europeo presenta también una transversalidad extraordinaria. En Cataluña conviven el tradicional modelo victimista con una relectura sedicentemente popular. Y en Escocia, ocupa el espacio progresista que los laboristas han dilapidado en la deriva de la "tercera vía".
              
UN AUGE PLANETARIO

Esta agitación nacionalista no se limita a Europa. Donald Trump parece haberse asegurado la nominación republicana en las elecciones norteamericanas con un mensaje facilón de prioridad y egoísmos nacionales. Los eslóganes "América, primero" o "América grande de nuevo" reflejan esa pulsión.
Ya estamos oyendo discursos del mismo estilo en el sur del continente. Las amplias posibilidades de Keiko Fujimori en Perú pueden confirmar el giro a la derecha en América Latina, con una fuerte impronta nacionalista. El argentino Macri puede verse obligado a disolver su propuesta liberal con una corrección nacionalista que le permita atraerse al peronismo blando. En Brasil, el 'linchamiento” de Dilma Roussef obedece a unas agendas muy cortas de miras, pero ya empiezan a distinguirse los disfraces nacionalistas con que trataran de disimular un programa de defensa de los grandes intereses económicos.
                
Incluso en Asia, esta vorágine nacionalista hace estragos. China está tratando de enderezar la economía con unas recetas que privilegian la afirmación nacional por encima de la colaboración internacional y un programa de rearme y militarización basado en la defensa cerrada de supuestos derechos territoriales de rancio nacionalismo expansionista.
                
A los modernos mandarines pseudocomunistas no les van a la zaga sus vecinos. Japón entra en su cuarta década de estancamiento económico y declive social sin que sus líderes políticos y su élite intelectual encuentren otro discurso movilizador que un nacionalismo clásico apenas barnizado de modernidad. Corea se atasca también en las viejas cuitas nacionalistas frente a Japón o China.  Quizás la última y más estridente manifestación de ese nacionalismo pernicioso la encontremos en Filipinas, donde un defensor convicto y confeso del matonismo de los "escuadrones de la muerte" está a punto de convertirse en Presidente con un discurso nacionalista agresivo y delincuente.
                
En Oriente Medio, el nacionalismo supera el reto cultural. Un régimen cada vez más autoritario como el turco ha revestido el nacionalismo de un credo piadoso para sortear el integrismo. El descaradamente dictatorial de Egipto utiliza la retórica nacionalista para suprimir el islamismo militante, y de paso a cualquiera que se le resista.  Los kurdos invocan la bandera nacional para desgajarse de la descomposición en Iraq o Siria. Las viejas monarquías se aferran a símbolos nacionales insustanciales para seguir perpetuando privilegios de familia o clan. Y en Israel, el proyecto originario de socialismo igualitario se ha disuelto definitivamente en un nacionalismo intolerante y connivente con una religiosidad cada vez más intransigente.
             
‘CONFUSIÓN DE CIVILIZACIONES’

Este repaso esquemático y apresurado de las distintas formas del nacionalismo sirve para traer aquí uno de los debates actuales más interesantes en la comunidad académica dedicada a las relaciones exteriores.
                
Kishore Mahbubani y Larry Summers, dos defensores de la supuesta hegemonía de la ideología y los valores liberales en el actual mundo globalizado, acaban de publicar un ensayo (2) en el que dan por superada la tesis del choque de civilizaciones, que defendiera hace un par de décadas Samuel Huntington, y proponen en cambio que asistimos ya a una "fusión de civilizaciones". Stephan Walt, un especialista en relaciones internacionales de la Escuela John Kennedy (Harvard), ha refutado esta optimista afirmación, de manera elegante y sugerente, señalando que, en realidad, estamos ante una "(con) fusión de civilizaciones" (3).
                
No hay tiempo aquí para diseccionar el contenido de ese debate. Pero Walt sostiene, en la línea del presente comentario, que "el nacionalismo es la ideología política más poderosa en el mundo", en la actualidad. Que las distintas formas del nacionalismo constituyan una ideología coherente es algo que podría discutirse. Pero que se ha convertido en el referente dominador de agendas y discursos políticos es un hecho cada más evidente y preocupante.
                
Hubo un tiempo en que se apelaba a las banderas desde las billeteras. Es decir, que el nacionalismo servía para legitimar intereses de unos pocos frente a las aspiraciones de la mayoría. Hoy, las banderas se han convertido en instrumentos útiles para ganar las aceras, es decir, la calle, cada vez más desorientada y asustada.

(1) LE MONDE, 9 de Mayo de 2016.
(2) FOREING AFFAIRS, 18 de Abril de 2016.

(3) FOREIGN POLICY, 4 de Mayo de 2016.

AIRES DE SÁLVESE QUIEN PUEDA EN EL SOCIALISMO FRANCÉS

4 de Mayo de 2016
                
De un tiempo a esta parte, casi nunca llegan buenas noticias de Francia. A los españoles que lucharon por la democracia y a la que nos hicimos adultos con ella nos sobraron siempre razones para profesar admiración por nuestro vecino del norte. Pero últimamente, lo que nos llega es agotamiento, desconcierto e inquietud.
                
Los tres fenómenos que provocan ahora una especial preocupación son los siguientes: el desmoronamiento de un modelo social que ha garantizado prosperidad y bienestar social; el cuestionamiento de derechos y libertades en la nación que los alumbró, codificó y exportó al mundo; y la  consolidación del nacional-populismo, no solo como alternativa real de gobierno, sino también como inspirador de la agenda política emergente.
                
LA BORROSA LÍNEA DERECHA-IZQUIERDA
                
La segunda experiencia socialista francesa camina por senderos sombríos, pese a los esfuerzos de sus protagonistas por minimizar el desastre. Cuando Hollande fue elegido Presidente de la República, hace cuatro años por estos días, se creyó que Europa podía aferrarse a París para propulsar una alternativa a la salida de la crisis, distinta a la doctrina alemana de la austeridad. La ilusión sólo duró medio año.
                
Naturalmente, no pocos manifestamos nuestras prudentes expectativas ante las limitadas capacidades de Francia para liderar otra respuesta europea. Puede atribuirse el fracaso a la decepción sobre la estatura política real de Hollande, o el endémico instinto cainita en el Partido Socialista francés. Los pensadores neoliberales señalan los denominados  "problemas estructurales" del modelo social francés; en palabras crudas: productividad escasa, macrocefalia del sector público, sobreprotección social. Incluso los reformistas, ubicados en los márgenes más pálidos de la socialdemocracia, proclaman la necesidad de una revisión general de los principios de la izquierda europea.
                
Francia estaba ya en crisis de sistema antes de Hollande, y seguirá en tal condición deprimente cuando los socialistas se conviertan -que no es descartable- en una fuerza rezagada, al menos durante un tiempo. La derecha es responsable de esta situación tanto o más que la izquierda, porque ha participado de criterios de gestión semejantes, con menor acento social, pero con el mismo énfasis en los aparatos administrativos. La derecha tiene tanta o más fascinación por el Estado que la izquierda. El liberalismo triunfante ha tenido poco éxito en Francia. Durante un tiempo, fuera de Francia esa realidad se juzgó como positiva, en la medida en que podría reequilibrar el nuevo paradigma social anglosajón, que se había hecho con la hegemonía desde su ofensiva a comienzos de los ochenta (1).
                
Ahora, como ya ha ocurrido en varios momentos de los últimos treinta años, la derecha se cree de nuevo llamada a gobernar, pero es muy posible que no lo pueda hacer desde la engañosa modernidad que proclama, sino desde la revisión tradicional que encarna el Frente Nacional. O pactando con este movimiento o vampirizando alguna de sus propuestas, como ya hizo en anterior etapa de gobierno. Pero la estrategia de Sarkozy concluyó en fracaso, como todo en Francia de un tiempo a esta parte. La derecha no consiguió construir un modelo neoliberal a la francesa.
                
La irrupción del nacionalismo populista robó a la derecha convencional francesa el compromiso con el Estado como motor de la economía, como garante de los valores tradicionales y, al cabo, como corrector de las brechas sociales. El fracaso de los parciales y limitados intentos de la izquierda ha contribuido a fortalecer esa alternativa, que inicialmente se antojaba extremista y exclusivamente de protesta, y que hoy se nos aparece como opción más que posible de gobierno. El Frente Nacional es la nueva patria política de sectores sociales que durante décadas venían confiando en la izquierda, sin por ello haberse enajenado aquellos segmentos residuales que parecían condenados a la marginación o la extinción.
                
EL CALVARIO SOCIALISTA
                
Hollande prometió superar la austeridad como método. Cuando comprobó que no tenía fuerza o recursos para hacerlo, se refugió en el nominalismo, al que son tan aficionados los franceses, para llamar de otra forma a lo mismo que se hacía en la mayor parte de Europa. Pero con denominar rigor a la austeridad, no podían cambiar las cosas. El prestigio del término alternativo no convenció a la base social que esperaba ilusoriamente un giro. El Presidente terminó acomodado en la corriente general de la deriva europea y creyó que podría reescribir el relato acudiendo a la política sin complejos. Un año escaso después de llegar al Eliseo, cuando su popularidad ya descendía en picado, puso en el frente de desgaste de su gobierno a Manuel Valls, por entonces la cabeza más visible del ala derecha del socialismo francés.
                
Valls parecía el mejor antídoto contra el nacionalismo populista emergente del Frente Nacional, por la manera fuerte con la que se conducía en materia de seguridad, inmigración y terrorismo. Ya se ha visto que la retórica sirve de poco cuando los problemas adquieren una envergadura considerable. El inútil tono militarista que se adoptó después de los atentados de noviembre ("Francia está en guerra") fue el preludio de otra de las iniciativas que más malestar ha provocado en la izquierda, incluidos muchos socialistas, pese al aparente  respaldo social: la privación de la nacionalidad francesa a los binacionales implicados en actos de terrorismo.
                
Después de un prolongado silencio, Hollande compareció esta semana en un acto de homenaje al líder socialista histórico, Jean Jaurès, para defender su gestión e invocar "el compromiso de la izquierda". Pero no desveló si será candidato el año que viene.  Hace un año, vinculó su decisión al "descenso del desempleo". El primer ministro Valls asumió la defensa activa de un gobierno en caída libre, pero sus energías se han consumido en polemizar con la izquierda de su partido. Hoy, Valls ha sido desbordado, desde la derecha, por otro cachorro del Presidente, el ambicioso Ministro de Economía, Emmanuel Macron, quien no se ha privado de lanzar su propia plataforma política sin denominación de origen ideológico ("En Marcha"), pero con intenciones claramente electorales. Sopla un aire de ¡sálvese quien pueda!
                
En la izquierda socialista, la opción Macron irrita tanto o más que la opción Valls, porque representa lo mismo, pero con más descaro. El primer ministro se permite reclamar a su jefe que ponga orden; es decir que coloque a su compañero de visión ideológica en su sitio, con el razonable argumento de que el gobierno es un trabajo colectivo. Pero lo único que se oye desde el entorno del Eliseo es un lema onomatopéyico ("He, oh, la gauche"), con el que se pretende defender los años Hollande. Poco prometedor.
                
Todo esto ocurre cuando se apunta una nueva primavera de protesta social, juvenil y estudiantil (La Nuit Debout),  que sólo puede erosionar aún más el apoyo social al gobierno. La reforma laboral supone para una buena parte del PSF una nueva renuncia de la izquierda. El ala izquierda se plantó ("Trop, c'est trop", dijo Martine Aubry en una tribuna pública) y se dispuso a combatir la reforma sin miramientos. La ministra Khomry, encargada de su gestión, fue vilipendiada por sus propios compañeros cuando intentó presentarla como una iniciativa positiva para generar empleo. De ahí que el proyecto haya sido sustancialmente modificado antes del trámite parlamentario. Pero no lo suficiente para aplacar las críticas sindicales y sociales, como pudo comprobarse en un agitado y bronco Primero de Mayo.


 (1) Sobre esta brecha cada vez más difusa entre derecha e izquierda en Francia (y, en general, en Europa), es recomendable el trabajo "Vers le fin du clivage gauche-droite", en LE MONDE DES IDÉES, 30 de abril.