28 de noviembre de 2016
Fidel
Castro ha muerto biológicamente el 25 de noviembre de 2016, pero ya había
fallecido políticamente hace más de diez años, el 31 de julio de 2006, cuando
cedió el control efectivo de Cuba a su hermano Raúl debido a su enfermedad, que
ya le había limitado severamente su capacidad de obrar.
Durante
algún tiempo, se mantuvo vivo el debate sobre el alcance e influencia de Fidel
en la política cubana, después de ceder el testigo operativo del mando a su
hermano Raúl. Las frecuentes opiniones del ex-presidente, orales o escritas,
orientativas o aparentemente imperativas abonaron la idea de que el Jefe de la
Revolución no se había retirado, no había dado un paso atrás (ya se sabe: ni
para coger impulso), sino a un lado.
Al
cabo, importa poco la naturaleza del poder que Fidel haya podido ejercer
durante la década pasada. Lo relevante es que, coincidiendo con su apartamiento
de la primera línea, se confirmó en Cuba una transición (en absoluto un
cambio), hacia otra forma de socialismo. O al menos así lo pretenden sus
impulsores, la vieja y la nueva guardia del Partido Comunista, con
discrepancias tenues en cuestión de matices o de graduación).
La
primera muerte de Fidel fue política, que no ideológica. Es decir, no ha habido
en estos diez últimos años renuncia alguna al ideario de la revolución, ni
siquiera al del sistema económico y mucho menos político. El principio
"todo dentro de la revolución, nada fuera de la revolución" ha
seguido vigente. Lo que se ha modificado no ha sido el discurso, sino la
praxis. O sea, la política. La intransigencia fidelista, santo y seña de
la concepción militante y vigilante de la Revolución, se ha ido transformando
en la flexibilidad raulista, reflejo de la necesidad de
supervivencia tanto del proyecto
revolucionario como del acomodo de las élites del sistema.
Desde
su nueva tribuna en retaguardia -o, si se quiere, de una vanguardia menos
avanzada-, Fidel Castro se permitía
ciertos dardos sin destinario expreso. Lo cual en absoluto era novedoso, porque
ya practicaba este comportamiento cuando ejercía de hecho y derecho el
liderazgo supremo. Era lo que llevó en su día a Gabriel García Márquez a decir
que Fidel Castro era el líder del gobierno, pero también de la oposición. Un
halago discutible que pretendía ensalzar el espíritu crítico e inconformista
del ya por entonces veterano revolucionario.
La
última veta crítica de Fidel tenía otro significado. En su vejez, en su
deterioro físico y anímico, en la conciencia del aislamiento en que se
encontraba Cuba, pese al apoyo chavista, el anciano Castro estaba anticipando
quizás una Cuba distinta, no necesariamente capitalista a corto plazo, pero sí
contaminada por precursores que a él siempre se le antojaron insidiosos, por
necesarios que fueran ocasional o provisionalmente, como la propiedad mixta, el
pequeño negocio privado más estable que actualmente, la creciente inversión
extranjera, etc.
En
cierta ocasión, ya retirado del primer plano, Fidel admitió con amargura el
retroceso del "campo socialista". Pero, con la ambigüedad que lo
caracterizaba cuando hablaba de las relaciones internacionales (aparte de sus
latiguillos anti-imperialistas), nunca se pronunció sobre la evolución
nacionalista de Rusia tras la desaparición de la URSS o el travestismo del
comunismo chino en un capitalismo de Estado bajo el autoritarismo de un Partido
despojado de su armazón ideológico para convertirse en un mero aparato de poder.
Castro
nunca recomendó un camino concreto para su país que no fuera un irreal
continuismo de su régimen. Hubiera sido como aceptar que había que hacer más
cambios que los puramente tácticos o instrumentales. Quizás ya se había
resignado a que había dejado de ser una fuerza real, una influencia efectiva.
En su ambigua aparición en el último plenario de la Asamblea Popular, el pasado
mes de abril, evocó su desaparición definitiva, para afirmar a continuación la
pervivencia de las ideas comunistas. Se
respetó más al mensajero que al mensaje.
Por
la misma razón, importó poco su escaso
aprecio -por no decir desdén- por la significación de la visita de Obama, el
primer presidente que aterrizaba en la isla en más de medio siglo. Raúl Castro
y el resto de equipo dirigente capitalizaron ese acontecimiento sin exagerarlo,
pero sin minimizarlo tampoco.
Por
eso, la segunda muerte de Fidel Castro se ha vivido con tranquilidad absoluta
en Cuba, algo que ha sorprendido a algunos medios poco reflexivos. Hace tiempo que el pueblo cubano ya había
descontado su desaparición definitiva. Sus palabras seguirán escuchándose
muchos años. Ahora, como desde hace un cuarto de siglo al menos, lo que
preocupa es vivir cada día. Resolver.