25 de julio de 2018
El fútbol y la política
están indefectiblemente vinculados, por mucho que no pocos agentes del uno y de
la otra se empeñen en negarlo o condenarlo, incluso quienes más alientan o se
aprovechan de esa convergencia. El reciente Campeonato Mundial de Fútbol ha
sido un escaparate privilegiado de ello.
El fútbol se politiza en
la medida en que es un recurso propagandístico de gran alcance e intensidad. Y
la política se reduce, con bastante frecuencia, a los impulsos propios del
fútbol más profesional, menos romántico u olímpico, cuando se afianza la
competitividad, la victoria por encima de cualquier otro objetivo y el ataque o
la descalificación del contrario.
El Mundial tiene otro
efecto equívoco. Edulcora la tendencia globalizadora, que en el fútbol es tan
señalada como en la economía. No en vano, no existe un deporte más dominado por
las dinámicas del negocio. Pocos espectáculos mueven tanto dinero como el
fútbol. No hay estrellas mejor pagadas que los mitos del balompié.
La globalización ha
borrado las señas de identidad nacionales en la rivalidad que enfrenta a los
clubes, sociedades capitalistas o afines en su gran mayoría. Los equipos más
competitivos en Europa (meca del fútbol, aún) están integrados por jugadores de
diversos países (europeos o no), incluso de forma mayoritaria en el caso de los
más potentes. Son muy pocos los nacionales que tienen ficha en esos clubes. El caso
de Athletic de Bilbao, tantas veces considerado obsoleto y un tanto rancio, es
una excepción en el panorama europeo, por lo demás contemplada con una mezcla
de simpatía y desprecio, según qué miradas.
El Mundial (o la Eurocopa y
la Copa Libertadores, por citar sólo los más importantes campeonatos regionales)
ofrecen el orgullo ceremonial de “vestir la camiseta nacional”. Los jugadores
(no los entrenadores, en cambio) se alinean de nuevo por banderas y escuchan el
himno patrio antes del partido. Luego, en el terreno de juego se agrupan en el
esfuerzo con otros futbolistas que son rivales en las ligas donde juegan
durante el año, y se enfrentan a otros que son colegas en sus clubes pero con
los que no comparten pasaporte.
Esta inversión nacionalista
de un futbol sin patria genera una energía política que es muy difícil ignorar.
Los dirigentes contemplan en la ceremonia del Mundial (o sus versiones
regionales menores) una oportunidad para unificar mensajes, capitalizar
orgullos e incrementar índices de popularidad.
Se ha resaltado el uso que
el presidente ruso ha hecho del Mundial, igual que otros autócratas se beneficiaron
de anteriores citas históricas. Ahí está en el torneo argentino de 1978, celebrado
en pleno auge de la dictadura militar, o el campeonato mexicano, jugado pocos
días después de la matanza de la Plaza de Tlatelolco, en 1968. Otros ejemplos
son más sutiles o menos clamorosos: como la victoria (sin mayores
consecuencias) de la RDA sobre la RFA en el Mundial celebrado en Alemania durante
la plena vigencia de la Ostpolititk
de Willy Brandt.
LA VICTORIA DE PUTIN
Muchos analistas parecen
decididos a reconocer que el líder ruso ha ganado
el entorchado propagandístico o político, aunque Rusia quedara apeada en
cuartos de final, después de eliminar a España, precisamente. Putin, sin
embargo, dosificó muy bien su presencia en los palcos, entre otras cosas porque
los invitados eludieron cuanto pudieron aparecer junto a él (1).
El patrón del Kremlin eligió bien cuando reforzar
su defensa y los momentos propicios para pasar al ataque. El gol más influyente
tuvo lugar acabado el torneo: durante la cumbre con Donald Trump en Helsinki.
Putin entregó a Trump un balón oficial del Mundial con mensaje adosado: “la
pelota está ahora en su tejado”. No se refería a la competición deportiva, claro
está, aunque Estados Unidos acabara de ganar la puja para organizar el Mundial
de 2026, en colaboración con sus socios ahora malavenidos de la NAFTA (Canadá y
México).
Con este guiño esférico y envenenado, Putin coronó
una rueda de prensa calificada como humillante por muchos políticos, medios y
analistas norteamericanos. El líder ruso hurgo con paciencia y astucia en la
herida de las relaciones bilaterales, profundamente erosionadas por la
rivalidad geopolítica, la supuesta interferencia rusa en las elecciones
norteamericanas y, sobre todo, las sospechas de colusión entre la campaña del
candidato hotelero y los servicios de inteligencia rusos.
ÁFRICA: AMARGURA Y GLORIA.
Una vez más, el Mundial fue
una ilusión frustrado para las naciones africanas. Pero no tanto para los
africanos ( o para los descendientes de africanos). Sus hazañas deportivas se
enredaron con la patata siempre caliente de la inmigración. La notable
participación en el equipo francés de jugadores de origen africano alentó un
debate sobre los méritos nacionales. Un caso compartido con otras selecciones
que llegaron a semifinales, como la belga o la inglesa (2).
Sectores próximos al antiguo Frente Nacional galo comentaron
con cierto sarcasmo que la identidad francesa quedaba desvaída en los bleus. A estos comentarios de tono
racista se replicó que los jugadores de origen africano eran tan franceses como
los de ascendencia europea. Pero la discusión se complicó un poco más. Hubo
quien alertó sobre la intención de quienes veían en los jugadores africanos un
ejemplo de las bondades de la integración: al cabo, sostenían esos críticos,
los futbolistas son parte de esa élite migratoria y no ejemplo significativo de
las condiciones de vida que soporta la mayoría de quienes comparten su origen
(3).
LOS FANTASMAS NACIONALISTAS
El nacionalismo sedicente encontró su expresión
más ruidosa no en el sueño (deportivo) truncado de la anfitriona Rusia, sino en
el exhibicionismo ruidoso de la modesta Croacia, con su jefa de Estado ataviada
como una hincha más en palcos,
inmediaciones de los estadios y (sin pudor digno de mejor causa) en los
vestuarios.
La muy joven nación croata desplegó mucho orgullo,
pero escondió con cuidado sus no pocas vergüenzas adheridas a la propaganda del
fútbol. Su principal estrella, Luca Modric, jugador del Real Madrid, está
inmerso en una causa judicial en su país, por supuesta complicidad y/o
encubrimiento del expresidente del Dinamo de Zagreb, Zdravko Mamic. Este
personaje está procesado por corrupción. Modric, como otros compañeros suyos de
selección, se habría avenido a sus prácticas fraudulentas con motivo de su
traspaso, hace diez años, al club inglés del Tottenham (4), donde jugó unos
años antes de ser fichado por Florentino Pérez. Hijo de refugiados croatas de
la ciudad de Osijek, en la Eslavonia oriental, Modric ha asumido ese discurso
nacionalista que sirvió tanto para la guerra de independencia como para la
construcción del nuevo país. Las hinchadas croatas suelen resucitar los peores
demonios de la simpatía filonazi
durante la segunda guerra mundial.
Un ejemplo de distinto corte lo hemos encontrado
en Bélgica, donde la rivalidad entre flamencos y valones, muy agudizada por el
oleaje nacionalista de los últimos años en Europa, suele quedar temporalmente
amortiguada por el empeño común de la selección nacional. Sólo la cerveza,
dicen algunos, compite con el fútbol como factor aglutinador del país. Claro
que la ilusión de un triunfo belga, alentada por el mejor juego entre los 32
participantes, se mostró tal final tan efímera como la espuma del alcohólico
brebaje.
En unas pocas semanas, antes de que se acaben las
vacaciones estivales para muchos de los aficionados, volverá a rodar el balón
en las ligas europeas, bajo la sombra de las banderas. Mientras tanto, la
globalización futbolística, engrasada por el dinero de televisiones y de las
marcas publicitarias, acallará los himnos y propiciará fichajes y contratos
millonarios. El orgullo nacional pasará a segundo plano y ocupará el centro de
atención la rivalidad apátrida de los equipos multinacionales y multiétnicos.
NOTAS
(1) “Russia’s
goals won’t end with the World Cup”. DANIEL B. BAER. FOREIGN POLICY, 2 de julio.
(2) “The
World Cup is a victory for the inmigration dream”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON
POST, 12 de julio.
(3) “L’équipe de la
France, objet politque, malgré elle”. LE
MONDE, 11 de julio.
(4) “Croatia’s
soccer stars should be heroes. Instead, they are hated”. MATTHEW HALL. FOREIGN POLICY, 6 de julio.
(5) “Contra les bleus,
les belges joueront bien plus qu’une demi-final. COURRIER INTERNATIONAL, 10 de
julio.