GEOPOLÍTICA DEL FÚTBOL: CUANDO EL BALÓN VUELVE A SER PATRIÓTICO


25 de julio de 2018

            
El fútbol y la política están indefectiblemente vinculados, por mucho que no pocos agentes del uno y de la otra se empeñen en negarlo o condenarlo, incluso quienes más alientan o se aprovechan de esa convergencia. El reciente Campeonato Mundial de Fútbol ha sido un escaparate privilegiado de ello.
            
El fútbol se politiza en la medida en que es un recurso propagandístico de gran alcance e intensidad. Y la política se reduce, con bastante frecuencia, a los impulsos propios del fútbol más profesional, menos romántico u olímpico, cuando se afianza la competitividad, la victoria por encima de cualquier otro objetivo y el ataque o la descalificación del contrario.
            
El Mundial tiene otro efecto equívoco. Edulcora la tendencia globalizadora, que en el fútbol es tan señalada como en la economía. No en vano, no existe un deporte más dominado por las dinámicas del negocio. Pocos espectáculos mueven tanto dinero como el fútbol. No hay estrellas mejor pagadas que los mitos del balompié.
            
La globalización ha borrado las señas de identidad nacionales en la rivalidad que enfrenta a los clubes, sociedades capitalistas o afines en su gran mayoría. Los equipos más competitivos en Europa (meca del fútbol, aún) están integrados por jugadores de diversos países (europeos o no), incluso de forma mayoritaria en el caso de los más potentes. Son muy pocos los nacionales que tienen ficha en esos clubes. El caso de Athletic de Bilbao, tantas veces considerado obsoleto y un tanto rancio, es una excepción en el panorama europeo, por lo demás contemplada con una mezcla de simpatía y desprecio, según qué miradas.
           
El Mundial (o la Eurocopa y la Copa Libertadores, por citar sólo los más importantes campeonatos regionales) ofrecen el orgullo ceremonial de “vestir la camiseta nacional”. Los jugadores (no los entrenadores, en cambio) se alinean de nuevo por banderas y escuchan el himno patrio antes del partido. Luego, en el terreno de juego se agrupan en el esfuerzo con otros futbolistas que son rivales en las ligas donde juegan durante el año, y se enfrentan a otros que son colegas en sus clubes pero con los que no comparten pasaporte.
            
Esta inversión nacionalista de un futbol sin patria genera una energía política que es muy difícil ignorar. Los dirigentes contemplan en la ceremonia del Mundial (o sus versiones regionales menores) una oportunidad para unificar mensajes, capitalizar orgullos e incrementar índices de popularidad.    
        
Se ha resaltado el uso que el presidente ruso ha hecho del Mundial, igual que otros autócratas se beneficiaron de anteriores citas históricas. Ahí está en el torneo argentino de 1978, celebrado en pleno auge de la dictadura militar, o el campeonato mexicano, jugado pocos días después de la matanza de la Plaza de Tlatelolco, en 1968. Otros ejemplos son más sutiles o menos clamorosos: como la victoria (sin mayores consecuencias) de la RDA sobre la RFA en el Mundial celebrado en Alemania durante la plena vigencia de la Ostpolititk de Willy Brandt.
            
LA VICTORIA DE PUTIN    
            
Muchos analistas parecen decididos a reconocer que el líder ruso ha ganado el entorchado propagandístico o político, aunque Rusia quedara apeada en cuartos de final, después de eliminar a España, precisamente. Putin, sin embargo, dosificó muy bien su presencia en los palcos, entre otras cosas porque los invitados eludieron cuanto pudieron aparecer junto a él (1).

El patrón del Kremlin eligió bien cuando reforzar su defensa y los momentos propicios para pasar al ataque. El gol más influyente tuvo lugar acabado el torneo: durante la cumbre con Donald Trump en Helsinki. Putin entregó a Trump un balón oficial del Mundial con mensaje adosado: “la pelota está ahora en su tejado”. No se refería a la competición deportiva, claro está, aunque Estados Unidos acabara de ganar la puja para organizar el Mundial de 2026, en colaboración con sus socios ahora malavenidos de la NAFTA (Canadá y México).

Con este guiño esférico y envenenado, Putin coronó una rueda de prensa calificada como humillante por muchos políticos, medios y analistas norteamericanos. El líder ruso hurgo con paciencia y astucia en la herida de las relaciones bilaterales, profundamente erosionadas por la rivalidad geopolítica, la supuesta interferencia rusa en las elecciones norteamericanas y, sobre todo, las sospechas de colusión entre la campaña del candidato hotelero y los servicios de inteligencia rusos.
       
ÁFRICA: AMARGURA Y GLORIA.
          
Una vez más, el Mundial fue una ilusión frustrado para las naciones africanas. Pero no tanto para los africanos ( o para los descendientes de africanos). Sus hazañas deportivas se enredaron con la patata siempre caliente de la inmigración. La notable participación en el equipo francés de jugadores de origen africano alentó un debate sobre los méritos nacionales. Un caso compartido con otras selecciones que llegaron a semifinales, como la belga o la inglesa (2).

Sectores próximos al antiguo Frente Nacional galo comentaron con cierto sarcasmo que la identidad francesa quedaba desvaída en los bleus. A estos comentarios de tono racista se replicó que los jugadores de origen africano eran tan franceses como los de ascendencia europea. Pero la discusión se complicó un poco más. Hubo quien alertó sobre la intención de quienes veían en los jugadores africanos un ejemplo de las bondades de la integración: al cabo, sostenían esos críticos, los futbolistas son parte de esa élite migratoria y no ejemplo significativo de las condiciones de vida que soporta la mayoría de quienes comparten su origen (3).

LOS FANTASMAS NACIONALISTAS

El nacionalismo sedicente encontró su expresión más ruidosa no en el sueño (deportivo) truncado de la anfitriona Rusia, sino en el exhibicionismo ruidoso de la modesta Croacia, con su jefa de Estado ataviada como una hincha más en palcos, inmediaciones de los estadios y (sin pudor digno de mejor causa) en los vestuarios.

La muy joven nación croata desplegó mucho orgullo, pero escondió con cuidado sus no pocas vergüenzas adheridas a la propaganda del fútbol. Su principal estrella, Luca Modric, jugador del Real Madrid, está inmerso en una causa judicial en su país, por supuesta complicidad y/o encubrimiento del expresidente del Dinamo de Zagreb, Zdravko Mamic. Este personaje está procesado por corrupción. Modric, como otros compañeros suyos de selección, se habría avenido a sus prácticas fraudulentas con motivo de su traspaso, hace diez años, al club inglés del Tottenham (4), donde jugó unos años antes de ser fichado por Florentino Pérez. Hijo de refugiados croatas de la ciudad de Osijek, en la Eslavonia oriental, Modric ha asumido ese discurso nacionalista que sirvió tanto para la guerra de independencia como para la construcción del nuevo país. Las hinchadas croatas suelen resucitar los peores demonios de la simpatía filonazi durante la segunda guerra mundial.

Un ejemplo de distinto corte lo hemos encontrado en Bélgica, donde la rivalidad entre flamencos y valones, muy agudizada por el oleaje nacionalista de los últimos años en Europa, suele quedar temporalmente amortiguada por el empeño común de la selección nacional. Sólo la cerveza, dicen algunos, compite con el fútbol como factor aglutinador del país. Claro que la ilusión de un triunfo belga, alentada por el mejor juego entre los 32 participantes, se mostró tal final tan efímera como la espuma del alcohólico brebaje.

En unas pocas semanas, antes de que se acaben las vacaciones estivales para muchos de los aficionados, volverá a rodar el balón en las ligas europeas, bajo la sombra de las banderas. Mientras tanto, la globalización futbolística, engrasada por el dinero de televisiones y de las marcas publicitarias, acallará los himnos y propiciará fichajes y contratos millonarios. El orgullo nacional pasará a segundo plano y ocupará el centro de atención la rivalidad apátrida de los equipos multinacionales y multiétnicos.


NOTAS

(1) “Russia’s goals won’t end with the World Cup”. DANIEL B. BAER. FOREIGN POLICY, 2 de julio.

(2) “The World Cup is a victory for the inmigration dream”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 12 de julio.

(3) “L’équipe de la France, objet politque, malgré elle”. LE MONDE, 11 de julio.

(4) “Croatia’s soccer stars should be heroes. Instead, they are hated”. MATTHEW HALL. FOREIGN POLICY, 6 de julio.

(5) “Contra les bleus, les belges joueront bien plus qu’une demi-final. COURRIER INTERNATIONAL, 10 de julio.

NICARAGUA: EL COMANDANTE EN SU LABERINTO


19 de julio de 2018
           
Nicaragua es uno de los ejemplos más lacerantes de la decepción revolucionaria. La oleada de represión y violencia que vive desde hace tres meses en el pequeño país centroamericano evidencia el fracaso de la última rebelión genuinamente popular del siglo XX, de cuyo triunfo se cumplen este jueves 39 años.

Después de cuarenta años de dictadura de los Somoza, brutal, sanguinaria, auspiciada y protegida por Estados Unidos, han seguido otras cuatro décadas de revolución popular, desencanto, contrarrevolución armada no culminada pero calculadamente desestabilizadora, intentos liberales más o menos fallidos, democracia discutida y discutible, transformación de los ideales revolucionarios en esquemas burocráticos y reflejos de casta. Hasta llegar, en la actualidad, a una amarga reproducción deformada de un autoritarismo torpe y brutal,

Hace tiempo que el sandinismo se disolvió en sus contradicciones y errores, en sus abusos y debilidades personales y de clan, en sus excesos y cortedades. Los líderes de la revolución rompieron dolorosamente y hasta violentamente entre ellos, tomaron caminos distintos y distantes, reclamaron herencias legítimas e ilegítimas y dejaron o no pudieron evitar una deriva indeseable.
          
Daniel Ortega, el primus interpares de aquellos nueve comandantes que  compusieron el mando colegiado de la Revolución, tuvo más voluntad, ambición o audacia que sus colegas para asumir el timón político. Después de ser desalojado del gobierno electoralmente en 1990, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, aún con su denominación original, era irreconocible para la mayoría de sus fundadores cuando recuperó el poder por las urnas en 2007, con Daniel Ortega como estandarte.
        
El segundo Daniel era otro Daniel, como el sandinismo ya no era el sandinismo. Las viejas proclamas revolucionarias y los ardores ideológicos se habían transformado en eslóganes oportunistas. Al espíritu frentista le sustituyó un instinto pactista. Los antiguos enemigos (en particular la jerarquía católica y el empresariado) fueron seducidos por ese Daniel Ortega redivivo, reformado, adaptado a las nuevas realidades del país, aunque conservara, por razones táctica, cierta retórica de antaño para consumo interno, pero sobre todo para seducir a la Venezuela chavista, que le proporcionaría notable apoyo económico y financiero (1).

            
La burguesía nicaragüense, que siempre receló de la transformación del “nuevo” sandinismo, terminó comprando el discurso oportunista de Ortega. No por ingenuidad, por supuesto: por interés, por codicia.
            
La alianza con la Iglesia, o mejor dicho con la jerarquía eclesiástica, tuvo un alcance político mayor. El todopoderoso Cardenal Miguel Obando y Bravo, enemigo histórico principal del sandinismo, y luego inspirador de la contrarrevolución, se convirtió en legitimador esencial de la transformación orteguiana. Algunas versiones explican este giro por un pacto innoble, inconfesable: a cambio de la vista gorda sobre los negocios fraudulentos de un protegido de Obando (un hijo bastardo, según ciertos rumores vox populi), el arzobispo se avino a extender su bendición sobre Ortega y su esposa, Rosario Murillo, con quien había vivido en unión libre (o sea, en pecado) durante veinte años, y los unió cristianamente en el altar (2).
         
Ortega no se conformó con este enjuague de poder. Sinceramente o no, empezó a deslizarse hacia un cristianismo militante, que no era precisamente el de la teología de la liberación, sino el de un fundamentalismo formalista y un tanto místico.
            
Con los empresarios, el Presidente-comandante mostró también una ductilidad muy del agrado de los partidarios hemisféricos de la libre empresa (del neoliberalismo, más bien) en esa parte cautiva del continente. En Washington importó poco que Ortega se alineara con la línea chavista de las izquierdas latinoamericanas, porque proclamaba una cosa, pero, en el frente interno, hacía otra bien distinta.

            
El país creció económicamente, las inversiones extranjeras se sintieron atraídas por el reformismo orteguiano y hasta se agradecía el autoritarismo rampante que garantizaba el control social, el embridamiento, cuando no la neutralización, de la oposición y la progresiva evolución hacia un régimen personal… o familiar. Tanto daba Daniel como Rosario, ya convertida en vicepresidenta, ideóloga, mentora y auténtica líder en la sombra de una Nicaragua cada vez más sombría, más espectral (3).
            
Esta primavera, las contradicciones de tal engendro saltó por los aires, cuando los indicios de crisis obligaron al régimen a recortar beneficios sociales e imponer cargas fiscales para mantener el edificio clientelar construido durante una década. La Iglesia, siempre atenta a los bandazos sociales, empezó a alejarse del régimen, sobre todo cuando Obando abandonó primero la escena y luego este mundo material al que siempre mostró tanto apego (4).
            
La punta de lanza de la protesta social contra el orteguismo (en realidad, el murillismo) han sido los estudiantes. Bajo un impulso ideológico difuso, quizás por el agotamiento de las últimas décadas, los estudiantes asumieron el liderazgo de una sociedad civil narcotizada, neutralizada o desconcertada. En abril, las protestas se tornaron más contundentes, el régimen se asustó, la policía comenzó a tirar a matar y esa violencia latente siempre en Centroamérica emergió de nuevo con la brutalidad habitual. La sombra de Somoza impregnó las memorias y las conciencias: “Daniel y Somoza son la misma cosa”, gritan desde entonces los estudiantes. Una proclama devastadora para la legitimidad histórica del sandinismo (5).    
            
Trescientos muertos en tres meses son muchos muertos para afirmar que los revoltosos son una “minoría tóxica” (Murillo dixit). La policía y las fuerzas de seguridad parecen leales a la pareja gobernante, como suele ocurrir en todos los regímenes autoritarios, apoyados naturalmente por unidades paramilitares. Sin embargo, no existe la misma convicción con el ejército. La politización de los primeros años de gobierno revolucionario dio paso a unas fuerzas armadas más profesionales, menos ideologizadas. Aunque Ortega trató de reinstaurar lealtades originales entre los uniformados, no está claro que los militares unan su destino al del régimen si la represión se mantiene y la sangre sigue corriendo (6).
            
El diálogo, impulsado por la Iglesia y apoyado por una oposición variopinta y desorganizada, parece la opción más sensata. Las cancillerías también abogan por esa vía, con prudencia y cálculo, aún sabiendo que tienen una influencia relativa sobre el gobierno (7). Confían, sin embargo, en que el debilitado patronazgo venezolano y el aislamiento del clan Ortega-Murillo obligue a la pareja a transigir. Porque, en caso contrario, como ha escrito Víctor Hugo Tinoco, otro histórico del sandinismo, si el Comandante se obstina podría perderlo todo.


NOTAS

(1) “Au Nicaragua, Daniel Ortega se cramponne au pouvoir et réprime dans le sang”. FRÉDÉRIC SALIBA. LE MONDE, 11 de julio.

(2) “Church ans State in Nicaragua”. IAN BATESON. FOREIGN AFFAIRS, 19 de octubre de 2017.

(3) “The Unchecked demise of the Nicaraguan democracy”. OLIVER DELLA COSTA STUENKEL y ANDREAS E. FELDMAN. CARNEGIE ENDOWMENT FOR PEACE, 16 de noviembre de 2017.

(4) “Nicaragua’s toppling trees: strike ominous note for Daniel Ortega’s rule”. THE GUARDIAN, 28 de abril.

 (5) “We are Nicaragua. Student’s revolt, bur now face a more dauting task”. THE NEW YORK TIMES,  27 de abril de 2018.

(6) “Can Nicaragua’s military prevent a civil war”. ORLANDO J. PÉREZ. FOREIGN POLICY, 3 de julio.

(7) “Las masacres de Nicaragua exigen una firme reacción de la comunidad internacional”. MANUEL DE LA IGLESIA CARUNCHO.



OTAN: DE 30 AÑOS DE RECORRIDO EN CÍRCULO AL FUEGO AMIGO

11 de julio de 2018


Que no haya sorprendido a cualquiera mínimamente informado no impide que la tronada de Donald Trump contra sus aliados atlánticos en Bruselas deje de ser asunto de interés máximo en Europa. La OTAN soporta fuego interno, del principal socio, en un momento especialmente inoportuno, si es que alguno pueda ser oportuno en una alianza político-militar. Trump regaña a los amigos y éstos temen que se entregue a los abrazos con Putin en Helsinki, capital evocadora de las más célebres ambigüedades durante la guerra fría.
                
La OTAN atravesó momentos de incertidumbre tras el derrumbamiento de la URSS, ante las dudas razonables sobre la necesidad de su mantenimiento, desaparecido el enemigo que había justificado su creación en 1949. La amalgama de intereses políticos, económicos, empresariales y militares que sostienen la organización encontraron la manera de justificar su viabilidad por los desafíos que los nuevos escenarios posguerra fría planteaban.
                
Se realizaron interpretaciones libres o dudosas del Tratado de Washington, se formuló  un nuevo concepto estratégico muy dinámico (adaptado a una coyuntura muy variable) y se convino en definir un “nuevo orden internacional” que transformaba la naturaleza misma de la Alianza. En efecto, en lugar de un pacto contra alguien (la URSS), una especie de gran compañía de seguridad para amigos y exenemigos: una nueva arquitectura de seguridad continental, ahora euroasiática. Con este planteamiento se inició el crecimiento de la OTAN, como efecto ineludible esa nueva visión optimista (no necesariamente realista).
                
Pero esa oferta de brazos abiertos no fue una barra libre. A los países satélites se les recibía con entusiasmo (más aún: se les invitaba a entrar), pero para la heredera de la URSS se orquestó un procedimiento más alambicado (un Consejo de Cooperación). Entre otras cosas, porque la nueva Rusia nunca se sintió cómoda como un “aliado externo”, cuando había sido uno de los polos del poder militar en Europa durante medio siglo.
                
Tampoco Moscú tragó de buena gana que sus antiguos satélites se convirtieran en entusiastas conversos de los antiguos enemigos. A medida que las ilusiones del proclamado por Bush Sr. como “nuevo orden internacional” se convertía en creciente desorden y en Rusia se imponía el nacionalismo como confusa referencia ideológica, la nueva Pax europea se agrió.
                
Superado el shock económico, político y social de finales de los noventa, la flamante Federación Rusa comenzó a resurgir, engrasada por las retribuciones de sus materias primas en los nuevos mercados y alimentada por el sentimiento de orgullo patrio inducido desde el Kremlin. La alianza entre los viejos aparatchiks de seguridad y los nuevos ricos (oligarcas) que surgieron de la delincuente privatización y otros procesos de “transición a la economía de mercado” fue la base de la nueva Rusia de Putin, un personaje de segunda fila convertido en el ‘cirujano de hierro’ que  numerosos sectores de la torturada sociedad rusa anhelaban.
                
La crisis chechena fue la oportunidad que el proyecto encabezado por Putin necesitaba para iniciar el camino de regreso a los esplendores de antaño. Años después, la intervención en Georgia (sesgadamente contada en los medios occidentales), acabó definitivamente con el nuevo orden. Empezó a hablarse del regreso a la “guerra fría”, o de otra “guerra fría”, distinta de la anterior, pero igualmente inquietante. La evolución de este enfriamiento en Europa es conocida y tiene en Crimea su punto de referencia fundamental, definitorio. La visión que en Occidente se ha venido construyendo sobre la actual política exterior de Rusia (ambiciosa, asertiva, sin complejos) ha colocado el debate sobre la seguridad europea (y global) bajo la perspectiva de la confrontación. De Gorbachov a Putin: treinta años de un recorrido en círculo.

... Y EN ESO LLEGÓ TRUMP        
                
El actual presidente norteamericano tiene la insólita virtud de destrozar casi todo lo que toca (e incluso lo que no toca). Y uno de los estropicios más sonoros ha sido el manotazo al mecano de la seguridad europea, que era, hasta ahora, uno de los elementos más sólidos del llamado “orden liberal internacional”.
                
Con su simplista fórmula del America First, Trump ha atentado contra la noción misma de alianza. El presidente-hotelero no es capaz de ver más allá de la relación cliente-proveedor, ni tiene otra referencia que el contrato o la factura. No puede apreciar las ventajas para EE.UU. de una Europa segura o confiada si no le cuadran las cuentas, es decir, si los clientes no pagan lo que consumen. Lo decía antes de ganar la mayoría de los votos del Colegio electoral y lo ha seguido machaconamente recordando en sus tuits y otros conductos de sus regañinas (1) .
                
El mensaje de Trump a sus socios europeos es simple: Ustedes disfrutan del producto militar, Estados Unidos paga el coste y, en señal de “agradecimiento”, nos devuelven una estructura comercial que nos hace soportar un déficit de miles de millones de dólares. Poco importa que el singular empresario sea poco riguroso con las cifras o que haga lecturas tramposas de las balanzas comerciales. Se mantiene en sus trece, pese a todos los intentos de sus colegas por encauzarle hacia una discusión más racional (2).
                
EL DEBATE SOBRE EL ESFUERZO EUROPEO EN DEFENSA
                
Estrategas y cabezas de huevo de la seguridad occidental admiten que algo de razón lleva Trump en sus reproches. Sus antecesores en la casa Blanca no han dejado de reclamar un reparto más equitativo de la factura. Pero lo han hecho con diplomacia, con tiento, sin poner en peligro la solidez de la alianza. A Trump no le van esos modales. Habla para los americanos que no gozan de las virtudes de la finura, que no gustan de entretenerse en los detalles.
                
Algunos especialistas llevan años planteando modificar el sentido del debate. El verdadero problema de la OTAN, argumentan, no es que los aliados europeos gasten poco o menos de lo que deberían en defensa, sino que gastan mal. Lo peor de la presión de Trump sería que esos países aumentaran sus gastos militares, pero lo hicieran en lo que no deben (3).
                
Hubo un tiempo en que las iniciativas europeas de defensa, casi siempre impulsadas por París, suscitaban recelos no sólo en Washington o en Londres, si no en Berlín (o Bonn, en su día), porque se contemplaban como rivales. Ya no. Y Trump ha ayudado a desvanecer esos temores. Merkel no lo pudo decir más claro tras visitar la Casa Blanca el año pasado: los europeos tenemos que empezar a garantizar nuestra propia seguridad (4).
                
En los últimos años se ha avanzado en una iniciativa de defensa europea autónoma basada en la integración de las fuerzas armadas nacionales, la compatibilidad de armamento,  recursos, dispositivos y estructuras de mandos (5). Ese esfuerzo se ha hecho sin ignorar a la OTAN. Al contrario, la Alianza ha reforzado sus capacidades lo más cerca posible de la frontera rusa. Ha crecido y se ha hecho más flexible la fuerza de intervención rápida, con un ojo puesto en los débiles estados bálticos, se está planificando un dispositivo similar para Polonia y ya se plantea un esfuerzo de parecido alcance para las regiones del Mar Negro y los Balcanes (6). Se van a crear dos nuevos mandos para la defensa adelantada y a reforzar la ciberseguridad para las amenazas informáticas, la guerra futura (presente, en realidad. No en vano, se avanza en el cumplimiento del compromiso de Gales (2004) de aumentar las inversiones militares de los países miembros hasta llegar al 2% de PIB en 2024. Ocho aliados ya han alcanzado ese umbral.
                
Alemania, principal objetivo de los ataques de Trump, ha hecho un esfuerzo notable. Después de un lustro de incrementos ininterrumpidos, el presupuesto militar se ha elevado a 38,5 mil millones de euros, todavía medio punto por debajo del objetivo fijado en Gales. Los socialdemócratas han opuesto resistencia, porque sus líderes, militantes y mayoría de votantes no terminan de entender esta necesidad, cuando hay desafíos sociales más apremiantes, pero casi la mitad de los alemanes, quizás contagiados de la fiebre nacionalista, parece ver con buenos ojos estas “atenciones” hacia sus fuerzas armadas, aunque consideren al señor Trump como el mayor peligro actual para la paz mundial (7).
                
Pero a Trump no le van los proyectos a largo plazo. No piensa estratégicamente. No se lo permite su visión populista y egomaníaca. Trabaja en corto y quizás no se vea mucho tiempo como Presidente. Esa es, tal vez, la mejor noticia para la Alianza Atlántica: que la tormenta perfecta del fuego amigo sea efímera.

NOTAS

(1) “Why NATO matters (Editorial)”. THE NEW YORK TIMES, 8 de julio.

(2) “Worried NATO partners wonder if Atlantic allies can survive Trump”. JULIAN BORGER. Editor-Jefe de Internacional. THE GUARDIAN, 8 de julio.

(3) “Trump’s meaningless debate on NATO spending debate”. JEREMY SHAPIRO (Director de Investigación del Consejo Europeo de Relaciones Internacionales), 9 de julio.

(4) “NATO allies prepare to push back at Trump (but not too much)”. STEVEN ERLANGER. Corresponsal diplomático en Europa. THE NEW YORK TIMES, 9 de julio.

(5) “Letting Europe go on its own way. The case for strategic autonomy”. SVEN BISCOP (Director del departamento de Europa del Instituto Egmont de Relaciones Internacionales de Bruselas). 6 de julio.

(6) “NATO in the age of Trump”. JULIANNE SMITH Y YIM TOWNSEND. FOREIGN AFFAIRS, 9 de julio.

(7) “Spare a thought for the Bundeswehr”. ELISABETH BRAW (Centro para el análisis de la política europea). FOREIGN POLICY, 9 de julio.


MÉXICO: EXPECTATIVAS E INCERTIDUMBRES EN TORNO A AMLO

 4 de julio de 2018

                
Se ha roto el maleficio en México. La izquierda tendrá la oportunidad de gobernar. O al menos una cierta izquierda, la que representa una figura incombustible, contradictoria, polémica y, para algunos, cercanos y opuestos, imprevisible.
                
Andrés Manuel López Obrador ha barrido a la tercera: veinte puntos más que su principal oponente, el derechista Ricardo Anaya, y seis adicionales con respecto a Meade, el candidato del eterno y ya casi irreconocible PRI. Atrás quedan los intentos fallidos de 2006 y 2012, por la desconfianza de una mayoría de electores o por las trampas de un sistema esencialmente tramposo: nunca pudo acreditarse. AMLO (acrónimo por el que le conoce todo el universo político-mediático) cumple el designio de su vida, que excede la ambición personal, para conectar con una misión nacional: acabar con la resignación que impregna el sentimiento profundo de millones de mexicanos. Convencerse de que el cambio es posible.
                
LA ILUSIÓN DEL CAMBIO
                
No hay un solo dirigente en México que concite más apoyo y a la vez más rechazo. Así las cosas, estaríamos anticipando un periodo de fuerte polarización. Algo así como una vía venezolana. Nada más lejos de ello. López Obrador ha sido definido como populista por no pocos analistas y observadores, rivales, neutros y algunos próximos ideológicos. Lo es sólo en tanto en cuanto es el líder político mexicano que mejor conoce y más conecta con la sensibilidad popular. Pero puede acreditar sensatez de gestión. Gobernó la capital federal justo en el inicio del cambio de centuria y lo hizo con pragmatismo. Sin más estridencias que su retórica. Sentó las bases de una ciudad más segura y limpia, estableció puentes y ofreció resultados. Algo que nunca pensaron sus rivales y enemigos que pudiera hacer (1).
                
Después de esa etapa, los fracasos por alcanzar la presidencia agudizaron su perfil más bronco, alimentaron su frustración y extendieron la sospecha de su disolución en el ánimo impotente de la revancha. Pero AMLO conjuró todo ello con el principal rasgo de su carácter, como ha visto muy bien el intelectual Jesús Silva Herzog: la tenacidad (2). Que es lo contrario de esa resignación antes mencionada como lastre del espíritu colectivo nacional.
                
López Obrador no es un ideólogo, si por tal se tiene a un líder que defiende un cuerpo doctrinario de ideas inspirador de propuestas programáticas reconocibles. No es un hombre de partido (ha militado en varios, los ha dirigido, creado, usado y abandonado). Ha construido su proyecto en torno a su carisma, o mejor a su infatigable propósito. Este preponderancia de lo personal sobre lo político, lo partidario, lo ideológico o lo doctrinal es lo que sirve a no pocos para propalar prevenciones sobre una temida deriva autoritaria en su mandato (3).
                
Para buena parte de la mayoría absoluta que lo ha votado (54%), esas prevenciones han quedado relegadas a la necesidad de un cambio, de un giro en el destino nacional. No radical, pero sí nítido, reconocible, contrastable.
                
Obrador no ha ofrecido un programa detallado. No es un tecnócrata, es un visionario. No apela tanto a la racionalidad, cuanto al sentimiento, a la motivación. No confía ni poco ni mucho en las instituciones (que él moteja como la “mafia del poder”), demasiado contaminadas, ciertamente, sino en el compromiso personal. En el principal caballo de batalla de su mensaje, el combate contra la corrupción, AMLO no ofrece un arsenal estructurado de medidas, sino su ejemplo particular. Como él ha sido y es honesto, algo que nadie discute, se confiesa convencido de que su actitud virtuosa se filtrará hacia por  todo el cuerpo político e impregnará el conjunto de la vida nacional. Esta concepción es lo que ha llevado a los Krauze, estandartes de ese liberalismo elitista que es celebrado fuera pero poco entendido dentro, a calificar el discurso de Obrador como “pensamiento mágico” (4).
                
Ciertamente, hay en el  lenguaje de AMLO una dosis excesiva de buenismo, o de virtuosismo. Se comprende que, para muchos intelectuales, incluso los de izquierda, esto sea una manifestación de demagogia. Pero para una amplia mayoría de las capas populares, ese lenguaje es creíble, ilusionante. De eso se trata y ése ha sido el principal motivo de su triunfo.
                
Algo similar ocurre con el resto de sus propuestas ante los grandes desafíos de México: la desigualdad (y su corolario, la extrema pobreza); el estancamiento económico endémico; la triada perversa que forman el crimen organizado (y organizador), la violencia y la impunidad; la debilidad institucional; la fragilidad del sistema educativo; y las contradictorias y explosivas relaciones con el vecino del norte (5).
               
LAS INCÓGNITAS DE UN PROYECTO INDEFINIDO
                
Las soluciones que AMLO propone no superan el umbral de las promesas, dicen con cierta razón sus críticos. Poca o muy poca concreción. Mucho voluntarismo. La confianza popular puede quebrarse demasiado pronto si los resultados positivos se hacen esperar y la inveterada resignación puede ahogar la impetuosa ilusión.
                
Para conjurar este riesgo, Obrador cree tener una herramienta menos expuesta pero bastante acreditada en su carrera: el pragmatismo. Como alcalde del DF negoció y se entendió con empresarios, con magnates, con los que resuelven problemas o tienen capacidad para hacerlo. Como no es un ideólogo, tal maridaje no le produjo problemas de conciencia. No ha tenido empacho en recibir apoyo de sectores evangelistas, que conectan con su visión conservadora en materia de valores. Parece haber pactado con figuras del mundo económico para espantar fantasmas chavistas que nunca han sido de su gusto (6). Quiere revisar ciertos aspectos de la privatización del entramado petrolero, pero parece haber renunciado a sus antiguos postulados de una férrea renacionalización.
                
Con los cárteles del narcotráfico, también se espera que sea cauteloso, que no blando (no lo fue como alcalde de la capital). Pero tampoco suicida o aventurero. Pretende unificar los aparatos de seguridad, ponerse al mando, seguir de cerca estrategias y operaciones de calibre. Pero no desaprovechará cualquier ventana que ofrezca un respiro después de 30.000 desaparecidos en una década y 25.000 muertos sólo el año pasado.
                
Con Estados Unidos tiene otro reto mayor. Por carácter, podrá entenderse con Trump, al que sabrá hablar con un lenguaje que en cierto modo comparten, como indicaría su primera conversación tras las elecciones (7).  A los dos dirigentes periféricos del sistema les separa un abismo, pero les unen ciertos instintos. Los dos grandes desafíos bilaterales son la inmigración y el tratado comercial NAFTA (que incluye a Canadá).
                
México ya no exporta tantas personas como antaño hacia el norte, como pretende Trump con su tramposo lenguaje. La gran mayoría de las personas que quieren alcanzar el engañoso ELDORADO son centroamericanos atormentados por la pobreza o la violencia. México es la plataforma de paso, el salto intermedio y, a veces, el destino provisional de muchos de estos infortunados. Hay un océano de entendimientos posibles y un riesgo muy alto de malentendidos entre México y Washington en esta materia (8). El muro de Trump es sólo uno más de los obstáculos que amenazan con envenenar más las relaciones de vecindad.
                
El dossier comercial es espinoso y puede ser motivo de la primera crisis del mandato de AMLO. Algunas propuestas de autoabastecimiento agrícola que surgen de la experiencia personal del presidente electo en las regiones del atrasado sureste del país pueden chocar con los intereses exportadores de los granjeros norteamericanos.
                
En definitiva, las esperanzas y los interrogantes se alinean como fuerzas impetuosas pero contrapuestas en el horizonte del cambio en México. Como siempre, todo el tiempo dirá si el país de Juárez y de Madero encuentra por fin el camino de la justicia social o vuelve a naufragar en el pantano de las ilusiones perdidas.
               
NOTAS

(1) “López Obrador, an atypical Leftist, wins Mexico presidency in landslide”. AZAM AHMED y PAULINA VILLEGAS. THE NEW YORK TIMES, 1 de julio.

(2) “La tenacidad de López Obrador. JESÚS SILVA HERZOG. EL PAÍS, 27 de junio.

(3) “López Obrador and the Future of the Mexican Democracy. Will He Further Erode the Checks of Executive Power? FOREIGN AFFAIRS, 2 de julio.

(4) “The magical thinking of Mexico’s new President”. LEON KRAUZE. THE WASHINGTON POST, 2 de julio.

(5) “Lopez Obrador: five things in the president-elect’s inbox”. BBC, 2 de julio.

(6) “Andrés Manuel López Obrador is no Hugo Chávez”. PAUL IMISON. FOREIGN POLICY, 17 de abril.

(7) “Trump and Mexico’s new leader, both headstrong, begin with a ‘good conversation’”. THE NEW YORK TIMES, 2 de julio.

(8) “What if Mexico Stops cooperating on Migration? Why U.S Needs to Engage constructively. ANDREW SELEE. FOREIGN AFFAIRS, 3 de julio.