SRI LANKA: RIVALIDAD REGIONAL Y RASGOS NIHILISTAS EN EL ATENTADO DE PASCUA

30 de abril de 2019

                
El atentado del Domingo de Pascua en Sri Lanka nos ha hecho recordar que no son las sociedades occidentales las que padecen los peores azotes de la violencia terrorista. La dimensión de la tragedia (dos centenares y medio de muertos, tras una reducción de un 30% en el número provisional por errores técnicos) convierte a este atentado en uno de los más mortíferos del fenómeno terrorista a escala planetaria.
                
La autoría de la cadena de explosiones en iglesias cristianas y hoteles de Sri Lanka fué reclamada por un oscuro grupo yihadista local afiliado, afecto o vinculado al DAESH (Estado Islámico), recientemente expulsado de sus últimos bastiones en Siria.
                
Durante días, y aún hoy, se mantuvieron serias dudas sobre la autenticidad de estos pronunciamientos. Pero la atención local se centró en la polémica por la desatención oficial a las advertencias de un alto riesgo de atentados, en gran parte debido a una confrontación en la cúspide del poder entre el Presidente de la República y el jefe del gobierno.
                
Sri Lanka (la Ceylán colonial británica) es un estado multiétnico y religiosamente plural, bajo tensión desde los albores de su nacimiento. La mayoría cingalesa, de religión budista, ejerce un dominio considerable (70%) sobre las otras minorías importantes: hindú (12,5%), musulmana (casi un 10%) y cristiana (7,5%).
                
ANTECEDENTES SANGRIENTOS
                
Durante las décadas de los ochenta, noventa del pasado siglo y primera del presente, un sector radical de la minoría tamil se agrupó en una autoproclamada organización armada de liberación  denominada los tigres, con la pretensión de lograr la independencia en regiones del norte y este del país donde esa etnia era mayoritaria. Los tigres tamiles fueron los primeros en adoptar la modalidad de atentados suicidas. Protagonizaron acciones de una brutalidad escalofriante, con decenas y hasta centenares de muertos. El estado les hizo frente con no menos contundencia.
                
En las fases álgidas del conflicto, la India, que cuenta también con una importante minoría tamil, trató de ejercer el papel de mediador. Incluso desplegó soldados en la isla bajo bandera de la ONU, en calidad de fuerzas de paz. Esta experiencia resultó un absoluto fracaso y dejó algunos rastros de especial  significación. Un extremista tamil asesinó al entonces primer ministro, Rajiv Gandhi.  Al final, sólo la fuerza consiguió doblegar a los tigres tamiles que fueron derrotados por el estado hace ahora diez años. El balance de esos años de plomo es pavoroso: 70.000 muertos y 140.000 desaparecidos (1).
                
El atentado de Pascua tiene poco que ver directamente con esta saga sangrienta, pero se inscribe en la fuerte tensión interétnica que se extiende por esta zona meridional de Asia. La minoría musulmana cingalesa pasa por ser moderada y no cuestiona su lealtad al Estado. Pero hay sectores que se han radicalizado en los últimos años. En paralelo, han crecido también los sectores extremistas budistas de la mayoría cingalesa, que presionan a favor de políticas más intransigentes hacia las minorías, y en particular la musulmana.
                
Estas tensiones están alimentadas por la rivalidad regional que protagonizan India y Pakistán (ambas excolonias británicas, como Sri Lanka). India es un subcontinente con centenares de etnias y todos los credos religiosos existentes en el planeta, mientras Pakistán se creo como un proyecto nacional ligado a la defensa y promoción de la confesión islámica.
                
Ambas potencias, por lo demás dotadas de armamento nuclear, viven en permanente estado de beligerancia desde la independencia. Reivindicaciones territoriales sin resolver y una hostilidad permanente han desencadenado varios brotes bélicos de consideración. Pakistán es acusado por la India de armar, financiar y proteger a grupos terroristas que han actuado periódicamente en su territorio.
                
El juego de tensiones étnicas y religiosas traspasan las porosas fronteras de estos países del Asia meridional hasta conectar con otras potencias del Medio Oriente. Se cruzan acusaciones y anidan todo tipo de teoría conspiratorias. Las redes sociales han contribuido, también en esta ocasión, a favorecer la propagación de amenazas y falsas campañas de intimidación y persecución. Es comprensible que las autoridades de Sri Lanka clausuraran las redes sociales tras los atentados, por temor a que se desencadenase un ciclo de represalias.
                
¿LOS CRISTIANOS, OBJETIVO PREFERENTE?
                
La selección de la minoría cristiana como objetivo (local, en el caso de las Iglesias y occidental, en los hoteles) ha sido presentada por los supuestos autores de las masacres como una respuesta vengativa a la acción terrorista cometida en dos mezquitas de Nueva Zelanda por el supremacista australiano Brenton Tarrant, a comienzos de abril (2).
                
Tras ese atentado, las fuerzas de seguridad turcas aseguraron haber frustrado una operación de represalia del DAESH contra ciudadanos australianos y neozelandeses. Los cristianos se sienten cada día más inseguros en Sri Lanka; no en vano han sufrido cerca de un centenar de episodios de violencia de desigual intensidad el año pasado y un número proporcional a ese en los primeros cuatro meses de 2019. Las organizaciones evangélicas han denunciado este clima de alarma.
                
Algunos analistas creen que los sectores budistas más extremistas pueden utilizar los atentados de Pascua para erigirse en protectores de los cristianos como coartada para ejercer presión contra los musulmanes. No se descarta que la India del fundamentalista hindú Narendra Modi pueda hacer causa común con los extremistas budistas cingaleses por su combate contra el yihadismo (3).
                
El primer ministro indio se está sometiendo a escrutinio electoral. Los comicios en la India se prolongan durante más de un mes (debido a la extensión continental del país) y hasta mediados de año no se sabrá si podrá formar gobierno, aunque, como parece revalide su triunfo en las urnas. Narendra Modi, un dirigente etno-nacionalista con unas credenciales fundamentalistas inquietantes, no ha conseguido encauzar a la India por el sendero de prosperidad que prometió. Sus reformas económicas liberales han resultado fallidas. El ensayo de conciliación con Pakistán y ambos estados volvieron a situarse en el umbral de una nueva guerra abierta hace unos meses en el escenario clásico de Cachemira.
                
En definitiva, la debilidad de las estructuras de seguridad, una tradición de violencia endémica, el caldo de cultivo de la precariedad económica y la marginación social, la fragilidad de los lazos interculturales y el terreno abonado de las manipulaciones exteriores son factores que favorecen la amplificación del fenómeno terrorista en estas zonas de Asia. Ese carácter nihilista, desesperado y apocalíptico lo hemos presenciado también en tiempos recientes en Oriente Medio, como señalan Max Fisher y Amanda Taub, dos periodistas que se esfuerzan por interpretar las claves de los principales conflictos internacionales (4). Pero es en Asia donde parece cobrar una dimensión de normalidad que provoca la alarma y el desconcierto en propios y extraños.

NOTAS

(1) THE GUARDIAN, 22 de abril.

(2) “The hazy link between the attacks in Sri Lanka and New Zealand”. ADAM TAYLOR. THE WASHINGTON POST, 25 de abril.

(3) “The religious tensions behind the attacks in Sri Lanka”. NEIL DEVOTTA Y SUMIT GANGULI. FOREIGN AFFAIRS, 24 de abril.

(4) “Sri Lanka and the disturbing new normal in terror”. MAX FISHER Y AMANDA TAUB. THE INTERPRETER. THE NEW YORK TIMES

UCRANIA: DE LA TRAGEDIA A LA FARSA

22 de abril de 2019

                
Se ha consumado lo que hace sólo unos meses parecía una boutade política fruto de la exasperación y el desencanto. El cómico Volodimir Zelensky se ha convertido en el nuevo presidente de Ucrania tras derrotar abrumadoramente (73% de los votos, según el escrutinio provisional) al actual ocupante del cargo, Petro Poroshenko.
                
El triunfo del showman convierte en realidad la serie televisiva que él mismo dirige e interpreta: un ciudadano común (en este caso, un profesor de Historia) se convierte en Jefe del Estado, tras denunciar los fallos y abusos del sistema político y dejar en evidencia a la clase política. De gran éxito en todo el país, tanto en las áreas occidentales antirusas como en las orientales prorrusas, la producción sintoniza con la decepción de buena parte de la sociedad ucraniana, debido a la prolongación de la crisis económica, el hundimiento del nivel de vida, la emigración desesperada y la persistencia de las redes de corrupción.
                
Zelensky ya no es una hipótesis alocada, en expresión editorializada del NEW YORK TIMES (1), ni una digresión divertida al modo del francés Coluche en los ochenta, sino una ficción hecha realidad, siguiendo el libreto, mutatis mutandis, del italiano Beppe Grillo, según resalta el semiólogo galo François Jost (2).  
                
LAS RAZONES DE UNA VICTORIA NO TAN SORPRENDENTE
                
Poco ha importado la carencia de experiencia política del joven Zelensky. Al contrario, ésa ha sido una de las claves de su éxito. La simplicidad de su mensaje conecta con la corriente que se extiende desde el otro lado del Atlántico a los Urales: el sistema es el culpable, las élites han tomado como rehenes a las poblaciones para mantener sus privilegios sin importarles el daño causado, las recetas para resolver los problemas son simples si se quiere aplicarlas.
                
La música es universal: el nacional-populismo, en su versión más simplista y engañosa. Superación -sólo aparente- de la fractura derecha-izquierda y proyección interclasista de un discurso hueco, impreciso, voluntarista y contradictorio, envuelto en un patriotismo zafio o falsamente heroico. Un virus trumpiano... O, mejor dicho, un virus que venía incubándose desde los comienzos de la gran depresión de finales de la década anterior, mutó en una variante peligrosa en Estados Unidos y se ha convertido en una epidemia socio-política global con focos de especial virulencia en todos los continentes.
                
En Ucrania, este virus nacional-populista presenta un rostro amable, lejos de la agresividad del filipino Duterte, la sagacidad manipuladora del húngaro Orban, la brutalidad del general egipcio Al Sisi o el fanatismo ultra del brasileño Bolsonaro. Volodimir Zelensky representa “un soplo de aire fresco” para algunos analistas, tanto occidentales como locales. Pero unos y otros admiten que hay mucho cartón y sospecha de trampa detrás de este actor ingenuo y ambicioso a la vez.
                
En un amplio reportaje realizado después de recorrer Ucrania de oeste a este y de norte a sur, un periodista del semanario alemán DER SPIEGEL concluye que Zelensky ha logrado quebrar el paradigma de la división entre Oriente y Occidente del país y “unificar el país” a partir de un rasgo que lo define por encima de cualquier otro: no es un político (3).
                
Zelensky, originario del centro rusófono, industrial y en crisis,  ha ganado en la mitad occidental, que mira a Europa y a Estados Unidos y ve en Rusia una enemiga y una agresora, pero también en las regiones cercanas al gran vecino oriental, que lo ven como protector o incluso parte del mismo tronco común, cultural, religioso y político. 
                
El resultado electoral, según la mayoría de observadores, es tanto una victoria de lo desconocido precisamente por serlo, como la derrota de lo conocido, por decepcionante, tras las ilusorias expectativas por la revolución del Maidan de hace cinco años.
 
Las reformas del todavía presidente Poroshenko han sido avaladas por Occidente, aunque no sin insatisfacción. La lucha contra la corrupción ha ido languideciendo hasta convertir el celo inicial en complicidad. Los cambios prometidos en el sistema de justicia han sido frustrantes sobremanera, al profundizar el amiguismo y el servilismo hacia el poder. La liberalización económica que tanto encandilaba a Occidente ha sido utilizada para reforzar el poder de los oligarcas, sin proporcionar alivio ni mejora a las capas populares, El FMI, después de mantener en suspenso nuevas líneas de apoyo financiero, desbloqueó en enero el último crédito, decisión que pareció reforzar la opción de Poroshenko. Al final, este balance fallido ha favorecido al outsider (4).
                
LA INCERTIDUMBRE QUE VIENE
                
Aparte de la ambigüedad de las propuestas del sorprendente vencedor, tanto en política económica como exterior, más allá de fórmulas sincopadas y biempensantes, son dos las preocupaciones fundamentales: su capacidad para gobernar y su comportamiento ante las previsibles presiones de Moscú, que no ha dejado de conservar su pesada influencia (5).
                
Zelensky es, de momento, sólo Jefe del Estado (in pectore). En el sistema político ucraniano, sus funciones son limitadas (política exterior, defensa y poco más). Necesita una mayoría parlamentaria para hacer efectivo su gobierno. Es decir. Ucrania es más como Francia que como Estados Unidos. Las elecciones legislativas se celebrarán en octubre. Zelensky creó un partido para apoyar su candidatura y lo denominó como su propia serie televisiva: Servidor del Pueblo (de nuevo, la realidad superada por la ficción). Ahora, debe convertirlo en una maquinaria para conquistar una mayoría parlamentaria. No es imposible, como demostró Macron en 2017, aunque las realidades sean bien distintas. No en vano, ha sido el presidente francés uno de los primeros dirigentes europeos en felicitar a Zelensky.
                
La otra preocupación principal son las relaciones entre Kiev y Moscú. En su serie de ficción, Zelensky ignora la anexión rusa de Crimea y la guerra separatista en las regiones orientales. Lo que ha llevado a muchos a considerarlo como un “caballo de Troya” de Moscú. Los más prudentes, o el propio Poroshenko en campaña, le han negado capacidad y coraje para hacer frente al gran vecino del Este.  Zelensky se ha limitado a prometer que acabará la guerra, pero sin hablar de victoria militar, y cesará la imposición de la lengua ucraniana sobre la rusa. Se supone que intentará negociar, después de procurarse un apoyo suficiente de los reticentes o descreídos protectores occidentales.
                
No es descabellado imaginarse a Zelensky en el despacho oval halagando a su colega de fatigas televisivas para que le abra la agenda de un Putin en guardia. Pero no hay que hacer demasiado cálculos. A Trump le importa poco Ucrania, o no le importa más que en la medida en que no le haga parecer demasiado enfeudado a turbios intereses con el Kremlin, que el informe Mueller ha puesto en evidencia, más allá de las calificaciones jurídicas.
                
El nuevo presidente ucraniano ha hecho guiños a la UE, ha prometido reformas más liberales y fichado a algunas figuras reformistas, es decir, lo que su antecesor no ha querido, podido o sabido ejecutar (6). Pero el joven candidato no ha podido quitarse de encima la sospecha de ser, al cabo, una marioneta de otro oligarca, su patrón televisivo Ihor Kolomoïski. Estos seis meses, Zelensky tendrá que navegar sin brújula sólida, con la marejada bélica en un inquietante estancamiento y  un entramado de intereses dispuesto a transformar una ficción hecha realidad en una realidad puramente ficticia.


NOTAS

(1) “A TV character running for President? Crazy!”. THE NEW YORK TIMES, 17 de abril.

(2) “Ukraine: Quand la fiction tient lieu de programme”. Entrevista con el semiólogo y profesor de la Soborna, FRANÇOIS JOST. LE MONDE, 8 de abril.

(3) “Ukraine turns to a comedian for comfort”. CHRISTIAN ESCH. DER SPIEGEL, 18 de abril.

(4) “Ukraine’s elections: Can Zelensky lead a transformation”. SERGEI ALEKSASHENKO. BROOKINGS INSTITUTION, 1 de abril.

(5) “Ukraine’s runoff election is more than a constest of personalities”. DANIEL TWINING. FOREIGN POLICY, 20 de abril.


(6) “Ukraine: Volodymir Zelensky reporte la présidentielle, le país fait un salte dans l’inconnu”. LE MONDE, 22 de abril.

PRIMAVERA DE ESPERANZA Y FUEGO EN EL NORTE DE ÁFRICA

16 de abril de 2019

                
A primera vista, la primavera árabe parece reavivarse ocho años después en la ribera sur del Mediterráneo. El movimiento popular y ciudadano contra la opresión y la pobreza que floreció en 2011 y pereció a fuego y sangre parece brotar de nuevo en la franja septentrional de África, pero con diferente despliegue y desigual suerte.
                
En Argelia y Sudán (el más meridional de estos escenarios), los ciudadanos han forzado a sus longevos líderes a abandonar su puesto. En Libia estaba convocada para estas fechas una Conferencia nacional para culminar una pacificación esquiva y tramposa, pero la ofensiva militar lanzada por uno de los principales contendientes ha obligado a suspenderla.
                
La crisis en Argelia y Sudán está aún lejos de cerrarse. Sólo se ha logrado un cambio a medias. Los aparatos de poder (militar, burocrático y económico) se encuentran aún intactos o al menos conservan cierto control. Del caso argelino nos hemos ocupado en análisis anteriores. Sudán merece ahora un comentario más detenido.
                
SUDÁN: AJUSTE INTERNO DE CUENTAS
                 
El país del Alto Nilo ha sido durante tres décadas uno de los focos de preocupación occidental, por motivos bien diversos: movimientos secesionistas, guerras civiles de larga duración, enfrentamientos étnicos y religiosos y abrigo de organizaciones islamistas (refugio en su día de un Bin Laden en estado embrionario).
                
En Sudán se han sucedido regímenes militares en las últimas décadas: favorables a Occidente en la época de Gafaar Al-Numeiri o de orientación islamista, con Al Bachir, desde 1989. La dictadura de este último ha sido especialmente penosa, por la represión brutal y sanguinaria del movimiento contestario en la región de Darfur y la secesión de la parte meridional del país, que alumbró el nuevo Estado de Sudán del Sur, a su vez hundido al poco tiempo de su independencia, en una devastadora guerra civil aún en desarrollo (1).
                
El régimen de Bachir perduró con mano de hierro, alimentado por la renta petrolera y una trama subordinada de intereses económicos, que le permitió dotarse de una estructura de clanes y clientelas en que sustentarse. Como suele ocurrir en estos sistemas, el debilitamiento coyuntural de algunos de los pilares en que se apoyan termina por provocar un estado de ruina que lo hacen inviable.
               
Desde el pasado diciembre, los ciudadanos, agobiados por el alza de los precios de los productos básicos, vencieron el miedo y se lanzaron a la calle. No sin pagar un precio. Las protestas han causado decenas de muertos. Ciertos sectores de las fuerzas armadas, que habían anticipado -si no alentado- las protestas, se posicionaron para tomar el relevo cuando la situación estuviera madura. Y así ha sido en este mes de abril (2).
                
Pero no parecía haber consenso militar sobre el rumbo adoptar. El líder o portavoz del golpe que destituyó a Bachir, Ahmed Awaf Ibn Auf, prometió una restauración del poder civil en un plazo máximo de dos años, pero dimitió o fue destituido 24 horas después, sin que dieran las razones, por otro militar, Abdel-Fatah al-Burhan Abdel-Rahman. El jefe de la inteligencia, Salam Gosh, también ha dejado su puesto, pero se ignora si conserva algún control. Algunos analistas apuntan a una lucha de facciones, en las que meten baza algunas potencias de la zona (Arabia Saudí, Emiratos, Qatar, Egipto o Turquía), habituales interferentes en asuntos internos de otros países (Libia o Yemen) en la búsqueda de la hegemonía regional. A esta hora, resulta imposible pronosticar qué clan se impondrá o cuanto durará su éxito (3).
                
LIBIA: LA TENTACIÓN DEL HOMBRE FUERTE
                
No es descartable que Sudán asista otro baño de sangre, o se produzca una extensión del conflicto, como ha ocurrido en Libia. El caos que padece este país tras la caída del régimen de Gaddaffi está lejos de resolverse. La responsabilidad occidental es innegable. La OTAN provocó el hundimiento del dictador sin tener un plan sólido de recambio. Al contrario, parecía evidente que la rivalidad entre las milicias contrarias al régimen preludiaba un periodo de inestabilidad y desorden.
                
Ocho después, tras el colapso de la producción petrolera, la emergencia de un refugio para un Daesh en retirada de sus frentes primigenios y el paso franco para las mafias que controlan la emigración desde el Sahel hacia Europa, el pandemónium libio había llegado al punto máximo de la exasperación.
                
Tras sucesivos intentos de acuerdo y pacificación entre las milicias, políticos y tecnócratas respaldados por los gobiernos occidentales y residuos recuperados del régimen anterior, parecía abrirse paso un intento serio de conciliación. Bajo fórmula de la Conferencia Nacional, las principales facciones estaban llamados a encontrarse en la ciudad histórica de Gadamesh, precisamente en estas fechas, para sentar las bases de una pacificación definitiva.
                
Pero una de las partes principales, el autodenominado Ejército de Liberación Nacional (ALN), con mando en la ciudad oriental de Benghazzi pero dotado de tentáculos firmes en dos tercios del país y el control de numerosas explotaciones petroleras, decidió inclinar el tablero a su favor y lanzar una ofensiva de gran alcance en dirección a Trípoli (4). En la capital resiste un Gobierno del Acuerdo Nacional (GNA), avalado por la ONU. Pero, sometido a las milicias, ni gobierna siquiera la capital, ni expresa la voluntad nacional, ni se asienta en un acuerdo sólido.
                
El ALN está dirigió por Jalifa Hiftar, un militar disidente del ejército de Gaddaffi, huido a Estados Unidos en los ochenta y captado por la CIA. Retornó a su país tras la caída del líder de la Jamahiriya, con la ambición de poner orden en la salvaje disputa a que se entregaron las milicias “liberadoras” y, sobre todo, acabar con el islamismo extremista que punto estuvo de crear un Emirato de reserva tras el repliegue en Irak y Siria.
                
Hiftar se encontró con más dificultades de la previstas, pero perseveró en su empeño y supo conseguir la simpatía de potencias no necesariamente coincidentes, a medida que el caos se prolongaba y profundizaba (5). Hoy en día, no sólo goza del respaldo de Egipto, Arabia Saudí o Emiratos, los actores regionales habituales; también le escuchan Putin (por su perfil de cirujano de hierro) e incluso Macron, que lo invitó a París, sin el consenso de sus socios europeos. Italia, el país más afectado por las consecuencias migratorias del infierno libio, se atiene al aparente consenso internacional, pero se ignora cómo puede actuar Salvini, llegado el caso. Estados Unidos, tras el trauma del consulado de Benghazzi y el desenganche de Trump, ha dudado sobre qué baza jugar en el caos libio. Parece ahora inclinarse por la figura autoritaria de Hiftar, aunque solo sea porque el hilo conductor de la actual política exterior es el instinto del presidente hotelero, pero esa no es la opinión del establishment (6).
                
Así pues, asistimos de nuevo a un doble juego conocido. Occidente está comprometido en el proceso patrocinado por la ONU, pero se maneja un plan B. Hiftar parece haber detenido su asalto a Tripoli, bien por presión de sus padrinos exteriores, bien porque las milicias enemigas que protegen la ciudad se han juramentado defenderla hasta la muerte y él no estuviera convencido de un éxito seguro. La segunda primavera libia se hará esperar.


NOTAS

(1) “Soudan: la méchanique d’un desastre”. JEAN-PHILIPPE RÉMY. LE MONDE, 12 de abril.

(2) “After Bashir’s fall, what’s next for Sudan”. ALBERTO M. FERNÁNDEZ. THE WASHINGTON INSTITUTE ON NEAR EAST, 11 de abril.

(3) “Military factions vie por power after coup in Sudan”. JUSTIN LYNCH, ROBBIE GRAMER Y JEFCOATE O’DONNELL. FOREIGN POLICY, 12 de abril.

(4) “Military advances on libyan capital raising prospects of renewed civil war”. THE NEW YORK TIMES, 4 de abril; Libya: des combats au sud de Tripoli font craindre un nouvel embrasement”. LE MONDE, 8 de abril.

(5) “The Mariscal Haftar, incontournable pour toute solution à la crisis libyenne”. (Artículo original de THE LIBYAN ADRESS de BENGHAZZI y reproducido por COURRIER INTERNATIONAL,  el 14 de marzo).

(6) “Libya is entering in a new civil war. America can stop it”. FRANK WEHREY y JEFFREY FELTMAN. CARNEGIE ENDOWMENT FOR INTERNACIONAL PEACE, 5 de abril; “With interests in Libya under threat, US must adopt urgency”, BEN FISHMAN (Investigador del WASHINGTON INSTITUTE FOR THE NEAR EAST POLICY). THE HILL, 15 de abril.

ISRAEL: KING BIBI, EN SU LABERINTO

10 de abril de 2019

                
Las elecciones israelíes han permitido a un Netanyahu bajo sospecha aspirar a formar gobierno y convertirse, si el mandato prospera, en el primer ministro más longevo en la historia del país. Las urnas han dejado el habitual panorama fragmentado que el sistema electoral y la creciente pluralidad política propician. Ahora empieza la fase crucial en el juego político israelí: el mercadeo de promesas, compromisos y favores. Después de la victoria, la la larga fatiga de las recompensas.
               
NETANYAHU DOBLEGA A LOS GENERALES
                
Netanyahu puede presumir de haber consolidado su divisa de King Bibi, vale decir, líder de una República cada vez más asimilable a una monarquía. Culmina así una carrera que lo coloca casi al nivel del venerable padre fundador del Estado, David Ben Gurion: no para consolidar su legado, sino para demolerlo.  
                
El mérito de Netanyahu consiste en haber vaciado de cualquier consideración moral el proyecto originario de Israel como estado-nación. La utopía socialista o colectivista que intentó conferir al sionismo una orientación de justicia social, de igualdad y fraternidad tras el infierno de la shoah ya no existe. Hoy Israel es otra cosa bien distinta: las victorias militares contra sus enemigos árabes ensoberbecieron a la pequeña nación y fueron erosionando sus fundamentos morales hasta convertirla en una potencia ocupante por encima de cualquier otra definición. El cinismo ha matado a la utopía.
                
Y en este Israel cínico, el mejor rey no puede ser otro que el mayor cínico del reino, que es Benjamín Netanyahu. El articulista norteamericano Bren Stephens, en absoluto hostil a Israel, crítico feroz de Obama cuando era jefe de opinión del Wall Street Journal, lo ha retratado con maestría en su columna del New York Times, donde ahora escribe: “Netanyahu es un hombre para quien no hay consideración moral que esté por delante del interés político, y para su principal interés político es él mismo. Es un cínico envuelto en una ideología que esconde un plan” (1).
                
Naturalmente, aunque se le tenga por un Rey (según el concepto bíblico, por supuesto, no el aplicable a las monarquías constitucionales), Bibi no es un dictador. Le encaja mejor el retrato de Gran Manipulador, de demagogo griego. Posee una inteligencia política singular, una capacidad acreditada para manejar los escenarios y triturar a los rivales aprovechando sus vulnerabilidades, ya sean adversarios claros o cooperantes ocasionales. Nadie acumula más ministros frustrados devenidos enemigos acérrimos, incluso en la tórrida política israelí.
                
Uno de ellos es precisamente su rival más directo en estas elecciones, el general retirado y exjefe de las IDF (Fuerzas de defensa de Israel), Benny Gantz, líder del Partido de la Resiliencia. Como tantos otros, pasó de colaborar con King Bibi a denostarlo y considerarlo un lastre para el país, un tipo en el que no se puede confiar. Gantz, personaje ideológicamente ambiguo, y no sólo por su condición de militar, creyó que su hoja de servicios le proporcionaba argumentos potentes para desafíar al monarca. Como jefe del Tsahal (Ejército), dirigió la última guerra: contra Hamas, en Gaza, una operación abusiva y plagada de denuncias por uso excesivo de la fuerza.
                
Durante la campaña, Gantz se rodeó de antiguos compañeros de armas, hasta aglutinar una coalición de exgenerales, con el propósito de conectar con esa persistente sensación de inseguridad que atormenta y pervierte el instinto político israelí desde hace décadas. Pactó primero con Yaïr Lapid, popular periodista y líder del partido centrista Yesh Aid (Hay un futuro), y formó la coalición Kahol Lavan (Azul y Blanco, los colores de la bandera nacional); luego se atrajo a otros dos soldados insignes, Moshe Yaalon (exjefe de la inteligencia militar y luego del Tsahal, para auparse luego al puesto de Ministro de Defensa, en 2013, a las órdenes de Bibi) y Gabi Ashkenazi (también veterano jefe del Ejército). No en vano a esta coalición se la conoce como la Junta. En cualquier otro país, tal agregación de pesados galones podría resultar alarmante: no en Israel, donde todo ciudadano es militar y las Fuerzas Armadas sigue siendo la institución más respetada del país.
                
EL CALVARIO DE LA IZQUIERDA
                
Gantz casi lo consigue. Su coalición ha igualado en escaños al Likud (35). Pero le falta lo más importante: los aliados con los que sumar para obtener los 61 que se necesitan para una mayoría de gobierno en la Knesset (Parlamento). El centrismo de Azul y Blanco no suma lo suficiente con la izquierda, debilitada y en desordenada retirada.
                
Los laboristas se han entregado a un lento y penoso suicidio político (su actual líder, Abby Gabbaiy, es otro exministro de Bibi). Los herederos del socialismo primigenio (Ben Gurion, Levi Eshkol, Golda Meier) o del socialismo pragmático (Isaac Rabin o Simon Peres) sólo tendrán 6 diputados, frente a los 15 actuales (24, si se cuentan los que aportaba la coalición con la centrista Tzipi Livni). A la izquierda, resiste el Meretz, con cuatro diputados, uno menos, pero sin influencia política alguna.
                
En cuanto a los árabes israelíes, que en 2015 votaron con más afluencia que nunca, animados por una lista única, ahora se han retraido, desalentados por la división: apenas habrá seis diputados árabes frente a los 13 de ahora.
                
LA CONSOLIDACIÓN DEL NACIONAL-POPULISMO RELIGIOSO
                
El giro de Israel a la derecha es ya más que una circunstancia coyuntural. Es una tendencia sistémica. El cuadro parlamentario se completa con un puzzle de partidos religiosos y minúsculas formaciones ultraderechistas que han conseguido superar la barrera del 3,25% y ganarse el derecho a disfrutar de representación parlamentaria. Netanyahu intentará pastorearlos a su conveniencia, en su idea, como sostiene  Aluf Benn, editor jefe del diario progresista HAARETZ, de reemplazar a la vieja élite del Estado (Ejército, judicatura, medios) por ese Israel conservador, populista, prosaico y ajeno a las ensoñaciones fundacionales (2).
                
Este es el panorama que se dibuja tras estos comicios anticipados por los apuros judiciales de Bibi. El Rey, al frente de una cohorte de pequeños partidos unidos por el rechazo a la sociedad laica, abierta y moderna que, en realidad, hace mucho tiempo que dejó de existir o que está confinada en reducidos núcleos urbanos.
                
Los ultraortodoxos son socios interesados de Netanyahu, a cambio de concesiones  fundamentalistas. Los ocho diputados de Shas (sefarditas/orientales) y otros tantos de Yahadut Hatorah (ashkenazis/occidentales) pondrán el score de Bibi en 51. Los diputados que le resten para llegar a la cifra mágica de 61, e incluso algunos más, los obtendrá de distintos partidos extremistas: cinco de Ysrael Beitenu (cuyo líder, Lieberman, otro exministro, es el representante de los inmigrantes procedentes de la antigua URSS y países otrora satélites); cinco más, de la Unión de las derechas (conglomerado de escindidos del Likud y versos libres); y otros cuatro de Kulanu (partido del ambicioso exministro de Economía del Rey). Fracaso, en cambio, de la Nueva Derecha de los ultras Bennet (exministro de educación) y Shaked (la ex de Justicia), que se quedan fuera de la Knesset. Al cabo, cuadran las cifras. Pero, como siempre en Israel, hay algo más difícil que ganar elecciones y formar gobierno: mantenerse en el poder.
                
EL RIESGO

Ese es el gran desafío de este Netanyahu paradójico. Aparece en la cúspide de su poder, pero es más frágil que nunca. Lo asedian los casos judiciales. El fiscal general, Avichai Mandelblit (otro ex: su antiguo secretario particular), considera su procesamiento en los próximos meses su encausamiento por soborno, fraude y abuso de confianza, supuestamente cometidos en tres casos diferentes, relacionados con el intercambio de favores, concesiones fraudulentas y tráfico de influencias. En el argot político-mediático son los casos 1000, 2000, 3000 y 4000 (el tercero ha sido sobreseído por falta de pruebas sólidas).
                
Netanyahu adelantó las elecciones precisamente para zafarse de este acoso judicial. Su objetivo es adoptar una ley que le blinde de ser procesado mientras ocupe el cargo de primer ministro. Lo que en Israel se conoce como Ley francesa, porque en la V República el Presidente es inmune. Como ha escrito Nathan Sachs, director del Center for Middle East Policy, “para Netanyahu, estas elecciones representan no sólo una batalla por su vida política, sino posiblemente por su libertad personal” (3).
                
Lo duro empieza ahora, porque, tras superar el desafío de los generales, Bibi tiene que mantener su heterogénea retaguardia bajo control, y para ello tendrá que obligarse a aceptar condiciones y algún que otro chantaje. Nada a lo que no esté acostumbrado, por supuesto. Pero en esta ocasión, lo que pende no es la pérdida del poder, sino la privación de libertad.
                
Las exigencias de religiosos y ultraderechistas se perfilan en tres grandes ámbitos: la judeización del país (es decir, la asimilación de ciudadano al origen étnico) que ya está consagrada por Ley, pero que puede experimentar refuerzos incrementales; la anexión de Judea y Samaria (aspiración de los partidarios del Gran Israel), es decir, de la Cisjordania ocupada (que pondría fin al proyecto de dos Estados y, por tanto, a un proceso de paz ya moribundo desde hace años); y la creciente difuminación de la frontera entre Estado y Religión, el ahogamiento de la laicidad y el fundamentalismo creciente.
                
Netanyahu ha pilotado este viraje ultraconservador, sin comulgar necesariamente con todas sus provisiones, y plenamente consciente de sus peligrosas consecuencias, confiando en poder revertirlo antes de la catástrofe. Pero ahora carece del margen de maniobra que ha tenido estos años pasados. Sus aliados menores podrían chantajearlo con una derrota en la Knesset y forzar su caída, lo que le abocaría a una más que probable condena a prisión. Por el contrario, su baza, única pero no desdeñable, es hacer creer a estos enanos políticos que con cualquier otro jefe de gobierno (Gantz o quien sea), sus objetivos quedarían trastornados. En  palabras de Daniel Shapiro, embajador norteamericano en Israel durante el mandato de Obama, “Netanyahu tratará de ofrecer lo mínimo y ellos de extraer lo máximo” (4).
                
Bibi cuenta con otro cínico en Washington para proteger su agenda político-personal: el presidente hotelero. Trump ya le dado a Netanyahu todo lo que ha podido: reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, aceptación de la anexión del Golán sirio ocupado, liquidación del acuerdo nuclear con Irán y un respaldo incondicional de la Casa Blanca inédito. El plan de paz que el yernísimo Kushner supuestamente pergeña en la más completa de las discreciones quizás nunca vea la luz, o se convierta en un plan de guerra (anexión de territorios ocupados, apartheid territorial, blindaje político-militar). En definitiva, en un desastre, como sostienen Denis Ross (veterano negociador con Clinton y Obama), David Makovski, director del proyecto árabe-israelí del TWI, Instituto de Washington para el Medio Oriente (5).
                
Para finalizar, otra incógnita es la respuesta palestina y de los países árabes. Éstos últimos, hundidos en el descrédito, hace tiempo que son irrelevantes. Las petromonarquías del Golfo, la república autoritaria de Egipto y el débil pero resistente reino de Jordania han avalado la deriva israelí, debido a la obsesión persa. Los palestinos se desangran en su guerra civil encubierta entre Hamas y Fatah, atrapados por la gerontocracia de su liderazgo político y la ineficacia de su aparato administrativo.

NOTAS

(1) “Time for Netanyahu to go”. BRETT STEPHENS. THE NEW YORK TIMES, 1 de marzo.

(2) “Netanyahu’s Referendum. What’s at stake for the israeli prime minister in the early election”. ALUF BENN. FOREIGN AFFAIRS, 6 de febrero.

(3) “Israel elections primer: final polls and what they mind”. NATHAN SACHS. FOREIGN POLICY, 8 de abril.

(4) “As Netanyahu seeks reelection, the future of the West Bank is now on the ballot”. THE NEW YORK TIMES, 7 de abril.

(5) “Golan policy may invite Israel’s right to annex West Bank territory. That would spell disaster”. DENNIS ROSS y DAVID MAKOVSKY. THE WASHINGTON POST, 29 de marzo;

ARGELIA: LA CRISIS NO ESTÁ CERRADA


8 de abril de 2019
            
Abdelatif Buteflika se ha convertido en el quinto jefe de Estado árabe obligado a abandonar su puesto por la presión popular. Después de mes y medio de protestas populares tenaces y valientes, los distintos filtros del régimen argelino han ido mostrándose cada vez más predispuestos a sacrificar la figura poco más ya que ritual con el propósito de salvaguardar sus órganos vitales.
         
En paralelo a esta aparente retirada paso a paso, medida y calculada quizás para sopesar el grado de conformidad o inconformidad ciudadana, el régimen ha librado un ajuste de cuentas o un reequilibrio interno de fuerzas. A la postre, quien ha decidido el juego ha sido el actor más fuerte: las fuerzas armadas.
            
Cuando hace una semana el jefe del Ejército, el general Ahmed Gaid Salah sancionó que el presidente no estaba ya en condiciones de dirigir el país y, por lo tanto, debía aplicarse el artículo 102 de la Constitución, que contempla la inhabilitación por razones de salud, la suerte de Butteflika quedó sellada.
      
Otras ramas del régimen habían intentado maniobras transitorias para ganar tiempo, como instrumentalizar la previa decisión del propio presidente de renunciar a la cuarta reelección u otras oscuras operaciones políticas de transición, empleando a figuras de prestigio internacional (1).
           
La decisión militar hizo rápidamente recordar el ejemplo egipcio: las fuerzas armadas interpretan de manera aparentemente sorpresiva un giro de conducta, dan la espalda al protegido o a la figura de autoridad y se ponen del lado del pueblo. Sin duda, para salvar lo esencial del régimen que, en la práctica, dirigen y tutelan (2).
            
Otros analistas, aun aceptando esta analogía, consideran que el caso argelino presenta diferencias singulares con respecto al antecedente egipcio, debido a las características propias de la estructura de poder argelino y, sobre todo, a la fuerza de la legitimidad histórica del régimen (3). Es una disquisición más académica que política. A la postre la trama político-burocrática-empresarial-militar no puede desentrañarse con facilidad. Los militares no han oficiado sólo de guardianes pretorianos de la revolución institucionalizada: han sido también beneficiarios del sistema.
             
EL FINAL DE UN DÉSPOTA MÁS

La impresión es que Butteflika se ha despedido de la historia sin ni siquiera poder escribir la última línea de su relato con cierta dignidad. No se ha encontrado tiempo para un tributo de última hora, menos para una despedida con honores. Es probable que su hermano y alter ego, Said, se resistiera hasta el último momento a este final con aire de bochorno. Como suele ocurrirles a los déspotas, en la hora de la liquidación, no es fácil encontrar a quien le escriba el epitafio político. 
            
La trayectoria del ya expresidente argelino está plagada de gestos de soberbia política e institucional, envueltos en una liturgia gestual y populista. Como fiel servidor que fue del coronel Bumedian, el militar que derrocó a Ben Bella e instauró la deriva autoritaria de la revolución, Butteflika se ancló en el capricho y la opacidad. Nunca permitió que se investigara debidamente una trama corrupta por la que se desviaron más de 60 millones de francos a través de una red de consulados argelinos en el extranjero. Como presidente se encargó de neutralizar al Tribunal de Cuentas y abortar la investigación judicial que intentaba rastrear la operación (4). 
            
Con Butteflika ya en el baúl de los trastos rotos, la clase política y empresarial que ha crecido a la sombra del poder se pregunta cómo neutralizar el impulso renovador de la calle. Los argelinos han protagonizado una impecable protesta, firme y pacífica a la vez, como atestiguan algunos testigos presenciales que nos han dejado valiosos documentos de estas semanas (5). Entre bastidores, los exponentes del régimen han ido preparando planes de contingencia. Todos ellos pasan por persuadir al Ejército de que lo mejor es mantener firme el control de los acontecimientos.

LOS ESCENARIOS PREVISIBLES
    
En cuanto a los escenarios de futuro inmediato, la politóloga argelina Louise Dris Aït-Hamadouche señala los más previsibles. El primero, que se desarrolle lo establecido en la Constitución; es decir, tras la retirada del jefe del Estado, un periodo de transición bajo la autoridad del presidente del Senado y la organización de elecciones presidenciales. Una segunda posibilidad sería que, por presión popular, el régimen se viera desbordado y aceptara la creación de un “colegio presidencial” formado por personalidades consensuadas con la oposición y un gobierno técnico. Finalmente, no es descartable una reforma constitucional que propiciara un cambio más profundo, una transición pactada hacia un nuevo equilibrio de poderes (6).
            
La clave, una vez más reside en los militares. No parece probable que el ejército argelino se despolitice por completo; esto es, que renuncie a ejercer su influencia, por no decir a su hegemonía en la orientación de los acontecimientos. Se ha mostrado prudente y contenido durante estas semanas de protesta, pero nunca ha renunciado a ejercer el control. Por el contrario, ha demostrado que sigue marcando los tiempos de la crisis.
            
Otro factor importante es la ausencia de una alternativa estructurada y organizada. La calle ha barrido definitivamente a unos partidos desacreditados y estériles, tanto a los serviles como a los opositores.

            
Por todo ello, el intento o la apariencia de consenso, de acuerdo nacional sería lo más aconsejable. La vía egipcia ha podido ser válida para liquidar lo agotado pero no parece efectiva para construir la continuidad. A la postre, si la situación se deteriorara, no se puede descartar que se agite el riesgo de un renacimiento islamista para evitar un excesivo relajamiento de los mecanismos de fuerza o, peor aún, de cierto encantamiento con los espejismos de la democracia y la libertad.


 NOTAS


(1) En l’Algérie, l’armée a précipité la démission de Bouteflika malgré la resistance de son entourage”. AMIR AKEF. LE MONDE, 3 de abril.

(2) “Lesson for Algeria from the 2011 egyptian uprising”. ADEL ABDEL GHAFFAR y ANNA L. JACOBS. BROOKINGS INSTITUTION, 14 de marzo.

(3) “Buteflika resigns: next steps in uncharted territory”. BEN FISHMAN. THE WASHINGTON INSTITUTE ON NEAR AND MIDDLE EAST, 3 de abril.

(4) “Abdelaziz Bouteflika, une fin sans gloire”. YASSINE BABOUCHE Y FAIÇAL METAOUI. TOUT SUR L’ALGERIE, 2 de abril.

(5) “A protest made in Algeria”. DALIA GHANEM. FOREIGN POLICY, 2 de abril.

(6) “Il est ilusoire d’envisager une dépolitization immédiate de l’armée”.Entrevista con LOUISE DRIS-AÏT-HAMADOUCHE. LE MONDE, 4 de abril.

NOTAS

(1) En l’Algérie, l’armée a précipité la démission de Bouteflika malgré la resistance de son entourage”. AMIR AKEF. LE MONDE, 3 de abril.

(2) “Lesson for Algeria from the 2011 egyptian uprising”. ADEL ABDEL GHAFFAR y ANNA L. JACOBS. BROOKINGS INSTITUTION, 14 de marzo.

(3) “Buteflika resigns: next steps in uncharted territory”. BEN FISHMAN. THE WASHINGTON INSTITUTE ON NEAR AND MIDDLE EAST, 3 de abril.

(4) “Abdelaziz Bouteflika, une fin sans gloire”. YASSINE BABOUCHE Y FAIÇAL METAOUI. TOUT SUR L’ALGERIE, 2 de abril.

(5) “A protest made in Algeria”. DALIA GHANEM. FOREIGN POLICY, 2 de abril.

(6) “Il est ilusoire d’envisager une dépolitization immédiate de l’armée”.Entrevista con LOUISE DRIS-AÏT-HAMADOUCHE. LE MONDE, 4 de abril.