INDIA: EN LA SENDA DEL DIOS RAMA

31 de julio de 2019

                
No le dedicamos suficiente tiempo a la India, una gran potencia del siglo XXI a pesar de sus debilidades estructurales pertinaces. El país que pronto desbancará a China como el más poblado de la tierra parece haber tomado un rumbo inquietante, en consonancia con el auge del nacional-populismo globalmente dominante.
                
El Bharatiya Janata Party, una formación nacionalista extrema, basada en la noción de la hegemonía hindú (Hindutva) en los dominios étnicos y religiosos, consolidó su poder, en las elecciones generales celebrada durante casi tres meses, la pasada primavera. El sistema electoral, de corte mayoritario, ha favorecido que, con apenas un tercio de los votos, el BJP revalidara e incluso ampliara la mayoría absoluta obtenida ya en 2014. El Partido del Congreso ha sufrido dos humillantes derrotas consecutivas que le dejan por debajo de los 50 escaños en la Lok Shabha (Parlamento), pese a contar con un 20% de los sufragios. Rahul, el último de la dinastía Gandhi, se ha retirado de la vida política, en la que nunca se sintió a gusto.
                
El primer ministro, Narendra Modi, se afianza como líder de este movimiento nacional-religioso que parece haber conquistado el corazón de una corriente creciente de ciudadanos, ante el fracaso de otros discursos desarrollistas, integracionistas, cosmopolitas y globalistas, en las décadas anteriores. La herencia de Gandhi se esfuma, en un inmenso país plagado de contradicciones, desigual como pocos, acechado por la violencia, la corrupción y el fanatismo.
                
UN NACIONAL-POPULISMO ANCESTRAL
                
La inspiración del actual movimiento nacional-populista indio tiene raíces ancestrales. La organización que sirve de sustento ideológico y de vivero de dirigentes e interpretes de las supuestas esencias étnico-culturales es el Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), que se puede traducir como Asociación de Voluntarios Patrióticos. La penetración de esta entidad en la administración, la vida social y las instituciones es cada vez más amplia. Ejerce un verdadero poder en la sombra y proporciona el diseño del proyecto político de Modi y de los estrategas nacionalistas que han visto en él una figura popular y populista capaz de ejecutar los designios históricos del nacionalismo extremo indio (1). Sus seguidores más enfervorecidos ven en él un intérprete del dios Rama, el más popular del panteón indio, avatar del Dios supremo Visnú.
                
Esta deriva nacionalista, étnica, cultural y religiosa implica la negación práctica de los elementos definitorios de la India moderna: la pluralidad, la diversidad y la tolerancia. En la India conviven (hasta la fecha) pueblos de muy distintas raíces y razas, se observan una docena de religiones y se hablan 22 idiomas y miles de dialectos. La armonía nunca ha sido fácil. Los estallidos de violencia han sido recurrentes y, en ocasiones, muy graves. Uno de los proyectos más inquietantes del BJP es la restricción de la condición nacional, mediante la manipulación del censo o Registro Nacional de Ciudadanía. Ya se ha aplicado en algún estado y se anuncia su extensión a todo el territorio nacional. Sólo budistas y sijs (más adaptables a la hegemonía hindú) serían ciudadanos de pleno derecho. Los componentes del resto de las etnias pasarían a la condición de inmigrantes y verían restringidos sus derechos como ciudadanos (2).
                
El mayor riesgo reside en la cada vez más tensa convivencia entre la mayoría hindú y la minoría musulmanes, que reúne a 200 millones de ciudadanos, el 15% de la población del país. Los desafíos, amenazas e intimidaciones en el vasto territorio indio son constantes. El propio Modi, cuando era el jefe del gobierno del Estado de Gujarat, fue como mínimo negligente durante una de las matanzas de musulmanes más oprobiosas de los tiempos recientes (2001).
                
LAS DECEPCIONES DEL OPORTUNISMO ECONÓMICO
                
Aunque la agenda étnico-cultural-religiosa es el motor del proyecto político del BJP, bajo la tutela de la RSS, la victoria de Modi hace cinco años se debió en gran parte también a su apuesta por una reforma económica en profundidad. Como ha ocurrido en otras latitudes donde se ha impuesto el nacional-populismo, las invocaciones a la recuperación de la grandeza nacional vinieron arropadas en promesas de prosperidad y riqueza (3).
                
Frente a una liberalización contradictoria y plagada de frenos derivados de los intereses corporativos, funcionariales e institucionales que caracterizaron la reforma impulsada por el Congreso a comienzos la década de los noventa, el programa del BJP apostaba por un mayor peso del sector privado, la defensa de los pequeños productores, la reducción del gasto público y el fomento de la inversión extranjera. En definitiva, un enfoque liberal, aunque pálido, muy contaminado por las exigencias nacionalistas y lastrado por la debilidad del Estado para aplicar reformas efectivas.
                
El primer mandato de Modi fue muy deficiente en materia económica. El desempleo se ha elevado del 2% al 6%, el más alto en décadas. La política fiscal es enormemente ineficaz: el peso de los impuestos en el PIB es del 17%, el más bajo, con diferencia, entre las potencias emergentes. El crecimiento es muy inferior al prometido a bombo y platillo por el BJP. Algunas decisiones puntuales, como la retirada de la circulación de los billetes de menor valor, han sido especialmente desastrosas, pese a que el gobierno ha podido controlar la inflación (4).
                
En política exterior, el nacional-populismo ha generado nuevos escenarios de fricción con los vecinos (Pakistán, naturalmente, como enemigo preferente) y rivales históricos (China), o de incertidumbre con los aliados naturales (los países neutrales o no alineados) o inciertos (Estados Unidos). La India quiere ser una potencia indiscutible en el siglo XXI, pero el proyecto político dominante se corta sus propias alas. El país pujante de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación se atasca en una introspección cultural y religiosa y renuncia al crucial elemento del soft-power como factor de influencia mundial. El repliegue sobre valores tradicionales arcaicos e incomprensibles fuera de la India limita su despliegue mundial (5).
                
En general, la evaluación de intelectuales y expertos indios más conectados con la sociedad global es pesimista. India es un ejemplo clásico de países con grandes oportunidades defraudadas. La era del Congreso se definió como el fracaso de un proyecto colectivista, confusamente socialista, a la postre burocrático y corporativo. El relevo ha sido tomado por el nacionalismo populista, después de un ensayo fallido a finales del siglo pasado, pero las perspectivas de éxito, a pesar del resonante ciclo electoral, no son más favorables (6).
                
India se perfila como un actor imprescindible de la gobernanza mundial, pero arrastra deficiencias estructurales tan abrumadoras que su capacidad de influencia real se ve seriamente condicionada. Los intentos de Modi por mostrarse conciliador en sus contadas visitas a Estados Unidos, Asia y Europa se ven arruinados por la deriva intransigente de sus protectores y protegidos en el interior del país.
                
Los millones de indios que se oponen e incluso abominan de esta deriva no parecen capaces, por el momento, de frenar a Modi y los suyos. Algunos analistas como Milan Vaishnav reprochan al histórico partido de la dinastía Gandhi haberse mostrado negligente con el empuje nacionalista, por electoralismo. Otros, en cambio, creen que el vigor de la sociedad india impedirá que el prepotente nacionalismo consiga imponer un estado autoritario e intransigente (7). Sólo el tiempo dirá hacia donde se inclinan los hijos del dios Rama.

NOTAS

(1) “The BJP in power: Indian democracy and religious nationalism”. MILAN VAISHNAV. CARNEGIE ENDOWMENT FOR INTERNATIONAL PEACE, 4 de abril.

(2) “The battle for Indial soul”. MILAN VAISHNAV. FOREIGN AFFAIRS, 6 de mayo.

(3) “The Modi mirage”. GURCHARAN DAS. FOREIGN AFFAIRS, 11 de abril.

(4) “India faces a looming disaster”. SUMIT GANGULY y JAI SHANKAR PRASAD. FOREIGN POLICY, 27 de julio.

(5) “Troubles aplenty: foreign policy challenges for the next Indian government”. ASHLEY J. TELLIS. CARNEGY ENDOWMENT FOR INTERNATIONAL PEACE, 20 de mayo.

(6) “India 2024. Policy priorities for the new government”. SHAMIKA RAVI ( Directora de investigación del departamento indio). BROOKINGS INSTITUCIÓN, 17 de mayo.

(7) “No country for strongmen”. RUCHIR SHARMA. FOREIGN AFFAIRS, marzo-abril 2019.

TURQUÍA: LA SOPORTABLE LEVEDAD DE LLAMARSE ALIADO


22 de julio de 2019

Uno de los síntomas de este tiempo convulso -llámese resquebrajamiento del orden liberal, debilitamiento de la democracia o simplemente crisis del sistema- es la fragilidad de las alianzas. El nacionalismo pujante cuestiona lealtades que no estén sujetas a grandilocuentes pero confusas alineaciones identitarias, que enmascaran necesidades o urgencias de afianzamiento del poder personal o de clan. La noción de alianza y la condición de aliado se encuentran devaluadas.
                
¿DESLEALTAD O INDEPENDENCIA?
                
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha consumado su propósito de adquirir misiles antiaéreos S-400 a Moscú por valor de 2.500 millones de dólares. Una decisión chocante, insólita, del jefe de un Estado miembro de una alianza político-militar, la OTAN, que considera a Rusia una amenaza. Comprar armas sofisticadas a un teórico adversario equivale a una traición. Los estrategas atlantistas arguyen que, entre otras inconsistencias implícitas en esta operación, los turcos hacen  a sus aliados más vulnerables al riesgo de espionaje ruso. Otra objeción más práctica: los S-400 no podrán integrarse con el arsenal turco de origen norteamericano por un problema de “interoperabilidad” (1).
                
Erdogan consagra la aproximación al Kremlin, ya practicada en otros asuntos regionales de no poca importancia: cierta convergencia con Irán, acuerdos comerciales y económicos en Asia Central, rutas alternativas para el petróleo y el gas, etc. Esta colaboración no está exenta de contradicciones flagrantes. Han sido evidentes en la guerra de Siria, donde han apoyado a bandos enemigos. Incluso se vieron sometidos a la presión de confrontaciones militares limitadas pero peligrosas (derribo  turco de un SU-21 ruso). Aquello se superó y ha primado la búsqueda de intereses comunes.
                
A ello se añade el plus del factor personal. El nuevo Sultán se abraza con el nuevo Zar, sazonado el gesto con un plus de gratitud por el apoyo que el hombre fuerte del Kremlin le brindó cuando la intentona militar de 2016 lo puso en apuros.
                
Los aliados occidentales de Turquía, en cambio, guardaron silencio primero y le han venido reprochando después a Erdogan sus arbitrarias y vengativas depuraciones de funcionarios civiles y militares. Por no hablar del asilo y protección que el principal aliado formal (EE.UU.) garantiza a su némesis y otrora colaborador el clérigo Fetullah Gülen.
                
Lo que más ha envenado las relaciones ha sido el entendimiento cada vez más estrecho entre el Pentágono y las milicias kurdas en Siria (YPG), por la eficacia de éstas en la lucha contra los yihadistas del Daesh. En este escenario, se profundizaron las diferencias estratégicas entre Ankara y Washington, como señala Aaron Stein, director del programa de Oriente Medio del Instituto norteamericano de Investigación sobre Política Exterior (2). Las milicias kurdas de Siria son percibidas en Turquía como una amenaza intolerable, por sus estrechas vinculaciones con la guerrilla turco-kurda (PKK).
                
En otros tiempos, un líder civil turco jamás se hubiera atrevido a colocar a los jefes militares en semejante desaire a la OTAN. Pero, incluso en momentos de debilidad política, cristalizada en el sonoro fracaso cosechado en la alcaldía de Estambul, Erdogan ha “limpiado” el Ejército:  más de 16.000 miembros procesados y otros 7.000 investigados (3). No se ha conformado con eso: ha creado un cadena de mando afín y conseguido que en los cuarteles se respire aire islamista piadoso, como acredita el joven investigador Sümbül Kaaya (4).  
                
No en vano, el Sultán ha elegido el tercer aniversario del fallido golpe para escenificar la adquisición de este importante material armamentístico. Importan poco las diferencias de concepto sobre Siria o la afrenta a un historia tanto reciente como milenaria. Las alianzas se ven superadas por pactos de conveniencia.
               
LOS LIMITES DE LA RESPUESTA NORTEAMERICANA
                
La respuesta de Estados Unidos ha sido limitada e incómoda. El deterioro de las relaciones bilaterales es indisimulable. Las percepciones regionales de seguridad son cada más divergentes. No obstante, la alianza occidental no piensa que pueda renunciar fácilmente a un cierto tipo de entendimiento con la antigua potencia otomana.
                
Tampoco Erdogan cuestiona que su país necesita de la protección de la OTAN (y de EE.UU., en particular). No ha cambiado el paradigma fundamental de la seguridad turca desde que, al final de la segunda guerra mundial, Turquía se convirtiera en una de las piezas angulares de la doctrina Truman, junto a Grecia e Irán. La antigua potencia otomana ha sido la puerta suroriental del entramado de seguridad occidental en Europa.
                
Más recientemente, como señala Nicholas Danforth, uno de los principales expertos occidentales en Turquía, el AKP turco se ofreció como factor de una reorientación estratégica del Oriente Medio bajo la influencia del islamismo moderado. El fracaso de la “primavera árabe” arruinó esas expectativas y “amplificó las diferencias estratégicas entre Washington y Ankara, al tiempo que confirmaba las peores sospechas de Erdogan sobre Occidente”. La posterior deriva autoritaria del líder turco afianzó la desconfianza mutua, que la sombra kurda del conflicto sirio ha convertido casi en paranoia (5). Por esta poderosa razón, Erdogan presenta la compra de los SS-400 rusos como una decisión legítima de independencia que responde a intereses exclusivos de seguridad nacional.
                
Estas brechas no pueden pasarse por alto. Washington anuncia ya sanciones por el asunto de los SS-400, tras haber fracasado todos los intentos previos de presiones. Pero se teme que se pueda tensar la cuerda demasiado y se produzca una ruptura que a nadie interesa. Como en el Tratado de Washington no se prevé la expulsión, ni siquiera la sanción, de un aliado por conducta inapropiada (insólito, pero entendible en el clima de guerra fría en que nació la Alianza), este tipo de represalias adquiere un carácter puramente político, no jurídico.
                
De momento, Turquía queda excluida del consorcio que fabrica el F-35, el avión furtivo más moderno y costoso de la factoría del Pentágono, y sus pilotos apartados de los ensayos. Los SS-400 rusos están diseñados, entre otras virtudes, precisamente para contrarrestar la infalibilidad del último logro de la tecnología militar aerodinámica norteamericana.
                
Trump, que alberga un instinto de simpatía hacia un líder fuerte como Erdogan, exhibe su habitual inconsistencia. Como hace con el norcoreano Kim o con el chino Xi, incluso con los ayatollahs iraníes. No hace distingos el presidente-hotelero entre clientes y rivales o aliados y adversarios. Bajo el eslogan America first, a todos mete en el mismo saco de competidores.
                
Tampoco debe de extrañarnos. De qué Alianza hablamos cuando su principal protector se encarga de cuestionar su utilidad en los tiempos presentes, de reprochar a sus socios su falta de compromiso y generosidad en la su propia defensa, de desairar y menospreciar incluso en público a sus líderes porque no le siguen el juego de la adulación y improvisación como método de acción política, al tiempo que prodiga encuentros políticamente obscenos y virtualmente inútiles con dictadores y autócratas.

NOTAS

(1) “Turkey get shipments of Russian missile system, defying USA”. THE NEW YORK TIMES, 13 de julio.

(2) “Why Turkey turned back United States and embraced Russia. AARON STEIN. FOREIGN AFFAIRS, 9 de julio.

(3) “Le tournant stratégique de la Turquie d’Erdogan”. MARIE JEGO; “Turquie face à un choix estratégique” (EDITORIAL). LE MONDE, 14 de julio

(4) “L’armée s’est rapprochée des valeurs conservatrices et religieuses de l’AKP”. SÜMBÜL KAYA. 
LE MONDE, 13 de julio.

(5) Why Turkey doesn´t trust the United States. The decline and fall of an alliance. NICHOLAS DANFORTH. FOREIGN POLICY, 15 de julio.

EL MECANO DE URSULA


17 de julio de 2019

                
Ursula Von der Leyen ya es presidenta de la Comisión Europea, tras una jornada de nervios e incertidumbre. Al conocer el resultado de la votación parlamentaria, en su rostro el alivio resultó más expresivo que la alegría. Comprensible: obtuvo 383 votos favorables, sólo 9 más de los necesarios y muy lejos de los 422 que obtuvo su predecesor, Junker, en 2014.
                
En sus primeras palabras ante el Parlamento después de ser electa, la política alemana prolongó cierto aire de un merkelismo que ya luce moribundo. Un discurso moderado, abierto al compromiso (sacrosanto en la Unión) para contentar a todos, o para no disgustar a nadie.
                
Compuso la nueva jefa del ejecutivo comunitario un programa mecano, un poco de aquí y otro de allá, para que todos los grupos (o casi todos) se sintieran escuchados. Prefirió dejar en sordina los elementos más identificativos de su grupo, el centro derecha, para enfatizar los acordes más gratos a las otras formaciones que le prestaron su apoyo sin entusiasmo, o incluso a los que se lo terminaron negando.
               
UNA PARTITURA CORAL
                
A los socialdemócratas, con quienes ha compartido mesa de gobierno en su país hasta esta misma semana, pretendió seducirlos con la promesa de un salario mínimo a escala europea, un subsidio de desempleo complementario de los nacionales y una tasa fiscal más equitativa, apuntando a los grandes beneficiarios de la globalización, en particular las empresas tecnológicas digitales. La incomodidad fue el clima predominante entre los social-demócratas, que hicieron equilibrios verbales para justificar su voto favorable, después de haber criticado la “alucinante vacuidad” de la candidata, en palabras del francés Glucksmann. El SPD alemán sólo anunció su apoyo minutos antes de iniciarse la votación, aunque resulta evidente que no hubo una disciplina rígida de voto.
                
A los liberales, quizás los más predispuestos en su favor, tras el pacto con fórceps M&M (Merkel y Macron), les interpretó una recitación imprecisa sobre su compromiso con la defensa del Estado de Derecho y los valores europeístas.
                
A los ecologistas, que, ofendidos por el desprecio de los grandes, no la votaron, les ofreció, sin embargo, la parte más sustancial de su programa: un nuevo pacto ecológico, a desarrollar desde los primeros cien días de su mandato, hasta desembocar en una gran ley de defensa del medio ambiente. Von der Leyen rebasó incluso la propuesta de su grupo al prometer una reducción de las emisiones de CO2 del 50% (o del 55%, llegó a decir) en 2030 (el Partido Popular planteaba sólo un 40% en su programa electoral); de esta manera, Europa sería el primer continente “neutro en carbono” al mediar el siglo. 
                
Ignorada la izquierda alternativa, que cuenta aún menos ahora, la flamante presidenta se ocupó de no indisponer mucho a los euroescépticos y eurófobos, muchos de los cuales terminaron votándola. Según algunas informaciones, la propia canciller Merkel hizo lobby entre los huraños nacionalistas polacos para prometerles más ayuda a su agricultura, aunque la recién investida se cuidó de no mencionar estas concesiones en su discurso.
                
Finalmente, en este esfuerzo por ensamblar piezas heterogéneas, Von der Leyen se pronunció a favor de un nuevo aplazamiento del Brexit, siempre que se presentaran “buenas razones”. Un tono blando muy alejado de su mercurial antecesor, que no pocas veces se declaró harto del sainete británico.
               
UN PROCESO DE SELECCIÓN DISCUTIDO
                
En fin, esta ceremonia de designación tuvo un aire muy palaciego, lo que no contribuirá a despejar la impresión de que “la población ha perdido el control”, en palabras de la propia presidenta en su discurso inaugural. El proceso de investidura de Von der Leyen ha abierto más heridas de las que ha cerrado y ha sido el reflejo palmario de las fracturas de fondo en la Unión.
                 
Es difícil que el ciudadano se tome en serio las instituciones europeas y, por ejemplo, participe con más entusiasmo en las elecciones al Parlamento, después de haber asistido al poco edificante espectáculo de las negociaciones para designar los aspirantes a los altos cargos. Se promete superar el déficit democrático comprometiéndose a que los parlamentarios electos tengan mayor peso en la selección de dirigentes y luego, como siempre, el proceso se reduce a sesiones de capilla entre los pesos (más) pesados. Se proclama la defensa de la europeidad frente al nacional-populismo y luego se corteja a algunos de sus principales exponentes para alcanzar los votos necesarios.
                
Merkel no pudo imponer a Manfred Weber, gris pero jefe de filas de los populares europeos, como candidato a presidir la Comisión, por el veto sin disimulo del presidente francés, pero obtuvo compensación al conseguir la nominación de Ursula Von der Leyen, su más o menos fiel ministra de Defensa (y antes de Trabajo y de Asuntos Sociales).
                
Macron no consiguió que sus favoritas liberales, la francesa Loiseau o la danesa Vestrager, se confirmaran como alternativas, en gran parte por el rechazo alemán, pero al final presumió de haber colocado a Christine Lagarde como aspirante a presidir el potente Banco Central Europeo, no por ser liberal progresista (es conservadora sin complejos), sino por ser francesa. A los liberales les tocó el premio de consolación de la presidencia del Consejo (un cargo menos apetecido) en la figura del exprimer ministro belga (francófono) Charles Michel.
                
Sánchez, erigido en el líder socialdemócrata más influyente de los 28, no pudo conseguir que el candidato unánime de sus correligionarios, el holandés Timmermans, fuera el candidato a dirigir el Ejecutivo comunitario, pero se sintió satisfecho al lograr que el nuevo mister PECS (jefe diplomático de la UE) pudiera ser Borrell socialista y español.
                
Este proceso, complicado e incómodo, ha dejado secuelas. Se ha ampliado la grieta en la cada vez más insostenible alianza interalemana entre democristianos y socialdemócratas y se han registrado sonoras escaramuzas en los bancos de la asamblea de Estrasburgo. En el fondo, lo que subyace de este episodio de selección de la nomenclatura europea es la difícil sintonía entre los aliados considerados preferenciales del club: Alemania y Francia. Aunque haya habido pacto al final (casi siempre lo hay), el Eje no anda fino, y se nota en cada curva del camino y en cada cuesta del cada día más penoso proceso de integración europea.


GRECIA: LA SOLEDAD DEL ESTRATEGA


8 de julio de 2019
               
La derecha vuelve al poder en Grecia. Y a lo grande. Nueva Democracia, partido de corte liberal-conservador (en lo económico y en lo político, respectivamente) ha obtenido la mayoría absoluta en las elecciones anticipadas de este domingo.
                
Se acabó el “sueño” de la izquierda alternativa, la nueva izquierda o la verdadera izquierda, según sus promotores. Syriza, el movimiento que pretendió desafiar a la Europa de la austeridad, de la tecnocracia comunitaria, de las castas políticas obedientes a los patrones del capitalismo financiero ha sido derrotado por los principales causantes de la ruina del país.
                
En realidad, el anunciado fiasco electoral de ayer es, en parte, consecuencia de la derrota política de hace cuatro años, cuando el primer ministro Alexis Tsipras tuvo que claudicar ante la UE y aceptar una tercera fase del ajuste a cambio de aceptar otro paquete de ayuda. Hizo lo que dijo que nunca haría y encajó lo que había reprochado a sus antecesores.  Aquella derrota fue mucho más humillante que ésta. Pese a la recuperación del empleo y políticas sociales de cierto fuste, las urnas han sancionado un clima de desencanto.
                
Dicho lo cual, Syriza no ha sido barrida. Con casi una tercera parte del electoral aún fiel a sus promesas y propuestas, la formación de izquierda no tan radical pero todavía alternativa se mantiene como principal representante del sentir progresista del país. Derrota, en este caso, no significa liquidación.
                
Como suele ocurrirle a la izquierda, la división interna resulta mucho más devastadora que el empuje de la derecha. Si se suman los votos de Syriza y los de MERA, la escisión abanderada por su exgurú económico, Varufakis, parecería que el respaldo social  de la izquierda radical resta casi intacto. La izquierda templada sólo emite débiles señales de recuperación. Movimiento por el Cambio, heredera del aniquilado PASOK sólo ha conseguido un 8% de los votos. ¿Qué explica entonces esta mayoría absoluta de la derecha?
                
Pues la pauta habitual. En tiempos decisivos, la derecha se une, o se aglutina o al menos vota de manera concertada. La gran mayoría de los sectores sociales que desconfían de una gestión progresista de la catástrofe han vuelto al lugar conocido de Nueva Democracia, simplemente porque presenta un rostro fresco, pero sobre todo ungido por la mística meritocrática. Además, el sistema electoral premia con 50 escaños al vencedor. De ahí estas cuentas tan favorables para Nueva Democracia.
                
Kyriakos Mitsotakis pertenece a una estirpe de griegos nacidos para ganar, liderar y mandar. Hijo de un primer ministro, miembro de una familia plagada de ministros, alcaldes y otros altos cargos. Es la última dinastía griega alimentada en la cuna de los negocios y bendecida en el aurea de los despachos. El nuevo vástago promete lo de siempre: menos impuestos, menos burocracia o menos Estado; o  Estado sólo para proteger a los que más tienen de las aspiraciones de los que menos tienen o de quienes más han perdido.
               
Tsipras vuelve a la oposición en la que creció y lo alzó como esperanza insólita para los griegos más desfavorecidos y estandarte de una ilusión europea. Ahora tendrá que sanar un partido fracturado y un entorno social plagado de recriminaciones. Aquellas habilidades de estratega que parecían conectarlo con las figuras míticas del pasado heleno lo llevaron a conseguir lo que nadie en la viejísima y cautelosa Europa había hecho nunca: colocar a la izquierda sin complejos al frente de un gobierno.  El gran estratega está ahora un poco más sólo y un mucho más débil.

ELISABETH WARREN, ¿UNA PRESIDENTA SOCIALDEMÓCRATA PARA AMÉRICA?


3 de julio de 2019
                
El primer debate entre los 20 candidatos demócratas a la Casa Blanca parece haber despejado bastante un tartán demasiado concurrido. Pero más importante aún que los nombres, esta primera escenificación pública del debate interno partidario es la constatación evidente de que los demócratas se encuentran en pleno viaje hacia la izquierda.
                
Trump lo condiciona y lo contamina todo, desde luego, y quizás más que nada a sus rivales. El péndulo demócrata se mueve entre acosar al presidente visiblemente tramposo con la herramienta del impeachment (destitución) o concentrarse en seleccionar a quien mejor pueda acabar con él... en las urnas. La izquierda del Partido, cada día más fuerte y vigorosa, apuesta por lo primero; los moderados consideran que esa estrategia es arriesgada e incluso suicida, y optan por acertar con la persona que le gane votos, mensajes y designios en su propio terreno: el ciudadano blanco desasistido, perplejo y revanchista (1).
                
LA LARGA MARCHA DE LOS PROGRESISTAS DEMÓCRATAS
                
Este dilema no es sólo estratégico. Es ideológico. En el Partido Demócrata está ocurriendo algo similar, pero en inverso sentido ideológico, a lo que sucedió al Great Old Party (el Partido Republicano) hace una década, cuando emergió y se consolidó la corriente ultraconservadora conocida como Tea Party.
                
Ahora, entre los demócratas parece haberse afianzado una confluencia de corrientes claramente críticas con el sistema político, económico y social americano, abiertamente en crisis. El Partido Demócrata se convirtió en el favorito de la clase media hace décadas, pero sus dirigentes han actuado de espaldas a las aspiraciones de sus supuestos representados. Bill Clinton se dejó llevar por la corriente neoliberal, con medidas apenas compensatorias, unos modales afables con las minorías (afroamericanos y latinos), y poco más. Ocho años después, Obama abrillantó la retórica demócrata, conectó con la juventud, agrandó el sueño del doctor King e hizo creer que América cambiaría de rumbo. Es sabido cómo acabó esa mezcla de autoengaño y decepción: con un tipo como Trump en el despacho oval y con la segunda Clinton (Hillary) hundida en un jubilación política sin plan de rescate.
                
En estos mil días de shock continuo, de bochorno permanente, de honorabilidad ultrajada hasta límites nixonianos (y más aún), una corriente demócrata progresista, sin miedo ya al término S (socialista), se afianza como alternativa en Estados Unidos. Algo que resulta aún más rompedor que el personaje que ahora deshonra el cargo más notorio del planeta tierra. Es cierto que a Obama le tildaban de socialista. Y hasta de comunista. Pero como se trataba de una afirmación estúpida y falsa a todas luces, nadie se la tomaba realmente en serio. Ahora, en cambio, son algunos dirigentes políticos ya electos, no radicales minoritarios o activistas de base, quienes se definen como tal. Apelan al socialismo como ideología y proyecto de futuro de una América convertida en feudo de los ricos y poderosos.
                
En 2016, Sanders fue el primer filosocialista en alcanzar la condición de precandidato. No pudo derrotar a la favorita Hillary, pero le cargó las alas de plomo, puso en evidencia sus contradicciones y la desnudó de su armadura protectora. En 2018, esa corriente de malestar hacia la élite enquistada del partido y la irritación por el exhibicionismo reaccionario de Trump hizo posible, en 2018, la Cámara de Representantes con más presencia de críticos y progresistas en la historia política americana. Para 2020, Sanders repite como precandidato y, después de años de vacilaciones y desistimientos, se sube al vagón Elisabeth Warren, senadora por Massachussets, antes profesora de leyes en la prestigiosa Harvard y trabajadora tenaz.
               
LA DESEADA SE CONVIERTE EN MRS. PLAN
                
Warren no despierta simpatías en el establishment, ni siquiera entre los pesos pesados de su propio partido, que saben de su independencia de juicio y de sus propuestas meditadas y concienzudas. Obama contó con ella para legitimar una reforma blanda del chiringuito financiero, pero se asustó ante la radicalidad de las recomendaciones que ella presentó. Mucho antes, había trabajado en distintas iniciativas legislativas, pero siempre se encontró con la barrera de los poderosos intereses creados.
                
En el último día del pasado año, Elisabeth Warren dio por fin el paso que le imploraban desde hacía años numerosos sectores de la izquierda. Fue la primera demócrata en anunciar que competiría por desalojar a Trump de la Casa Blanca. Huyó, desde el primer momento, de la demagogia, los eslóganes y la retórica para centrarse en las propuestas. Su consigna, ya consolidada, es “tengo un plan”. En realidad, Warren ha presentado más de veinte planes para devolver a la clase media al centro del sistema social, económico y político de América: mayor presión fiscal a los más ricos, cuidado de los niños, fragmentación de las grandes empresas neotech, control y responsabilidad de las grandes corporaciones , vivienda, agricultura, terrenos y parques públicos, matriculación gratuita en enseñanza media superior y cancelación de la deuda estudiantil, cambio climático y fomento de la economía ecológica, control del gasto militar y de las contrataciones del Pentágono, uso racional de los medicamentos, garantía de libre elección para las mujeres sobre la concepción y, por último pero no menos importante, regulación de la investigación y procesamiento de un presidente en ejercicio, que ahora no es posible, constitucionalmente (2).
                
La prensa más convencional, que no disimuló gestos de disgusto o incomodidad, ha tenido que rendirse a la evidencia. Veinte candidaturas más tarde, Elisabeth Warren es la pretendiente más sólida y mejor formada, pero, sorprendentemente, para muchos, no por ello carente de energía, de punch. Siempre se pensó que esta mujer nunca daría el paso, porque podía ser apreciada por intelectuales o electores mejor informados, pero no era capaz de llegar a la gente de base. (3). No es eso lo que ha ocurrido estos meses. Warren ha llenado  cityhalls, concitado esperanza e incluso entusiasmo entre el electorado popular y parece haber roto la brecha racial. Antes del debate ya se había situado la tercera en las preferencias del electorado demócrata, según las encuestas, sólo por detrás del muy gris, convencional y veterano Joseph Biden y del mucho más cercano ideológicamente, Bernie Sanders (4).
                
Por no faltarle de nada, Warren también puede presentar tarjeta de choque frontal con Trump. El lenguaraz presidente le reprochó que pretendiera dotarse de un pedigree progre, al proclamar sus ancestros nativos (indios), y la motejó de Pocahontas. Warren entró al trapo, quizás un poco ingenuamente, y se sometió a una prueba de ADN, que resultó positiva, aunque no demasiado concluyente. Los medios aprovecharon para cuestionar su inteligencia táctica. Pero Warren resistió y se rehízo a base de propuestas programáticas y de una coherencia inhabitual en la selva política norteamericana (5).
                
En el primero de los dos debates demócratas inaugurales, Warren estuvo rodeado de pretendientes menores. Pero aún así, todo el mundo, incluso los más escépticos con ella, reconocieron que había fijado la conversación, modelado la agenda y consolidado en la discusión electoral su mensaje cardinal. Como ha escrito el columnista Dan Balz, en absoluto un fan suyo, Warren ha “encapsulado” su aluvión de planes en un mensaje ilusionante: cambiar “un sistema que funciona para unos cuantos, los más ricos y grandes corporaciones, pero no para todos” (6).
                
La emergencia de Warren parece haber debilitado al otro candidato más a la izquierda de la carrera, Bernie Sanders. Ambos son amigos. O lo eran, porque miembros de la campaña del senador por Vermont no perdonaron que su correligionaria no lo apoyara expresamente en la pugna con Clinton, en 2016. ¿Puede haber una confluencia? El tiempo dirá si es así y en qué términos.               
                
De hecho, Sanders se desempeñó bien en el segundo debate, pero con menos brillo. En esta ocasión, el gran favorito inicial de la contestación demócrata, Joseph Biden, el gris segundón de un Obama que lo acaparaba casi todo, resultó maltratado elegantemente por la otra estrella en alza de la carrera: la senadora y antigua fiscal general de California, Kamala Harris, hija de jamaicano e india. A ella, de perfil diferente a Warren, le dedicaremos un posterior comentario.

NOTAS

(1) “Liberal democrats ruled the debates. Will moderates regain their voices”. ALEXANDER BURNS y JONATHAN MARTIN. THE NEW YORK TIMES, 29 de junio.

(2) “Elisabeth Warren has a lot of plans. Together, they would remake the economy”. TOM KAPLAN y JIM TANKERSLEY. THE NEW YORK TIMES, 10 de junio.

(3) “Elisabeth Warren is completely serious. EMILY BAZELON. THE NEW YORK TIMES MAGAZINE, 17 de junio.

(4) “Elisabeth Warren gains momentum plan in the 2020 race by plan”. LAUREN GAMBINO. THE GUARDIAN, 9 de junio.

(5) “Elisabeth Warren’s rise is not surprising”. SADY DOYLE. MEDIUM, 26 de junio.

(6) “Who can beat Trump? The answer is not clearer after Miami”. DAN BALZ. THE WASHINGTON POST, 29 de junio.