CHINA vs. INDIA: MÁS QUE UNA PELEA PRIMITIVA EN EL TECHO DEL MUNDO

24 de junio de 2020

                
Una pugna militar, por primitiva que haya sido, entre China e India, las dos naciones más pobladas del mundo nunca puede ser cosa menor, ni se puede despachar como si tratara de un pulso de fogueo. Hay riesgos elevados de conflicto mayor entre los dos colosos de Asia, aspirantes a un futuro liderazgo mundial, pero plagados de contradicciones y lastrados por debilidades estructurales profundas, a pesar de los avances de las últimas tres décadas.
                
La escaramuza fronteriza en la remora región al pie del Himalaya ha sido la más grave en cuarenta años (1), pero en absoluto un hecho aislado.  La delimitación territorial ha sido motivo de discordia desde la descolonización británica. China no acepta el statu quo actual y trata por todos los medios de imponer por vía de hecho una rectificación. India desconfía de que China se tome en serio el paciente y laborioso método diplomático y está reforzando sus posiciones y ampliando infraestructuras de comunicación y acceso en la zona de Ladaj, vecina de la explosiva Cachemira (2).

Para prevenir males mayores o situaciones de difícil control, en su momento se acordó que las dotaciones militares y paramilitares en la zona de contacto no estuvieran dotados de armas de fuego. De ahí que le refriega del 15 de junio se resolviera a puñetazos, palos y otros recursos del combate cuerpo a cuerpo. Lo que no impidió que veinte soldados indios resultaran muertos, algunos de ellos tras precipitarse o ser empujados al vacío. Los chinos también sufrieron bajas, pero, según lo acostumbrado, no se ha facilitado información. Una pelea casi prehistórica para un conflicto enquistado (3).

ANTECEDENTES CONTRADICTORIOS

En octubre de 2019, la cumbre chino-india parecía augurar una nueva etapa de colaboración conforme a una reforzada interrelación de la economía de ambos países emergentes y una red de casi 70 acuerdos de cooperación en muy diversas materias. Pero la desconfianza ha terminado por imponerse.
                
El pasado verano, el gobierno ultranacionalista de Narendra Modi acabó con la autonomía de la región de Cachemira bajo soberanía india, con el pretexto de reforzar la vigilancia antiterrorista. Una medida autoritaria más que no sólo provocó la esperable reacción de hostilidad de Pakistán, que apoya la aspiración secesionista de los musulmanes cachemires, sino también de los estrategas chinos, que interpretaron la decisión india como un paso más en el reforzamiento de sus posiciones fronterizas.
                
Los analistas no predicen una solución rápida o fácil al diferendo territorial. Los sucesivos intentos de apaciguamiento no han durado mucho tiempo y en realidad nunca se ha llegado más allá de forjar treguas o mecanismos de control y equilibrio, pero sin conseguir nunca un suficiente clima de confianza, como ha explicado el profesor Ashley J. Tellis (4).

SESENTA AÑOS DE CONFLICTO SIN CERRAR

Desde la guerra de 1962, ambas potencias viven en un estado de conflicto latente. Si retrasamos casi sesenta años el reloj geoestratégico nos encontramos a dos países en un momento de orgullosa expansión, más política e ideológica que económica. La China de Mao era ya una potencia nuclear, había consumado el alejamiento de la URSS y aspiraba a liderar el movimiento comunista internacional tras el gran cisma de los cincuenta. La India de Nehru se prepara para convertirse en uno de los motores del movimiento de países no alineados, una especia de tercera vía superadora de la guerra fría, con puentes de cooperación con Moscú y Washington. De hecho, cuando la guerra chino-india tomó un sesgo favorable a Pekín, Nehru pidió ayuda al presidente John Fitzgerald Kennedy, quien no dudó en proporcionársela, lo que obligó a Mao a detener su ofensiva y avenirse a un compromiso.
               
Como sostiene Bruce Riedel, un veterano analista de la CIA, ya no hay un JFK en la Casa Blanca. Washington es hoy un centro impredecible y errático de poder. A pesar de los puntos de conexión nacionalista, racista, de impulso autoritario y de uso demagógico de la religión, Modi no se fía de Trump. Como todos los dirigentes de su condición, le reserva recepciones infladas de retórica en sus visitas oficiales, pero no se lo toma en serio (5).

EL EQUILIBRIO ESTRATÉGICO EN ASIA MERIDIONAL

India es una de las potencias que más se resienten de la deriva errática de la actual administración norteamericana, ya que la apuesta por una colaboración estratégica con Estados Unidos venía siendo política de estado de los sucesivos gobiernos indios (los social-liberales del Congreso o los nacionalistas de Modi), tanto con administraciones demócratas (Clinton y Obama) como republicanas (Bush Jr). Tras la desaparición de la URSS, el no alineamiento indio perdió vigencia y sentido. Delhi mantiene una relación potable con Moscú, pero ha puesto un empeño mayor en la cooperación con Washington en materia de seguridad con especial énfasis en el dossier nuclear. Los estrategas indios tratan de sacar partido de la conflictiva y siempre contradictoria relación entre Estados Unidos y Pakistán, enredados en interpretaciones diferentes sobre el peligro islamista y el destino de Afganistán. Los militares pakistaníes conservan un amplio margen de maniobra en el país vecino y no están dispuestos a que la pacificación sacrifique su influencia.

China no se ha quedado atrás en este juego de posiciones con el que cada parte pretende fortalecer las bazas propias y debilitar las de enemigo. En los últimos años la iniciativa china de inversión en grandes proyectos de infraestructura (Belt & Road) conocida como la nueva ruta de la seda, ha supuesto, entre otras cosas, el acercamiento a Pekín de países que otrora mantenían una buena relación con Nueva Delhi: Nepal, Bangladesh o Sri Lanka. China no sólo se refuerza en esa región techo del mundo; también alcanza las aguas cálidas del Océano Índico. Generales y políticos indios se sienten crecientemente enjaulados por esta nueva red de alianzas chinas (6).

En este complicado ajedrez asiático, el destrozo que ha hecho la administración Trump obliga a todas las piezas a dotarse de la mayor capacidad de movimiento posible. Pakistán ha reforzado ostensiblemente su cooperación con China (son aliados privilegiados, de hecho), India trata de compensar esta pinza enormemente peligrosa para sus intereses con una profunda revisión estratégica que ele sitúe como socio preferencial de Estados Unidos, pero sin hostilizar a Rusia, que flirtea con una alianza de conveniencia con China, tanto para resistir la hegemonía norteamericana como para preservar sus bazas estratégicas en Asia.

Pero este juego de alianzas y posicionamientos estratégicos está plagados de contradicciones y problemas cruzados. Demasiados intereses y pocos valores comunes o visiones compartidas del orden internacional y regional. Al cabo, la emergencia china y su capacidad para alterar las cosas y la incertidumbre sobre la estrategia norteamericana es lo que condicionará el futuro inmediato. China e India seguirán peleando a puñetazos y palos, como el 15 de junio en el remoto valle de Galwan o quizás de forma más contundente. Habrá más muertos y muchas amenazas, reproches continuos y cruce de desafíos gruesos. Pero esa guerra de las alturas es solo un escenario secundario en una pugna geoestratégica de mayor alcance.           

 NOTAS

(1)     “Worst Clash in decades on disputed India-China border kills 20 indian troops”. THE NEW YORK TIMES, 16 de junio; “India and China have their first deadly clashes in 45 years”. THE ECONOMIST, 16 de junio.

(2)    “Why are India and China fighting”. JAMES PALMER y RAVI AGRAWAL. FOREIGN POLICY, 16 de junio;

(3)    “Combats à mains nudes, chutes, noyades: comment l’Indie et la Chine se sont affrontées dans l’Himalaya, a 4.200 metres d’altitude”. GUILLAUME DELACROIX. LE MONDE, 18 de junio.

(4)    “Hustling in the Himalayas: the Sino-Indian border confrontation”. ASHLEY J. TELLIS. CARNEGIE ENDOWMENT FOR INTERNATIONAL PEACE, 4 de junio.

(5)    “As India and China clash, JFK’s ‘forgotten crisis’ is back”. BRUCE RIEDEL. BROOKINGS INSTITUTION, 17 de junio.

(6)    “China is losing India”. TANVI MADAN. FOREIGN AFFAIRS, 22 de junio.



SIRIA: LA GUERRA FAMILIAR

17 de junio de 2020

                
En Siria, la guerra ha pasado de ser un asunto de análisis internacional a convertirse en una especie de saga a modo de serie televisiva de intrigas, pasiones y conflictos familiares.  De la guerra civil (incivil) se ha pasado a una especie de guerra privada, a un ajuste de cuentas  en el amplio clan gobernante, mientras la inmensa mayoría de la exhausta población se hunde en la miseria y los actores externos hacen cálculos para repartirse los beneficios del naufragio.
                
Ningún país puede resistir nueve años de guerra devastadora e implacable como la que ha sufrido este país, encajado de oeste a este entre la ribera oriental del Mediterráneo y la Mesopotamia atormentada de estos tiempos, o de norte a sur entre la antigua potencia colonial turca, cuya animosidad es palpable, y la hostilidad existencial y ocupante de Israel. Esta delicada ubicación geoestratégica se complica con un precario equilibrio confesional y étnico, en el que la mayoría fue desplazada hace décadas del poder político y militar en beneficio de una alianza entre minorías, tutelada por un clan familiar. La guerra ha debilitado ese orden, que es ahora abiertamente desafiado por los vecinos y observado más o menos de cerca y con simetría variable por las potencias internacionales.
                
La familia Assad lo ha sido todo en Siria: con mano de hierro y corazón de hielo. Una familia-estado, menos estruendosa que la de Saddam Hussein en Irak, pero más efectiva: prudente cuando había que serlo e implacable cuando las circunstancias lo han exigido.
                
De los países árabes en los que las revueltas de 2011 se tornaron en guerras abiertas, Siria es el único en el que no ha habido un cambio personal en la cúspide del Estado. En Libia o Yemen, reina el caos. En Egipto cayó el raïs, pero la casta militar eliminó el islamismo moderado y ejerce sin contemplaciones unja hegemonía que nunca perdió. En Argelia, el sistema ha purgado a sus cabezas más visibles y aguanta a duras penas la presión social. Los dictadores de entonces han sido sustituidos por otros. En Siria, el líder sigue siendo el mismo. Pese a los cientos de miles de muertos, el exilio de la mitad de su población o la destrucción general, Bashar el Assad sigue en el palacio elevado de Damasco.
                
La supervivencia se explica por el soporte exterior que ha recibido el régimen familiar y sus clanes, singularmente de Rusia e Irán. Pero los enemigos también han sido respaldados por otras potencias, como Estados Unidos, Turquía, Arabia y otras petromonarquías. Assad ha aguantado, aunque su poder esté en manos de ajenos. Su fuerza radica en su dependencia y en su condición de peonaje geoestratégico: para Rusia, es una plataforma en Oriente próximo; para Irán, un puesto adelantado del chiismo en las puertas del enemigo sionista.
                
La guerra no ha terminado, naturalmente. En Idlib todavía domina una heterogénea coalición rebelde que agrupa a islamistas moderados y radicales y a prooccidentales, unidos solos por la hostilidad al régimen de Damasco (1). En el nordeste, kurdo-sirios y turcos libran un pulso solo atemperado por una renuente vigilancia norteamericana pactada con el Kremlin (2). Pero Assad ha emergido de las cenizas como el gran patrón que aparenta seguir ejerciendo un tutelaje de hierro sobre los destinos de una nación fragmentada y destruida.
                
DISPUTAS DE SANGRE
                
Mientras las potencias tratan de ajustar sus intereses para definir un más que probable protectorado internacional sobre Siria, el caudillo local se ha visto amenazado por el estallido de otro tipo de guerra, más estrecha, más próxima: una rebeldía familiar, sustentada en el malestar de la minoría alauí en la que se asienta su poder.
                
El caso más sonoro ha sido la desafección de uno de sus primos por línea materna, Ramí Makhlouf, hasta ahora quizás el empresario más rico de Siria, dueño de la principal compañía de telefonía móvil y propietario de un emporio industrial y comercial, amasado bajo la protección y los privilegios del régimen. Las desavenencias vienen de lejos y están ancladas en sordas disputas familiares, pero la chispa de la disputa actual fue la decisión gubernamental de imponer tasas fiscales a los astronómicos beneficios de Makhlouf para obtener fondos con los que poner de nuevo en marcha el aparato económico del país. El empresario se revolvió y contraatacó con una virulenta campaña en redes sociales denunciando la arbitrariedad del gobierno. La respuesta oficial fue contundente: arresto domiciliario e incautación de bienes.
                
Es probable que en las medidas fiscales hubiera un componente de ajuste de cuentas, pero Assad necesita desesperadamente dinero para sobrevivir. Más del 80% de la población siria se encuentra en la pobreza. La divisa nacional es papel quemado. La inflación supera los tres dígitos. El sistema productivo está en ruinas (3).
                
Makhlouf se ha sentido traicionado y ha percibido venganza de la sangre. Es rico gracias a sus lazos familiares con el poder, pero sus beneficios también han servido para financiar a las milicias que han protegido al régimen. Cree que el primus inter pares está debilitado y considera que es el momento de luchar o morir. Se considera en condiciones de atizar la discordia entre los clanes notables alauíes que han puesto mucha sangre para defender al patrón de Damasco y ahora esperan ser retribuidos.
                
El clan Assad arrastra una larga historia de enemistades familiares, como ocurre en muchas de las élites poligámicas árabes (en realidad, en todos los sitios). Véanse las purgas del príncipe heredero en Arabia Saudí, por poner sólo el ejemplo más evidente. Por parte paterna, los Assad han sido un hervidero de intrigas y desafíos a cara de perro. Rifaat, el hermano del patriarca Hafez, pretendió sucederlo, pero éste impuso a su hijo Bashar, el oftalmólogo radicado en Occidente, quien parecía ajeno a la áspera realidad de Oriente Medio. Las promesas de apertura y modernización de los primeros años del siglo han acabado ahogadas en sangre.  Por parte materna, las aguas turbias han sido más soterradas y ahora afloran con inusitada pestilencia. Otras discordias familiares han salido a la luz en forma de reproches, envidias y recriminaciones, como nos cuenta una periodista de Al Jazzera (4).
                
EL MALESTAR ALAUÍ Y LA CONEXIÓN RUSA
                
Si esto no fuera poco, a Bashar, el modernizador engullido por el espíritu tiránico de la familia, se le complican aún más las cosas por la vía conyugal. Su otrora adorable esposa Asma, tan elegante y sofisticada, concita la desconfianza de los alauíes porque es sunní, la confesión mayoritaria del país, pero desplazada de los centros fundamentales de decisión. Las minorías temen que una conspiración sunní aproveche el descontrol actual para revertir el orden de las últimas décadas. Hay rumores de golpe, de maniobras alauíes para cambiar de jefe (5).
                
En este contexto crítico, este miércoles entra en vigor el nuevo paquete de sanciones norteamericanas contra Siria, bajo la cobertura de la Caesar Act, en honor al fotógrafo militar que desertó con un montón de documentos sobre las torturas practicadas por el régimen (6). La administración Trump quiere un cambio de régimen sin comprometer soldados, es decir, mediante una guerra económica, más cómoda y menos arriesgada que una operación militar.
               
Lo que ocurra depende en gran parte de lo que haga el Kremlin, gran protector de los Assad en tanto que instrumentos de su influencia en Siria. En Moscú han empezado a tolerarse críticas públicas del clan gobernante sirio. Los caprichos artísticos de Asma (adquisición de un cuadro millonario de Hockney) han provocado comentarios sardónicos. Se dice que Putin esta harto de la altivez vacía de Assad. Negocia con los turcos a sus espaldas, con Estados Unidos no ha cortado amarras y hasta permite que Israel machaque posiciones iraníes o del Hezbollah libanés. Algunos analistas creen que, si el Kremlin garantiza su presencia en Siria, Assad puede ser prescindible (7). Pero Moscú ha debido aprender la lección de los golpes palaciegos en la Afganistán de finales de los setenta y medirá muy bien su jugada.



NOTAS

(1) “How and Why Idlib defies its jihadi overlords”. MANHAL BAREESH. CARNEGIE, 15 de mayo.

(2) “The scramble for northern Syria”. AARON STEIN. FOREIGN AFFAIRS, 22 de enero.

(3) “Syria’s economy collapses even as civil war winds to a close”. BEN HUBBARD. THE NEW YORK TIMES, 15 de junio.

(4) “The war has arrived inside the Assad family”. ANCHAL VOHRA. FOREIGN POLICY, 15 de junio.

(5) “Is Assad about to fall?”. CHARLES LISTER. POLITICO. 11 de junio.

(6) “The Caesar Act comes into force: increasing the Assad regime’s isolation”. DANA STROUL Y KATHERINE BAUER. THE WASHINGTON INSTITUTE FOR NEAR AND MIDDLE EAST, 11 de junio.

(7) “How Trump can end the war in Syria. Russia ambitions”. AYMAN ABDEL NOUR. FOREIGN AFFAIRS, 26 de abril.

EL COMANDANTE EN JEFE NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA... PERO LE DA IGUAL

10 de junio de 2020

                
Las protestas ciudadanas por la violencia policial racista en Estados Unidos se han convertido en un fenómeno global. Las manifestaciones se han extendido por todos los continentes y  muchos de esos lugares se han convertido en actos de denuncia colectiva sobre el racismo local. El movimiento recuerda al experimentado en 2003, en las semanas previas a la guerra de Irak. Entonces, millones de personas no consiguieron conjurar un proyecto criminal. En esta ocasión tampoco parece que el pronunciamiento cívico pueda modificar de forma significativa comportamientos impropios de una sociedad civilizada. El racismo esta arraigado en la cultural social. El abuso que, inspirado por él, ejercen sectores de los cuerpos policiales es sólo una de sus caras más perversas.
                
REFORMAS DISCRETAS
                
El homicidio que costó la vida al afroamericano George Lloyd ha generado una “crisis de conciencia” que muy probablemente concluirá neutralizada en los diques del sistema político (1). Los demócratas, algo más sensibles, han hecho valer su mayoría en la Cámara de Representantes para aprobar un paquete de reformas legislativas en la línea de lo intentado por Obama o más allá. Se contempla ahora una modificación más ambiciosa de los protocolos de actuación, la prohibición de técnicas agresivas de intervención (como el estrangulamiento que ocasionó la muerte a Lloyd), nuevas herramientas de vigilancia de los agentes (cámaras corporales), ampliación de instrumentos de denuncia frente a los abusos, etc (2). Pero los republicanos, apoyados por los sindicatos policiales y atentos a sus propios intereses políticos, bloquearan estas iniciativas en el Senado. Se iniciará entonces un debate legislativo bizantino hasta que el asunto sea desplazado por otras urgencias políticas, véase el tramo final de la campaña electoral que se anuncia como la más extravagante de la historia política reciente.
                
Los sectores más progresistas de la sociedad norteamericana denuncian la futilidad de estos gestos, entre hipócritas e impotentes, de la clase política. Los más atrevidos sostienen que sólo eliminando la financiación de los cuerpos policiales (defunding) se conseguirá extirpar la lacra (3). O,  en todo caso, una reforma mucho más ambiciosa (4). En caso contrario, nada cambiará de verdad, hasta que la próxima muerte encienda de nuevo el debate.
                
En Minneapolis, donde ocurrió la última tragedia, las autoridades locales han anunciado que disolverán el actual cuerpo policial de la vergüenza y crearán otro, se supone que con otros reglas de comportamiento. Similares iniciativas se han producido en otras ciudades. Una marea social e institucional de condolencia y arrepentimiento por la pasividad de tantos años. Pero hay razones para pensar que, cuando se levante la actual polvareda, de todo lo prometido sólo se termine aplicando una mínima parte.
                
Con la brutalidad policial ocurre algo similar a lo que genera el uso y abuso de las armas de fuego y las matanzas recurrentes: cada vez que se registra una tragedia hay golpes de pecho, rasgado de vestiduras, compromisos de nuevas iniciativas legislativas y administrativas, pequeños retoques normativos... y todo sigue más o menos igual. No se quiere afrontar el problema de fondo, la raíz de la violencia.
                
A LA CONQUISTA DEL VOTO BLANCO
                
En este juego de imposturas sociales y políticas, los dos candidatos presidenciales afinan sus papeles de representación. El titular (incumbent), Donald Trump, ha añadido a su larga lista de indignidades un comportamiento bochornoso de racismo más oportunista que ideológico. El aspirante, el demócrata Joe Biden, se ha alineado con la tibieza de una reforma cosmética y ha rechazado el defunding, en coherencia con su larga trayectoria política, a decir verdad muy poco crítica (5). Más que la sustancia, lo que estará en juego en las próximas semanas será el aprovechamiento político del debate social.
                
Trump ha salido en apariencia debilitado, pero sigue blindado por la plana mayor republicana (6), por mucho que se hayan escuchado voces críticas (7). El propio expresidente Bush ha dejado claro que no votará por el candidato de su partido en noviembre. El general Mattis, que Trump glorificó cuando lo nombró secretario de Defensa, ha pronunciado la crítica más acerba de su exjefe. Otros militares en la reserva, como los exgenerales John Allen o Colin Powell, han seguido su ejemplo. Estos hombres uniformados arrastran responsabilidades muy serias por su papel en guerras que han provocado decenas de miles de muertos, pero son jaleados ahora por políticos y líderes de opinión como referentes morales.
                
Los medios convencionales resaltan estos días el aparente desamparo en que se encuentra el inquilino de la Casa Blanca. El presidente que construyó un gobierno de generales se ve ahora privado del favor de algunos de sus más prominentes representantes. Incluso el civil que ahora dirige el Pentágono, el secretario de Defensa Esper, se atreve a desafiar al patrón, lo corrige en público y afirma que los soldados no reprimirán a los manifestantes, como pretendió Trump cuando estallaron las protestas.  Veremos cuanto dura en el cargo.
                
El comandante en jefe no tiene quien le escriba. Ni siquiera ha hecho falta una expresa manifestación de indisciplina. El desplante ha sido preventivo. Después de todo, las Fuerzas Armadas son también establishment, elemento central de ese estado profundo (deep state) de ese aparato burocrático que Trump denunció en su populista campaña de conquista del poder, en nombre de un pueblo, del ciudadano medio, supuestamente marginado por la élite de Washington. Trump reservará sus halagos a los escalones medios y soldados, más rentables.
                
El presidente de las 20.000 mentiras se replegará al único terreno en el que siente a gusto y seguro: el de la manipulación y las lealtades de la América profunda, por decirlo con una fórmula tan convencional como engañosa. Todos contra él... todos los que viven del Estado, de los presupuestos públicos, los que sangran al ciudadano trabajador o empresarial con impuestos abusivos. Una retórica falsa, rancia, pero eficaz. Su base le sigue siendo fiel.
                
Biden no es Hillary Clinton: es un tipo más simple, menos altivo, pero pertenece a esa misma plutocracia política inveterada a la que Trump le encanta vilipendiar. Ciertamente, una cierta proximidad del candidato demócrata con sectores sindicales burocratizados le hará más difícil al demagogo presidente conservar esa base obrera blanca cabreada que lo llevó a la Casa Blanca en 2016. Las encuestas sitúan a Trump siete puntos por debajo de Biden, debido en gran medida al pinchazo económico del coronavirus y al malestar por su obscena conducta de las últimas semanas (pandemia y abuso racista policial). Pero hay partido.
                
Al comandante en jefe le da hasta cierto punto igual que le vuelvan la espalda viejas glorias del generalato o se le pongan de perfil en los cuartos de banderas. Si consigue movilizar a su base y confundir de nuevo a los pocos millones de electores que decidirán la partida en noviembre, intentará de nuevo poner al Estado a su servicio, satisfacer su vanidad y blindarse todo lo posible ante lo que pueda acontecer cuando abandone la Casa Blanca. Los afroamericanos seguirán siendo abusados en las calles por policías más o menos impunes, o morirán más que los blancos por razones menos publicitadas pero no menos escandalosas: pobreza endémica, falta de oportunidades, ausencia de cobertura sanitaria. El racismo se asienta en causas estructurales que esquivan campañas y movilizaciones.

NOTAS

(1) “Experts doubt this is a moment of reckoning for policing in U.S.” THE WASHINGTON POST, 8 de junio.

(2) “Democrats unveiled sweeping Police reform bill”; “After protests, politicians reconsider Police budgets and discipline”. THE NEW YORK TIMES, 8 de junio.

(3) “The only solution is to defund the Police”. ALEX S. VITALE. THE NATION, 1 de junio.

(4) “How to fix American policing”. THE ECONOMIST, 5 de junio.

(5) “Biden walks a cautious line as he opposes defunding the Police”. THE NEW YORK TIMES, 8 de junio.

(6) “History will judge the complicit”. ANNE APPLEBAUM. THE ATLANTIC, 7 de junio.

(7) “Republican criticism of Trump grows -but it will make a difference at the polls? THE GUARDIAN, 9 de junio.

ESTADOS UNIDOS: EL ESPECTRO DEL 68

3 de junio de 2020

                
Estados Unidos vive sus días más oscuros del último medio siglo. Un nuevo caso de brutalidad policial con resultado de muerte, ejercido contra un detenido afro-americano, ha encendido decenas de ciudades y provocado los disturbios más graves desde 1968, hasta hace sólo unos días el año más crítico de la reciente historia norteamericana.
                
El arraigo racismo de las fuerzas policiales se puso de manifiesto de nuevo el 25 de mayo. Un agente de Minneapolis (Minnesota) causó la muerte de un afroamericano de 46 años al presionar su rodilla durante casi nueve minutos contra el cuello de la víctima, cuando ésta ya había sido detenida y se encontraba en el suelo y esposado. Otros dos agentes intervinieron en la brutal movilización, presionando en la espalda del detenido. El afroamericano había sido denunciado por el dependiente de una tienda por intentar pagar un paquete de cigarrillos con un billete falso de 20 $.
                
La desproporcionada actuación policial en Minneapolis llevó a los titulares un problema irresuelto en Estados Unidos: el frecuente comportamiento violento y racistas de los cuerpos policiales. Un detenido afroamericano tiene tres veces más de posibilidades de ser agredido, incluso fatalmente, que uno blanco.
                
UN CONTEXTO EXPLOSIVO
                
Hay varios factores que favorecido la impunidad policial: la tibieza o debilidad de los gobernadores y alcaldes frente a los aparatos policiales que condiciona sus decisiones, la avenencia o  complicidad con los sindicatos policiales, que han conseguido negociar contratos de blindaje de los agentes, y una cultura social impregnada por el racismo en numerosas ciudades y condados del país. La brutalidad policial no es un problema técnico o profesional: es un síntoma más de una sociedad que no ha resuelto una de sus fracturas fundamentales desde la guerra civil de 1860.
                
En esta ocasión, la brutalidad policial se ha producido en un contexto explosivo: una situación de crispación motivada por las 100.000 muertes del coronavirus, la infección de casi dos millones de ciudadanos, la paralización de la vida económica, el incremento del paro (40 millones de personas, un 20% de la población activa) y la negligente e inepta actuación del gobierno. Como era de esperar, las consecuencias de la pandemia han golpeado mucho más duramente a las minorías y, en particular, a la comunidad afroamericana. Ya se sabe que la salud en Estados Unidos no es un derecho sino un privilegio.
                
La respuesta a este estado de frustración múltiple ha sido inusitada. Disturbios de gran violencia (destrucción y quema de vehículo, asalto de edificios, pillajes) en casi ochenta ciudades, toque de queda en una veintena y, sobre todo, sensación de desgobierno, de falta de liderazgo. O aún peor: de mal gobierno.
                
UN LIDERAZGO LAMENTABLE
                
El presidente de las 20.000 mentiras adoptó su habitual pose de western frente a la revuelta. Con un lenguaje impropio de un dirigente responsable, amenazó con dar la orden de disparar contra los participantes en las protestas y de enviar al Ejército si las policías locales no se veían capaces de reducir a los revoltosos. En uno de los episodios más lamentables de su larga lista de despropósitos públicos, la policía dispersó a golpes de porra y botes de humo la trayectoria que el presidente realizó desde la Casa Blanca hasta una Iglesia de Washington que había sido dañada por un grupo de manifestantes.
                
Trump dirigió su ira preferentemente contra el movimiento Antifa (Antifascista), que ha cobrado auge durante estos últimos años, debido a las simpatías expresas mostradas por el presidente hacia la extrema derecha supremacista blanca, como hizo durante los disturbios de Charlottesville, al comienzo de su mandato y en numerosas ocasiones a partir de entonces.
                
El comportamiento de la Casa Blanca ha sido severamente criticado por los medios denominados liberales (main stream) y por numerosos sectores sociales. Prominentes líderes de la comunidad afroamericana, artistas y deportistas han mostrado su desprecio por el estilo de liderazgo de Trump. Joe Biden, su rival demócrata en las presidenciales de noviembre, rompió su confinamiento para participar en una ceremonia religiosa afroamericana en Pensilvania y acusó a Trump de “atizar las llamas del odio”, de sectarismo y afinidad con el racismo : “las palabras del Presidente es el de un sheriff racista de Miami de los años sesenta”, dijo Biden.
                
No son acusaciones excesivas. Trump participó en otoño pasado en un acto junto al líder sindical de los policías de Minneapolis (lugar del último homicidio policial), quien le agradeció públicamente que “pusiera las esposas a los criminales y no a los agentes (1). Un guiño de gratitud por la política de contrarreforma policial llevada a cabo por la administración actual. La obsesión de Trump por destruir todo lo realizado por su antecesor no tiene límites. Como se ha recordado estos días, en su juramento del cargo denunció la “carnicería” de América, no sólo por la ventajistas políticas comerciales de otros países sino también por el “clima antipolicial” que, según él, se vivía en el país. Trump ha favorecido la remilitarización de los cuerpos policiales y sus colaboradores en la materia han negado el racismo.
                
UNA LACRA DE LARGA DATA
                
Pero es forzoso reconocer que la lacra de la brutalidad y el sesgo racista de las policías no han sido nunca atajados con determinación suficiente, incluso en los años de Obama, cuando hubo varios intentos de poner coto a estos abusos, mediante largos y complejos procesos de reformas reglamentarias, protocolos del uso de armas y de detención de personas, vigilancias y castigo de infracciones. Pero la resistencia al cambio resultó más fuerte que el propósito de mejora, en gran parte por la falta de colaboración de los poderes políticos locales y un entorno social que no siempre fue favorable por la creciente polarización del país.
                
Algunos analistas ven en estos disturbios un reavivamiento del clima de crisis y protesta del 68 (3), cuando confluyeron varias crisis políticas, sociales y sistémicas: la protestas por el reclutamiento forzoso durante la guerra de Vietnam, la escalada racista del Ku Klux Klan contra las leyes de derechos civiles de Johnson, los disturbios de la Convención demócrata de Chicago o los asesinatos de Martin Luther King y de Bob Kennedy. No obstante,  la situación es hoy muy distinta. Las guerras son cosa de profesionales, aunque sus efectos internos dañinos afecten, como siempre, a los más débiles. La Casa Blanca podía entonces verse desbordada, pero no atizaba el fuego como ocurre ahora. La división política estaba más matizada. El sistema entró en crisis; ahora, parece a la deriva, sin liderazgo responsable (4).
                
La América de 1968 eligió a Nixon en noviembre, ciertamente un político embustero, tramposo y manipulador, que terminó convirtiéndose en un delincuente. Pero al menos sabía lo que tenía entre manos, conocía el sistema; ciertamente lo usaba a su conveniencia, incluso personal (o sobre todo personal), pero guardaba las formas del sistema. Trump emula a Nixon en los defectos pero carece de cualquiera de sus cínicas “virtudes” polítiqueras: ni experiencia (Nixon había sido vicepresidente con Eisenhower), ni cintura, ni sentido táctico del poder. Trump es pura desgracia.

NOTAS

(1) “President Trump’s snarling demands for rough policing are the opposite of law and order”. (Editorial). THE WASHINGTON POST, 2 de junio.

(2) “America’s protests won’t stop until Police brutality does” (Editorial). THE NEW YORK TIMES, 1 de junio.

(3) “The protests across the U.S.”. THE ATLANTIC, 1 de junio.

(4) “The fire this time”. JEET HEER. THE NATION, 1 de junio.