EUROPA: DEMOCRACIAS DEGRADADAS

26 de octubre de 2022

Las urgencias políticas provocadas por la crisis económica derivada de la guerra de Ucrania (y de otros factores menos publicitados) han agudizado los procesos de degradación del sistema democrático en el mundo liberal occidental. Mientras desde despachos políticos, mediáticos y académicos se sermonea sobre la necesidad de proteger las democracias frente a la amenaza de las autocracias (Rusia, por supuesto; y también China, Irán y otros enemigos habituales), se asiste en estos pagos a un deterioro del funcionamiento político. Recientemente, se han avistado con más claridad los casos de Reino Unido e Italia y, en modo menos aparatoso, también el de Francia.

GRAN BRETAÑA: EN MANOS DE UN CLUB REDUCIDO

Gran Bretaña ha tenido tres jefaturas del gobierno desde el principio del verano. Lo que ha preocupado más a los poderes reales es la denominada “inestabilidad política”, muy mala para los “negocios”. En realidad, han sido esos “negocios” los que han propiciado la inestabilidad, con sus reacciones determinantemente contundentes a las veleidades políticas.

El Brexit desencadenó un proceso de reconfiguración de las fuerzas políticas británicas. Han sido más visible los cambios en el Partido Conservador, porque es el que ha desempeñado la responsabilidad del gobierno en estos últimos siete años. Pero también el laborismo se ha visto sacudido por el divorcio de Europa. O los liberales, en su estrecho margen de maniobra. O los nacionalistas escoceses, a la espera de una nueva oportunidad separatista. Y también los secesionistas católicos irlandeses, alentados por tendencias demográficas favorables.

Los tories viven un drama permanente. La trituradora de líderes funciona a pleno rendimiento, activada desde dentro, en un reflejo de autodestrucción de una intensidad sin precedentes, incluso en un partido que arrastra una tradición cainita muy refinada. El aprendiz de brujo Cameron, la indecisa hamletiana May, el abrasivo devorador Johnson y la doctrinaria oportunista Truss se han consumido en sus propios errores y en su mal definidas y peor ejecutadas ambiciones. Sunak está llamado a terminar con esta saga de los horrores. Pero no debe darse por descontado. Los cuchillos no se han envainado en Westminster.

Rishi Sunak era una opción cantada a principios del verano. Se le atribuía una competencia para el cargo, que él era el primero en jalear. Un ejecutivo bancario para sostener el timón de una economía a la deriva (1). Un hombre rico de orígenes relativamente modestos. El mito del hombre hecho a sí mismo. Un perfil racial que resulta novedoso y conveniente, en estos tiempos donde los gestos son más importantes que la sustancia (2). Cierto es que también arrastra páginas oscuras (3), como las declaraciones fiscales de su esposa, una multimillonaria perteneciente a una de las nuevas dinastías pioneras de esa oficina del mundo en que se convertido la India (su padre es el fundador y patrón de Infosys).

Para completar el expediente, Sunak también cumplía con la tradición de matar al mentor o, si se prefiere, de apuñalar al líder descarriado. Dimitió del gobierno cuando Boris Johnson aún luchaba por mantenerse en el 10 de Downing St. La mayoría de los parlamentarios lo auparon como el candidato preferido. Pero al brotar otros alternativos, se quedó corto en los apoyos y hubo que activar la consulta a los militantes.  En esa especie de primarias de los tories, la base optó por Lizz Truss, ministra también de Boris Jonhson, leal hasta el final, para guardar las apariencias. Ya se ha comentado aquí el camino que escogió la efímera líder para marcar época: emular a Margaret Thatcher y desenterrar del basurero de los dogmas económicos un neoliberalismo atroz. Se apoyo en Kuarteng, un viejo camarada ideológico, al que hizo Jefe del Tesoro. Los números de su programa de reducción de impuestos a ricos y empresas y de apoyo indefinido a los hogares modestos no cuadraban. Pero los dos pensaron que, a la postre, funcionaría esa economía vudú reaganiana, que consistía en favorecer primero a los adinerados con la convicción de que la riqueza terminaría por filtrarse hacia abajo (‘trickledown’).

Sin embargo, el mundo de los negocios al que pretendían servir les dio la espalda. El momento era pésimo. En sólo unos días, la libra se desmoronó y los fondos de pensiones quedaron expuestos a las turbulencias financieras. El Banco de Inglaterra tuvo que ejercer de salvavidas. Truss entregó la cabeza de Kuarteng a los mercados para salvar la suya. Pero cuando ese tipo de furias se desata, no valen medias tintas. Ella estaba también condenada a seguir el camino del cadalso.

La incompetente primera ministra no tenía actualizadas sus lecturas. El neoliberalismo se ha refinado, se ha hecho más prudente. Ahora se refugia en la seriedad fiscal, que consiste en no apretar al capital, pero tampoco concederle impopulares  avenidas ilimitadas. Sunak es un exponente de esa línea más discreta. Trató de hacerse valer durante el pulso del verano con Truss, pero el discurso de su rival resultó más convincente a una militancia que ha sido emborrachada durante años con ensoñaciones nacional-populistas.

Con todo, lo más relevante de esta crisis no es el debilitamiento de los conservadores, sino la degradación de la democracia. El drama de los últimos meses ha eludido las urnas. La responsabilidad de gobernar se ha dirimido en una disputa interna sin que el conjunto del electorado haya sido convocado. Truss fue elevada al cargo por 160.000 militantes.  Ahora, Sunak solo ha necesitado el aval de un centenar largo de diputados de su partido para disuadir a potenciales rivales internos de contestar su candidatura. Con su cómoda mayoría en los Comunes (365 asientos), los tories podrán respirar. Al menos de momento, porque  Sunak está lejos de ser un líder incontestado (4). Para cubrirse ante lo que viene, ya ha anunciado medidas difíciles, dolorosas impopulares, con las que afrontar una inflación que ha superado el 10%, un agujero fiscal de 35 mil millones de euros y una recesión que podría alcanzar el 2%.

Los laboristas, a quienes los sondeos conceden una ventaja de 30 puntos, han denunciado este escamoteo de la democracia y exigido elecciones generales. Pero cabe preguntarse si ellos no hubieran hecho lo mismo si se hubieran visto en semejante tesitura. Son las normas y no la voluntad de cada cual en cada caso lo que degrada la democracia.

Políticos y analistas eluden este aspecto estructural de la crisis británica. Prefieren destacar la coyuntura, el momento. Es significativo que se haya evocado el fenómeno de la italianización. ‘Britaly’, ha sancionado THE ECONOMIST, para referirse a lo que se está viviendo (5). Las semejanzas se quieren ver en ciertos apuros económicos y en la volatilidad de los gobiernos, en una inestabilidad que se hace crónica. Sin embargo, como el propio semanario liberal reconoce, Gran Bretaña e Italia se parecen más bien poco. Como un huevo a una castaña.

El sistema electoral británico favorece unas mayorías ficticias, en las que el partido vencedor es premiado con un número de diputados mucho mayor que el porcentaje de votos reales obtenido. Eso reduce las opciones políticas en el Parlamento. En Italia, en cambio, se permite una mayor pluralidad, aunque las coaliciones corrigen o limiten esa tendencia. En Gran Bretaña, la inestabilidad reciente se ha debido al debate inacabado en las filas conservadoras (aunque se detecta también en laboristas, liberales y nacionalistas). En Italia, los vaivenes políticos se anclan en un descrédito general de la clase política, en el desdibujamiento de los perfiles ideológicos y el cinismo de un electorado que cambia de humor sin aparente sentido estratégico. Esta realidad se ha vuelto a manifestar estos últimos días.

ITALIA: EL NEOFASCISMO DESCAFEINADO

La alarma de la elección de una neofascista para encabezar potencialmente el gobierno se ha demostrado exagerada, como ya advertimos aquí. Los puestos claves del equipo de gobierno armado por Giorgia Meloni) ahuyentan los temores a una deriva ultra o populista (6).

Los políticos italianos de cualquier tendencia tienen desde hace tiempo muy claro que con las cosas de comer no se juega. No parece que Meloni vaya a desafiar a Bruselas, porque tiene una necesidad perentoria de recibir los fondos de recuperación. Tampoco es previsible que se atreva a aplicar un programa muy radical de revisión de derechos sociales e individuales, porque su observancia es un condicionamiento de las ayudas mencionadas. Meloni no jugará a comportarse como Orbán, cuando éste último juega a una cierta moderación para conseguir de nuevo la indulgencia de los liberal-conservadores europeos.

De esta forma, el electorado que ha elevado a los neofascistas con la esperanza de propiciar un cambio de rumbo real se pueden ver pronto defraudados. Es otro factor de degradación de la democracia. Se vota a unos líderes que proclaman y/o prometen cosas que no pueden cumplir (por no decir que carecen de la mínima voluntad de hacerlo). El círculo infernal del deterioro democrático continua.

FRANCIA: GOBERNAR POR DECRETO

En otros casos, la democracia se atasca en la letra pequeña. Asistimos estos días en Francia, a una manifestación concreta de esta tendencia. El gobierno del Presidente Macron, ante la falta de una mayoría parlamentaria tras las elecciones de la pasada primavera, ha decido recurrir al decreto ley (que allí se codifica en el artículo 49.3 de la Constitución), para aprobar la ley de Presupuestos y la de financiación de la Seguridad Social.  La izquierda y la extrema derecha han coincidido en promover y respaldar una moción de censura, sin efectos prácticos. El uso del 49.3 ha sido empleado por Macron cuando se ve en dificultades. Se escamotea en este caso la voluntad popular delegada en la Asamblea Nacional. El reparto de poderes se transforma en una jerarquización de los mismos con primacía del Ejecutivo, en nombre de la gobernabilidad. O de la “responsabilidad”, como dijo la primera ministra, Elizabeth Borne, haciendose eco de pronunciamientos similares efectuados en otro momento por el Jefe del Estado.

Macron hace pasar unos Presupuestos que vuelven a reforzar las sospechas de protección de los más favorecidos, de ser el “presidente de los ricos”, como acusa la izquierda o la extrema derecha, por mucho que a él le duela (7). El espectro de la revuelta de los ‘gilets jaunes’ aparece de nuevo en el horizonte de un otoño y un invierno inciertos como pocos.

En esta danza turbia de las vicisitudes políticas, dos líderes tan aparentemente opuestos como Macron y Meloni se dejan fotografiar juntos para poner de manifiesto la superioridad de los intereses de ambas naciones por encima de las diferencias ideológicas de sus dirigentes. Otra escena habitual del teatro político. Macron, que se erige en baluarte frente a la extrema derecha francesa, se muestra ahora conciliador con los afines italianos de Marine Le Pen. Y Meloni, que atiza sonoramente el elitismo de la clase política liberal italiana, comparte sonrisas con el líder europeo que más claramente defiende lo que ella ataca con tanta pasión.

  

NOTAS

(1) “Rishi Sunak is anointed Britain’s new prime minister”. THE ECONOMIST, 24 de octubre.

(2) “Rishi Sunak and curious arc of History”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 25 de octubre.

(3) “Coke, car trouble and class: some awkward Rishi Sunar moments”, THE GUARDIAN, 24 de octubre.

(4) “Will Rishi Sunak find the fractured Tory party is ungovernable. THE GUARDIAN, 25 de octubre.

(5) “Welcome to ‘Britaly’”. THE ECONOMIST, 19 de octubre.

(6) “Italie: la dirigeante  d’extrême droite Giorgia Meloni presente un gouvernement destiné a rassurer les partenaires de Rome”. LE MONDE, 22 de octubre.

(7) “L’examen du Budget reactive le procès contre Emmanuel Macron, ‘president des riches’”. CLAIRE GATINOIS. LE MONDE, 25 de octubre.

CHINA: UNA CERTEZA Y NUMEROSAS INCÓGNITAS

 19 de octubre de 2022     

El XX Congreso del Partido Comunista de China confirmará la designación de Xi Jinping para un tercer mandato. Esto es lo único que se da por seguro en medios diplomáticos, estratégicos y académicos occidentales. El resto son incógnitas o, en el mejor de los casos, percepciones, suposiciones o derivaciones de declaraciones o documentos escritos generalmente ambiguos o de una solemnidad opaca.

 La incomodidad occidental hacia China no es nueva ni puede anclarse en la reforzada deriva autoritaria que se le asigna al actual máximo dirigente. La desmaoización provocó cierto entusiasmo en las élites occidentales durante los años ochenta. Se vio en Deng Xiao Ping un referente de pragmatismo y racionalidad, de potencial cooperación y hasta de una profunda transformación sistémica desde dentro, hacia una economía más abierta, incluso mixta, con un terreno desconocido para la iniciativa privada, antesala de la penetración extranjera, es decir, occidental. El ejemplo chino resultaba estimulante frente al deterioro galopante de la URSS, atrapado en la guerra de Afganistán, la esclerosis del sistema y una gerontocracia terminal.

Ya se sabe, sin embargo, cómo acabó la apertura china. Tiananmen corrigió todas las falsas expectativas. Deng quería una China fuerte económicamente, próspera socialmente, pero no libre al estilo occidental. Nunca se sintió seducido por la democracia liberal. Recientes estudios abonan este juicio (1). Si bien algunos de sus delfines, como el jefe del gobierno, Zhao Ziyang, eran partidarios de ir más allá e incluso de negociar con los estudiantes que reclamaban un largo catálogo de libertades, el “pequeño gran líder” optó por la mano dura y la represión.

Desde entonces, China ha seguido ese libreto. Los dogmas son puramente ceremoniales. Se acude a ellos en la medida en que sean útiles. El comunismo (la sociedad sin clases) es una referencia retórica, una creencia tan vaporosa como la vida eterna. La democracia liberal, un concepto extraño, engañoso, peligroso e innecesario. Lo que ha importado es crecer, crecer y crecer. Aún a costa de sacrificar cada vez más los parámetros de la igualdad doctrinaria. El propio Deng admitió que durante cientos de años China tendría que vivir con notables segmentos sociales de pobreza antes de vislumbrar n un horizonte venturoso para todos.  

El menudo dirigente inspirador de esa nueva clase posmaoísta desideologizó el Partido. Lo anestesió. Lo convirtió en una cantera de tecnócratas y administradores. Incluso después de Tiananmen, al capital extranjero le costó poco convencerse de lo rentable y jugoso que era invertir en China. En Occidente se secaron pronto las lágrimas por la represión. China era un mercado impresionante. Pero a medida que el país se sentía cada vez más seguro y se atrevía a desafiar, sin alharacas, el control occidental sobre la economía mundial, brotaron los primeros síntomas de inquietud. Manejables, en todo caso, porque a Pekín le faltaban los instrumentos tecnológicos, financieros y disuasivos para imponer sus condiciones.

 

La revolución silenciosa china (o contrarrevolución, según se mire) se abría camino, favorecida por una política exterior discreta e incluso conciliadora. China no quería voltear el orden liberal, fiel a la máxima del líder inspirador: “esconde tu fuerza, aprovecha tu momento”. Nada de exhibiciones de fuerza, de propósitos amenazadores, de reclamaciones desestabilizadoras.

Pero por debajo de esa aparente tranquilidad brotaba cierta incomodidad de las élites chinas, que aspiraban a una proyecto nacional más ambicioso, menos constreñido por las normas del capitalismo global impuestas por Occidente y, en particular, por Estados Unidos. Y, al mismo tiempo, se agudizaban en el interior las contradicciones de ese “capitalismo de Estado” que había tomado el relevo de las sucesivas colectivizaciones forzosas. La sociedad china era cada vez más desigual, la nueva riqueza estaba mal repartida, como corresponde a una economía capitalista, sea cual sea el ribete que se le ponga. Para asegurar un crecimiento equilibrado y prevenir estallidos sociales indeseables, China debía expandir su nuevo poderío, abrirse al mundo, es decir, crear mercados en condiciones favorables. Dictar sus términos. Y para ello no bastaba su pujanza productiva, su disciplina social. La fase de la cooperación sumisa o complaciente con Occidente debía dar paso a la competencia. O a la competitividad. China podía ser el número uno y no un eterno número dos. Y eso exigía enseñar los dientes y flexionar los músculos.

Este nuevo enfoque necesitaba un nuevo estilo de liderazgo. La pose administrativa de Jiang Zemin (1993-2003) y la tecnocrática de Hu Jintao (2003-2013) ya no servían ( ). Era preciso un jefe más asertivo, con un designio más ambicioso, con una visión más amplia. Se abrió paso Xi Jinping. No era un recién llegado. Pertenecía a una de las ‘dinastías’ revolucionarias. Hijo del general Xi Zhongxun, guerrillero de la primera hora, luego purgado en los sesenta, como uno de tantos millones. El propio Xi Jinping bebió del cáliz amargo de la Revolución Cultural entre finales de los sesenta y primeros de los setenta.

Xi Jinping no era especialmente brillante, según afirma Cai Xia, un veterano dirigente, en su día profesor en la escuela de Partido y hoy residente en Occidente (2). Pero sus  credenciales eran impecables. Resistió la dura prueba de resistencia y conservó el favor de los militares por el prestigio paterno. Otros analistas sostienen incluso que Jiang Zemin lo promovió en la escala jerárquica provincial por considerarlo más manejable que otros dirigentes ambiciosos.

Pero, como suele ocurrir con este tipo de cálculos selectivos, nada o casi nada sale como se había previsto. Xi interpretó con audacia los nuevos tiempos y dibujó la necesidad de una nueva asertividad. Acabó con los complejos o con la discreción. Sin temeridades, eso sí. Sin precipitarse. Desde el principio de su mandato, en 2013, pilotó la modernización y refuerzo de las Fuerzas Armadas, proclamó la voluntad de recuperar la soberanía sobre territorios en disputa con sus vecinos asiáticos, desplegó visiblemente medios militares para hacer creíbles  sus declaraciones, renovó el designio de la reunificación nacional (mediante la absorción de Taiwan, cuando fuera conveniente) y se empeñó en un plan de penetración económica en el mundo emergente o en desarrollo, en abierta competencia con Occidente. En apenas diez años, China ha cambiado y ha transformado también al mundo (3).

Sin embargo, mientras se hacía fuerte frente al exterior, la nueva potencia china empezaba a dar muestras de fatiga. Xi heredó las consecuencias de la crisis financiera internacional, de la que salió no con facilidad. No pudo zafarse de las tensiones sociales arrastradas desde décadas atrás, de fragilidades notables (como la bancaria o la inmobiliaria) y de quiebras estructurales. La exigencia doctrinaria de rearmarse frente a la creciente hostilidad occidental le llevó a cuestionar ciertas bases del desarrollo de los veinte años anteriores. Se ha concedido más poder, (más crédito, también) a las empresas estatales mientras se ha vigilado y constreñido a la iniciativa privada. Las condiciones de las ‘joint-venture’ con las empresas extranjeras se han hecho más duras. Algunos interpretan estos cambios como una vuelta a la ortodoxia ( ). No parece que se trate de eso. Xi Jinping no pretende la recuperación de un comunismo ortodoxo, de un colectivismo doctrinario. Trata simplemente de crecer sobre un capitalismo de Estado que sirva a su proyecto nacional de “rejuvenecimiento”, según dicen los textos oficiales.

En este proceso, Xi ha encontrado obstáculos entre esos diez millones de afiliados al Partido, pero sobre todo en el millón que compone su vasta élite dirigente y sus aliados de los negocios. El engranaje que mueve toda esa maquinaria estaba engrasado por una corrupción institucional y sistémica, capaz de ralentizar y boicotear los cambios. Por eso, una de las primeras y más sonadas iniciativas de Xi Jinping fue lanzar un campaña masiva y extensa para erradicar la corrupción. Cientos de miles de altos cargos fueron purgados; los más destacados, o los más peligrosos para el nuevo liderazgo, simplemente eliminados. Desde dentro y desde fuera del sistema, se dice que Xi aprovechó el tirón popular de la lucha contra la corrupción para deshacerse de rivales reales potenciales o pretendidos. Como en los viejos tiempos.

Esta “limpieza” de las cañerías era sólo una parte del afianzamiento del nuevo poder. Era preciso también prevenir las protestas y el malestar de la sociedad civil ajena a las luchas palaciegas y/o partidarias. XI ha reforzado el aparato represivo, vigilado más de cerca a las ong’s y dificultado la labor de las organizaciones de apoyo extranjeras. Los recursos tecnológicos de nueva generación como el reconocimiento facial y el rastreo cibernético facilitaron esta nueva sociedad de la vigilancia que impera sobre todo el tejido social (5).

Jinping se sintió lo suficientemente fuerte como para completar el círculo del control absoluto. Hizo que esa nomenklatura fidelizada aceptara la ruptura de la norma sucesoria vigente y la eliminación del límite de dos mandatos en la cúspide del Partido y del Estado, para convertir el periodo de liderazgo en indefinido, quién sabe si en vitalicio. Surge la sombra de la dictadura, dicen los más críticos. El “Partido de Uno”, según Jude Blanchette (6).

Desde Occidente se ha asistido con creciente preocupación a esta deriva del autoritarismo y la asertividad exterior de China. De la cooperación cautelosa de Obama se pasó a la abierta confrontación de Trump, con sanciones comerciales apresuradas y poco inteligentes. Biden está más cerca de su antecesor que de la administración en la que sirvió como número dos. Para EE.UU, China es ya un “competidor” al que hay que “contener”: con alianzas político-militares regionales (QUAD, AUKUS), con programas de modernización militar y con una arquitectura reforzada de poder económico, comercial y tecnológico.

En este panorama de confrontación, agravado por la crisis de Ucrania, se llega al XX Congreso del PCCH. Xi Jinping será investido por un nuevo periodo de diez años o tal vez incluso ni se ponga plazo a su “reinado” (7). Es la única certeza del cónclave en la Ciudad prohibida. Se ignora quienes lo acompañarán o asistirán en el desarrollo de su proyecto, más allá de unos pocos fieles desde su etapa dirigente en las provincias de Fujian y Zhejiang (8). Se ignora si habrá correcciones en la estrategia económica, tras las catastróficas consecuencias de la estricta política de Cero-Covid, que ha encerrado a la población durante meses y paralizado el aparato productivo (9). Se ignora si se continuará con el reforzamiento del control estatal sobre las empresas privadas o habrá una suavización. Se ignora si habrá un alejamiento más claro y pronunciado del apoyo a Rusia o se mantendrá ese juego ambiguo entre el apoyo a Moscú y el deslizamiento de pronunciamientos con cierto deje crítico. Se ignora si habrá una posición más específica sobre Taiwán o se seguirá en el terreno de las declaraciones fuertes, las exhibiciones sonadas y la prudencia estratégica, como hasta ahora. Se ignora si se favorecen las áreas de cooperación con Estados Unidos y Occidente en materias de civilización como la lucha contra el cambio climático, la crisis energética, el hambre y el subdesarrollo o las amenazas globales contra la salud y futuras pandemias.

Para profundizar en esta incertidumbre sobre el futuro inmediato de China, algunos incluso se plantean si esa única certeza del liderazgo sólido, único y hasta ilimitado de Xi Jinping es lo que realmente parece. ¿Hay o puede haber movimientos internos en la élite que se atrevan a desafiarlo? (10) ¿Puede una derrota de Rusia comprometer el prestigio del líder, demasiado fiado durante meses a una resolución favorable de la guerra? ¿Pueden los problemas económicos generar un clima social de insatisfacción y malestar primero en la periferia para alcanzar luego los muros del poder central? ¿Puede arrugarse esta China prepotente frente al rearme de Estados Unidos y sus aliados del Pacífico y convertir en pólvora mojada sus esfuerzo militar? Tardaremos en saberlo.


NOTAS

(1) “The alternate History of China”. ANDREW J. NATHAN. FOREIGN AFFAIRS, Septiembre-Octubre; “China’s road not to taken”. JULIAN GEWIRTZ. FOREIGN AFFAIRS, 29 de septiembre.

(2) “The weakness of Xi Jinping. How hubris and paranoia threaten China’s future”. CAI XIA. FOREIGN AFFAIRS, Septiembre-Octubre.

(3) “The world according to Xi Jinping”. KEVIN RUDD. FOREIGN AFFAIRS, Septiembre-Octubre.

(4) “Xi Jingping’s mixed economic record”. DAVID DOLLAR. BROOKINGS INSTITUTION, 1 de septiembre; “How China is trapped itself. The CCP economic model has left it with only bad choices”. MICHAEL PETTIS. FOREIGN AFFAIRS, 5 de octubre.

(5) “Will Xi Jingpin’s paranoia defeat him?”. SUSAN SHIRK. FOREIGN POLICY, 13 de octubre.

(6) “Party of One. The CCP Congress ant Xi Jinping’s quest to control China”. JUDE BLANCHETTE. FOREIGN AFFAIRS, 14 de octubre.

(7) “Un Congrès du Parti Communiste chinois sous l’emprise de Xi Jinping”, FRÉDÉRIC LEMAÎTRE. LE MONDE, 11 de octubre.

(8) “Xi’s three difficulties: the leadership lineup at the 20 th Party Congress”. CHENG LI. BROOKINGS INSTITUTION, 13 de octubre; “En Chine, le ‘génération dorée’ aux portes du pouvoir”. FRÉDÉRIC LEMAÎTRE. LE MONDE, 15 de octubre.

(9) “Xi’s grand industrial ambitions are likely to flop”. CHRISTOPHER MARQUIS. FOREIGN POLICY, 14 de octubre; “China’s rulers seem resigned to a slowing economy”. THE ECONOMIST, 20 de septiembre; “Why China aims too high?”. JEREMY WALLACE. FOREIGN AFFAIRS, 18 de octubre.

(10) “Who are Xi’s enemies?” DENG YUWEN. FOREIGN POLICY, 15 de octubre.

 

RUSIA: LOS DILEMAS DE OCCIDENTE

12 de octubre de 2022

El sombrío panorama de la guerra en Ucrania apunta a un desenlace abrumador, en el que todos perderán y afrontarán un futuro desolador. La perspectiva de una guerra larga (de años, no de meses) se hace cada vez más clara y más difícil y prolongados sus efectos.

El optimismo ucraniano de las últimas semanas ha quedado oscurecido en apenas dos días. Ciertamente, los bombardeos rusos de ciudades e infraestructuras ucranianas, en represalia por el atentado en el puente de Crimea, no han alterado la dinámica militar. Pero han recordado que el Kremlin dispone aún de medios para infligir un castigo importante que hará más penosa la reconstrucción del país. Ucrania demanda cada día más armamento. No ha recibido poco; antes al contrario, es imposible explicar la resistencia y menos la capacidad de contraataque evidenciada en el último mes sin la panoplia occidental, combinada con la asesoría y formación de los combatientes y el apoyo de inteligencia, factor clave para detectar los puntos más vulnerables del invasor.

Lo que el gobierno de Kiev está pidiendo ahora, aparte de más sistemas antiaéreos, son recursos para dañar a Rusia en su territorio: misiles de medio alcance que puedan destruir objetivos centenares de kilómetros alejados de la frontera  (1). Washington y sus aliados han evitado hasta ahora satisfacer esta ambición de Ucrania, sabedores de que traspasarían un línea roja -u otra más-, que les colocaría en riesgo cierto de una colisión directa con Moscú.

En realidad, Occidente ya está en guerra con Rusia, por mucho que el lenguaje político, diplomático y propagandístico se empeñe en esquivar la evidencia. La participación occidental ha sido fundamental en el devenir del conflicto bélico. El dilema ha sido siempre hasta donde llegar, afinar el cálculo para obstaculizar los planes de Rusia sin provocar una escalada.

Pese a las diferencias derivadas de la dependencia de Moscú (fundamentalmente energética) y las contrastadas percepciones de intereses, Occidente convino inicialmente en la necesidad de evitar que Rusia se tragara Ucrania o incluso que conformara una Ucrania a su medida o a su servicio. Pero a medida que la campaña militar rusa se fue haciendo más espesa, más errática y, a la postre, más fallida, unos escenarios indeseados fueron reemplazados por otros de signo distinto e incluso opuestos pero en todo caso indeseables. Nadie quería que Rusia ganara la guerra. Pero, en la situación actual, ¿quieren todos ahora que la pierda?

De nuevo, son los intereses y no los denominados valores los que pueden iluminarnos las respuestas. La eliminación o reducción de los lazos energéticos tardará tiempo por falta de alternativa a corto y medio plazo. Pero aún si el proceso de sustitución de abastecimientos fuera fluido y exitoso, hay otros factores que pesan en contra de una ruptura plena con Moscú.

Una derrota contundente de Rusia tendría efectos no fáciles de calibrar en su amplitud en todo el continente europeo. Por eso, la  posición de Estados Unidos ante el desenlace de la crisis, aunque puede sintonizar con relativa comodidad con Gran Bretaña, no conecta con facilidad con Alemania y tampoco con Francia, por mencionar a las grandes potencias económicas y militares europeas. Y lo mismo puede decirse si miramos a Asia, donde el factor China condiciona todas las visiones.

Dicen los analistas rusos con elocuentes y declaradas simpatías occidentales que las élites que disfrutan del sistema Putin empiezan a contemplar con nerviosismo la posibilidad de una derrota de Rusia (2). Las criticas sobre el desempeño de la maquinaria militar son ya públicas y cada vez más sonoras e hirientes. La propaganda oficial, centrada antes y durante los primeros meses del conflicto en la conspiración occidental, parece parcialmente rebasada. Se empiezan a exigir responsabilidades por una gestión que ya es desastrosa, pase lo que pase (3). Putin ha comenzado a mover el banquillo. Ha sustituido algunos altos mandos militares y ha entregado el control de las operaciones sobre el terreno al controvertido General Surovikin, al que se le denomina como ‘el carnicero de Alepo’ por la ferocidad con la que condujo el asedio de la ciudad siria, durante la contraofensiva de las fuerzas del régimen de Assad, apoyadas y en realidad lideradas por los asesores rusos (4).

Algunos aliados o subordinados de Putin exigen más al Presidente, una limpieza más amplia y profunda. Se escuchan voces críticas en la Duma (Parlamento), en los ejecutivos periféricos y hasta en los territorios ucranianos ocupados. Pero las voces más chirriantes provienen de ese entorno oscuro de la trama paramilitar del Kremlin, como Yevgueni Prigozhin, fundador del grupo mercenario Wagner, que se ha expresado en los términos más descalificadores de la cadena de mando. O del líder checheno Kadyrov, que ha demandado claramente una estrategia más agresiva (5).

De momento, Putin mantiene en su puesto al Ministro de Defensa, Sergei Shoigu, o al Jefe del Estado Mayor, Gerasimov, leales servidores, pero  cuya competencia ha quedado, no obstante, en entredicho. Es probable que el presidente los utilice de posible cortafuegos, en caso de que las críticas apunten de manera más directa hacia la cúspide del Kremlin.

La gran pregunta es si el propio Putin ya es vulnerable. Líderes y analistas occidentales no se atreven de momento a pronunciarse con claridad y remiten la respuesta a la evolución de la guerra. Un nuevo fracaso o, dicho de otra forma, la recuperación por Ucrania de toda o gran parte de las zonas ocupadas en el este y en el sur, podrían debilitar sobremanera al líder ruso y favorecer en la élite el debate sobre un recambio. ¿Pero existe? ¿Y con qué plan?

Pese a sus enormes diferencias políticas, estratégicas e históricas, se ha evocado estos días la catastrófica guerra ruso-japonesa  de 1904-1905, que dejó herido de muerte al régimen zarista. Por entonces, la opción revolucionaria, aunque dibujada, distaba de ser inevitable. Ahora, Occidente teme un escenario de vacío de poder o de caos en Rusia. La solución bonapartista no parece haber ganado enteros tras el lamentable papel de las fuerzas armadas en Ucrania. Un estallido revolucionario o de resurgimiento comunista parece muy improbable, si tenemos en cuenta que el PC oficial ha apoyado la guerra, aunque un sector más izquierdista se ha opuesto claramente en la calle. Una deriva ultranacionalista y aún más reaccionaria que la personificada por Putin no es descartable, pero con una estrategia distinta, más replegada sobre sí misma, dedicada a acallar las protestas y neutralizar el malestar. Probablemente, es lo que China favorecería, llegado al caso.

No está claro que prefiere Occidente, porque la probabilidad de una Rusia similar a la de los primeros años noventa es casi nula. Ese país de simpatías liberales y prácticas democráticas nunca existió más que de fachada. Rusia no pasó de ser un gran bazar abierto al saqueo y a la sustitución de unas élites (las comunistas) por otras (las del capitalismo salvaje).

Así las previsiones, los estrategas occidentales querrían evitar un Versalles-2, es decir, una repetición de lo ocurrido con la Alemania de Weimar, el siglo pasado. Que Rusia se conformara con salir de Ucrania con el rabo entre las piernas, pero sin humillaciones innecesarias y peligrosas. Algo similar, mutatis mutandis, a lo ocurrido en 1991, cuando se asistió a la voladura controlada de la URSS. El problema es cómo alcanzar ese escenario. Aunque el riesgo de nuclear se ha minimizado en los últimos días, no se ha descartado por completo. La opción “suicida” es improbable pero no imposible.


NOTAS

(1) “Ukraine changes weapons wish list after Kyiv terrorism attacks”. JACK DETSCH. FOREIGN POLICY, 10 de octubre.

(2) “Russia’s elites are starting to admit the possibility of defeat”. TATIANA STANOVAYA. CARNEGIE, 3 de octubre.

(3) “Blunt criticism of Russian Army signals new challenge for Putin”. NEW YORK TIMES, 6 de octubre.

(4) “Sergei Surovikoin, the ‘General Armageddon’, now in charge of Russia’s war”. THE GUARDIAN, 11 de octubre.

(5) “Putin confronted by insiders over Ukrainian war, U.S. intelligence officials finds. WASHINGTON POST, 7 de octubre.

OTOÑO DE REVUELTAS Y PESADILLAS

 5 de octubre de 2022

El otoño se presenta cálido, y no sólo en el aspecto meteorológico. La guerra de Ucrania ha girado de sentido, a favor del invadido y en contra del invasor, pero seguirá provocando efectos negativos para todo el mundo, porque el conflicto se prevé largo. Y peligroso. Pese a cierta euforia de las autoridades ucranianas, el sufrimiento continuará. En Rusia, aumenta la zozobra y el miedo. En Occidente se adoptan medidas de protección o de control de daños que altera las otrora sacrosantas recetas liberales. La excepción británica ha resultado un desastre completo. Por doquier, se manifiesta o intuye el fragor de la revuelta.

RUSIA: LA PRESUNCIÓN DE LA CATÁSTROFE

En Rusia, la respuesta ciudadana a las enormes dificultades del poder para gestionar el revés de la denominada “operación militar especial” es de momento contenida. Se ha registrado una resistencia evidente a la campaña de movilización decretada por el Kremlin a finales de septiembre o en la huida del país para evitar la conscripción. Las encuestas, de fiabilidad relativa, indican, que el repunte de la “ansiedad” afecta a una tercera parte de la población. Más de la mitad se siente serena. Pero los indicadores de malestar crecen y la confianza en las autoridades disminuyen (1). El control político y social amortigua las tensiones. Nadie o muy pocos se atreven a pensar en una derrota o un fracaso militar sin paliativos. Pero si ocurriera, la gran pregunta es si ello tendría efectos sociales y políticos convulsos.

La analista rusa Tatiana Stanovaya dibuja un pulso sordo entre las distintas instancias de poder: el círculo más cercano a Putin, técnico y burocrático, templado y prudente, y los aparatos de seguridad y grupos de interés económico, más inquietos y partidarios de una línea más dura para recuperar la iniciativa (2). El líder ruso es cada vez más impenetrable. Se resistió a la movilización, por los efectos de rechazo en la población que ello comportaría, como así ha sido, aunque menos de lo que se ha dicho en Occidente (3). Putin debe saber que sus márgenes de actuación se estrechan y el espectro de la revuelta se acerca. Se le agotan las respuestas, mientras su ejército retrocede en el este y sur de Ucrania (4).

IRÁN: EL RÉGIMEN ISLÁMICO, CONTESTADO

En Irán, la revuelta no es amenaza: es una realidad. La muerte de una joven cuando se encontraba detenida por una unidad policial de la moral, acusada de no portar de manera correcta el hijab (velo), ha provocado una protesta social de envergadura. Del foco inicial en la remota región kurda se han propagado a otras zonas del país. La respuesta represiva ha sido contundente. Se desconoce con exactitud el número de muertos, pero son centenares. Como en los tres años anteriores a la pandemia, estallidos puntuales sirven de válvula de escape a una enorme frustración social por el coste de la vida y la rigidez de un sistema social y religioso intolerante e invasivo (5). A los efectos de las sanciones norteamericanas se añade el manejo incompetente de los recursos y la propia inquietud de la élite, avivada por la inminencia de la sucesión en la cúspide. El imán Jamenei se encuentra gravemente enfermo y su muerte puede acontecer muy pronto. No hay sucesor designado, que se sepa. Ante la falta de consenso, los rumores apuntan incluso a un futuro liderazgo compartido, un triunvirato o cualquier otra formula que prolongue la indecisión (6).

OCCIDENTE: CALMANTES PARA LA ANSIEDAD

En Occidente, las tensiones energéticas y la carestía de la vida amenaza eso que se denomina engañosamente como paz social. La cohesión aliada es menos sólida de lo que parece, más allá de las declaraciones solemnes frente al “enemigo” común. Las respuestas a la crisis no están del todo coordinadas y menos acordadas, como se ha visto en el caso alemán, en la negativa francesa a una nueva configuración gasística mediterránea o en la gestión de los tipos de interés entre ambos lados del Atlántico para frenar la inflación. Estos días se contiene el aliento ante la previsible decisión de la OPEP de reducir la producción de crudo para favorecer el incremento de los precios, que han bajado en las últimas semanas por el frenazo económico occidental y chino. De hecho, la curva del mercado ha empezado a invertirse.

Las primeras alarmas del descontento se han disparado en Gran Bretaña. En este caso, el liderazgo político ha sido incendiario y bombero a la vez. El incipiente gobierno de Liz Truss ha querido aplicar una solución doctrinaria liberal, con bajada de impuestos incluso a los más ricos, pero combinándola con una política expansiva de gasto compensatorio para las clases medias, en un paquete de minipresupuestos (7). La incoherencia fue tan flagrante que los mercados financieros respondieron con una bofetada inmediata. La libra se desplomó, el Banco central se vio obligado a intervenir. Las perspectivas electorales de los conservadores se hundieron en apenas una semana. Gran parte de los parlamentarios tories hicieron de cortafuegos y obligaron a la insolvente primera ministra y a Kwasi Kuarteng, su fanático ultraliberal ministro del Tesoro (Exchequer) a rectificar (8). El tipo fiscal del 45% a las grandes fortunas se restableció y se anuncia un nuevo planteamiento de la respuesta a la crisis. Pero el binomio Truss-Kuarteng ha salido tocado. El ambiente de fronda interna que ha consumido a tres jefes de gobierno conservador en seis años continua. Y, en la calle, se acumulan las amenazas de huelgas y movilizaciones sindicales.

En la Europa comunitaria, pese a los calmantes del dinero público, la inquietud es palpable. Los gobiernos esperan mitigar la frustración social con ayudas paliativas. Pero quizás no sea suficiente. A modo de ejemplo, una reciente macroencuesta realizada en los últimos días del verano sobre el ánimo social en Francia revela este clima de “fracturas sociales” (9). El 94% de la población expresa sentimientos negativos sobre la situación. Más de la mitad (58%) se declara “descontenta” y más de la tercera parte (36%) se confiesa en estado de “cólera”. Sin, embargo, los sociólogos autores del estudio quieren ver el vaso medio lleno y detectan “signos de descrispación”. No ayuda el poder político. El gobierno mantiene su controvertido proyecto de reforma de las pensiones, aunque ha tenido que renunciar a hacerlo por la vía rápida, mediante una enmienda en la ley de presupuestos, ante al revuelta de los partidos menores de la coalición. Dos escándalos por “conflicto de intereses” han alcanzado al jefe de gabinete del Eliseo y al Ministro de Justicia. Macron no ha olvidado el espectro de los “chalecos amarillos”.

EL ARMAGEDÓN NUCLEAR Y OTRAS ALARMAS

En este clima enrarecido de crisis sin soluciones duraderas a la vista, no es difícil deslizar por la pendiente del catastrofismo. Lo más evidente es el temor a una deriva nuclear en la guerra de Ucrania, si los reveses militares rusos de las últimas semanas continúan. Putin ha vuelto a  insinuar el recurso del arma nuclear, al decir que Moscú emplearía “todos los medios” a su disposición y apostillar: “no es un farol”). Desde la Casa Blanca se le ha respondido con una contundencia controlada: advertencia de una respuesta devastadora. A título particular y extraoficial, el exjefe de las fuerzas en Oriente Medio y exdirector de la CIA, David Petreus, han hablado de “destrucción del ejército ruso”.

Pero, ¿es realmente plausible una deriva nuclear en la guerra de Ucrania? (10) Lo que se teme, en primera instancia, es el uso por Moscú de armas nucleares tácticas (se cree que cuenta con unas 2.000), para detener un avance inaceptable del ejército ucraniano; o para destruir sus centros neurálgicos de mando y almacenamiento; o incluso contra ciudad, como operación de escarmiento. Sería una respuesta desesperada del Kremlin, ante la eventualidad de una derrota hasta ahora considerada imposible. Es la doctrina rusa de escalar para desescalar (uso puntual de armas atómicas tácticas para lograr un frenazo militar del enemigo).

Pero es dudoso que el recurso nuclear fuera solución para Rusia. En primer lugar, a niveles restringidos, no detendría el avance ucraniano. Pero, incluso en ese caso, contaminaría no sólo una zona que el Kremlin aspira a controlar, tras una anexión más formal que real establecida en unos referéndums apresurados e incontrastables. Peor aún, el comportamiento de los vientos bien podría llevar hasta el actual territorio ruso el azote de la radiactividad (11). Los escenarios más apocalípticos se sitúan en un intercambio de ataques nucleares entre las potencias. Lo que implicaría la destrucción mutua de ciudadanes e infraestructuras vitales. Una destrucción quizás irreversible y definitiva y el fin de la civilización.

Putin se encuentra, sin duda, en un laberinto de improbable salida con dignidad. Pero en modo alguno esta eventualidad debe alborozar a Occidente. La alternativa en Rusia puede ser peor o igual de adversa: un régimen ultranacionalista, quizás menos audaz, pero igualmente hostil (12). Las simpatías liberales se reducen a las grandes ciudades. El sentimiento de humillación ante una derrota no es un buen elemento de cultivo para proyectos democratizadores, por mucho que algunos evoquen la Alemania o el Japón de 1945.

A esta pesadilla del Armagedón nuclear o de versiones más reducidas se añaden las alarmas de un conflicto mayor en Oriente Medio entre un Irán en el umbral atómico y un Israel cada vez más convencido de la inevitabilidad del golpe militar preventivo. El régimen islámico está más cerca que nunca de contar con un arma que, en teoría, garantiza su pervivencia frente al acoso exterior. Las negociaciones con Estados Unidos vuelven a estancarse y de nuevo se impone la tesis del fracaso definitivo. Desde Washington, casi nadie apuesta ya por el acuerdo o, incluso si lo hubiera, por su efectividad (13). Crece el incentivo de la acción militar. En noviembre, es más que probable que vuelve al poder en Israel el incombustible y belicoso Benjamin Netanyahu. Sus planes políticos parecen claros: construir una coalición de intereses que asegure su blindaje político, acabar con el equilibrio liberal de poderes, adecuando la estructura y el funcionamiento judiciales a su protección personal. Y, en el exterior, afianzar la autonomía de acción, evitar la fricción con Estados Unidos pero sin renunciar al uso de la fuerza cuando resulte más conveniente, para eliminar el peligro iraní (14).

En el lejano Oriente se reaviva el espectro nuclear. El lanzamiento de cohetes norcoreanos por encima del cielo japonés nos ha recordado que ese frente continua abierto y que EE.UU y sus aliados asiáticos se lo toman muy en serio. Los disparos de misiles como respuesta a los que consideran como “provocaciones del Pyongyang” así parecen indicarlo (15).

El último factor de riesgo apunta desde China, que se prepara para revalidad su liderazgo político en la figura fuerte de Xi Jinping, objeto de una nueva versión del culto a la personalidad de las pretéritas etapas maoístas. Cada vez son más agudos los problemas económicos de un sistema gripado por las políticas de respuesta a la COVID. China sufre un estancamiento no conocido desde hace décadas. En este contexto, los impulsos nacionalistas pueden ser una tentación peligrosa, como ha ocurrido en Rusia. La crisis de Taiwan del pasado verano ha reactivado la movilización de todos los actores internacionales de la región del Pacífico. Esta acumulación de riesgos sobrecalienta a un planeta, en el que parecen olvidados, o al menos aparcados, los esfuerzos contra el cambio climático.

 

NOTAS

(1) Les russes n’ont pas le moral et c’est mauvais pour les ambitions du Kremlin (resumen de prensa rusa). COURRIER INTERNATIONAL, 4 de octubre.

(2) What military losses mean for Russia’s domestic politics. TATIANA STANOVAYA. CARNEGIE, 19 de septiembre.

(3) What mobilization means for Russia. The end of the Putin’s bargain with the people. MICHAEL KIMMAGE y MARIA LIPMAN. FOREIGN AFFAIRS, 27 de septiembre.

(4) Can Putin be stopped? Consulta de Judy Dempsey con los expertos de CARNEGIE, 29 de septiembre; Putin’s roulette. Sacrificing his core supporters in a race against defeat. ANDREI KOSLENIKOV. FOREIGN AFFAIRS, 30 de septiembre; 

(5) What the Hijab protests mean for Iran. ALEX VATANKA. FOREIGN POLICY, 23 de septiembre;  What the West should learn from the protests in Iran. KARIM SADJAPOUR. THE WASHINGTON POST, 24 de septiembre.

(6) Iran’s crisis of legitimacy. SANAM VAKIL. FOREIGN AFFAIRS, 28 de septiembre; Can the Iranian system survive? Conversation between Ali Fathollah-Nejad y Michael Young. CARNEGIE, 29 de septiembre.

(7) Britain in crisis. How not to run a country. THE ECONOMIST, 28 de septiembre.

(8) Tory MP’s threaten rebellion against Liz Truss over minibudget. THE GUARDIAN, 3 de octubre; Kwasi Kwarteng reverse course on the top rate of tax. THE ECONOMIST, 3 de octubre.

(9) ‘Fractures françaises’: un pays mécontent mais qui montre les premiers signes de décrispation. (Encuesta de IPSOS-SOPRA para LE MONDE Y FUNDACION JEAN JAURÈS Y CEVIPOF). LE MONDE, 4 de octubre.

(10) Can the war in Ukraine go nuclear? THE ECONOMIST, 29 de septiembre; Thinking the unthinkable in Ukraine. RICHARD K. BETTS (Universidad de Columbia). FOREIGN AFFAIRS, 5 de julio; Why Washington should take Russian nuclear attacks seriously. STEPHEN WALT. FOREIGN POLICY, 5 de mayo.

(11) Russia’s small nuclear: a risky option for Putin and Ukraine alike. DAVID SANGER y WILLIAM BROAD. THE NEW YORK TIMES, 4 de octubre;

(12) Coups in the Kremlin. What the history of Russia’s power struggle says about Putin’s future. SERGEI RADCHENKO. FOREIGN AFFAIRS, 22 de septiembre.

(13) A new Iran nuclear deal won’t prevent an Iranian bomb. DENIS ROSS. FOREIGN POLICY, 9 de septiembre; Letting Iran go nuclear. ROBERT SATLOFF. THE WASHINGTON INSTITUTE, 23 de septiembre.

(14) What if Netanyahu wins? NERI ZILBER. THE WASHINGTON INSTITUTE, 24 de agosto.

(15) North Korea fires missile over Japan in major escalation. THE NEW YORK TIMES, 3 de octubre.