17 de enero de 2018
Emmanuel Macron y Donald
Trump parecen estar en las antípodas. Por estilo, por discurso y hasta por
sustancia. Sin embargo, más allá de esta apariencia sin fisuras, los dos
presidentes de las dos repúblicas más presidencialistas del mundo occidental
comparten algo menos visible: el gusto por verse libres de corsés ideológicos.
Sus valores pueden no ser los mismos, pero ambos pretenden moldear a su
conveniencia a todos aquellos que predominan en su contexto político.
Tanto Macron como Trump se
encuentran incómodos con las vinculaciones partidistas. Trump tuvo incluso la tentación de presentarse
como independiente durante las primarias, al percartarse de que el
establishment republicano hacía ascos a su irresistible ascensión. Cuando esa
resistencia se esfumó, prefirió seguir bajo el manto protector de una mayoría
legislativa, pero nunca se ha planteado colocarse en situación de dependencia
con respecto al Great Old Party.
Macron se
desligó de un Partido Socialista al que nunca perteneció, se hizo con el Eliseo
sin estructura partidaria propiamente dicha y solo se avino a crear algo
parecido a ello cuando la necesidad táctica le exigía asegurarse una mayoría
parlamentaria. En ese empeño, picó a derecha y a izquierda. Fagocitó a un PS autodestruido
PS, acogiendo a los pragmáticos (como él ), pero sin aspiraciones
(contrariamente a él). En el lado opuesto, vampirizó a Los Republicanos,
extrayendo de ellos la sangre más fluida, menos afectada por el rancio colesterol
del inmovilismo.
Otro elemento que sitúa a los dos antagónicos
líderes en la misma cadencia del tiempo presente es la cautividad mediática. No
importa que la letra que acompaña a sus respectivas presencias públicas sea
diametralmente antagónica. La música suena parecida. Ambos se benefician de una
atracción poderosa, que succiona cámaras y micrófonos y deja en la oscuridad
silenciosa a todos sus rivales o concurrentes.
Las dos coincidencias señaladas pueden parecer
superficiales o secundarias, porque no afectan al contenido de sus políticas.
Sin embargo, lo relevante de esta comparación es que, en la política actual, no
es la sustancia lo que más importa. O dicho de manera más prosaica, no es lo
que gana elecciones, lo o que orienta y define un mandato. Ambos factores en los que Macron y Trump se
encuentran, sin haberlo pretendido, o a su pesar, son los que hoy en día
constituyen la clave del éxito político: el alejamiento de los partidos y la
sintonía mediática.
Nadie mínimamente informado sabría decir qué
planteamientos ideológicos tienen Macron y Trump, más allá de generalidades,
que, por otra parte, podrían encontrarse en los discursos de cualquiera de los
partidos del sistema, tanto en Francia como en los Estados Unidos. Si Trump y
Macron han ganado es porque se les han percibido libres (o liberados) de
estructuras partidistas o partidarias, porque defienden o dicen defender
programas o proyectos de gobierno al margen de las referencias habituales en
las últimas décadas.
Trump puede sonar más grosero, desagradable,
desarticulado, caprichoso y desorientado que su homólogo. Macron puede exhibir
un discurso más moderno, coherente, amable, integrador o informado que el
norteamericano. Pero uno y otro se refugian en una ambigüedad calculada, en una
disponibilidad a entenderse con los de aquí o los de allá, o con ninguno de
ellos, una flexibilidad escurridiza y ventajosa.
Estos dos extremos de la performance política actual se tocan en el terreno pantanoso del
oportunismo y la vaguedad. Cada cual interpreta esa melodía habitual de la
política con registros aparentemente incompatibles. Pero la intención de ambos
resulta similar: modelar sus compromisos a su antojo, adaptar la realidad al
discurso en lugar de éste a aquel, manipular el cansancio, desencanto o escepticismo,
convertir al desgastado ciudadano-político en voraz ciudadano-consumidor.
Oficiar la degradada misión de la política como espectáculo, como
representación.
Se podrían poner algunos ejemplos de cómo se plasma,
en la práctica, esta subterránea concomitancia entre estos dos líderes
mundiales. Pero el espacio limitado de este comentario nos exige seleccionar. Por densidad y actualidad, puede valor el
asunto de la migración. En días recientes, hemos presenciado a Trump y Macron
gestionando con ciertos apuros por sus respectivas políticas migratorias.
Lo que salta a la vista son las abrumadoras
diferencias: en el estilo, en el lenguaje, en el supuesto contenido de las
políticas que ambos proponen. Hay un abismo entre “los países de mierda” del vulgar
y deslenguado norteamericano y el respeto, candor e incluso calidez con la que
el francés se refiere a los inmigrantes. Trump insulta a quienes han
contribuido no solo a la riqueza material sino también moral y espiritual. de
América, mientras Macron dedica los mejores recursos de su encanto personal y
de su suavidad política a enaltecer las virtudes de una inmigración ordenada. Y,
sin embargo, uno y otro pretenden dar un vuelco a la realidad migratoria en un
sentido restrictivo. Con muros y leyes agresivas, el especulador inmobiliario.
Con retórica supuestamente humanista y reglamentos laberínticos el otrora autor
teatral.
Macron ha tenido que hacer un ejercicio de
equilibrio (complicado incluso para él ) durante su visita a Calais. Las organizaciones
humanitarias le esperaban con desconfianza y malestar. Las fuerzas de
seguridad, otro tanto. Ambos sectores están fuera del radar previsor del
Presidente. No les basta con palabras bonitas, quieren realidades. En ese
pequeño microcosmos de la migración sin bálsamo, no es posible conciliar, como
pretende Macron, las dos visiones: la humanitaria y la policial. Por eso, de
ninguno de los dos sectores recibió aplausos y apenas un esbozo de atención.
Trump quiere cumplir con sus xenófobos partidarios
poniendo una barrera física a la inmigración más próxima. Fiel a su instinto,
maneja el instinto conservador de los republicanos y el discurso social de los
demócratas. En esta operación, cree haber encontrado un arma común frente a
“los dos lados del pasillo legislativo”: el cálculo electoral. A los
republicanos, los amedrenta con el riesgo de perder la simpatía con el
electorado nacionalista. A los demócratas, les ofrece una suerte de actitud
compasiva con los dreamers a cambio
de que le habiliten fondos para construir el muro (al cabo, un negocio para el
sector del ladrillo).