18 de diciembre de 2024
Las volutas de la crisis política francesa han terminado por erosionar a su principal instigador, el Presidente de la República. Se presentó como bombero ante el anunciado incendio “de los dos extremismos” (de derecha y de izquierda), que podría reducir Francia a cenizas. Pero, en realidad, al disolver la Asamblea Nacional en junio, en puertas de los Juegos Olímpicos, ofició de pirómano y echó leña a un fuego que lleva tiempo asediando el edificio de la V República.
En su discutible manejo de
la crisis, Macron ha ido quemando primeros ministros y arruinando, dificultando
o emborronando carreras políticas. A la exsocialista Elisabeth Borne le agotó
la paciencia, su virtud tecnocrática más destacada. A su ahijado político
Gabriel Attal lo arrojó al pie de los caballos, cuando éste creía sostenerlos
por las bridas en galope hacia el Eliseo 2027. Rescató al antiguo gaullista
Barnier, un eurócrata ennoblecido con el acuerdo sobre el tramo final del
Brexit, pero el resultado ha sido un final sin gloria: su gobierno, el más
corto del actual sistema político.
El círculo de fuego se
cerraba sobre el Eliseo, aunque la alarma se extendió a todos los partidos del
consenso centrista. Las maniobras presidenciales salpicaban chispas sobre la
túnica del émulo de Nerón, pero amenazaban con devastar a toda la clase
política. Los excluidos de cualquier solución -el Reagrupamiento Nacional de
Marine Le Pen y los insumisos de Jean-Luc Mélenchon- insistían en que el
siguiente en ir a la pira funeraria debía ser el propio Macron. La dimisión del
Presidente se ha convertido para ellos en un mantra inalterable.
Esta apuesta ha sido el
talón de Aquiles de la trabajosa unión de la izquierda. El esfuerzo que hizo
posible el relativamente exitoso Nuevo Frente Popular daba muestras de
agotamiento, una vez fracasada la apuesta de la joven tecnócrata Lucie Castets
como jefa de gobierno.
Instalado en su despacho de
la rue de Varenne, Barnier quiso convertir el lema “nada con Le Pen” en un más
pragmático “sin algo con Le Pen, nada es posible”. Concesiones supuestamente
menores se convirtieron en un arma arrojadiza para la oposición de izquierda. El
cordón sanitario había saltado en pedazos, al obtener la ultraderecha la
preciada palanca de hacer caer al gobierno Barnier en cuanto quisieran. Y así
lo hicieron. Bastó con que apoyaran una moción de censura planteada por el
Nuevo Frente Popular, en protesta por un proyecto de presupuestos impuesto por
decreto. Como dijo el Coordinador general de los insumisos, Manuel Bompard,
Barnier quiso elegir entre el deshonor y la censura y, al final, ha tenido el
deshonor y la censura.
Tras la caída del político
saboyano, arreciaron las presiones para forzar la dimisión de Macron. Pero se
trataba de fuego artificial. Las llamas no crepitaban en el Eliseo, sino en
Matignon, sede del Primer Ministro, convertido ya en lugar indeseable.
EL MAL PASO DE MACRON
Macron se arropó en los
fastos de la recuperación de Nôtre Dame para ilustrar ante la nación cómo
recuperarse del fuego devastador. Mientras sus rivales le urgían a ofrecer una
solución, el Presidente se complacía en admirar las naves restauradas de la Catedral
de París. Para cualquier político francés hubiera sido muy difícil resistirse a
la analogía del esplendor triunfante sobre la destrucción. Pero para Macron
simplemente resultaba imposible.
El Presidente alargó el
suspense cumpliendo con un viaje previsto a Oriente Medio y alentó las
discrepancias entre sus rivales. Finalmente, parecía decidido a tirar de otro
de sus cachorros, el ministro dimisionario de Defensa Sebastián Lecornu, un
político de nueva hora, muy cercano a la primera dama, Brigitte Macron, a pesar
de que muchas voces en su propio partido le recomendaban la solución más
tranquilizadora de François Bayrou.
Macron desoyó estos
consejos, fiel a su deriva ultrapresidencialista. En su papel de
Júpiter, citó a Bayrou en el Eliseo, pero no para ofrecerle el cargo, sino para
informarle que no era el elegido. Lejos de agachar la cabeza, este veterano
político centrista, forjado en la larga estela desventurada del giscardismo,
decidió contragolpear. Retó al Presidente a nombrarlo primer ministro, si no
quería verse privado del apoyo de la cincuentena de diputados de su formación,
el MoDem (Mouvement Démocrat), uno de los miembros de la
coalición presidencial. “O me nombras o retiro mis canicas”, le espetó. Y
Macron, al presentir que esta vez el Eliseo podría estallar en llamas, reculó. Lo
paradójico es que el nuevo primer ministro lidera una formación que apenas
tiene cuatro diputados más que la familia política de Barnier. El déficit democrático
del nuevo primer ministro es el mismo. Lo que cambia es su posición de pivote
en la política francesa.
EL ETERNO CANDIDATO
Bayrou es el eterno
candidato. Nunca ha aspirado a presidir Francia, pero siempre ha creído que
podría influir en su destino desde el sillón de Matignon. A sus 73 años, este
político acostumbrado al pacto y la componenda cree estar en mejores
condiciones que sus antecesores para componer una mayoría sin combustiones
espontáneas, sin sentirse preso de nadie. Ni siquiera del Presidente, al que ya
ha torcido el brazo una vez, aprovechando su extrema debilidad. Sus amigos lo
consideran dúctil, pero de férreas convicciones. Democristiano de inspiración,
liberal sin excesos en lo económico y muy abierto en sus amistades políticas.
Tiene buena entrada en el socialismo y ha evitado hacer escarnio de las filas
lepenistas. Tiene en común con ellas haber sido acusado de utilizar el sueldo
ficticio de los asesores de los parlamentarios europeos como tapadera de la financiación
ilegal de sus respectivos partidos. Ese puente podría serle de utilidad.
Está por ver si Bayrou podrá
forjar un gobierno, según él mismo ha dicho, reserré (compacto) y
compuesto de personalidades, es decir, de figuras de prestigio. Los socialistas
ya están enviando señales inequívocas de colaboración, pero no incondicional,
basado en la intuición de que no es posible la moción de censura interminable.
Comunistas y ecologistas, con menos bazas, caminan por una senda similar. Los
insumisos ya denuncian el entreguismo, paso previo a gritar “traición”. En la
práctica, el Nuevo Frente Popular ha sido puesto de momento entre paréntesis.
La derecha republicana no
está contenta. Con Barnier, uno de los suyos, no tenía garantizada una
preminencia que no había ganado en las urnas, pero sí al menos una influencia
superior a su fuerza política parlamentaria. Con Bayrou es probable que vuelva a
su estado marginal.
Pastorear el rebaño político
no es el mayor desafío del este político del Béarn, que quiere conservar su
puesto como alcalde de la pirenaica ciudad de Pau. Ya ha dicho que la
incompatibilidad de cargos fue un error y que un ministro o un diputado cumple mejor
su papel si no se le priva del arraigo en la política local. Una guerra
secundaria más que unir a la demanda de una mayor dosis de proporcionalidad
electoral.
Pero el verdadero reto es
afrontar la crisis económica y fiscal del país, con un déficit del 6% del PIB,
una deuda galopante y una degradación de la solvencia crediticia del país. La
lupa de Bruselas está puesta sobre las finanzas de Francia. El margen de
actuación se estrecha. Las medidas serán dolorosas, por mucho consenso que
Bayrou sea capaz de articular.
Macron espera a conocer el
gobierno que le presenta su elegido a la fuerza. Por lo pronto, se ha ido a
Mayotte, para consolar a los habitantes del enclave francés en el Índico
arrasado por el ciclón Chido. Con cierto desdén, desde la administración
presidencial han recordado a Bayrou que debe esperar.
Las relaciones entre el
Eliseo y Matignon puede volverse tan agrias como suele ocurrir cuando el buen
clima entre supuestos aliados se deteriora. En esos casos, hasta la
cohabitación entre líderes de distinto signo político puede resultar más
candorosa.
A Macron no le ha funcionado
el efecto Nôtre-Dame. En Francia es cada vez más intenso el olor a chamusquina.