4 de junio de 2025
De un tiempo a esta parte cualquier éxito electoral de la ultraderecha en el mundo (y especialmente en Europa) se vincula con la estela de Trump. Lo suelen hacer algunos medios liberales, no pocos políticos del consenso centrista (de los conservadores a los socialdemócratas) y, naturalmente, los propios interesados durante las campañas electoral, sabedores de que, hoy por hoy, el presidente norteamericano “vende” entre las masas descontentas.
Pero
un análisis cuidadoso del auge -irregular y discontinuo- de este nacionalismo populista heterogéneo induce a
pensar más en una convergencia de varias familias de pensamiento o de acción que
en una suerte de Internacional Reaccionaria (1). Resulta muy forzado
encontrar identidad ideológica, política y cultural entre el movimiento que ha
colocado de nuevo a Trump en la Casa Blanca y las propuestas de la ultraderecha
centroeuropea. Las causas que han llevado al poder a unos y otros son específicas.
Pero, además, hay una cuestión cronológica definitiva. El ascenso de la
ultraderecha húngara, polaca, eslovaca, checa, rumana o búlgara es anterior a
Trump. Y, desde luego, los líderes nacionalistas conservadores en la Europa
occidental ya estaban firmemente arraigados en las sociedades y sistemas
políticos de sus países antes de la irrupción del empresario inmobiliario al
otro lado del Atlántico.
Esta
creencia está tan extendida que ya parece difícil, si no imposible, desmontarla,
máxime cuando se proyecta desde América (2). Lo hemos visto de nuevo esta
semana con el ajustadísimo triunfo del candidato nacionalista conservador
polaco Karol Narowcki. En sus portadas y titulares, muchos medios europeos han
vinculado su triunfo con el efecto Trump. Es cierto que, en los análisis más
especializados, esta impresión ha quedado más matizada (3). Pero lo que le
llega al gran público es la imparable influencia del gran perturbador
norteamericano.
Que
el propio Trump se apunte como propios los triunfos de la ultraderecha europea
y mundial contribuye a esta ceremonia de la confusión. Lo sorprendente es que,
desde este lado, se le compre con tanta facilidad el relato. Es difícil de
entender que se quiera meter en el mismo saco a tipos como Narowcki, o como el
rumano Simion (éste frustrado en su
intento por lograr el triunfo que los tribunales le regatearon al candidato
anterior afín, Georgescu) o incluso al propio húngaro Orban. Estos dirigentes
están sustentados en estructuras políticas de mayor fuste y responden a
corrientes de ancladas en sus sociedades desde los primeros momentos del desencanto
con el proceso democrático tras la caída del comunismo (4).
El
presidente electo polaco está perfectamente alineado con un partido, Ley
Justicia (PiS) que ya gobernaba Polonia antes de que Trump se pensara saltar a
la arena política. Lo mismo cabe decir de Orban, un liberal trasmutado en
ultraconservador. La ultraderecha rumana, menos precoz, lleva años recogiendo
el malestar sembrado por la nueva alternancia política entre
liberal-conservadores y socialdemócratas.
MANDAN
LOS INTERESES
Si
giramos el punto de mira hacia el Oeste, no hace falta ser un gran experto en
política internacional para saber que los éxitos de la ultraderecha francesa,
italiana, alemana, holandesa, belga, austríaca (y hasta la española) tienen
poco que ver con el tirón de Trump. Que sus dirigentes imposten simpatía con el
norteamericano tiene que ver más con el oportunismo que con la identificación
política o ideológica.
El
asunto de los aranceles ha hecho que salten las costuras de esta relación
ficticia. La italiana Meloni, que pretende jugar un papel de mediación -que
nadie le ha pedido- en la disputa comercial transatlántica, no tiene, en
realidad, una estrategia muy distinta de la que defienden la Presidenta de la
Comisión Europea o los máximos dirigentes de los principales países de la UE.
Trump no gusta, es evidente, pero se ha optado por aplacarlo o por dejarlo que
se consuma en sus impetuosos caprichos. Cualquiera de los líderes ultras
europeos saben que embarcarse con Trump en estrategias compartidas es un mal
negocio, porque el inestable líder americano puede dejarlos en evidencia en
cualquier momento.
Eso
lo ha comprendido muy bien Putin, a quien medios, analistas y políticos del
Orden liberal llevan años pintando como un firme aliado de Trump. Otra creencia
más que discutible. Que el Presidente regresado le haya dedicado ciertos
elogios por sus políticas autoritarias de hombre fuerte no avalaba una
coincidencia de posiciones en la escena internacional. A la postre, cualquier
Presidente de los Estados -incluido el anómalo actual- es preso de unos
intereses que impiden la convergencia entre Washington y Moscú frente a los
aliados europeos.
Una
cosa es que Trump abronque públicamente a Zelensky en el Despacho Oval y otra
muy distinta que el establishment político-militar estadounidense dejara
caer a su aliado de Kiev, hoy por hoy imprescindible para la estrategia de
debilitamiento de Moscú. Los medios han destacado, con cierta candidez, los
mensajes de un “desengañado” Trump, que por fin se habría dado cuenta de que Putin
no es de fiar.
Es
evidente que a Trump le seduce poco la música de la Alianza Atlántica tal y
como ha venido sonando en las últimas siete décadas y media, pero no es tan
ingenuo como para pretender apagarla, como se ha llegado a escuchar y a leer
incluso en medios de cierta solvencia. Más que la ruptura, lo que Trump ha
sembrado es desconcierto.
El
futuro de Polonia tiene más que ver con la respuesta que los partidos liberales
y sobre todo conservadores arbitren contra la permanencia del nacionalismo
extremo en la cúspide del Estado que con los alardes trumpistas. Es muy
probable que, como presumen los dirigentes del PiS estos días, algunas de las
formaciones de la derecha moderada que forman parte de la actual coalición de
gobierno cedan a la tentación de cambiar de socio y se echen de nuevo en brazos
de los ultranacionalistas (5).
Pronto
se verá, si eso ocurre, que el actual apoyo (casi) incondicional que Varsovia
brinda a Ucrania será cuestionado en la calle por este nuevo impulso a la
ultraderecha y no por la alineación de posiciones entre Trump y Putin. Los
nacionalistas polacos empiezan a capitalizar el malestar que la permanencia de
los refugiados ucranianos y las ventajas otorgadas a los intereses agrarios del
país vecino están provocando en los sectores sociales polacos más tradicionales.
El anticomunismo visceral de los ultracatólicos siempre tuvo una base
nacionalista tanto o más que ideológica. Rusia será para ellos una enemiga
irreconciliable, gobierno quien gobierne en Moscú.
MODELOS
PERIFÉRICOS AUTÓCTONOS
Si
nos alejamos de Europa y ponemos el foco en otros lugares del mundo donde el movimiento
reaccionario ha conseguido arraigarse y convertirse en el factor político
hegemónico, podemos comprobar cómo Trump resulta un fenómeno secundario en una
corriente nacionalista heterogénea (6).
India
es el caso más notable. El partido Baratiya Janata (Unión India) llegó al
poder, por segunda vez, antes de que Trump se convirtiera en candidato
republicano. En estos años, Modi ha hecho de la necesidad de convivir con Trump una virtud o una oportunidad de reforzar el
viraje ultraconservador en su país. Pero esta India ultranacionalista no tuvo
problemas en convivir con potencias liberales de primer orden como EE.UU, Japón
y Australia en la plataforma (QUAD) de contención a China en Asia. En
contraste, esa supuesta simpatía entre Modi y Trump ha chirriado. Por citar
sólo el último episodio, al gobierno de Delhi le sentó muy mal que Trump
presumiera de haber evitado ‘in extremis’ una escalada bélica entre India y
Pakistán por el enquistado conflicto de Cachemira. Como orgulloso nacionalista,
a Modi no le gusta que líderes de otros países se inmiscuyan en asuntos indios.
Japón
-por resaltar otro ejemplo- había tomado un camino ultranacionalista en
política exterior y de defensa antes de Trump. Y así sucesivamente. Incluso en
América del sur, ese “patrio trasero” siempre sensible a los vaivenes del
gigante del Norte, la emergencia de figurones como el argentino Milei, el
ecuatoriano Noboa o el chileno Kast tienen poco que ver con Trump. Son causas
de orden interno y no un puro mimetismo lo que explica la corriente
ultraderechista en la región. Por eso, la agresividad de la actual
administración norteamericana en materia comercial ha hecho que supuestos
afines ideológicos se desmarquen de la Casa Blanca.
El
nacionalismo exacerbado es el fenómeno político más vigoroso de nuestro tiempo.
Sin duda. Pero Trump es un falso nacionalista, como es un falso defensor de los
perdedores de la globalización o de los obreros blancos. Aún más ridículo resulta
contemplarlo en ceremonias piadosas con los
evangelistas reaccionarios. No tiene ideología, ni principios, ni
programa más allá de sus ambiciones empresariales y personales. Lo que le ha
llevado de nuevo a la cúspide del poder político no obedece a una corriente
universal, sino a la frustración de un sistema social en profunda crisis.
NOTAS
(1) “L’internationale
réactionnaire, ou comment trois familles de pensée se retrouvent dans leur
détestation du progressisme”. NICOLAS
TRUONG. LE MONDE, 29 de marzo.
(2) “Trump Is
Leading a Global Surge to the Right. But not all of the leading conservative
populist parties in the world are the same — in rhetoric or on policy”. THE
NEW YORK TIMES, 23 de enero; “In the age of Trump, global authoritarianism
continues its advance” ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 28 de febrero.
(3) “What Poland’s
new hard-right president means for Europe”. THE ECONOMIST, 2 de junio; “Karol
Nawrocki, du hooliganisme à la présidence de la Pologne”. ISABELLE MANDRAUD. LE MONDE, 2 junio.
(4) “He is the
strongman who inspired Trump – but is Viktor Orbán losing his grip on power? ASHIFA
KASSAM y FLORAN GARAMVOLGYI. THE GUARDIAN, 1 de junio.
(5) “Pologne: après l’élection du nouveau président,
le premier ministre, Donald Tusk, va demander la confiance
du Parlement”. LE MONDE, 3 junio
(6) “Indispensable
Nations. The Fall and Rise of Nationalism”. PRATAP BAHNU METHA.
FOREIGN AFFAIRS, 25 de febrero.