EL PEOR LUGAR DEL MUNDO

15 de julio de 2010

Tal vez si las más de setenta personas asesinadas el domingo en dos establecimientos hosteleros de Kampala no hubieran estado presenciando la final del Mundial de fútbol, la noticia del atentado que les costó sus vidas hubiera pasado casi desapercibida. Algunos medios, de hecho, no resistieron la tentación de resaltar del comunicado de sus autoproclamados autores la proclama antifutbolera, por la condición “antiislámica” del deporte más popular del mundo.
El doble atentado de la capital ugandesa arrastra, sin embargo, significaciones de mucho mayor alcance que una aparente excentricidad radical. Ni que decir tiene que el odio por el fútbol no tiene más fundamento que el proclamado por los talibanes por la música o cualquier otra manifestación cultural, deportiva o recreativa proveniente del exterior del mundo islámico.
Mucho más significativo, por supuesto, es el lugar donde se produjeron los atentados: un restaurante etíope y un club deportivo vinculado con el partido oficialista ugandés. Etiopía y Uganda son los principales países enemigos de la milicia islamista somalí Al Shabab, porque de ellos han partido los principales esfuerzos militares para desalojarlos del “poder” (los etíopes) o para prevenir su regreso (los ugandeses).
¿Por qué están Etiopía y Uganda tan interesados en determinar el futuro político de un país destruido y carente de cualquier vestigio de Estado como Somalia? Aparte de un lógico interés por acabar con una inestabilidad venenosa tan cercana, ambos países africanos cuentan con mayoria de población cristiana –aunque de confesiones diferentes-, que contemplan con creciente inquietud el tono fundamentalista de la milicia que aspira a derrocar al pseudo gobierno de Sharif Sheikh Ahmed.
La situación en Somalia es inigualablemente endiablada. El Gobierno reconocido internacionalmente sólo acredita autoridad sobre una parte de la capital, Mogadiscio, y de forma altamente precaria. La facción leal al Presidente, un profesor de secundaria, representa el sector moderado de los combatientes islámicos que, a mitad de la década, consiguieron alzarse sobre el pandemonium de bandas armadas que se dividen un control volátil y errático de Somalia desde hace casi veinte años. Esos combatientes islámicos aceptaron la supremacía de la denominada Unión de los Tribunales Islámicos, unos jeques que gozaban de cierta autoridad moral e intelectual, pero de una terrible crueldad en la administración de justicia y de las cosas públicas que quedaban por administrar.
Los países africanos limítrofes, aterrorizados por la deriva fundamentalista somalí y azuzados por Estados Unidos y otras potencias occidentales, decidieron crear una fuerza de intervención, la AMISOM, para derribar a los “tribunales islámicos”. Lo consiguieron. Pero ante la necesidad de dar cierta imagen de respeto por la soberanía somalí, se optó por apoyar a la facción más moderada. Ese atomizado y caótico universo de islámico somalí se fragmentó. Los más extremistas se agruparon bajo la divisa de Al Shabab, presentada en Occidente como una franquicia más de Al Qaeda, de hecho su agente más activo y peligroso en el este de África.
Como el denominado Gobierno Federal Transitorio no era capaz de dar un paso más allá del barrio “gubernamental” de Mogadiscio, los países limítrofes consiguieron que la Unidad Africana (UA) avalara la continuidad de la misión de intervención en Somalía, Escarmentados de la etapa anterior, los etíopes prefieron mantenerse en la reserva. Tomaron el relevo dos de los países más pro-norteamericanos de la zona: Uganda y Burundi. El apoyo militar “africano” al “gobierno” somalí no ha resultado tan eficaz como hubieran deseado en Washington, donde se contemplaba la iniciativa como sustitutivo de una implicación propia más directa, poco conveniente, debido al esfuerzo que exigía la situación en Afganistán e Irak.
En los últimos días, la milicia islamista radical ha puesto en jaque al gobierno, hasta el punto de que el virtual Presidente somalí ha tenido que reconocer que “Somalia está en manos de Al Qaeda y de los grupos extremistas”. Sherif Sheikh Ahmed ha suplicado a sus protectores internacionales una “estrategia militar eficaz y urgente”. No es probable que sea atendido. Más allá del incremento en dos mil hombres de los efectivos de la AMISOM, no se espera un cambio significativo de estrategia. En el diario THE GUARDIAN, el analista Frank Mártin, afirma que “apoyarse en naciones como Etiopía, Uganda y Burundi para operar en Somalia es comparable a emplear un batallón de soldados indios con la etiqueta de la ONU y enviarlos a ocupar y pacificar las áreas tribales paquistaníes”.
Uganda representa el compendio de todos los males para los islamitas radicales que aspiran a recuperar todo el poder en Somalía. Lo inquietante es que otras facciones somalíes tampoco contemplan al vecino ugandés como un protector, precisamente. Su presidente, Museveni, fue presentado en su día por el entonces Presidente Clinton como un ejemplo para toda África, en gran parte por su vigorosa política de contención y lucha contra el SIDA.
Museveni ha intentado ganarse el favor de la población somalí, entre otras cosas, mostrandose generoso con los desplazados somalíes. Se calcula en 4.000 el número de refugiados somalíes en Uganda. Él exodo parece acelerarse: cada semana las autoridades ugandesas acogen a 15 personas que huyen del infierno somalí, según THE GUARDIAN. Una ayuda humanitaria raquítica si tenemos en cuenta la realidad humanitaria del país. Según cifras generalmente aceptadas, cerca de cuatro millones de somalíes se encuentran en una situación desesperada, al borde de la propia supervivencia. Una cuarta parte de la población ha huido del pais y vaga en condiciones miserables por varios países de la zona.
El escritor Dan Morrison, autor del libro “El Nilo Negro”, de próxima aparición, se muestra menos complaciente con Museveni. En un artículo para SLATE, recuerda que la población somalí ha visto agravada su atroz fortuna por los bombardeos de las fuerzas ugandesas integrantes de la AMISOM. También resalta que la oposición ugandesa reprocha a su presidente que se inmiscuya en la intratable crisis somalí mientras se muestra incapaz, a pesar de la ayuda norteamericana, de liquidar a la odiosa guerrilla del “Ejército del Señor”, que en veinte años de actividad ha secuestrado a veinte mil niños y jóvenes en el norte del país. Finalmente, Morrison se pregunta si el presidente ugandés podrá prevenir una explosión de cólera de ciertos sectores cristianos protestantes contra los refugiados islámicos somalíes, si se desborda una conflagración de carácter religioso o confesional (los pentecostistas se ufanan de haber convertido a miles de musulmanes ugandeses al credo cristiano).
Está por ver si la administración Obama mantendrá su confianza en su aliado ugandés y en su patrocinada fuerza africana o decide incrementar su implicación directa. La situación estratégica de Somalía obliga a tomarse la situación muy en serio. El principal responsable del Departamento para asuntos africanos, John Carsson, ha admitido que la crisis “ya ha infectado a toda la comunidad internacional”.
En las páginas del NEW YORK TIMES, el especialista en contraterrorismo de la Universidad de Georgetown, Bruce Hoffman, asegura que la milicias Al Shabab se han convertido en “uno de los grupos terroristas arquetípicos del siglo XXI” y señala las características que pueden convertirlas en una “amenaza internacional”: una acreditada capacidad comunicativa, una población somalí expatriada en la que recrutar, figuras carismáticas para atraer seguidores y una probada capacidad de actuar en países extranjeros.
A los responsables de la lucha antiterrorista en Estados Unidos les preocupa especialmente el reclutamiento de militantes suicidas entre la comunidad de somalíes residentes en suelo norteamericano o las conexiones acreditadas de los extremistas somalíes con algunos de los principales santones fieles a Bin Laden.
El problema es que Somalia no está sólo amenazada por una fuerza islámica extremista. Lo más grave es que no se vislumbra futuro alguno. Hace veinte años que el país no tiene un gobierno digno de tal nombre. Dos regiones, Somaliland y Putland, son prácticamente independientes, aunque no hayan conseguido el reconocimiento formal internacional. Occidente ha apoyado a personajes impresentables en Somalia desde 1991, sólo porque parecían capaces de poner orden, cuando lo único que aportaron fue más pillaje, corrupción y miseria. Sobre ese fracaso se edificó la opcion islámica, que hasta hace poco era una opción improbable en Somalia.
Varios analistas consideran que, más temprano que tarde, la comunidad internacional tendrá que hacerse cargo del país, y no sólo para prevenir la actividad de los piratas, fenómeno que suele ser despachado con análisis muy simplistas en los medios. Cuando resulte inesquivable, a buen seguro resultará tremendamente inoportuno ocuparse, en serio, del peor lugar del mundo.