HERMANO BARACK

16 de julio de 2009

El presidente Obama ha cumplido un compromiso altamente simbólico, con su escala en un pequeño pero significativo país africano, en su viaje de vuelta a Estados Unidos después de su participación en la cumbre del G-8 en L’Aquila (Italia).
La prensa regional, algunos asesores del presidente y la población local han querido ver en este episodio una suerte de “regreso a casa” del primer presidente negro de los Estados Unidos. El gesto tiene poco que ver con la realidad, lo que no menosprecia ni mucho menos la importancia de lo ocurrido.
No puede hablarse de “Obama, el africano”. Sus orígenes constituyen una importante fuerza moral, pero –para ser justos-, hay poco en la trayectoria política de Barack Obama que acredite un compromiso sólido con el continente africano, afirma Peter Baker, el corresponsal diplomático del NEW YORK TIMES que ha acompañado al presidente en este viaje.
Hay que reconocer a Obama reflejos por no haber escogido Kenia para fijar su mensaje regional. Puestos a querer explotar la cuestión de los orígenes, ese país del este del continente parecía el más sustancioso desde el punto de vista propagandístico. Como es sabido, Kenya es el país de su familia paterna y uno de los más importantes de África. Los allegados que aún le quedan allí al presidente le esperan con ansiedad. Pero Obama prefirió priorizar el enfoque político. Kenya vive momentos complicados y a duras penas ha superado una crisis con una terrible carga de violencia, en la que han emergido algunos de los peores rasgos de la realidad africana actual. Ha hecho bien Obama en no reforzar con su presencia a una clase política muy mejorable.
Por eso decidió doblar el mapa del continente y recalar en Ghana. Tampoco fue una elección original. Este país, uno de los primeros en proclamar su independencia bajo el liderazgo de N’Krumah, es la “perla africana” de sucesivos gobiernos norteamericanos. Clinton y Bush recalaron allí y apoyaron con generosos programas de ayuda su proyecto político. El éxito de la alternancia política sin sobresaltos y ciertas buenas prácticas poco comunes en el continente han servido de aval y de marco político expreso para el mensaje que Obama ha querido sembrar: Africa debe asumir la responsabilidad de cambiar su propia historia.
Las multitudes que, bajo una lluvia impenitente, querían estar cerca de Obama se vieron un poco frustradas por las cautelas de seguridad que aconsejaron ciertos incidentes en anteriores viajes presidenciales. Pero pudieron dejar su deseo de considerar a Obama como “uno de los suyos”, como un hermano. Era de esperar. Como resultó poco sorprendente que los parlamentarios le recibieran con el cántico de campaña “Yes, we can”.
Obama protagonizó gestos de alto valor, como la visita a uno de los lugares emblemáticos del tráfico de esclavos. Y lo hizo en compañía de su esposa, Michelle, cuyos ancestros sufrieron esa lacra. Luego, en los actos más políticos de su presencia, Obama se comportó como un hermano, si, pero como un hermano mayor. Que protege pero que también recuerda las responsabilidades. Su discurso ante el Parlamento constituye una especie de “doctrina Obama” para África, y es comparable por alcance y trascendencia con el que pronunció en El Cairo, destinado al mundo árabe.
Obama denunció la corrupción, el mal gobierno, el despilfarro, la indolencia, la violencia en sus manifestaciones más bárbaras y crueles como lacerantes señas de identidad. Pero lo más relevante es que, asumiendo las responsabilidades de las potencias coloniales en el origen del atraso del continente, también señaló con el dedo a los líderes locales como culpables directos de la indeseable situación actual.
El corresponsal africano de LE MONDE compara la diferente acogida que ha tenido el discurso de Obama y el que pronunciara Sarkozy hace justo dos años en Dakar. Ambos comparten un tono poco complaciente y lo que Philippe Bernard denomina “retórica de la responsabilidad”. Pero mientras a Obama se le admitió la admonición, a Sarkozy se le despachó con silbidos y malas caras.
Alguien ha querido ver en este doble rasero un componente racista y un prejuicio anticolonial: Obama es negro y pertenece a un país que se sacudió el yugo colonial; Sarkozy es blanco y sigue hablando como un representante de una de las principales potencias coloniales en África. Seguramente no es tan simple. La causa del diferente trato habría que encontrarla en el estilo, según Bernard. Obama habló de forma dura, pero clara, sencilla y directa. Sarkozy se entretuvo en consideraciones antropológicas y sentenciosas sobre el “hombre africano”, que algunos, con razón o sin ella, interpretaron como manifestación de superioridad. Entre las dos retóricas, parece evidente que la figura del hermano es más conveniente y eficaz que la del padrastro.
Por otro lado, en otros pasajes menos evocados del discurso ante el Parlamento de Ghana, Obama no resultó tan novedoso. Como hemos podido leer en algún diario regional, “los africanos hacen suyo el discurso de Accra, aunque el partenariado y las inversiones propuestas por Obama se distinguen poco del ‘trade, not aid’ proclamado por sus antecesores” en la Casa Blanca.
En todo caso, deberíamos aprovechar estas experiencias para una reflexión sobre nuestras relaciones africanas. ¿Cómo tratar, por ejemplo, con Teodoro Obiang? El ministro Moratinos dijo en su reciente viaje a la excolonia que España quería una relación de hermandad no de paternidad, aunque apuntara cierto tono de gravedad. Pero la pésima calidad del sistema político guineano exige algo más que retórica. Obama evitó visitar Kenya, que, como hemos dicho, no constituye un ejemplo democrático, pero presentaría una calificación muy superior a la de Guinea Ecuatorial.
¿Dónde acaba la comprensión y dónde comienza la responsabilidad? Y no sólo con el caso extremo de Guinea. Todo el esfuerzo puesto en la lucha contra el hambre y la pobreza y el compromiso de ayuda a África debería estar sujeto a unos criterios de corresponsabilidad de las élites locales. Porque, después de todo, entre hermanos hay que ser generosos, pero también exigentes.