12 de febrero de 2020
La
dimisión diferida de la presidenta de la CDU, Annegret Kramp-Karrenbauer (AKK
para amigos, colegas y medios), y su renuncia a la candidatura para la Cancillería
en 2021 ha abierto una crisis más en Alemania. Que podría no ser la última, si
se quiebra la endeble GROKO (Gross Koalition) y se precipita el
adelanto de las legislativas.
Merkel
se ha quedado sin sucesora, Alemania carece de una líder futura identificable,
Europa adolece de una dirección señalada y Occidente echa de menos una Europa
sólida y estable en momentos inciertos para el llamado orden liberal de
posguerra.
LA
BOMBA DE TURINGIA
El
motivo de la caída de AKK ha sido una oscura maniobra política en el land oriental
de Turingia. Después de las elecciones regionales del otoño pasado, al no haber
un partido con mayoría absoluta, se abrió la ronda de contactos para obtener
una coalición de gobierno.
El
más votado fue el jefe del ejecutivo saliente, el muy popular Bodo Ramelow, miembro
de la formación Die Linke (La Izquierda), fruto de la fusión, en su día, entre
los herederos del SED (antiguo partido comunista de la RDA )y el ala izquierda
del SPD (socialdemócratas). Ramelow gobernaba al frente de una coalición con el
SPD y los Verdes (rojo-rojo-verde, en el argot alemán). Pero los resultados no
le permitieron renovar la fórmula.
La
derecha tenía la oportunidad de hacerse con el poder en ese territorio profundo
de la antigua Alemania comunista, siempre que sumaran los tres partidos:
democristianos (CDU), liberales (FPD) y nacional-populistas (AfD). Esta última
era la segunda fuerza más votada. Problema: la CDU había fijado un cordón sanitario
sobre el AfD, por una cuestión de principios.
La
colaboración con la ultraderecha es casi tabú político en Alemania, por razones
históricas que no es necesario recordar. Merkel ha sido especialmente clara,
activa y hasta militante en este aspecto. Eso le ha valido el respeto de mucha
gente dentro y fuera del país, como estandarte del orden liberal y baluarte
frente al nacionalismo en auge.
Pero
sus correligionarios de Turingia no demostraron tantos escrúpulos. Con tal de
derrotar como fuera a la izquierda en uno de sus feudos, apoyaron una oscura
maniobra de sus otrora socios liberales para hacerse con el boscoso land. El
candidato del FPD, Thomas Kemmerich, llevaba muy a gala haber logrado la
recuperación de su partido, que estaba hasta ahora fuera del parlamento
regional. A pesar de ser la formación más pequeña, su ambición le llevó a
convencer a los democristianos de la necesidad de pactar con los nacionalistas
ultras y se ofreció como cabeza de la operación (1). Los de Merkel aceptaron. Kemmerich
fue investido en el parlamento de Erfurt. Y se desencadenó la tormenta.
Desde
Berlín, se intentó echar marcha atrás, pero el daño ya estaba hecho. La
canciller se enfureció. AKK se vio por completo superada. Intentó embridar a
los cristianodemócratas de Turingia, sin conseguirlo. Quedó desautorizada. La
dimisión estaba cantada. La suya y la de Kemmerich. Puede haber nuevas
elecciones en Turingia, si no hay pacto centrista o de otra naturaleza. Y, en
ese caso, no se descarta (¡oh, paradoja!) una victoria de la AfD (3).
LA
FRAGILIDAD DEL CORDÓN SANITARIO
La
afrenta de Turingia es tanto más grave cuando que el líder de la AfD en ese
land es Björn Höcke, precisamente el líder del sector más extremista del
partido (denominada Ala), que algunos consideran cercana al nacional-socialismo.
Para
un país que está en permanente alarma ante cualquier manifestación de resurrección
de las simpatías, reflejos, evocaciones o justificaciones del periodo nazi,
esta crisis es como sal en una herida que nunca puede cerrar del todo. El FRANKFURTER
RUNDSCHAU, diario progresista proclamó
que, en Turingia, “la democracia alemana había abdicado” (2).
Antes
de este episodio mortal, AKK ya estaba seriamente cuestionada. Fue
elegida sin el consenso real y convencido del partido (sólo un voto forzado de conveniencia) a
finales de 2018. Nunca cuajó y los reveses electorales pesaban en su contra (3).
Pero Merkel y la facción mayoritaria centrista parecían decididos a prolongarle
el crédito. Turingia la ha devorado. Seguirá en funciones hasta junio como líder
de la CDU; y como Ministra de Defensa, por ahora.
Se
abre de nuevo la pugna entre los democristianos, con el ala derecha dispuesta a
desbaratar parte de la herencia centrista de Merkel. El relato de sus rivales es
que la CDU se ha ido demasiado a la izquierda, y es hora de recuperar los
principios identitarios del partido, conservador en material social y
económica. La derechización de los liberales ayudó a este reposicionamiento
centrista que ahora algunos consideran agotado.
Emergen
de nuevo ahora los candidatos derrotados por AKK (o mejor, por Merkel), como
Merz (ahora en la empresa privada, sexagenario exportavoz parlamentario y
enemigo de la canciller) y Spahn (ministro de sanidad, joven y ambicioso cachorro).
El candidato en reserva de Merkel es Armin Lascher, jefe del gobierno en Renania-Westfalia,
el land más poblado. Los bávaros (CSU) contemplan la crisis con más que interés.
Hay
cierto aire de hipocresía, o al menos de contradicción, en este asunto del cordón
sanitario. La CDU no le hace ascos a la presencia de los nacional-populistas xenófobos
del húngaro Victor Orban en el grupo parlamentario del Partido Popular europeo.
Como en su día hizo Sarkozy en Francia, u hoy el PP en España, la ultraderecha
es de uso múltiple, según las conveniencias políticas de cada momento.
Más
allá de esta lucha partidaria y de los dilemas político-morales, la crisis de Turingia
evidencia la fragilidad de la situación política alemana, con el panorama más
fragmentado desde la posguerra (4). El consenso centrista se ha terminado. Las
certidumbres sobre las que basaba el sistema aparecen bajo cuestión. El proyecto
europeo capota. Las relaciones con Francia son incómodas. El vínculo con el
primo norteamericano se ha vuelto conflictivo. En ese malestar (sensación tan
alemana), anida el nacional-populismo como un parásito oportunista.
LA
PERPLEJIDAD EUROPEA
Los
europeos que recelaron de la Alemania emergente y poderosa, primero en los años
engañosamente triunfalistas de la unificación y luego durante el periodo de la
intransigente austeridad, contemplan ahora con cierta ansiedad el peligro de un
repliegue germano hacia sus intereses estrictos, según la fórmula trumpiana:
Alemania, primero. Los nostálgicos del
abrazo con la Alemania democrática y próspera de posguerra recuerdan el eslogan
venturoso de otro tiempo: Por una Alemania europea, frente a una Europa
alemana.
Agrava
este pesimismo sobre Alemania, la herida interminable del Brexit y la falta de
un liderazgo alternativo, ni siquiera ese directorio europeo del que tantas veces
se ha hablado en debates de salón. Como dice Stephan Walt, el académico internacionalista
de Harvard, “el futuro de la Europa post-Brexit es temible” (5). Europa corre
el riesgo de caer en la irrelevancia mundial, en convertirse en una especia de
pariente secundario de las decisiones mundiales, entre el arrollador auge de Asia,
el desprecio de Estados Unidos y los chantajes de Rusia .
NOTAS
(1) “Germany’s
Free Democrats are playing with fire in Thuringia”. CONSTANZE STELZEN-MULLER. BROOKINGS
INSTITUTION, 6 de febrero.
(2) “Historischer
brunck in Thüringen: mit dem faschisten gemeinsame Sache gemacht”. STEPHAN HEBEL.
FRANKFURTER RUNDSCHAU, 5 de febrero.
(3) “Allemagne: ‘AKK’ dauphine désignée de Ángela Merkel, renonce
a lui suceder” THOMAS WIEDER. LE MONDE, 10 de febrero.
(4) “Behold Germany’s post-Merkel
future and despair”. PETER KURAS. FOREIGN POLICY, 7 DE febrero.
(5) “Europe
post-Brexit future is looking scary”. STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 6 de
febrero.