22 de enero de 2025
Trump nunca decepciona. Y más ahora, que “Dios le ha salvado de la muerte” para sacar a América de su actual “estado de declive” y conducirla hacia una nueva “edad dorada”. Este “mandato” viene sazonado con una retórica imperialista rancia, agresiva y falaz. En su discurso inaugural, Trump declaró el “estado de emergencia” en la frontera sur, pese a que el flujo migratorio está en su nivel más bajo desde 2020. Además, ordenó reanudar la construcción del muro y la inscripción de los cárteles del narcotráfico en el registro de organizaciones terroristas. Para dar más carnaza a sus seguidores, rebautizó el Golfo de México como Golfo de América y reiteró que “recuperará el canal de Panamá del control que ahora ejercen allí los chinos”.
Esta mezcla atrabiliaria de mentiras,
efectismos y amenazas no sorprende a nadie, pero tampoco debería mover a la
hilaridad. Trump saca músculo con los débiles. Entre sus primeras órdenes
ejecutivas firmadas en un estadio deportivo (luego vinieron otras en el
Despacho Oval), destacan la anulación de la aplicación informática mediante la
cual se podía solicitar el permiso de residencia sin agolparse en la frontera y
la supresión del derecho de nacionalidad a los hijos de extranjeros sin papeles
(medida que va a ser recurrida ante la Justicia en 21 estados). Todo esto es
antesala de la deportación masiva de inmigrantes en situación irregular. El Wall
Street Journal desveló hace unos días que se preparaba una operación masiva
en Chicago (1). El pretor elegido por Trump para ejecutarla, Tom Homan,
advirtió al alcalde de la ciudad que “no se pusiera en su camino”. Al hacerse públicos los planes, se arruinó el
“efecto sorpresa” y parece que la ejecución se va a demorar.
Otras de las órdenes ejecutivas más
llamativas, que no sorpresiva, ha sido el perdón de los asaltantes del Congreso
en 2021. Aquel espectáculo bochornoso fue instigado por un presidente que nunca
ha admitido su derrota en las urnas. La mayoría ultraconservadora que domina el
Tribunal Supremo lo ha blindado de ese delito como de otros muchos al convertir
en impune a un presidente en ejercicio en impune. Una barbaridad jurídica que
refleja la deriva constitucional. En un país en el que sus máximos
dirigentes se permiten un día sí y otro
también dar lecciones al mundo sobre el estado de derecho, se hace escarnio del
principio básico de la igualdad ante la ley y de la discrecionalidad del poder
ejecutivo la administración práctica de la justicia. Al cabo, no sólo Trump ha
perdonado a unos delincuentes. También su sucesor/antecesor ha utilizado este
polémico privilegio presidencial para exonerar a su hijo y a otras personas
próximas con la dudosa excusa de protegerlo de su vengativo rival.
Pese a este exhibicionismo de poder
con aires absolutistas, hay motivos para dudar si el león será tan fiero como
pretende presentarse. No está claro si la retórica del 45º/47º Presidente es
simplemente una manifestación más de su compulsivo comportamiento narcisista o
si existe un sólido propósito de alterar los fundamentos del orden
internacional. Las clases dirigentes de los países aliados, y de los
adversarios también, no consideran resuelto el dilema. Entre las bravuconerías
y los actos reales hay de momento un espacio de incertidumbre. La retirada del
acuerdo de París sobre el cambio climático se daba por descontada. Pero su
agenda de aranceles y tarifas aduaneras está sólo apuntada y falta por definir.
Sobre Ucrania no dijo una palabra en el discurso inaugural y más tarde lanzó
mensajes confusos y contradictorios.
Maggie Haberman es una de las
periodistas que llevan más tiempo siguiendo a Trump: desde el inicio de su
aventura presidencial hace ahora una década. El fin de semana firmaba en el New
York Times un largo análisis en el que, según el testimonio coincidente de más
de una docena de personas que han estado en contacto con Trump en las últimas
semanas, el retornado Presidente cree tener ahora un “mandato” para hacer lo
que no supo, no pudo o no le dejaron hacer en su primer periodo en la Casa
Blanca (2). Trump, con su pulsión manipulativa habitual, exagera el apoyo
electoral recibido. Si bien es cierto que ganó el voto popular, no como en
2016, casi la mitad de los votantes le volvieron la espalda. Obtuvo algo más de
77 millones de sufragios frente a los casi 75 millones de su rival demócrata:
la diferencia fue de unos 2,3 millones de votos, apenas un punto y medio
porcentual de los votantes. Por tanto, solo la alterada presentación de los
datos que suele hacer Trump puede inducir a hablar de “mandato”.
Otro interesante rasgo de este Trump 2.0 es su convicción de haber vencido muchas de las resistencias del establishment a su programa radical de hace ocho años. Ahora piensa que “todo el mundo quiere ser mi amigo”. Pero su percepción de los centros de poder parece perturbada por su ilimitada vanidad. Su retórica rompedora crea la impresión de estar desafiando el sistema. Nada más lejos de la realidad.
En efecto, como aquí hemos señalado reiteradamente, Trump es más bien un producto defectuoso del sistema. En la historia universal, no ha habido un solo Imperio o potencia dominante que no haya soportado líderes aparentemente fuera de norma, outsiders, iluminados, dictadores o directamente perturbados. La confusión o desconcierto de los contemporáneos suele explicarse por la violencia de sus actuaciones más que por su motivación profunda de socavar los cimientos del equilibrio de poder. El Imperio Romano tuvo su momento Calígula y sus émulos restauradores del Sacro Imperio Romano-Germánico arrastraron varias generaciones de monarcas incapaces, caprichosos y autoconvencidos de que sus decisiones estaban ungidas por inspiración divina. El propio Hitler se apoyó en la élite industrial-militar para convertir casi en eterno (el Reich de los mil años) un designio de supremacía nacional y racial frente a la amenaza judeo-bolchevique. Stalin corrompió las bases de la revolución soviética llevando al paroxismo el autoritarismo leninista, no para propiciar la revolución proletaria internacional sino para restaurar el nacionalismo decadente de los zares con otra retórica. Algo que algunos han querido ver ahora, con retorcida intención, en las políticas de Putin.
Trump retoma el viejo discurso del “destino manifiesto” que los grandes industriales de finales del siglo XIX invocaron para consagrar a Estados Unidos como el imperio emergente y triunfante frente a la decadencia europea. Quiere volver a él. No por casualidad utiliza el mismo concepto de “edad dorada” (Gilden Age) como divisa de su segunda etapa presidencial. Pero hay más.
La
creciente invocación a Dios (“a nuestra
religión”, dijo el lunes) conecta con la inspiración teocrática implícita en el
sistema norteamericano de gobierno y legitimación de las dominaciones internas
y externas. Que un pagano como Trump exhiba este momento San Pablo
refleja la verdadera naturaleza de sus intenciones. La confirmación de la
división clásica de géneros y la revocación de los derechos trans va en
este sentido de moralina impostada. Al señalar este 20 de enero como el “día de
la Liberación” anticipa un discurso redentor de los abusos cometidos por las
“élites burocráticas” que han “extraído” el alma del país a sus legítimos dueños,
esos ciudadanos que viven con el empeño de mejorar su vida, o de enriquecerse,
por qué no, apelando a la ética de los evangelistas y otras ramas del
protestantismo triunfante.
Lo paradójico del trumpismo, construido a golpe de improvisación y adaptación permanente, es que ha edificado su auge electoral y social apelando a los derechos de las mayorías frente a unas minorías rapaces. Trump no tiene un programa (y mucho menos una trayectoria) obrerista. Se aprovecha de la frustración de las masas obreras y rurales. Que un empresario enriquecido por prácticas acreditadamente fraudulentas haya sido capaz de convertirse en intérprete del malestar de las capas menesterosas es algo que se viene estudiando desde hace años. Hitler manipuló a millones de obreros y empleados alemanes, pero su extracción social era pequeño-burguesa: plebeya, a los ojos de los grandes industriales, banqueros y residuos de la casta nobiliaria.
Para reconstruirse y recuperar el
poder ejecutivo, Trump se sirve de las élites a las que dice denostar, sean
judiciales, económicas o políticas. Ha usado los recursos del sistema
constitucional para componer un Tribunal Supremo y una red de juzgados afines
con la mecánica de la designación a dedo. Ha seducido a los multimillonarios de
la nueva economía o sector tecnológico para consagrar sus privilegios
monopolistas a cambio de engrasar su costosa campaña sin fin. Ha renunciado a
crear un nuevo partido que ordene ese tiempo dorado que anuncia, para apropiarse
del más antiguo, tradicional y convencional del país.
Así las cosas, para los que no somos estadounidenses, cabe preguntarse cómo nos podemos defender de un falso profeta más (valga el pleonasmo). Y, sobre todo, hasta dónde llegará este presidente mesiánico. Como dice la muy veterana periodista Karen Tumulty, hay que estar “atentos a lo que hace, no nos distraigamos con lo que dice” (3). La clave estará de nuevo en los límites que le pondrá el poder real, sin rostro, sin brillo, sin focos, pero con plena conciencia de sus intereses.
NOTAS
(1) “Trump to Begin Large-Scale Deportations Tuesday”.
THE WALL STREET JOURNAL, 17 de enero.
(2) “Trump Aims for Show of Strength as He Returns to
Power”. JONATHAN SWAN & MAGGIE HABERMAN. THE NEW YORK TIMES, 20 de
enero.
(3) “Watch what Trump does. Don’t get distracted by
what he says”. KAREN TUMULTY. THE WASHINGTON POST, 21 de enero.