21 de noviembre de 2018
Theresa
May no es la sucesora de Margaret Thatcher para los conservadores británicos.
Ni en la felicidad del triunfo, ni en la desdicha del fracaso. Ni siquiera en
el drama shakespeariano de la conjura
o la traición. La premier de este
atribulado inicio de siglo carece de la pasión que derramaba su antecesora a
finales de la centuria pasada. Cada una es producto de su tiempo, como casi
todos los líderes políticos. Pero Thatcher contribuyó a definir el suyo, mientras
May se acomoda al que le ha tocado vivir, que no protagonizar. La dama de hierro fue una transformer; la mujer que ocupa ahora el
10 de Downing Street apenas si pudiera ser definida como una adapter.
El
pasado martes, Rafael Behr, articulista de THE GUARDIAN, escribía, a cuenta de
este turbulento proceso de separación británica
de la Unión Europea que Theresa May era una remainer
en lo económico y una brexiter en lo
cultural. Estas dos almas, que unos
pueden considerar paralelas y otros contradictorias, reflejan en realidad el
oportunismo político de la dirigente británica, una constante de su carrera
política. Nunca se ha sabido bien que línea defendía Theresa May cuando llegó a
la cúspide de un sistema tan masculinizado como el de los tories.
Cuando
el malhadado David Cameron quiso cortar el nudo gordiano de la cuestión europea
que estrangulaba el debate en su partido convocando un referéndum supuestamente
clarificador, May se posicionó con la tibieza habitual en ella en el lado de
los remainer, de los que, de mala gana
pero con pragmatismo sin disimulo, considerana preferible quedarse, eso si
modificando las condiciones de pertenencia. Participó en la campaña del referéndum
como si no fuera con ella, como si tuviera miedo a comprometerse demasiado, más
por una estética del deber que como una manifestación sincera de lealtad.
Triunfó
el NO a Europa, ganó el Brexit,
Cameron se marchó a casa y, con mayor o menos convencimiento, el derrotado primer
ministro abrió las puertas de la sucesión a su secretaria del Interior. May, formalmente
del lado de los remainers, se convirtió
en ejecutora de los designios de los brexiteers.
Ni siquiera necesitó cambiar el discurso, porque nunca tuvo uno que
mereciera tal nombre. Su estilo político no consiste en marcar el rumbo, sino
en navegar con el menor desgaste político, surfear sobre el oleaje y llegar a
puerto como sea.
Brexit means Brexit fue su mantra durante el inicio de su mandato. Una
consigna con la que quiso apaciguar a los euroescépticos
que desconfiaban de ella para encabezar el sonoro divorcio con Europa. Para
apalancar esta confianza forzada, pobló de brexiters
su gabinete, y en puestos no precisamente menores, como el de Exteriores (el
mercurial Johnson) o el propio encargado del divorcio (el taimado Davis). A los
conservadores euroresignados alarmados por el resultado de la consulta, May les
pareció una partenaire sospechosa.
Nunca la tuvieron, y con razón, como fiable
defensora de sus tesis.
May
se adaptó al espíritu imperante marcado por el orgullo del nacional-populismo tory, aunque ella, por carácter y temperamento,
se encuentre muy alejada de ese sentimiento político. Comenzó a mostrarse muy brexiter, sin serlo, mientras navegaba
por las aguas agitadas de Westminster, pero se protegía con su armadura adapter al visitar Bruselas u otras
capitales europeas, componiendo el pragmático gesto de it’s this way (esto es lo que hay).
Esta
ambigüedad calculada fue brillantemente captada por el semanario liberal THE
ECONOMIST (sólidamente remainer), que
motejó a la primera ministra como Theresa Maybe.
Theresa quizás o Theresa tal vez. Es decir, Theresa... depende de
las circunstancias.
Pero
esta argucia exitosa o resultona tenía fecha de caducidad, marcada por la
lentitud de las negociaciones de separación con Bruselas y por la exasperación
de sus colegas políticos, incluyendo los propios miembros de su gabinete.
Incluso los más templados empezaron a preguntarse si May tenía una estrategia o
sólo seguía instrucciones de un manual
de supervivencia. Hubo deserciones, proliferaron las caras largas en las
reuniones de Downing Street y se creó en una atmosfera confusa, de niebla política,
de futuro incierto, de todo es posible... incluido un referéndum de salida. El Brexit means Brexit empezó a ser
asaltado por la duda sobre si Brexit means
whatever... o será lo que sea.
Este
pasado verano, May, auxiliada por sherpas
y apoyada solamente por unos pocos ministros más o menos fieles, o tan escurridizos
como ella, alentó el Plan de Chequers,
con el convencimiento de que había dado con la piedra filosofal, es decir,
tomar de la UE lo conveniente (los beneficios económicos) y zafarse de lo molesto
(las exigencias de la libre circulación de personas, es decir la inmigración, o
la justicia europea). El gambito era un
wishfull thinking, tan indefinido que
hizo desconfiar a los brexiters duros
y obtuvo sólo el apoyo tibio de los brexiters
más pragmáticos. Con esta debilidad sin disimulo se presentó May en Bruselas en
octubre. Y se vino con las orejas calientes. Macron, en su habitual tono tenor,
y Merkel, casi siempre barítona, le descalificaron el expediente.
Las
últimas semanas han sido un calvario para Theresa, la dúctil. Ha tenido que emplear
todas sus habilidades y exprimir su aparentemente inagotable capacidad de
paciencia para mantener a flote la barca, en espera de que apareciera el
horizonte. El escabroso asunto de Irlanda, el backstop o barrera de seguridad, para garantizar una frontera que
no pareciera una frontera, que conciliara el acuerdo de pacificación en Irlanda
del Norte con la sacrosanta vinculación del Ulster al Reino Unido, estuvo a
punto de arruinar definitivamente el acuerdo. Finalmente, se optó por la
frialdad de las soluciones técnicas, para intentar aplacar el ardor de los sentimientos
nacionalistas. Pero se trata de un apaño, no hay que engañarse.
El
proceso del Brexit ha sido, estos dos
años y medio, un relato bífido, un solapamiento de las negociaciones técnicas UE-UK
con las pasiones políticas en Londres.
Lo anticipó Barnier, el negociador jefe de la UE, unos días antes de que
sustanciara el acuerdo latente: la suerte dependerá de lo que pase en Westminster,
no de lo que puedan pactar los europeos con el gobierno británico. Y así ha
sido.
Al
final, la propuesta de acuerdo consiste, en realidad, en prolongar el partido,
no en resolverlo. En Europa se ha preferido no precipitar una situación caótica
que la clarificación de la espina británica. May pretende disponer de algo con lo
que blindarse para prolongar su paciente lucha por mantenerse. Ha variado ligeramente
de guion al elegir el órdago para desafiar a los brexiters más recalcitrantes, sabedora de que no hay una alternativa
mejor que la suya. May opera con una lógica pura de poder. No es una ideóloga,
es una superviviente.
Esta
ambivalencia dialéctica entre sus dos almas
le ha servido para resistir, pero ambas han quedado deterioradas o perdidas en
el empeño. Ha capeado la rebelión impotente en su gobierno y ha abortado la sangría
de las cartas de desconfianza en el Comité
1922, otra antigualla del conservadurismo tory, que opera como una suerte de tribunal donde se prescribe el
camino del calvario de los premiers desventurados.
Dijo
Churchill que a los primeros ministros conservadores se les debía de apoyar
hasta la reverencia mientras gozaran de la confianza del partido, pero merecían
ser lanceados cuando la perdían. Esta
sentencia del histórico referente de los tories
parece haber sido aprendida por Theresa May, aunque muy a sus manera. Después
de todo, lo suyo no es la convicción, sino la condición.