31 de Julio de 2014
Ahora
que se cumplen cien años del inicio de la I Guerra Mundial y se refrescan
hechos, se evocan vivencias, se establecen paralelismos y divergencias y se afinan análisis de causas y
consecuencias, parece percibirse de nuevo que el mundo –dicho así: con cierta
simpleza, para no hacer más complicada esta introducción- se encontrara ‘fuera de control’.
Es decir, que
las doctrinas, dinámicas y relaciones de poder que se ha ido generando durante
este siglo, en sucesivas crisis, catástrofes ampliadas, dinámicas de control,
de equilibrio y de pactos, compromisos y garantías, se hayan descosido y nos
encontremos de nuevo ante la sensación de no hay autoridad capaz de impedir,
con certeza, un nuevo ciclo de inestabilidad y destrucción.
En
la literatura, histórica y de ficción, periodística y académica, de divulgación
y de investigación, que ha proliferado en los últimos meses al calor del
centenario, se abre paso la idea fuerza de que aquella Gran Guerra, coronación de un siglo largo de lucha por la
hegemonía (que empezó siendo europea para convertirse finalmente en mundial), no fue inevitable en modo alguno, y que
sólo la ceguera, incompetencia, inmadurez, y
rigidez del circulo más reducido de las élites de entonces precipitaron
la catástrofe, al no ser capaces de corregir la esclerosis del sistema
europeo y establecer un sistema de
garantías.
Desde
una posición marxista o simplemente crítica de la Historia, la I Guerra
Mundial, sin embargo, no es que fuera estrictamente inevitable, pero sí resultó
una consecuencia lógica y poderosa de las contradicciones del sistema
capitalista en su fase imperialista y los pilotos de los intereses de clases no
fueran capaces de gestionar las tensiones de una manera que resultaran menos
dramática para las poblaciones.
Es
bien sabido que la I Guerra Mundial, además de su pavorosa herencia de muerte y
destrucción, provocó un vuelco mundial y generó nuevos centros de poder, pero
no hizo el mundo más estable. Las torpezas de esas élites dirigentes y el
agotamiento cíclico del sistema económico y social dominante alumbró fenómenos
odiosos de autoritarismo, revanchismo, falsas redenciones y, a la postre, una fuerza irresistible de
destrucción. Como si los cadáveres esparcidos por los campos sin cultivar se
hubieran convertido a la postres en semillas de una destrucción aún más
devastadora y cruel, que terminó germinando apenas una generación después en
una Segunda Guerra, ‘más mundial’ aún, en sentido de universalidad.
Esta
segunda experiencia, de una dimensión traumática aún mayor que la primera, no
por la mortandad, sino por el grado de crueldad que desató, parecía haber
creado la conciencia de que, fueran cuales fueran las contradicciones,
conflictos entre naciones o clases, tensiones sociales, raciales, religiosas o
ideológicos, el mundo no se podía permitir un tercer ciclo destructor, por la
razón determinante, entre otras, de que el acelerado desarrollo tecnológico
militar podría conducir al planeta a la extinción.
El
medio siglo largo que siguió a la segunda gran posguerra ha sido considerado
por numerosos líderes e intérpretes de la Historia como un periodo positivo de
estabilidad que, pese a sus imperfecciones y limitaciones, de sus grietas y
fracasos locales, puntuales y menores o medianos, ha mantenido la paz mundial,
entendida como ausencia de una guerra general y descontrolada.
La
clave de este periodo de ausencia de ‘Gran Guerra’ radicó, en primer lugar, en
la confirmación de dos grandes polos de poder (Estados Unidos y la Unión
Soviética), como líderes indiscutibles de dos sistemas (el viejo orden
capitalista remozado y, supuestamente libre de sus perversiones más
destructivas; y el socialista, que pretendía derribar al anterior, pero no
mediante una conflagración militar, sino como consecuencia de su capacidad para
satisfacer las necesidades de toda la población mundial y cumplir con el
devenir histórico).
En
realidad, las exégesis que estos dos grandes polos de poder hacían de su propia
misión histórica no se basaba en un discurso tan positivo. La conjura de otro
ciclo de terror se edificó haciendo el riesgo intolerable; es decir definitivo
y terminal para la humanidad, mediante el desarrollo de los arsenales nucleares
y de la tecnología de uso. La doctrina militar de la ‘destrucción mutua
asegurada’ (o, en sus siglas en inglés, MAD: no por casualidad, LOCURA) se
afianzó en Occidente como una garantía frente a la amenaza de una nueva guerra.
En el bando opuesto, la irrenunciable misión de extender el socialismo para abocar
a un mundo sin clases se configuró como un rosario de luchas parciales, de
agudización de las contradicciones locales o regionales; en definitiva, se renunció
a la confrontación frontal y se apostó por la denominada ‘coexistencia
pacífica’ de los dos sistemas, hasta que la madurez de los procesos históricos
decantara la sustitución del capitalista por el socialista.
No
hubo ‘Tercera Guerra Mundial’, en efecto, pero si dos procesos bélicos
paralelos que disimularon la continuidad de la destrucción. En los centros de
poder mundial, fue la llamada ‘Guerra fría’, caracterizada por el ‘equilibrio
del terror’ y la manipulación de élites y sistemas locales y regionales de
poder. En esa periferia, provista de la vacuna contra la destrucción bélica, se
libraron decenas y decenas de conflictos locales y regionales, que aniquilaron
millones de vidas, pero no provocaron una gran conflagración a escala
universal. La propaganda hizo que estos conflictos fueran codificados como ‘de
baja intensidad’, una cínica interpretación de la catástrofe y el sufrimiento,
según la cual, se admitiera o no, se establecían distintas categorías de
muertos y víctimas.
Este
sistema mundial hizo crisis cuando el fundamento sobre el que estaba basado: el
equilibrio entre los dos grandes polos capaces de provocar la destrucción del
rival, se vino abajo. El periodo de transición aceptado por la ‘nomenklatura’ soviética concluyó de modo
opuesto a sus previsiones. No porque el capitalista supiera a la postre
resolver mejor los problemas universales, sino por la impericia, corrupción y
agotamiento de las élites ‘revolucionarias’.
Los
más optimistas -o los menos honestos,
intelectualmente hablando- pensaron que el final de la era bipolar conduciría a
un mundo más equilibrado, pero no sobre la base de la amenaza del terror, sino
de la cooperación internacional, como en 1945. Pero ni hubo ‘final de la
Historia’, ni el capitalismo demostró su capacidad de regenerarse para
afianzarse como sistema incontestable, ni los viejos enemigos de Occidente supieron
encontrar su acomodo en un orden internacional sin tensiones. Y, sobre todo,
las ‘guerras calientes’ del último medio siglo empezaron a cobrar una
virulencia mayor, al no haberse no ya solucionado sino simplemente mejorado las
condiciones que las habían provocado.
En
ese momento estamos ahora. Desaparecida la Unión Soviética, cuestionada la capacidad
de la otra superpotencia, la triunfante, Estados Unidos, de garantizar un orden
mundial sin sobresaltos, basado en las garantías de provisión de vidas dignas
de ser vividas para el conjunto de la humanidad, se abre paso la percepción de
que el mundo empieza a parecerse, salvando las enormes distancias, al que
existía hace un siglo: en el sentido de inestabilidad, proliferación de
conflictos con potencial reforzado de contagio y ausencia de un poder moderador con capacidad para poner un freno a
los ciclos destructivos.
El
oportunismo político y una cierta pereza intelectual intentan hacer recaer
sobre una supuesta incapacidad de liderazgo mundial del actual presidente
norteamericano la responsabilidad de este mundo de nuevo sin control. Es
manifiestamente falso. Sin entrar en un análisis más detallado, debido a la
extensión que ya ha adquirido este comentario, baste decir que el actual
encadenamiento de conflictos locales o regionales ahora registrados o
registrables son imputables más bien a esos campos de ‘pensamiento’ o ‘canteras
políticas’ que irresponsable y deshonestamente apuntan a la actual Casa Blanca.
No es la falta
de liderazgo o el ‘nuevo aislacionismo’ la causa de la inestabilidad
internacional, sino la falta de soluciones reales a los conflictos, presentados
como locales o regionales o de ‘baja intensidad’, pero que han generado situaciones
enquistadas de injusticia y frustración. Ni la herencia del equilibrio del
terror de la ‘guerra fría’, ni la propaganda de un sistema económico y social
‘capaz de hacer avanzar el mundo’ han podido detener ese deterioro. La actual
crisis económica y social en éste nuestro mundo supuestamente preservado de la
amenaza de destrucción apocalíptica está eliminando las percepciones de
seguridad. El mundo no es ya un lugar seguro, porque en realidad nunca lo ha
sido. Simplemente, ahora se están cayendo las tapaderas de la falsedad.