OBAMA, LA LUCHA DE CLASES Y LAS MATEMÁTICAS.

22 de septiembre de 2011

Obama se ha puesto duro. O pretende dar la sensación de que lo ha hecho. Se acabó el tiempo de las componendas. El año que le queda hasta someterse a la prueba de la reelección lo dedicará a defender su visión de América, la de una buena parte de su partido y la de la base social que lo llevó a la Casa Blanca. ¿Es tarde?
El otro día, en uno de los lugares preferentes de la Casa Blanca para los momentos solemnes, el Rose Garden, el presidente de los Estados Unidos “trazó una raya bien marcada” (como tituló THE NEW YORK TIMES) sobre las exigencias de sus adversarios republicanos en materia de reducción del déficit, de política fiscal y de prioridades presupuestarias.
En pocas palabras, Obama rectifica. Lógicamente, sus asesores, colaboradores y propagandistas no lo presentan así. Pero es obvio que el Presidente ha admitido, de forma indirecta, que su estrategia de negociación y compromiso con la oposición republicana, no ha procurado grandes beneficios. Ni a él, ni a la mayoría del país, cuyos intereses él dice defender.
Obama dejó claro que no dudará en vetar cualquier iniciativa legislativa que recorte el gasto de los programas sanitarios para los sectores sociales más modestos (Medicaid y Medicare), si ello no lleva aparejado el aumento de la presión fiscal a los más ricos. Más drástico se puso el Presidente con la Seguridad Social, cuya estabilidad y dotación consideró innegociable.
EL NECESARIO FIN DEL REPLIEGUE
El Presidente se ha pasado un año, desde el triunfo republicano en las elecciones de medio mandato, en noviembre de 2010, intentando un apaño con la nueva mayoría conservadora, para reducir el déficit y crear un supuesto entorno favorable para la inversión, que favoreciera la salida de la crisis. No sólo sus esfuerzos y renuncias no dieron resultado, sino que (como le han venido advirtiendo destacados tribunos y líderes de opinión progresistas y algunos miembros destacados del ala izquierda, e incluso centristas, del Partido Demócrata), tal comportamiento sólo ha servido para que se reforzara el sector más conservador de la clase política norteamericana.
Ya le pasó a Bill Clinton durante su primer mandato. Los republicanos se hicieron con el control del Congreso a los dos años de que él llegara a la Casa Blanca. El poco experimentado exgobernador de Arkansas sólo encontró el camino de marcha atrás. La reforma sanitaria quedo arrumbada y el discurso político presidencial se hizo confuso y espeso.
Obama, con más recursos dialécticos y menos complejos, creyó que él podía sortear esa presión, acompañando a los republicanos en ciertas fases del ‘concierto’, en el convencimiento de que, si no en la partitura, sí podría influir al menos en el ‘tempo’. El resultado ha sido que, como ya hicieron con el anterior presidente demócrata, los republicanos lo pusieron contra la pared. Para ello no han dudado en manipular las cifras, desplegar una propaganda engañosa e incluso obstaculizar y boicotear la recuperación económica y la solvencia internacional del país. Nunca se vio más clara esta estrategia que con motivo de la gestión de la deuda y la liberación de fondos para el funcionamiento corriente de la administración.
Desde latitudes progresistas, los consejos, primero, las advertencias después, y los sones de la alarma, más tarde, no consiguieron que Obama endureciera su postura. El Presidente no consideró que había llegado el momento de enseñar los dientes, seguramente porque su aparente buena comunicación con el nuevo líder republicano, John A. Boehner, le hacía creer que éste podría mantener bajo control a los desmandados radicales conservadores. Cuando sintió la pistola republicana contra su sien se percató de lo desarmado que estaba. De lo expuesta que se encontraba su presidencia.
Ahora, superada la llamada crisis de la deuda, y ante la necesidad de rehacer su base social para afrontar el año electoral, Obama parece volver a los orígenes: es decir, a la defensa de los principios, al proyecto en torno al que giraba el sentido de su mandato. Las encuestas no le son favorables. Pero hay otro dato subyacente no menos importante: los ciudadanos menos posicionados en el espectro político manifiestan que un Presidente debe luchar por sus ideas. En este concepto abundaba estos días THE NEW YORK TIMES, el diario más influyente del país entre los políticos más cercanos al Presidente. En un editorial titulado “Crisis de liderazgo”, el periódico afirma que “América ya no acepta teorías económicas desaprobadas hace 25 años”. Es decir, el neoliberalismo anarquizante que pretende aniquilar el Estado, el Gobierno, la corrección pública de las desigualdades.
UNA CUESTION DE JUSTICIA
Una investigación actualizada sobre la pobreza en Estados Unidos resulta demoledora. Hay más de 46 millones de norteamericanos por debajo del umbral de la pobreza. Casi la mitad, unos 20 millones, son pobres absolutos o muy pobres. Son las cifras más negativas desde que empezaron a realizarse estos estudios, hace medio siglo. Sólo el año pasado cayeron en ese pozo negro de la realidad social más de dos millones y medio de personas. La desigualdad ha superado todos los récords. La renta media de los diez por ciento más pobres cayó doce puntos en la última década, mientras que los diez por ciento más ricos disminuyó apenas un punto y medio. Como era de esperar, las minorías son las más duramente golpeadas por el estancamiento económico, la falta de respuestas políticas y la inmovilidad social.
La directora del semanario progresista THE NATION, Katrina Van den Heuvel, plantea diez iniciativas para mejorar la vida cotidiana de los sectores más desfavorecidos de la población. Estas ideas, en su conjunto, precisan de un compromiso político más decidido y combativo del que se ha exhibido ahora desde la Casa Blanca.
Esta realidad está ya permeando el debate social. Quizás por ello, las encuestas indican que la mayoría de los ciudadanos no quieren que se recorten más la inversión social sin una presión fiscal más equilibrada y progresista. La propaganda conservadora, lubrificada por unos medios por lo general cómplices y rehenes del dinero contaminado por la mercantilización criminal de la política, intenta hacer creer lo contrario, con más éxito de lo que resultaría concebible. Más de la mitad de los consultados creen que los ricos deben pagar más impuestos: Obama recogió este principio en su literalidad el otro día. Y una proporción similar del electorado no quiere que los programas sociales redistributivos sean neutralizados: otra enseña que el presidente dice querer ahora defender sin ambigüedades.
Ahora bien, lo que se sabe de las intenciones de la Casa Blanca deja espacio a las dudas. El plan de reducción del déficit en tres billones y medio de dólares, a conseguir en diez años, contempla que un 60% provenga del recorte de la inversión social y un 40% del aumento de la presión fiscal sobre el segmento más rico de la población y las corporaciones.
Los republicanos ya han anunciado que el aumento de impuestos perjudica la recuperación de la economía, argumento cuya falacia es continuamente desmontada con cifras por los economistas de centro izquierda como Krugman, Stiglitz y otros. Los políticos y comentaristas más cercanos al presidente echan de menos concreciones y compromisos más sólidos.
Es urgente que el presidente “demuestre de qué lado está”, como le pide también el mencionado TIMES en su editorial. El otro día, quizás para no sonar demasiado ideológico o partidista, afirmó que su visión equilibrada de la reducción del déficit no respondía “a una visión de lucha de clases, sino a las matemáticas”. No está claro que esta ‘discreción política’ ayude al presidente a reconectar con amplios sectores de su base. Las matemáticas son ineludibles, su atención es condición necesaria para una buena gestión. Pero no suficiente para restaurar una política obligada a corregir injusticias.