18 de mayo de 2016
Las
primarias de Estados Unidos están virtualmente concluidas. A falta aún de diez
parciales por completar, Donald Trump y Hillary Clinton han cumplido con los
pronósticos que le asignaban el papel de favoritos, a comienzos de la carrera,
en febrero.
El
candidato republicano ni siquiera tiene ya rivales, agotados uno tras otro en
un inútil esfuerzo por enderezar una deriva sin precedentes. El empuje de Trump
ha cabalgado sobre la profunda frustración de importantes sectores de la población,
mayoritariamente blancos, trabajadores y poco educados, con ideas muy simples y
reaccionarios más que conservadores.
La
candidata demócrata tendrá que confirmar un triunfo anunciado, pero en el
desafío progresista de Bernie Sanders se ha dejado una credibilidad de la nunca
ha estado sobrada, ni siquiera antes de comenzar la disputa. Nos ocuparemos en
otro momento de lo que han significado estas primarias en el campo demócrata,
las expectativas de futuro para un partido en transformación, al ritmo de los
vertiginosos cambios en la demografía, la sociedad y la cultura política del
país.
Hoy
atenderemos el dilema de los republicanos, la paradójica realidad de un outsider que desestabiliza los
fundamentos tradicionales del partido, pero sin el cual estaban abocados a un
fracaso seguro.
Trump
no ha sido nunca el candidato de los grandes dirigentes del partido. Pero hay
que tener cuidado con una formulación como ésta, que tendría todo el sentido en
Europa, pero resulta muy discutible en Estados Unidos. Los aparatos partidarios
funcionan con relativa eficacia en las cámaras legislativas, tanto las federales
como las estatales, pero juegan un papel muy secundario en la competición por
la presidencia. En el partido republicano, como el demócrata, conviven varias
corrientes o tendencias, pero suele imponerse siempre el aspecto individual, o
al menos la interpretación personal de un conjunto difuso de ideas, valores y
principios por parte de los líderes que conectan con el electorado, son capaces
de financiar unas maquinarias más funcionales que ideológicas y saben crear
dinámicas de éxito.
Todo
eso lo ha conseguido Trump con el inestimable concurso de los medios de
comunicación convencionales (y no tan convencionales), pese a la repulsa que
algunos de ellos, con cierta hipocresía, declaraban tener hacia sus opiniones,
su estilo y su inconsistencia. El multimillonario se ha aprovechado de las
fracturas más profundas del sistema político norteamericano para sintonizar con
las insatisfacciones más primarias del electorado. Algunos de sus rivales han querido combatirlo
en el terreno de los valores conservadores, o de la corrección política, o el
consenso básico del sistema bipartidista.
Todos
esos intentos han fracasado, porque Trump han interpretado de forma ventajista
pero astuta los vientos demagogos del nacionalismo rampante que se detecta en
casi todas las regiones del mundo. Hasta hace muy pocas semanas, en el partido
republicano se diseñaban estrategias para acabar con el disidente en el último
momento, mediante una suerte de golpe político de efecto, bajo las luces
trepidantes de la Convención partidaria. Los estrategas del aparato componían
conciliábulos con figuras prominentes, más o menos actuales con otras
históricas o periclitadas, con tal de frenar al desbocado corredor solitario. Se le ha intentado ahogar con ideas,
con dinero, con descalificaciones, con pronósticos catastróficos. Nada ha
funcionado. Trump les ha ganado a todos, porque ha elegido siempre el terreno
donde librar las batallas y ha sabido convertir los errores propios en
oportunidades perdidas por sus oponentes. Ahora, con las primarias decididas y
la 'conspiración de Cleveland' abandonada en la fase inicial de consideración,
toca replantear de nuevo el juego.
El
líder nacional de los republicanos, actual portavoz de la Cámara Representantes
y supuesto hombre para el futuro, Paul Ryan, tuvo que hacer de tripas corazón y
concederle tres cuartos de hora a Trump para intentar hacer creíble un
escenario de conciliación entre la dirección del partido y el seguro candidato.
Ryan se mostró constructivo pero esquivo. Importan menos el contenido de sus
palabras que la temperatura con la que fueron pronunciadas. La guerra interna
ha concluido. Hay que aprender a vivir con Trump. A trabajar con él. A
servirlo, de forma que el partido se sirva de él para el único objetivo que
parece haber importado a la derecha política de Estados Unidos: impedir la
continuidad demócrata en la Casa Blanca.
Estas
últimas semanas estamos asistiendo a una lenta pero inexorable mutación en los
dirigentes republicanos y, lo que es más importante y significativo, en la
multitud de grupos de presión, organizaciones sociales, plataformas
ideológicas, distintos sectores del establishment, potenciales o seguros
grandes donantes y cualquier otro factor que contribuya a inclinar la balanza
política hacia la derecha. Hemos pasado del "todos contra Trump" al
"hay que trabajar con Trump". Y podemos apostar con poco riesgo a
que, en Cleveland, con la excepción de alguna voz disonante, el lema será
"todos con nuestro candidato (Trump) para derrotar a la
"retorcida" (crooked) Hillary Clinton".
Importarán
poco las bravatas, las amenazas a los inmigrantes, el desprecio, cuando no el
insulto, a los aliados, la desconsideración hacia las mujeres o cualquier otro
de los disparates que han caracterizado su candidatura. Los cambios
oportunistas sobre el aborto, el control de las armas de uso individual, el
sistema de salud, las relaciones internacionales, los pactos sobre el comercio
mundial, los programas económicos, las prioridades de defensa, etc. dejarán de
ser "debilidades" para convertirse en oportunidades. Se olvidarán los
pecados y se construirá la imagen del convertido.
Trump
se dejará querer. Dirá a cada grupo de opinión lo que quiera oír, pero sin
renunciar a su estilo, para no decepcionar tan pronto a los que los han
empujado hacia arriba en la ascensión a la cúspide. Es posible que se avenga a
un programa más convencional para no arriesgar un desencuentro en el momento menos
oportuno. Se olvidará de los rivales a los que han combatido, incluso
despreciado y humillado, para que le hagan de teloneros en la segura traca
mayor contra Hillary Clinton. Se presentará como el gran unificador: del
partido, en julio; de la nación, en noviembre.
Se
completará así el círculo de la impostura Trump. Y, si los sondeos mantienen la
ilusión de un triunfo en otoño, la mayoría de los republicanos venderán su
alma. Sin remordimientos.