DESPUES DE LAS FOTOS

8 de abril de 2009

El primer viaje transatlántico de Obama ha cumplido con todas las exigencias de imagen y propagandísticas deseadas –y deseables-, pero deja incógnitas por despejar y grandes problemas por resolver. No podía ser de otro modo. La forma en que se había diseñado la gira, la acumulación de cumbres en pocos días, la complejidad de los asuntos a tratar, la profundidad de las diferencias en los enfoques para hacerlo y el desconcierto de los líderes mundiales en este momento no permitían otro resultado. Como era de esperar, ha primado la conocida ansiedad por la foto –por las fotos.
Y es que, quien más quien menos, todos tenían necesidad de capitalizar la cumbre –las cumbres- para fortalecer sus flancos internos. El primero, el propio presidente de los Estados Unidos. Aunque su popularidad sigue intacta, y los electores mantienen la confianza en sus propuestas, Obama es muy consciente de que se enfrenta a una crisis sistémica. Estos días, en Europa, ha vuelto a emerger el candidato novedoso de 2008, micrófono en mano, rodeado de ciudadanos anónimos, comprometido en esos debates horizontales que despertaron admiración y esperanza. Ha estado estos días Obama prolongando la seducción, ofreciendo un plus de carisma, una especie de plato de degustación de su estilo político. Todo adobado con el ingrediente de la celebridad.
Se ha evocado estos días el glamour de Kennedy y Jacqueline. Puestos a encontrar antecedentes de estos entusiasmos mediáticos por figuras emblemáticas de cambio, anoto cierta semejanza entre la pareja Obama y el matrimonio Gorbachov. Se han escudriñado poses y gestos de Michelle como se hizo en los noventa con Raisa. Mientras sus maridos predicaban el cambio –mediático-, ellas eran absorbidas por el establishment televisivo.
Pero si algo es propio de la cultura de masas es su evanescencia. Obama se ha ido y los resultados de su paso por Europa no deben magnificarse. Los acuerdos del G-20 se ajustan a un esperable compromiso entre las recetas de estímulo económico promovidas por el presidente norteamericano y las medidas de control financiero exigidas por Europa. El peso de las cantidades comprometidas podría aplacar el escepticismo. No es así. La mayoría de los especialistas recomienda prudencia y estima que hay mucho todavía por hacer antes de proclamar que se está en vías de solución.
Con respecto a Afganistán, escenario de crisis privilegiado por Obama, esta escisión entre la propaganda y la realidad es aún más drástica. Washington ya se había resignado a prescindir de una contribución militar europea realmente apreciable. En la cumbre de Praga se ha confirmado. Los aliados aportarán calderilla para la reconstrucción civil y cinco mil hombres para proteger la seguridad de las elecciones y formar a soldados y policías afganos. Y, cuanto antes, a casa. La nueva estrategia norteamericana ha facilitado esta evasión europea. Se tiene la impresión de que Obama mantiene la guerra en Afganistán más por credibilidad que por convencimiento. Su referencia a la “estrategia de salida”, por obvia, es más una declaración de incomodidad que un imperativo técnico de cualquier operación militar.
Además, hay un peligro de que la adopción de políticas militares cómodas o aparentemente menos costosas, como la proliferación de bombardeos de los aviones Predator –no tripulados- contra santuarios binladistas y talibanes, termine provocando un rechazo de las poblaciones locales pastunes, por la acumulación de víctimas civiles. Y, en consecuencia, termine desestabilizando Pakistán.
Es probable que el debate entre minimalistas y contrainsurgentes en Estados Unidos no se haya cerrado del todo. El general Petraeus, encargado de aplicar la nueva estrategia militar en Afganistán, es público defensor de las tesis derrotadas. Pero posibles avances de los talibanes, a ambos lados de la frontera, puede provocar la reapertura de las hostilidades burocráticas para ganarse el corazón del presidente.
Tampoco son descartables complicaciones en Irak. Como mencionábamos en el último artículo, una parte de la disidencia nacionalista sunní que parecía aplacada por las promesas del gobierno Maliki se siente decepcionada. El incremento de los atentados del último mes puede ser incidental, pero coincide con esta insatisfacción.
El otro elemento del idealismo obamaniano durante la gira europea ha sido su propuesta de desarme nuclear. Es un clásico de los presidentes norteamericanos desde Truman, ya sean republicanos o demócratas. Incluso el propio Bush hijo se insinuó, aunque sin demasiada convicción, atrapado por otras urgencias, ciertas o fabricadas. La percepción de una cierta recuperación del clima de guerra fría –o, al menos, de enfriamiento- de las relaciones con Moscú, desde el verano pasado, con la intervención rusa en Georgia, parecía haber neutralizado esas propuestas. Obama las recupera –y amplía- ahora, pero al fijar un horizonte temporal tan dilatado, el efecto benéfico de sus palabras se desvanece.
No se entiende bien que su administración sea tan complaciente con el proyecto de escudo antimisiles, cuyos mecanismos se establecerían, no por casualidad, en países recién llegados a la Alianza como Polonia y la República Checa, donde dominan mayorías sociales acríticas con Washington y muy suspicaces hacia Moscú. Obama asegura que el escudo protegería a Occidente de países como Irán antes que de Rusia, a la que no se atribuyen, al menos por ahora, intenciones agresivas.
Un editorialista del diario árabe ASHARQ AL-AWSA se preguntaba estos días si no se estaba exagerando el peligro nuclear iraní. Argumentaba que la eventual utilización del átomo por los ayatollahs –no digamos contra Estados Unidos, sino incluso contra Israel, el enemigo natural y cercano- significaría la aniquilación del territorio persa. ¿Para qué entonces el arma nuclear? Probablemente, para negociar. Como le ocurre al Kim Jong Il, aunque su presencia en escena sea más extravagante.
Esta administración sabe que el régimen islámico puede serle de mucha utilidad en su estrategia afgana. Teherán ha mostrado hábilmente su disposición a colaborar y Obama, aunque cautelosamente, ha dado los primeros pasos. Pero un avance significativo pasa por liquidar herencias neocon que todavía pesan como una losa en la nueva visión internacional de la administración Obama.