1 de marzo de 2017
Europa
mira al Oeste (Estados Unidos) con inusitado estupor y al Este (Rusia) con
creciente aprensión. En estos momentos de perplejidad y desconcierto, el
proyecto europeo se fragiliza, escasean las visiones lúcidas y transformadoras,
se agotan los discursos que han conformado el relato colectivo durante más de
medio siglo y se percibe una ansiedad excesiva por aferrarse a una referencia
de solidez y estabilidad. Y muchas miradas, aunque no haya un consenso absoluto,
convergen en el corazón del continente: en Alemania.
Quién
lo habría de decir: Alemania, como esperanza de eso que ha convenido en
llamarse el “orden liberal mundial” (1). Alemania, la gran potencia
desestabilizadora del siglo pasado, renace de sus cenizas (materiales y
morales), para erigirse de nuevo en el faro y motor del destino europeo.
En la
segunda mitad del siglo XX lo hizo bajo el signo de la contrición y la
autocrítica, de la modestia de gigante sin ambiciones de poder, para purgar un
pasado de poder ilimitado. Se acuñó una fórmula resultona para definir el papel
de Alemania la Europa próspera de las post-post-guerra: un gigante económico y
un enano político.
Hasta
que llegó el derrumbe de la Unión Soviética y se alumbró la oportunidad de la
reunificación. La Alemania entera, sin
divisiones, superada la humillación de la derrota y sus consecuencias
prácticas, jugó un papel un tanto equívoco desde 1990 hasta la gran recesión de
primeros del presente siglo. Se mantenía el discurso de la modestia política,
pero su influencia, su peso, su descomunal capacidad para imponer su modelo de
“capitalismo renano” se ha terminado imponiendo. Incluso a costa de factores
que se consideraban intocables, como el famoso eje franco-alemán, motor y
elemento equilibrador del proyecto europeo.
Esa
visión un tanto anestesiada del nuevo poderío alemán saltó por los aires en
Europa con los efectos devastadores de la austeridad, del modelo defendido a
machamartillo desde Berlín (o desde Frankfurt). Algunos críticos, con ácido
resentimiento, vieron en la política económica alemana la cristalización actual
de las divisiones mecanizadas hitlerianas.
Por
eso, durante esta última década, los defensores de un proyecto europeo de
progreso focalizaron en Alemania, en el relativo consenso nacional en torno al
nuevo poderío germano, el núcleo del problema: la intransigencia, la rigidez
germana, como tópico distintivo de un supuesto carácter nacional o cultural. En
realidad, el retroceso de los derechos sociales, el incremento de la desigualdad
y otros elementos negativos que ha dejado la crisis no sólo ha sido consecuencia
de esa visión obsesivamente anti-inflacionista imperante en Alemania, sino de
las concepciones neoliberales de inspiración y desarrollo anglosajonas.
Ahora,
en plena sacudida exterior, desde el Este y el Oeste, Europa se siente más
insegura que nunca en medio siglo, con la eclosión de amenazas que se suponían
superadas (el expansionismo ruso) y el aparente desestimiento del gran aliado
al que se consideraba impertubable (la América egoísta/egotista que Trump
representa).
Y en
este panorama de incertidumbre sin precedentes, Alemania pasa a convertirse en
la gran esperanza de esa “Europa de siempre”. Se olvidan las heridas de la
austeridad y se evoca la Europa de los valores. El elemento catalizador de esta
transformación un poco mágica fué la crisis de los refugiados, ese espejismo de
Alemania como protectora de los más débiles, de los desamparados, en una Europa
asustada, replegada, ahogada en su miedo (2).
LA MADRE SEVERA PERO JUSTA
Y a falta de proyecto, de
programa, de compromiso político colectivo, se perfila la búsqueda afanosa de
la figura ancla o providencial, no en el trágico sentido de la historia alemana,
sino en la moderna concepción protectora. Ahí se reinventa a Ángela Merkel (3).
La
solidez de la canciller como potencial líder europea no proviene de unas
maneras fuertes, del tradicional autoritarismo prusiano. Por el contrario, lo
que la ha afirmado durante unos años como referencia ha sido su capacidad para
hacer valer su agenda sin estridencias, con firmeza, pero sin estrépitos. Una madre severa pero justa.
Y, sin
embargo, la incuestionabilidad de la gran dama europea empieza a diluirse. Con
inesperada rapidez y con sorprendente origen. Ha sido dentro y no fuera de su
país donde ha empezado a minarse el liderazgo de Merkel. Más aún: no ha sido
desde la oposición, ni siquiera desde sus socios/rivales socialdemócratas donde
empezó a cuestionarse su invulnerabilidad política. Ha sido desde su partido, o
desde la formación gemela de su partido en la siempre incómoda Baviera (4).
¿Por
qué este cambio más o menos brusco? ¿Por qué se ha pasado la solidaridad de las
estaciones de ferrocarril acogiendo a los refugiados expulsados de
Centroeuropea al ‘síndrome de nochevieja’, es decir a la visión de los
refugiados, de los extranjeros procedentes de regiones de guerra o de pobreza como
potenciales terroristas, violadores o delincuentes?
Por los
atentados, por supuesto. O quizás habría que decir: por la lectura deformada,
por las exageraciones conscientes e inconscientes de la amenaza terrorista.
Pero también por la tensión subyacente, no siempre explicita, en el seno de la
sociedad alemana. Hace tiempo que una corriente xenófoba, populista,
neonacionalista iba cobrando fuerza y tomando cuerpo en Alemania. Como en el
resto de Europa. Y del mundo. Alemania no estaba tan vacunada de sus demonios,
como los propios alemanes pensaban y los demás ciudadanos europeos habíamos
llegado a creer (5).
Ahora
que aguardamos con sobrecogimiento el resultado de las elecciones en Holanda o
en Francia, debemos preocuparnos seriamente por la dimensión que esas fuerzas
del desprecio sean capaces de alcanzar en Alemania el próximo mes de
septiembre. Pero debemos desterrar la inmadura idea de que Merkel es una
especie de tótem imprescindible para conjurar ese peligro. No es la afirmación
de la Alemania que ella representa la solución a los errores, fracasos, miedos
y fantasmas de Europa. No es la idea de un liderazgo personal como timón de un
orden liberal a la deriva lo que debe imponerse en el discurso europeo.
LIMITES DE LA POSIBLE RECUPERACIÓN
SOCIALDEMÓCRATA
Surge ahora la posibilidad de una
nueva oportunidad de la socialdemocracia en Alemania (6). El candidato del SPD
a la cancillería, Martin Schulz, ha impulsado en las encuestas al viejo partido
de los trabajadores alemanes, tras una década larga de derrotas (7). Pero sería
un error pensar que la relativa recuperación electoral de la socialdemocracia
alemana puede ser, por si sola, un principio de solución a los problemas
europeos.
Schulz pertenece a un sector
menos acomodaticio del SPD, pero no es un recién llegado ni un exponente
inequívoco de renovación. Ha presidido durante años un Parlamento europeo
incapaz de conjurar la deriva. Ha criticado la austeridad, sin duda, pero se ha
mantenido en la disciplina de un partido que erosionó los principios del
socialismo europeo con la famosa agenda 2000 del excanciller Schröder.
Además, aún ganando, el SPD y el
propio Shulz tendrán que encontrar socios para gobernar, y lo más probable es
que se vean obligados a repetir la fórmula de la gross coalition. La rivalidad de campaña puede resolverse en la
convergencia de la gestión de gobierno: invertido el orden de los factores,
pero inalterado el producto final
NOTAS
(1) “Merkel
and the defense of the liberal order”. JUDY DEMPSEY. BROOKING INSTITUTION, 5 de enero.
(2)
“Looking to Germany. Whar Berlin can do and can´t do for the liberal order”.
STEFAN FRÖHLICH. FOREIGN AFFAIRS, 29 de
enero.
(3) “Merkel, last stand”. PAUL HOCKENOS. FOREING AFFAIRS, 14 de febrero.
(4) “Merkel
Should Beware Bavarians, Not Populists”. DAVID CLAY LARGE. FOREIGN POLICY, 3 de enero.
(5) “Germany’s Far Right now flirts with Hitler”.
JOSEPHINE HUETLIN. THE WASHINGTON POST, 16 de febrero.
(6) “Angela
Merkel, peut-elle perdre les prochaines elections législatives allemandes?
THOMAS WIEDER. LE MONDE, 23 de febrero.
(7) “Meet Martin Schulz, the Europhile populist
shaking up Germany’s elections”. CONSTANZE STENZENMÜLLER. THE WASHINGTON POST, 27 de febrero.