ÁFRICA. LOS GOLPES NO SON EL PRINCIPAL PROBLEMA PARA FRANCIA

13 de septiembre de 2023

Mes y medio después del golpe de Estado en Níger, la posibilidad de una intervención militar de los países vecinos para reponer en su puesto al presidente Bazoum parece desvanecerse. Es pronto, sin embargo, para descartarlo. La precipitada propuesta del presidente de Nigeria y líder actual de la Comunidad de Estados de África Occidental (CEDEAO), a favor de una solución militar si no hay rectificación de los golpistas, se encontró con la resistencia de la ciudadanía de su propio país, las dudas de sus socios regionales, pese a una aprobación inicial formal, y la actitud evasiva de Estados Unidos.

La opción militar, en efecto, genera muchos riesgos, en un momento en que la presión yihadista se mantiene, combinada con otros focos de inestabilidad tribal. Por otro lado, los preparativos técnicos y materiales para una intervención de reposición, parecen enfrentarse a muchos problemas, en un contexto social y económico muy desfavorable.

La prolongación de la crisis deja a Francia en muy mal lugar. El golpe había supuesto la confirmación del fracaso de la estrategia francesa en la zona, ya debilitada por los cambios hostiles de régimen en Malí y Burkina Fasso, que había obligado a los militares franceses a replegarse sobre Níger, como último bastión de su presencia en el Sahel, para seguir liderando la vigilancia frente a la denominada “amenaza yihadista”.

Níger ofrecía no sólo ofrecía una posición militar juzgada bastante segura, sino también una cierta cobertura política, por la naturaleza formalmente democrática de su gobierno. Este resorte de legitimación de la presencia francesa en África encaja en el relato actual occidental actual sobre la defensa de las democracias. Pero la impostura aquí y en casi todas las partes es bastante obvia.

Francia no ha mostrado históricamente repugnancia alguna a los golpes militares en África, cuando su orientación beneficiaba sus intereses económicos, estratégicos o políticos. Hay muchos ejemplos de ello. El más reciente, en Gabón, donde una parte del Ejército ha depuesto al presidente en un golpe palaciego que conservará el predominio de intereses de la dinastía de los Bongo, uno de los principales aliados de Francia en África Occidental (1).

Los militares africanos, por lo general, han sido los instrumentos prácticos de las élites locales, muy avenidas a los designios de París, o más bien, habría que decir a los del Eliseo, porque, durante décadas, el control de la política africana de Francia ha sido materia reservada de la Presidencia de la República.

Lo que parece estar ocurriendo ahora es que, como consecuencia del desgaste pero también del fracaso de las sucesivas operaciones militares francesas, parece estar tomando forma un núcleo contestatario en los sectores intermedios de los ejércitos, al menos en los países del Sahel, donde el malestar es más perceptible.

¿HACIA UNA SEGUNDA INDEPENDENCIA?

Uno de los principales conocedores de la política africana de Francia, Alain Antil, director del Centro de África subsahariana del Instituto francés de relaciones internacionales (IFRI), considera que la “epidemia de golpes de Estado” (Macron dixit) se corresponde con un “declive de la presencia francesa en el continente, que es una tendencia de fondo” (2). En los años sesenta, cuando comienzan los procesos de independencia, Francia tenía destacados 30.000 efectivos en la región; en la actualidad, sólo hay 6.000. Este repliegue militar tiene mucho que ver con el cambio de prioridades económicas: según Antil, “los intereses franceses no están concentrados ya en los países francófonos y menos aún en los sahelianos”. Esta estimación no invalida la importancia de los yacimientos de uranio nigerinos, por cierto.

La estrategia francesa parece un tanto demodée. Antil recuerda que “Francia es el único país colonizador que ha mantenido durante decenios bases militares permanentes y llevado a cabo una cincuentena de operaciones”. El control occidental sobre África, acentuado tras el final de la guerra fría ha sido ejercido de forma distinta a la ejercida por Francia, que es juzgada por ciertas élites como “paternalista”. Algunos pronunciamientos desafortunados de los últimos Presidentes franceses han contribuido a esta percepción.

En opinión de Antil, los defensores de estos últimos golpes, protagonizados por militares más jóvenes y muchos de ellos ajenos a los resortes tradicionales de poder, promueven una suerte de “segunda independencia”, que implica “una ruptura con el antiguo colonizador, considerado como corresponsable con las élites africanas dirigentes de las desgracias de estos países”.

El sentimiento antifrancés se extiende incluso a los países más seguros, como por ejemplo Senegal, que vive una inestabilidad poco habitual, con el dirigente populista de la oposición apresado y en huelga de hambre y un clima de descontento muy apreciable sobre todo entre la juventud (3).

En defensa de la política oficial francesa ha elevado estos días su voz la exministra de Exteriores y hoy eurodiputada del partido de Macron Nathalie Loiseau, para quien “los golpes son asuntos propios de los estados africanos, y por tanto su fracaso”. Se hace eco esta dirigente política de la lapidaria afirmación de su Jefe: la FrancAfrique ha dejado de existir hace tiempo” (4).

WASHINGTON SE DESMARCA DE PARÍS

En todo caso, esta vía francesa periclitada se ha puesto en evidencia en la crisis de Níger. Washington se ha desmarcado discretamente de la posición adoptada por París. Si bien inicialmente coincidió con su aliado europeo en la defensa de la democracia (santo y seña de la administración Biden), sus pasos han sido mucho más ambiguos. De hecho, ningún representante oficial ha calificado la deposición de Bazoum como “golpe”. Los norteamericanos se han asegurado de mantener su base de drones en Níger. Blinken ha afirmado que “no hay una solución militar aceptable”. La nueva embajadora ha retrasado sine die el trámite de presentación de credenciales, a la espera de acontecimientos. No es extraño que las nuevas autoridades nigerinas centren su hostilidad en la antigua potencia colonial. Algunos analistas creen que la Junta militar “juega a la división entre Francia y los Estados Unidos” (5)

Las opiniones de analistas y expertos norteamericanos son muy diversas. Los más cercanos al establishment académico se apuntan al discurso “democrático”, desdeñan estas proclamas anticoloniales como oportunistas o falsas y denuncian el acercamiento de los líderes golpistas a Moscú mediante su cooperación con las milicias Wagner (6). Otros, en cambio, cuestionan las impecables credenciales democráticas del presidente de Níger, cuya candidatura fue favorecida por el autócrata que lo precedió, aunque admiten que su estrategia de contención de los islamistas ha sido inteligente y eficaz (7). En Washington parecen escarmentados por lo ocurrido en Libia. La intervención militar de 2011 ha devenido en un caos sin precedentes, con dos gobiernos irreconciliables enfrentados, en manos de milicias irregulares, favorecidas por las potencias regionales que intentan sacar el mayor beneficio de la situación. La UE y EEUU se han mostrado impotentes y, al cabo, parecen haber renunciado a la estabilización del país.

Los estrategas más prudentes en Washington recomiendan colaborar con el nuevo gobierno de Níger, instándolo a establecer cierta colaboración con los aliados de Bazoum en el norte del país y a rechazar cualquier tentación de aproximación a Rusia. Esto último quizás no sea del todo necesario, porque Moscú se ha mostrado poco entusiasta con la nueva situación. Tras la muerte/asesinato de Prygozhin, la suerte de las milicias Wagner en África parece incierta, y no está el Kremlin en condiciones de implicarse, de una y otra forma, en más aventuras militares.

Todo ello, augura un repliegue de Francia aún más acusado. El desaire de Marruecos al no aceptar la ayuda ofrecida por París para socorrer a las víctimas del terremoto en el Atlas ha acentuado estas percepciones de “pérdida de prestigio”. Ciertamente, el desencuentro entre París y Rabat viene de lejos. Se debe sobre todo al acercamiento entre el Eliseo y Argel y, consecuencia de ello, a la política de Francia sobre el Sahara, más equidistante que la observada recientemente por España. O incluso por Estados Unidos: conviene recordar que Biden no han revertido la decisión de Trump de reconocer la marroquinidad del Sahara, plasmada en los acuerdos Abrahams. No por casualidad, el Trono ha aceptado el apoyo de Madrid y Washington.

 

 

 

 

 

 

 

NOTAS

(1) “Coup d’Etat au Gabon: la dynastie Bongo, une histoire française”. CHRISTOPHE CHÂTELOT. LE MONDE, 1 septiembre; “A coup for the status quo”. NOSMAT GBADAMOSI. FOREIGN POLICY, 13 septiembre

(2) “Coups d’Etat en Afrique: ‘Les putchistes promettent una deuxième indépendence’ (Entrevista con ALAIN ANTIL. INSTITUTE FRANÇAIS DE RELATIONS INTERNATIONALES (IFRI)

(3) “Au Senegal, le pouvoir intransigeant après un mois de grève de la faim d’Ousman Sonko”. MOUSSA NGOM (Dakar, correspondance). LE MONDE, 1 septiembre; “Anti-Western sentiment growing in Senegal: ‘We must free ourselves from France’stranglehold’”. HEINER HOFFMAN & CARMEN ABD ALI. DER SPIEGEL, 4 septiembre.

(4) “Quand sera-t-il posible de considérer que les coups d’Etat africains son avant tout l’affaire des Africains, et donc leur échec? NATHALIE LOISEAU. LE MONDE, 6 septiembre.

(5) “Au Niger, la Junte militaire joue a la división entre la France et les Etats-Unis”. CHRISTOPHE CHÂTELOT. LE MONDE, 15 agosto.

(6) “The real meaning of Niger’s Coup”. EBENEZER OBADARE. FOREIGN AFFAIRS, 1 septiembre.

(7) “Niger’s coup and America’s choice”. HANNAH R. ARMSTRONG. FOREIGN AFFAIRS, 19 agosto

 

EL DESAFÍO DEL SUR Y LA INQUIETUD DE OCCIDENTE

6 de septiembre de 2023

El orden liberal internacional padece desde hace tiempo notables contradicciones en su núcleo central, debido a crisis sistémicas propias, pero también a las fuertes presiones que proceden de otras zonas del mundo donde sus pretendidas virtudes nunca han sido del todo asumidas.

Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética y el final de la geoestrategia de bloques que se impuso poco después del final de última guerra planetaria, se dio por consolidado el triunfo del sistema que dice aunar la economía de mercado (con variantes y correcciones, en su momento, y ahora cada vez más uniforme) y una democracia basada en la celebración periódica de elecciones, opciones políticas centrípetas, instituciones sólidas (tanto que suelen ser refractarias a las reformas) y valores anclados en el liberalismo doctrinal aunque no siempre adaptados a los cambios sociales. El politólogo norteamericano Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”, entendido como la resolución de las tensiones entre sistemas políticos excluyentes.

Occidente se presentía con capacidad para atraer a su modelo de convivencia tanto a las regiones que vivían bajo la dominación/tutela/influencia de la malograda Unión Soviética. Como resultado final de su disidencia de la hegemonía de Moscú, China ya se había convertido al mercado tras la muerte de Mao. Los estrategas occidentales más optimistas predijeron que la irrupción de la democracia allí sería una cuestión de tiempo, pese al brusco despertar de esa “ilusión” que supusiera en 1989 el episodio de Tiananmen.

En el resto del Sur, de ese mundo emergente, pobre (o mejor dicho, rico, pero empobrecido, entre otros factores por la dominación occidental en sucesivas formas y etapas históricas), la atracción hacia el polo occidental, sin otra fuerza contraria que lo pudiera impedir, se antojaba inevitable. Incluso en los vastos territorios de la otrora terrible Rusia, ya desprovista de sus estados “vasallos”, se apuntaba un giro histórico hacia la convergencia entre el capitalismo y la democracia liberal.

LA HISTORIA NO HA CONCLUIDO

Pero, treinta años después, resulta que nada o casi nada ha ocurrido según esas previsiones. No son pocos los historiadores, estrategas, políticos y periodistas de cierta solidez que empiezan a preguntarse qué ha ocurrido. Uno de ellos es Martín Wolff, editorialista del Finantial Times, inequívoco defensor del capitalismo liberal y de la democracia occidental. En un libro de reciente aparición titulado “La crisis del capitalismo democrático” (1), este autor centra su análisis en el debilitamiento interno del propio orden liberal. En pocas palabras, Wolff sostiene que la desigualdad creciente desde la década de los ochenta, provocada entre otros factores por la globalización, la desregulación de los mercados y la concentración del poder económico, es el principal agente de la crisis. El “colapso” de la prosperidad ha generado la desconfianza de amplias masas de la población hacia el sistema político en el que creyeron o al que aceptaron durante las tres décadas posteriores a la II Guerra Mundial.

No todos los pensadores occidentales son tan críticos como Wolff. La mayoría de los que tienen influencia en los gobiernos y centros de poder transmiten una visión que no es necesariamente complaciente, pero evita cuestionar los fundamentos del sistema. Si cerramos el foco sobre el aspecto geoestratégico, nos encontramos con un panorama intelectual y político dominado por una mentalidad similar a la guerra fría, aunque con notables modificaciones. Si entonces había un enemigo, la URSS, y una división tajante del mundo en dos campos irreconciliables, ahora se señala un “competidor” (China) y un “enemigo” (Rusia).

Hace cincuenta años, en plena era bipolar, Estados Unidos, como líder de Occidente, diseñó una estrategia para aprovechar las disensiones en el universo comunista, seducir o hacer de China un socio potencial y neutralizar al único y gran adversario soviético mediante una estrategia combinada de presión armamentista y contención geoestratégica. Bajo la batuta intelectual de Kissinger y la gramática parda de Nixon, Estados Unidos encajó la derrota en Vietnam como una demostración insoslayable de que no se vencería militarmente al “odioso” comunismo, ni en su territorio central, ni en el de sus agentes tentaculares. Occidente aceptó el mundo soviético, con forzada naturalidad en Europa (hace también cincuenta años arrancaba el proceso de Helsinki, que consagraba formalmente la división “plácida” del continente) y a regañadientes en Asia (con la guerra de Vietnam en sus estertores, pero con el brasero amenazante del resto de Indochina y otros focos impredecibles de inestabilidad en otras zonas de la periferia mundial.

En realidad, el cénit de la “coexistencia pacífica” preludiaba también el inicio de su crisis final, que se materializaría durante los ochenta, bajo la presidencia de Reagan y sus belicistas agentes en Washington, favorecida por el agotamiento físico, político y moral de la gerontocracia comunista en Moscú. Esos primeros neocon nunca creyeron en la visión “realista” de Kissinger, comprada por Nixon, y recuperaron la política de la máxima presión contra Moscú.

Reagan y sus adláteres no pudieron contemplar el derrumbamiento definitivo de la URSS desde el Despacho oval. Sus herederos políticos tuvieron que gestionarlo desde posiciones más templadas. Fue entonces cuando se disparó el engreimiento occidental en una victoria sin vuelta atrás, con una notable desatención a las lecciones de esa Historia que se creía superada.

Si, como antes se decía, nada salió como estaba previsto, o como se había diseñado, es porque los problemas del orden capitalista, o del orden liberal internacional, si se prefiere un término más aséptico, no estaban provocadas por la amenaza soviética. Al contrario, al desaparecer el enemigo por antonomasia, se desatendieron los problemas sistémicos. O, según otras versiones más críticas, se creyó que esas contradicciones era controlables con mayor eficacia al no tener que afrontar los peligros externos.

Ahora el “enemigo” vuelve a ser el mismo. Con otra faz: nacionalista en lugar de comunista, pero con herramientas similares. Con menos voluntad de negociar o con menos conciencia de sus debilidades, como ha demostrado el cálculo temerario del ataque a Ucrania. China ha dejado de ser una potencia en ciernes para convertirse en el “competidor estratégico”. Su naturaleza comunista es meramente nominal: se trata de un sistema de capitalismo de estado que conserva los símbolos y las doctrinas como un soporte de cohesión nacional.

Pero si en los 70 había una ventana de oportunidad para profundizar en el “cisma comunista”, en este tiempo ambos países están más cerca que hace cincuenta años, obligados a cooperar y a entenderse para resistir a un adversario común que, según sus visiones, no acepta una alteración de los equilibrios internacionales. Pekín y Moscú ya no pugnan por imponer sus modelos doctrinales, aunque no hayan resuelto sus problemas bilaterales, Se necesitan para no ser reducidos por Occidente. La Historia demuestra que las alianzas de conveniencia son mucho más sólidas que las de convicción, porque no están sujetos a escrúpulos.

En esta batalla estratégica, codificada en el mundo académico como  “competición de las grandes potencias” (Great Powers competition), surge un agente heterogéneo, también contradictorio y multiforme que ha venido en llamarse el Sur Global (Global South). Se trata de los antiguos países en vías de desarrollo, algunos de ellos convertidos ya en potencias medias, otros atascados en los mismos problemas de dependencia y subdesarrollo (2).

UN NUEVO AGENTE MULTILATERAL

Desde la Conferencia afroasiática de Bandung, en 1955, el equívocamente denominado Tercer Mundo ha atravesado por sucesivas fases de encaje en el orden mundial: equilibrio entre los bloques, durante la era bipolar; sumisión posterior al capitalismo liberal triunfante, en los 90; y ya entrado este siglo, aprovechamiento de las oportunidades abiertas por la globalización y la explotación a corto plazo de sus materias primas y su mano de obra servilizada.

El estrechamiento de la hegemonía occidental y la emergencia de China como un posible líder mundial en el horizonte secular ha hecho albergar a esas potencias medias (las más ricas y las más atrasadas) la esperanza de hacerse un hueco propio en el orden mundial. En ese grupo hay algunas democracias (pocas y frágiles) pero sobre todo dictaduras, monarquías absolutas o repúblicas autoritarias. China y Rusia no se contemplan como modelos, sino como paraguas bajo los que cobijarse o alternativas de respaldo más conveniente para evadirse de los sermones democráticos de Occidente, que importan poco, salvo cuando se convierten, a veces y selectivamente, en normas de obligado cumplimiento para lograr preferencias comerciales, ayudas financieras y asistencia militar o policial.

Estos instintos de autoconservación son los que han llevado a algunas de estas potencias a acercarse a estructuras internacionales ajenas al orden liberal. El desarrollo de los BRICS constituye el caso más evidente. La ampliación de cinco a once países, decidida en la reciente cumbre de Suráfrica, consagra el acercamiento de Arabia Saudí, Egipto, Irán, Emiratos, Etiopía y Argentina a China y Rusia. Salvo Irán, estos nuevos “ladrillos” del Tercer Mundo del siglo XXI son países pertenecientes a la esfera occidental. Aunque su ingreso en ese club no implica una ruptura con sus aliados tradicionales, se trata de un gesto inequívoco de mayor autonomía, de multilateralidad en sus opciones diplomáticas y, por supuesto, económicas, por mucho que se resalten las limitaciones de su hetereogeneidad (3).  La sumisión al dólar ha dejado de ser un dogma, como se ha atrevido a formular el presidente Lula, que no es precisamente un enemigo jurado de Washington (4).

La guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto que Washington y sus aliados en Europa y Asia ya no son capaces de armonizar una estrategia planetaria de oposición al enemigo declarado. Y si Occidente no ha sido capaz de alinear a ese mundo emergente contra Moscú, sumándolos al esquema de sanciones económicas y aislamiento diplomático (5), muchos menos puede esperarse que lo consiga, de proponérselo, en el caso de China. A pesar de que algunas de esas potencias perciben con mucha aprensión al régimen de Pekín por sus políticas de afirmación regional y reforzamiento militar, saben que no pueden prescindir de su dependencia.

India es un ejemplo paradigmático de esta dualidad estratégica (6). Mantiene con China una tensión permanente por sus diferendos territoriales, pero convive con ella en estructuras internacionales de consulta y cooperación. Paralelamente forma parte del QUAD, la alianza cuadrilateral del Asia Pacífico, al lado de EE.UU, Japón y Australia, claramente orientada a contener la influencia china en la zona (7). Reflejo de estas contradicciones, tras la publicación por Pekín de unos de unos polémicos mapas fronterizos, el gobierno indio ha tenido que encajar el desaire de la ausencia del presidente chino en la cumbre del G-20, que se celebrará este fin de semana en Nueva Delhi.

Este mundo emergente evasivo y multiforme es un motivo de inquietud más para Estados Unidos y, en menor medida, para sus principales aliados europeos, máxime cuando no se ha diseñado aún una estrategia conjunta de conducta hacia China y sólo circunstancialmente hacia Rusia. Y no es una carencia que vaya a resolverse pronto.

NOTAS

(1) “The Crisis of Democratic Capitalism”. MARTIN WOLFF. PENGUIN PRESS. Londres, 2023.

(2) “The Illusion of Great-Power Competition. Why Mild Powers -and small countries- are vital to U.S. Strategy”. JUDE BLANCHETTE & CRISTOPHER JOHNSTONE. FOREIGN AFFAIRS, 24 julio.

(3) “L’hétérogénéité des intéréts des uns et des autres disminue le capacité des BRICS à agir concretement”. ALAIN FRANCHON. LE MONDE, 31 agosto.

(4) “Pourquoi les BRICS veulent réduire leur dependence au dollar”. MARIE CHAREL. LE MONDE, 22 agosto; “Will the dollar hits a BRICS wall? SARAH SMIT. MAIL & GUARDIAN (Suráfrica), 30  mayo; “A BRICS currency could shake the Dollar’s dominance”. JOSEPH SULLIVAN, FOREIGN POLICY, 24 abril; “Can BRICS derail the Dollar dominance?”. EMMA ASHFORD (Stimson Center)y MATTHEW KROENIG (Scowcroft Center). FOREIGN POLICY, 1 septiembre.

(5) ”Guerre en Ukraine: la revanche du Sud”. GILLES PARIS y PHILIPPE RICARD. LE MONDE, 7  julio.

(6) “What BRICS expansión means for India”. MICHAEL KUGELMAN. FOREIGN POLICY, 30 agosto.

(7) “The Folly of India’s neutrality”. SUMIT GANGULY & MISHA DINSTREE. FOREIGN AFFAIRS, 20 junio