19 de julio de 2018
Nicaragua es uno de los
ejemplos más lacerantes de la decepción revolucionaria. La oleada de represión
y violencia que vive desde hace tres meses en el pequeño país centroamericano
evidencia el fracaso de la última rebelión genuinamente popular del siglo XX,
de cuyo triunfo se cumplen este jueves 39 años.
Después de cuarenta años
de dictadura de los Somoza, brutal, sanguinaria, auspiciada y protegida por
Estados Unidos, han seguido otras cuatro décadas de revolución popular,
desencanto, contrarrevolución armada no culminada pero calculadamente desestabilizadora,
intentos liberales más o menos fallidos, democracia discutida y discutible,
transformación de los ideales revolucionarios en esquemas burocráticos y
reflejos de casta. Hasta llegar, en la actualidad, a una amarga reproducción
deformada de un autoritarismo torpe y brutal,
Hace tiempo que el
sandinismo se disolvió en sus contradicciones y errores, en sus abusos y
debilidades personales y de clan, en sus excesos y cortedades. Los líderes de
la revolución rompieron dolorosamente y hasta violentamente entre ellos,
tomaron caminos distintos y distantes, reclamaron herencias legítimas e
ilegítimas y dejaron o no pudieron evitar una deriva indeseable.
Daniel Ortega, el primus interpares de aquellos nueve
comandantes que compusieron el mando
colegiado de la Revolución, tuvo más voluntad, ambición o audacia que sus
colegas para asumir el timón político. Después de ser desalojado del gobierno
electoralmente en 1990, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, aún con su
denominación original, era irreconocible para la mayoría de sus fundadores cuando
recuperó el poder por las urnas en 2007, con Daniel Ortega como estandarte.
El segundo Daniel era otro
Daniel, como el sandinismo ya no era el sandinismo. Las viejas proclamas
revolucionarias y los ardores ideológicos se habían transformado en eslóganes
oportunistas. Al espíritu frentista le sustituyó un instinto pactista. Los
antiguos enemigos (en particular la jerarquía católica y el empresariado)
fueron seducidos por ese Daniel Ortega redivivo, reformado, adaptado a las
nuevas realidades del país, aunque conservara, por razones táctica, cierta
retórica de antaño para consumo interno, pero sobre todo para seducir a la
Venezuela chavista, que le proporcionaría notable apoyo económico y financiero (1).
La burguesía nicaragüense,
que siempre receló de la transformación del “nuevo” sandinismo, terminó
comprando el discurso oportunista de Ortega. No por ingenuidad, por supuesto:
por interés, por codicia.
La alianza con la Iglesia,
o mejor dicho con la jerarquía eclesiástica, tuvo un alcance político mayor. El
todopoderoso Cardenal Miguel Obando y Bravo, enemigo histórico principal del
sandinismo, y luego inspirador de la contrarrevolución, se convirtió en legitimador
esencial de la transformación orteguiana.
Algunas versiones explican este giro por un pacto innoble, inconfesable: a
cambio de la vista gorda sobre los negocios fraudulentos de un protegido de
Obando (un hijo bastardo, según ciertos rumores vox populi), el arzobispo se avino a extender su bendición sobre
Ortega y su esposa, Rosario Murillo, con quien había vivido en unión libre (o
sea, en pecado) durante veinte años, y los unió cristianamente en el altar (2).
Ortega no se conformó con
este enjuague de poder. Sinceramente o no, empezó a deslizarse hacia un
cristianismo militante, que no era precisamente el de la teología de la
liberación, sino el de un fundamentalismo formalista y un tanto místico.
Con los empresarios, el Presidente-comandante
mostró también una ductilidad muy del agrado de los partidarios hemisféricos de
la libre empresa (del neoliberalismo, más bien) en esa parte cautiva del
continente. En Washington importó poco que Ortega se alineara con la línea
chavista de las izquierdas latinoamericanas, porque proclamaba una cosa, pero,
en el frente interno, hacía otra bien distinta.
El país creció
económicamente, las inversiones extranjeras se sintieron atraídas por el
reformismo orteguiano y hasta se agradecía el autoritarismo rampante que
garantizaba el control social, el embridamiento, cuando no la neutralización,
de la oposición y la progresiva evolución hacia un régimen personal… o
familiar. Tanto daba Daniel como Rosario, ya convertida en vicepresidenta,
ideóloga, mentora y auténtica líder en la sombra de una Nicaragua cada vez más
sombría, más espectral (3).
Esta primavera, las
contradicciones de tal engendro saltó por los aires, cuando los indicios de
crisis obligaron al régimen a recortar beneficios sociales e imponer cargas
fiscales para mantener el edificio clientelar construido durante una década. La
Iglesia, siempre atenta a los bandazos sociales, empezó a alejarse del régimen,
sobre todo cuando Obando abandonó primero la escena y luego este mundo material
al que siempre mostró tanto apego (4).
La punta de lanza de la
protesta social contra el orteguismo (en realidad, el murillismo) han sido los estudiantes. Bajo un impulso ideológico
difuso, quizás por el agotamiento de las últimas décadas, los estudiantes
asumieron el liderazgo de una sociedad civil narcotizada, neutralizada o
desconcertada. En abril, las protestas se tornaron más contundentes, el régimen
se asustó, la policía comenzó a tirar a matar y esa violencia latente siempre
en Centroamérica emergió de nuevo con la brutalidad habitual. La sombra de
Somoza impregnó las memorias y las conciencias: “Daniel y Somoza son la misma cosa”, gritan desde entonces los
estudiantes. Una proclama devastadora para la legitimidad histórica del sandinismo
(5).
Trescientos muertos en
tres meses son muchos muertos para afirmar que los revoltosos son una “minoría
tóxica” (Murillo dixit). La policía y
las fuerzas de seguridad parecen leales a la pareja gobernante, como suele
ocurrir en todos los regímenes autoritarios, apoyados naturalmente por unidades
paramilitares. Sin embargo, no existe la misma convicción con el ejército. La
politización de los primeros años de gobierno revolucionario dio paso a unas
fuerzas armadas más profesionales, menos ideologizadas. Aunque Ortega trató de
reinstaurar lealtades originales entre los uniformados, no está claro que los
militares unan su destino al del régimen si la represión se mantiene y la
sangre sigue corriendo (6).
El diálogo, impulsado por
la Iglesia y apoyado por una oposición variopinta y desorganizada, parece la
opción más sensata. Las cancillerías también abogan por esa vía, con prudencia
y cálculo, aún sabiendo que tienen una influencia relativa sobre el gobierno (7).
Confían, sin embargo, en que el debilitado patronazgo venezolano y el
aislamiento del clan Ortega-Murillo obligue a la pareja a transigir. Porque, en
caso contrario, como ha escrito Víctor Hugo Tinoco, otro histórico del
sandinismo, si el Comandante se obstina podría perderlo todo.
NOTAS
(1) “Au Nicaragua, Daniel Ortega se cramponne au pouvoir et réprime dans le
sang”. FRÉDÉRIC SALIBA. LE MONDE, 11 de
julio.
(2) “Church ans State in Nicaragua”. IAN
BATESON. FOREIGN AFFAIRS, 19 de octubre
de 2017.
(3) “The Unchecked demise of the Nicaraguan
democracy”. OLIVER DELLA COSTA
STUENKEL y ANDREAS E. FELDMAN. CARNEGIE
ENDOWMENT FOR PEACE, 16 de noviembre de 2017.
(4) “Nicaragua’s toppling trees: strike ominous
note for Daniel Ortega’s rule”. THE
GUARDIAN, 28 de abril.
(5) “We
are Nicaragua. Student’s revolt, bur now face a more dauting task”. THE NEW YORK TIMES, 27 de abril de 2018.
(6) “Can Nicaragua’s military prevent a civil
war”. ORLANDO J. PÉREZ. FOREIGN POLICY, 3 de julio.
(7) “Las masacres de Nicaragua exigen una firme reacción de la comunidad
internacional”. MANUEL DE LA IGLESIA CARUNCHO.