APENAS UN ANCIANO PREOCUPADO POR SU PENSION

2 de junio de 2011

Esa es la imagen que estos días hemos obtenido de Ratko Mládic, el jefe militar de los serbios de Bosnia, durante la guerra que destrozó el país durante la primera mitad de los noventa.
Las escasas fotos que hemos visto de él desde su detención nos muestran a un hombre envejecido y resignado a su suerte. Quizás esperando a contar lo que todos estos años no ha podido contar, al menos en público. Una continuación, aclaración o recreación de sus famosos ‘cuadernos’, en los que hizo importantes revelaciones sobre el drama bosnio.
Es difícil, a partir de esas fotos, detectar a un criminal de guerra y a un genocida, que es de lo que se le acusa en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. El abogado de Mladic hizo un último intento por detener la entrega del exgeneral a La Haya. No prosperó la iniciativa. No obstante, fuentes de la Corte internacional han admitido que la salud del detenido les preocupa seriamente.
Según algunas versiones, habría sufrido dos ataques al corazón y otras dolencias circulatorias de considerable gravedad. Su abogado asegura que padece cáncer linfático. Algunos creen que se trata de una estratagema para retrasar el proceso.
Nada más ser detenido, Mladic pidió que le visitara el doctor Zoran Stankovic, en la actualidad Ministro de Sanidad y amigo desde hace tiempo. “Nada que ver con el hombre que conocí. Ahora es solamente un anciano”, dijo el médico. En poca gente tiene más confianza Mladic que en este doctor, autor en su día de la autopsia de Ana Mladic, la hija del general. Según la historia oficial, se suicidó con una pistola de su propio padre, al no poder soportar la vergüenza por los crímenes de guerra. Mladic asegura que a su hija la mataron. Stankovic ha intentado que se hiciera una investigación en profundidad sobre su muerte, pero las autoridades serbias se han negado.
Este drama personal de Mladic parece poca cosa, en comparación con el sufrimiento que él ha ocasionado a miles, decenas de miles, centenares de miles de personas, con sus decisiones directas, con sus órdenes, con la responsabilidad que le confería dirigir una guerra de usura que atormentó sobremanera a numerosos núcleos de población civil.
En el momento de ser detenido, Mladic no hizo un discurso encendido acerca de su legado, ni justificó sus actuaciones, ni siquiera criticó a sus perseguidores, a sus enemigos, a sus captores. Se limitó a reclamar insistentemente su pensión de exmilitar por valor de 140 euros (¡). Lo contó Bruno Vekaric, el fiscal adjunto para crímenes de guerra, que durante años se ha encargado de su rastreo por encargo del gobierno serbio.
Esta preocupación de Mladic por sus emolumentos de jubilado indica hasta qué punto sus apoyos se habían reducido a la mínima expresión en los últimos años. Comenzó a pasar apuros con la caída de Milosevic –que siempre lo respetó, aunque discrepara con él. Posteriormente, la guarida más o menos segura que tenía en Dedinje, el barrio ‘militar’ de Belgrado se esfumó. Sus protectores y amigos fueron cayendo o alejándose. Los perseguidores le fueron cortando sus vías de financiación y sus apoyos logísticos. Al final, se le ha encontrado en una modesta casa de un primo suyo, desempleado y solemnemente pobre, en un pueblo de apenas tres mil habitantes, en la Voivodina, setenta kilómetros al norte de Belgrado. Muy poca leyenda para un hombre tan temido, tan odiado, tan buscado, tan glorificado por muchos de los suyos, tan odiado por sus adversarios.
En Serbia, la detención de Mladic ha causado alivio momentáneo, porque desaparece el gran obstáculo para hacer avanzar las negociaciones de adhesión a la Unión Europea. Eso, claro, si no se descubren esas complicidades que con frecuencia se han atribuido a militares y policias serbios –sin olvidar a algunos políticos. Es una sospecha que tendrá poco recorrido. Las propias cancillerías europeas están locas por cerrar este engorroso y superado asunto. El presidente Tadic, que airea un sonoro rechazo de las tesis nacionalistas radicales serbias, quiere evitar que la caída de Mladic propicie un desahogo revanchista. De ahí que haya aprovechado la ocasión para recordar que hay que juzgar también otros crimines y a otros criminales de guerra, en particular los albaneses kosovares. Es lo mínimo que puede hacer para que la opinión pública de su país no se le vuelva en contra, a un año de las elecciones y en un panorama político convulso e incierto. Las violentas manifestaciones de los radicales imputando a Tadic comportamiento de traidor no deben ser tomadas muy en cuenta. Pero el malestar de fondo por otros problemas puede servir de abono, como en otros momentos, a la cólera extremista.
Los religiosos constituyen un elemento inquietante de presión. El otro día un monje del importante monasterio ortodoxo serbio de Trvos, en la Herzegovina, me decía que una de las acusaciones más severas contra Mladic, la matanza de Srebrenica, en julio de 1995, es un ejemplo de la exageración y la propaganda de los musulmanes bosnios y de la falta de rigor occidental. Esta opinión no es personal: refleja el estado de ánimo de una comunidad que, con el tiempo, se ha convertido en feroz depositaria de la conciencia herida y victimista de los serbios más radicales o menos dispuestos a olvidar. De hecho, tanto Mladic como el jefe político serbo-bosnio, Karadzic, y otros destacados dirigentes de la República Sprska durante la guerra encontraron escondite, protección y asilo en monasterios. Como algunos gerifaltes nazis después de la Segunda Guerra Mundial.
Las autoridades actuales de la República serbo-bosnia se han conducido con moderación, aunque no se han eludido los homenajes al ‘último héroe serbio’, una suerte de Lázar de estos tiempos, en forma de manifestaciones, actos públicos, fiestas deportivas y protestas de indignación, pero todo bien calculado y medido.
A los serbo-bosnios les interesa también mirar hacia adelante. Hace unas semanas se desactivó in extremis una grave crisis política e institucional. El presidente de la República Srpska estaba decidido a convocar un referéndum para que la población serbo-bosnia rechazara el modelo judicial que se quería imponer desde las instancias confederales. Finalmente, las insistentes presiones europeas consiguieron aplazar la consulta. Pero a medida que pasa el tiempo las aspiraciones secesionistas de los serbo-bosnios aumentan y no es descartable la ruptura definitiva de Bosnia-Herzegovina (la unión actual es cada día más ficticia), aunque en esta ocasión por métodos pacíficos… en principio.
En cambio, en Sarajevo, ciudad martirizada por las decisiones de Mladic, su detención no ha despertado grandes apasionamientos. Lo que resulta sorprendente si se compara con las demostraciones de entusiasmo que suscitó la captura de Karadzic, hace dos años. Los medios sacaron ediciones especiales. Pero en la calle, en el ánimo de la población, la guerra es una pesadilla lejana que todo el mundo quiere olvidar. Ni siquiera en Srebrenica, donde las madres y viudas han mantenido estos años la llama de la memoria, se han celebrado actos públicos.
En Bosnia no agobia el pasado, sino el fracaso de una paz que se enreda en un complejo e ineficiente entramado político e institucional casi imposible de manejar. La comunidad internacional, en su momento incapaz de detener a tiempo la guerra, se resignó a consagrar un sistema político endiablado que ha consagrado la hegemonía nacionalista. La corrupción sigue erosionando moral y económicamente al país, el desarrollo es muy lento y la prosperidad de los ciudadanos sigue haciéndose esperar.