3 de junio de 2020
Estados
Unidos vive sus días más oscuros del último medio siglo. Un nuevo caso de
brutalidad policial con resultado de muerte, ejercido contra un detenido afro-americano,
ha encendido decenas de ciudades y provocado los disturbios más graves desde 1968,
hasta hace sólo unos días el año más crítico de la reciente historia norteamericana.
El
arraigo racismo de las fuerzas policiales se puso de manifiesto de nuevo el 25
de mayo. Un agente de Minneapolis (Minnesota) causó la muerte de un afroamericano
de 46 años al presionar su rodilla durante casi nueve minutos contra el cuello
de la víctima, cuando ésta ya había sido detenida y se encontraba en el suelo y
esposado. Otros dos agentes intervinieron en la brutal movilización, presionando
en la espalda del detenido. El afroamericano había sido denunciado por el
dependiente de una tienda por intentar pagar un paquete de cigarrillos con un billete
falso de 20 $.
La
desproporcionada actuación policial en Minneapolis llevó a los titulares un
problema irresuelto en Estados Unidos: el frecuente comportamiento violento y
racistas de los cuerpos policiales. Un detenido afroamericano tiene tres veces
más de posibilidades de ser agredido, incluso fatalmente, que uno blanco.
UN
CONTEXTO EXPLOSIVO
Hay
varios factores que favorecido la impunidad policial: la tibieza o debilidad de
los gobernadores y alcaldes frente a los aparatos policiales que condiciona sus
decisiones, la avenencia o complicidad
con los sindicatos policiales, que han conseguido negociar contratos de
blindaje de los agentes, y una cultura social impregnada por el racismo en
numerosas ciudades y condados del país. La brutalidad policial no es un
problema técnico o profesional: es un síntoma más de una sociedad que no ha resuelto
una de sus fracturas fundamentales desde la guerra civil de 1860.
En
esta ocasión, la brutalidad policial se ha producido en un contexto explosivo: una
situación de crispación motivada por las 100.000 muertes del coronavirus, la infección
de casi dos millones de ciudadanos, la paralización de la vida económica, el
incremento del paro (40 millones de personas, un 20% de la población activa) y
la negligente e inepta actuación del gobierno. Como era de esperar, las
consecuencias de la pandemia han golpeado mucho más duramente a las minorías y,
en particular, a la comunidad afroamericana. Ya se sabe que la salud en Estados
Unidos no es un derecho sino un privilegio.
La
respuesta a este estado de frustración múltiple ha sido inusitada. Disturbios de
gran violencia (destrucción y quema de vehículo, asalto de edificios, pillajes)
en casi ochenta ciudades, toque de queda en una veintena y, sobre todo, sensación
de desgobierno, de falta de liderazgo. O aún peor: de mal gobierno.
UN
LIDERAZGO LAMENTABLE
El
presidente de las 20.000 mentiras adoptó su habitual pose de western
frente a la revuelta. Con un lenguaje impropio de un dirigente responsable,
amenazó con dar la orden de disparar contra los participantes en las protestas
y de enviar al Ejército si las policías locales no se veían capaces de reducir
a los revoltosos. En uno de los episodios más lamentables de su larga lista de despropósitos
públicos, la policía dispersó a golpes de porra y botes de humo la trayectoria que
el presidente realizó desde la Casa Blanca hasta una Iglesia de Washington que
había sido dañada por un grupo de manifestantes.
Trump
dirigió su ira preferentemente contra el movimiento Antifa (Antifascista), que
ha cobrado auge durante estos últimos años, debido a las simpatías expresas
mostradas por el presidente hacia la extrema derecha supremacista blanca, como
hizo durante los disturbios de Charlottesville, al comienzo de su mandato y en numerosas
ocasiones a partir de entonces.
El
comportamiento de la Casa Blanca ha sido severamente criticado por los medios
denominados liberales (main stream) y por numerosos sectores sociales.
Prominentes líderes de la comunidad afroamericana, artistas y deportistas han
mostrado su desprecio por el estilo de liderazgo de Trump. Joe Biden, su rival demócrata
en las presidenciales de noviembre, rompió su confinamiento para participar en
una ceremonia religiosa afroamericana en Pensilvania y acusó a Trump de “atizar
las llamas del odio”, de sectarismo y afinidad con el racismo : “las palabras
del Presidente es el de un sheriff racista de Miami de los años sesenta”, dijo
Biden.
No
son acusaciones excesivas. Trump participó en otoño pasado en un acto junto al
líder sindical de los policías de Minneapolis (lugar del último homicidio policial),
quien le agradeció públicamente que “pusiera las esposas a los criminales y no
a los agentes (1). Un guiño de gratitud por la política de contrarreforma
policial llevada a cabo por la administración actual. La obsesión de Trump por
destruir todo lo realizado por su antecesor no tiene límites. Como se ha recordado
estos días, en su juramento del cargo denunció la “carnicería” de América, no
sólo por la ventajistas políticas comerciales de otros países sino también por
el “clima antipolicial” que, según él, se vivía en el país. Trump ha favorecido
la remilitarización de los cuerpos policiales y sus colaboradores en la materia
han negado el racismo.
UNA
LACRA DE LARGA DATA
Pero
es forzoso reconocer que la lacra de la brutalidad y el sesgo racista de las
policías no han sido nunca atajados con determinación suficiente, incluso en los
años de Obama, cuando hubo varios intentos de poner coto a estos abusos,
mediante largos y complejos procesos de reformas reglamentarias, protocolos del
uso de armas y de detención de personas, vigilancias y castigo de infracciones.
Pero la resistencia al cambio resultó más fuerte que el propósito de mejora, en
gran parte por la falta de colaboración de los poderes políticos locales y un
entorno social que no siempre fue favorable por la creciente polarización del
país.
Algunos
analistas ven en estos disturbios un reavivamiento del clima de crisis y protesta
del 68 (3), cuando confluyeron varias crisis políticas, sociales y sistémicas:
la protestas por el reclutamiento forzoso durante la guerra de Vietnam, la
escalada racista del Ku Klux Klan contra las leyes de derechos civiles de
Johnson, los disturbios de la Convención demócrata de Chicago o los asesinatos
de Martin Luther King y de Bob Kennedy. No obstante, la situación es hoy muy distinta. Las guerras
son cosa de profesionales, aunque sus efectos internos dañinos afecten, como
siempre, a los más débiles. La Casa Blanca podía entonces verse desbordada,
pero no atizaba el fuego como ocurre ahora. La división política estaba más
matizada. El sistema entró en crisis; ahora, parece a la deriva, sin liderazgo
responsable (4).
La
América de 1968 eligió a Nixon en noviembre, ciertamente un político embustero,
tramposo y manipulador, que terminó convirtiéndose en un delincuente. Pero al
menos sabía lo que tenía entre manos, conocía el sistema; ciertamente lo usaba
a su conveniencia, incluso personal (o sobre todo personal), pero guardaba las
formas del sistema. Trump emula a Nixon en los defectos pero carece de cualquiera
de sus cínicas “virtudes” polítiqueras: ni experiencia (Nixon había sido
vicepresidente con Eisenhower), ni cintura, ni sentido táctico del poder. Trump
es pura desgracia.
NOTAS
(1) “President Trump’s snarling demands for rough
policing are the opposite of law and order”. (Editorial). THE WASHINGTON
POST, 2 de junio.
(2) “America’s protests won’t stop until Police
brutality does” (Editorial). THE NEW YORK TIMES, 1 de junio.
(3) “The protests across the U.S.”. THE ATLANTIC,
1 de junio.
(4) “The fire this time”. JEET HEER. THE NATION,
1 de junio.