OBAMA REEDITA A JOHNSON


30 de Enero de 2014

                 
         El discurso presidencial anual sobre el Estado de la Unión ante las dos cámaras reunidas del Congreso estadounidense se ha convertido en una liturgia en declive. Hasta hace no poco, se trataba de una de las escenificaciones más celebradas de la agenda del Ejecutivo, pero también de la manifestación más ‘glamourosa’ de la política como espectáculo, después, naturalmente, de las jornadas electorales. Algo así como la final de la ‘superbowl política’ (ambos acontecimientos, por cierto, tienen lugar con pocos días de separación). Con una diferencia: en el acontecimiento político, contrariamente al deportivo, “no hay partido”.
                
           Efectivamente, en esta representación del poder presidencial en el templo del poder legislativo no hay debate político, ni confrontación de ideas. Es una ceremonia en la que una pretendida solemnidad ahoga la sustancia, la anula o la niega. La réplica a la intervención presidencial se ofrece en pasillos, en los ‘set’ televisivos, y recientemente en las páginas web de partidos, medios, políticos y blogueros.
                
           En estos últimos años de Obama, se ha repetido el mismo fenómeno que con presidentes anteriores: el carisma del discurso de la Unión se desinfla a medida que pasan los años, la figura presidencial empalidece o se desgasta y el público busca en las cadenas de televisión otros espectáculos más excitantes.
                 
UN DISCURSO MÁS COMBATIVO PARA RECUPERAR LA INICIATIVA

 Quizás consciente de ello, pero sobre todo de su declinante grado de aceptación (otra tendencia típica en los segundos mandatos presidenciales), Obama ha elevado el tono y ha combatido la percepción de rutina. En su discurso del martes, se ha mostrado combativo y en cierto modo desafiante frente a un Congreso ahora dividido (Cámara de Representantes dominada por los republicanos frente a la mayoría demócrata en el Senado), pero que podría convertirse en un oponente político temible si, como auguran ciertas encuestas, el Partido Republicano supera al Demócrata en la Cámara Alta (y más influyente) en las elecciones legislativas de noviembre.
              
         Obama ha hecho una invocación apasionada al combate para reducir la creciente desigualdad que amenaza con destruir el “sueño americano”. No se trata de un giro izquierdista del presidente, sino de afianzar una orientación “centrista” frente al empuje conservador que, pese a los evidentes fracasos y daños ocasionados, no remite. Los republicanos se sienten ahora más seguros, una vez que parecen haber domeñado a la corriente ultra representada por el “Tea Party”, que había conseguido minar la confianza y asustar a importantes sectores de su propia base social por su extremismo.

Las vacilaciones y errores presidenciales y la percepción de una propuesta alternativa demócrata solvente han debilitado la opción más moderada del espectro político norteamericano. Las elecciones de mitad de mandato serán, como siempre, un referéndum de la gestión del Ejecutivo. Si se confirma el ascenso conservador, a Obama se le puede amargar su despedida de la Casa Blanca y oscurecer la definición de su legado.

Durante buena parte de sus primeros cuatro años Obama jugó al consenso con los republicanos en un momento en que más bien eran exigibles acciones contundentes y el agotamiento de los poderes ejecutivos. Preso de su retórica, el presidente perdió algunas oportunidades y, lejos de fortalecer su imagen de “unificador”, sus adversarios lo castigaron duramente y aventaron la falsa percepción de doctrinario y radical.

Los excesos de este discurso agresivo de la oposición conservadora y la debilidad del candidato presidencial republicano permitieron a Obama rehacerse y obtener un triunfo convincente en 2012. El segundo periodo presidencial exigía un cambio de táctica y la definición de un programa preciso de actuación, con prioridades bien establecidas. La agenda parecía clara: reforma sanitaria, nuevo sistema migratorio, control de armas y consolidación de la recuperación económica para frenar la desigualdad social, a lo que se añadía una agenda internacional que dejara definitivamente atrás las soluciones bélicas y apostara por los compromisos diplomáticos.

El primer año del segundo mandato ha sido fallido. La reforma sanitaria, pese a su innegable necesidad, arrancó mal, rodeada por la confusión y algunos errores calamitosos. El control de armas se fue por el sumidero de la historia debido al éxito del obstruccionismo republicano y la falta de un frente común activo de los demócratas. En el panorama internacional, la evitación de la intervención armada en Siria estuvo rodeada de demasiadas sospechas, aunque la negociación con Irán puede ser uno de los logros históricos de este presidente. De las negociaciones israelo-palestinas, mejor no hablar; en Afganistán no se han despejado las dudas sobre la estabilidad tras la retirada definitiva; y la nueva “pivotación” estratégica en Asia es todavía un asunto en maduración, con sombras de amenazas conflicto grave entre las principales potencias regionales.

LA LUCHA CONTRA LA DESIGUALDAD Y LA POBREZA

Era, por tanto, el momento de un empujón presidencial. Que Obama haya escogido el asunto de la desigualdad como ‘leit motiv’ de su actuación es oportuno y honesto. En las últimas semanas se ha producido un debate intenso en Estados Unidos sobre el deterioro del equilibrio social. Un aniversario ha facilitado la reflexión: hace 50 años que el entonces Presidente Johnson lanzó la guerra contra la pobreza. En 1964, uno de cada cinco ciudadanos norteamericanos era considerado ‘pobre’. Después de varias décadas de mejora, desde los ochenta la flecha cambio de dirección y la pobreza inició una marcha ascendente. Cincuenta años después de la ‘cruzada johnsoniana’, mucho de lo avanzado se ha echado a perder.

Los demócratas han elaborado una serie de medidas para combatir la desigualdad, y el Presidente se ha decidido a liderar el esfuerzo. La primera de ellas será el aumento de salario mínimo de los 7,25 dólares por hora actual a 10,10. Según algunos cálculos, esta mejora puede reducir el índice de pobreza en 1,7 puntos porcentuales, lo que equivale a sacar de esta deplorable condición de extrema necesidad a 5 millones de norteamericanos.

Otra medida imprescindible es el fortalecimiento de las políticas activas de empleo, con programas de fomento de obras públicas y otras que puedan generar puestos de trabajo. Su impacto sobre la superación de la miseria social es muy significativo. La tasa de pobreza de los trabajadores a tiempo completo es del 3%, mientras que entre los parados se eleva al 33%.

En tercer lugar, parece más necesario que nunca frenar la tendencia a reducir las prestaciones sociales, muy modestas en Estados Unidos en comparación con Europa (pese a los recortes practicados a este lado del Atlántico en los últimos años). El articulista Nicholas Kristoff citaba hace unos días un estudio de la Universidad de Columbia, según el cual sin los programas sociales el índice de pobreza en Estados Unidos habría alcanzado en 2012 el ¡31%! Desde 1968, estas ayudas han ‘rescatado’ de esa lacra a 30 millones de personas.

No obstante, los republicanos han hecho valer su mayoría en la Cámara Baja para recortar algunas prestaciones emblemáticas como los subsidios de desempleo, y, sobre todo,  la ayuda alimenticia, que hasta ahora aliviaba anualmente a 48 mil antes de las restricciones.

Para justificar estas decisiones antisociales, se acude a clásicas formulaciones neoliberales sobre el efecto que los programas asistenciales tienen sobre la desmotivación laboral. Dos investigadores de la Universidad de Maryland han llegado a la conclusión que en una pareja con niños hay poco estímulo para que trabajen los dos miembros adultos, ya que con un solo sueldo de 25.000 dólares al año se perciben ayudas y beneficios fiscales que compensan razonablemente los ingresos de un eventual segundo salario.

En otros estudios, sin embargo, se confirman ciertos factores que refuerzan el riesgo de pobreza, como la desestructuración familiar (el 30% de las madres solteras son pobres), el perfil racial (cuadro de cada diez niños afroamericanos y tres de cada diez hispanos son pobres) o el deficiente sistema educativo (el 60% de los asalariados de bajo nivel no han completado sus estudios básicos).

Obama ha dicho que la lucha contra la desigualdad es el “asunto definitorio” de nuestro tiempo. En su discurso del martes se comprometió a “crear nuevas pasarelas hacia la clase media” y a reforzar ésta como garantía de prosperidad nacional. Propósito tan alentador como complicado en un entorno político enrarecido y viciado. Deberá ser claro y contundente, porque el crédito, como la audiencia televisiva, se le agota.