LA CUENTA ATRÁS DEL ARTIFICIERO

11 de marzo de 2010

Como el protagonista de la “oscarizada” pelicula sobre Irak, la temeridad no siempre resulta exitosa. En el film, un artificiero decide colocarse siempre en el límite –o más allá- para desactivar los cientos, miles de bombas de todo laya que amenazan con desangrar al país y reventar los planes de una estabilidad que se resiste a hacerse visible.
En esa actitud temeraria, el protagonista va conquistando el respeto y la admiración de sus compañeros y, a pesar de algunos reveses que sólo hacen más heroica su tarea, las numerosas trampas a las que se enfrenta van deshaciendose en sus manos como trastos viejos. Hasta que su sangre fría y su audacia se tropiezan con un empeño aún mayor: el de los violentos que convierten a un iraquí, un hombre cualquiera, anónimo, sin perfil definido, un buen tipo sin más, en una bomba blindada. “No tengo tiempo”, le dice el artificiero al angustiado iraquí que se siente abocado irremisiblemente a estallar en mil pedazos.
El héroe sufre una derrota en su propio terreno: la búsqueda de la perfección. En su terca insistencia destructiva, los enemigos del orden impuesto por los soldados norteamericanos toman como rehen a un iraquí. Es una escena de fuerte contenido simbólico. Es Irak el que, tarde o temprano, por mucha sabiduría desactivadora que quiera desplegar Estados Unidos, el que podría fragmentarse. O vivir durante mucho tiempo bajo ese temor. Lo que situaría bajo amenaza permanente toda la estrategia de Washington en esta región vital para sus intereses estratéticos.
Temeraria, como el protagonista de la pelicula, fue la anterior administración de Estados Unidos, al diseñar, vender, ejecutar y gestionar la invasión de Irak. Se enfrentaba a un campo plagado de minas con el convencimiento doctrinario de que disponía de talento, sangre fría y determinación sin límites para desactivarlas una a una. Hasta que el proceso empezó a fallar. Igual que el artificiero consigue proteger con alto grado de eficacia a sus compañeros de armas, los estrategas del Pentágono pudieron limitar el alcance del desafío de los baasistas y los jihadistas (juntos o cada uno por su cuenta) cuando acertaron con la forma de dividirlos: comprando a unos, aislando a los otros. Pero lo que no han podido hacer los militares norteamericanos es evitar que los iraquíes se maten entre sí, como el audaz sargento del film tampoco puede cambiar el destino del pobre hombre-bomba iraquí.
El horrible periodo de violencia sectaria que inundó a Irak de sangre parecía haber remitido. Pero amenazar con volver de nuevo, con otro discurso y otras liturgías El resultado de las elecciones, a pesar del optimismo del general Odierno y del embajador Hill, no termina de servir como antídoto artificiero de los riesgos explosivos.
El previsible triunfo del primer ministro Al Maliki se ha quedado en una exigua ventaja que quizás termine rebajada finalmente a un empate decepcionante (en torno al centenar de escaños) con uno de sus antecesores, el también chií, pero laico y profundamente receloso de Iran, Iyad Alawi. Al sumar a su coalición el voto de numerosos sunníes resentidos por lo que consideran abuso de poder de sus adversarios en el Islam, Alawi se presenta como el candidato de la reconciliación, el mejor preparado para liberar al pueblo iraquí de los cinturones explosivos que lleva fijados a su proyecto de estado nacional. Especialmente relevante es su triunfo en la provincia de Ambar, donde las heridas de las tribus sunníes son especialmente agudas y la insurgencia resultó notablemente vigorosa.
Pero como los resultados son tan reñidos y las incógnitas de futuro tan insidiosas, lo más probable es que el proceso de constituir un gobierno estable se demore durante meses. Por mucho que se quiera magnificar el éxito electoral, lo cierto es que la participación no ha pasado del 62%, frente al 75% de hace cuatro años, cuando las presiones a favor del boicot fueron mucho más contundentes. En Bagdad, la abstención se ha aproximado al 50%.
Por eso, no es descartable que, en mayor o menor grado, continue la violencia. Bien como forma encubierta de presión de unos o de otros. O como lenguaje radical de rechazo de los marginados o los perdedores, los temerarios que no aceptan la “pax americana”. O, finalmente, como expresión de frustración ante la falta de resolución de problemas que llevan largo tiempo arrastrandose.
En THE NATION, Robert Dreyfus señala los frentes abiertos en estos seis meses que restan para que comience la retirada militar norteamericana y se muestra escéptico sobre el optimismo de la cúpula político-militar estadounidense. Las milicias armadas de todas las comunidades (y de los diversos bandos en cada comunidad) constituyen todavía una fuerza temible. Se teme especialmente que si los sunníes no aceptan unos resultados demasiados perjudiciales para sus intereses vitales, algunos países árabes vecinos, temerosos de la influencia iraní, puedan apoyar un resurgimiento de la resistencia armada al nuevo régimen. Tampoco está resuelto el drama de los refugiados y desplazados que, por cientos de miles, esperan en vano la oportunidad de regresar a su tierra. Esa si que es una bomba de relojería, dentro y fuera de Irak, para la que probablemente no se encuentre artificero con la suficiente habilidad para neutralizarla.
En The Hurt Locker, el protagonista vuelve a casa cuando cumple su periodo reglamentario de servicio, pero no con la satisfacción de una brillante hoja de servicios, sino con la amargura de ese fracaso dramático de último momento. Es un regreso dificil, traumático, frustante. Pero, sobre todo, es un regreso provisional. Antes de que aparezcan los rótulos finales de los créditos, vemos a nuestro protagonista de nuevo con ese aspecto lunar, enfundado en su uniforme protector, caminando con una seguridad temeraria por cualquier calle polvorienta de Iraq, dispuesto a enfrentarse a una sucesión febril de mortíferos explosivos. Ha vuelto. Está por ver si las decenas de miles de soldados que tomaran el camino a casa desde finales de agosto no se verán obligados a emular ese trayecto de vuelta y regreso. De momento, el país sigue cosido a un cinturón abrumador de explosivos y a los artificieros norteamericanos les ha empezado a sonar la cuenta atrás.