EL MALESTAR

5 de Noviembre de 2009

Un malestar muy apreciable, pero no oficialmente admitido, recorre estos días Washington. El aniversario del triunfo electoral de Barack Obama ha llegado rodeado de noticias incómodas para el entorno presidencial, procedentes de dentro y fuera del país.
El éxito de dos candidatos republicanos a gobernador en Virgina y New Jersey es un asunto menor. Por mucho que los conservadores quieran proclamar que se confirma la pérdida de impulso político de Obama, lo cierto es que la clave del resultado hay que buscarla en la situación local de esos estados y en el perfil de los contendientes. Además, los republicanos tienen motivos de preocupación por las divisiones internas entre moderados y radicales que les ha hecho perder un representante, hasta ahora seguro, por Nueva York.
En todo caso, es forzoso admitir que Obama acusa cierto desgaste. Pero no por lo que le reprochan desde la derecha, sino por un estilo de gobernar que, tarde o temprano, tenía que pasarle factura. Un asesor del recientemente fallecido Ted Kennedy lo retrataba con agudeza en las páginas de LE MONDE: “Obama privilegia la opción del menor riesgo político”. Jeff Madrick, de la Universidad New School de Nueva York, afirma que el presidente ha dilapidado parte de su capital político por no atreverse a actuar con más decisión en áreas tan importantes como la reforma del sistema financiero o la reforma sanitaria. “El presidente da la impresión de que se conforma con medidas a medias. Políticamente, actúa como un árbitro, no como una fuerza motor de cambio”.
Algo similar puede detectarse en su política exterior. Hay que admitir, en su descargo, que la herencia desastrosa recibida no ha facilitado su tarea y que gran parte del esfuerzo ha tenido que depositarlo en restañar heridas y restablecer la confianza. Por razones de espacio, centrémonos en los dos asuntos de actualidad de esta semana: Afganistán y Honduras.
Es sabido la antipatía que el presidente norteamericano profesa hacia su colega afgano, Hamid Karzai. No cree en él; o más que eso, lo considera un lastre político. La forma en que Obama asumió en público su revalidación como presidente afgano es reveladora: le pidió que ataje la corrupción, en un tono que apenas disimulaba el convencimiento de que lo ha hecho estos últimos años ha sido protegerla, por no decir fomentarla y hasta beneficiarse de ella. Obama siente que tiene las manos atadas, pero se cuidará de explicitarlo públicamente, para que no se le pueda reprochar. Intentó sumar al candidato rival, Abdullah Abdullah, a un pacto político que desdibujara el poder de Karzai, como si eso fuera posible. Pero cuando se dio cuenta de que Obama no dispone aún de estrategia solvente, hizo virtud de la necesidad y decidió apearse del proceso y denunciar la ilegitimidad del segundo mandato de su rival electoral, debido a la persistente amenaza de fraude.
Obama demora la decisión sobre el futuro del compromiso norteamericano en Afganistán, como si todavía tuviera que ocurrir algo que sea decisivo para fijar su posición. No está claro a qué espera el presidente. ¿A qué Karzai se convenza de que sin cambio de actitud no habrá soldados adicionales? Probablemente, el líder afgano sabe que Obama no se enfrentará frontalmente con sus generales. Y, en caso de que eso ocurra, Karzai dispone de otras armas. Por de pronto, ha respondido ladinamente a las humillaciones silenciosas de la administración Obama.
En el entorno presidencial se cree que la administración Obama está de una u otra forma detrás del reportaje de las informaciones del NEW YORK TIMES, que acusaban al hermano del presidente de controlar el tráfico de drogas. El ministro afgano encargado de la lucha contra el narcotráfico, General Jodaidad, manifestó que “los contingentes americanos, británicos y canadienses de la OTAN tasaban la producción de opio en las regiones bajo su control”. Como recuerda ASIA TIMES el diplomático indio retirado con experiencia en la zona, M. K. Bhadrakumar, esta referencia directa a la implicación de los efectivos militares occidentales en el tráfico de drogas en Afganistán ya había sido evocada por el antiguo jefe de los servicios secretos militar de Pakistán, el general Hamid Gul, y por los rusos, que siguen teniendo alguna información valiosa sobre lo que pasa en el país.
Pero Karzai se guarda otra carta más: el pacto con los talibanes más moderados. O mejor habría que decir, con los más corruptibles. No es un secreto para nadie que los contactos son constantes y al más alto nivel en el entorno de Karzai. Algunas fuentes creen que el acuerdo con un personaje intermedio, el viejo guerrero antisoviético Gulbuddin Hekmatyar, es ya un hecho. Y esta criatura predilecta de la CIA en los ochenta es clave para persuadir a los talibanes de la Shura de Quetta, liderada por el propio Mullah Omar.
El otro escenario donde se han puesto en evidencia las contradicciones de Obama ha sido Honduras. Por supuesto, se trata de un asunto de escaso interés para Washington, por mucha fanfarria que se le haya dado al aparente acuerdo entre Zelaya y los golpistas. La administración estadounidense no ha tenido interés alguno en resolver la crisis como hubiera sido decente hacerla: presionando a los usurpadores y restableciendo al presidente legítimo. Prefirió dejar que los contactos se prolongaran en la ineficiente diplomacia regional, a sabiendas de que la mayoría de los gobiernos más próximos a Washington estaban en realidad encantados con “pararle los pies a Chávez”. Por esa razón, mientras se proclamaba el rechazo al golpismo, se le consentía a los golpistas dotarse del oxigeno necesario para consolidarse.
El acto final, o estrambote, consistente en una visita oficial norteamericana a Honduras para arreglar de una vez por todas el asunto, ha constituido, más que una prueba del compromiso, una demostración de un doble juego. Da la impresión de que Obama, poco interesado en el asunto, ha dejado que la burocracia del departamento de Estado, apegada a sus viejos reflejos, se haya impuesto sobre el difuso discurso ético de la Casa Blanca. La activa campaña de lobby a favor de los golpistas ha conseguido bloquear asuntos corrientes en la política latinoamericana de Obama, hasta convertir en conveniente sus enfoques.
Zelaya no volverá a ejercer como presidente, se celebre o no la mascarada de su regreso a Palacio. La vieja política tiene asegurada su continuidad en las elecciones del 29 de noviembre. Lo de menos es el destino personal del presidente depuesto y sus inmaduros planes de cambio constitucional. El verdadero daño lo sufrirán los sectores populares que habían confiado en que los tiempos del amparo norteamericano a golpes de Estado habían acabado.
Con la mitad del electorado reticente y los grandes intereses crecidos, Obama tendrá ahora que decidir el rumbo de su mandato. El presidente se va a ver obligado, le guste o no, a molestar a sus rivales, si no quiere que éstos consigan hacer prevalecer el malestar entre sus seguidores, los que estaban –aún lo están- ilusionados con un verdadero cambio político en la Casa Blanca.