10 de abril de 2019
Las
elecciones israelíes han permitido a un Netanyahu bajo sospecha aspirar a formar
gobierno y convertirse, si el mandato prospera, en el primer ministro más longevo
en la historia del país. Las urnas han dejado el habitual panorama fragmentado
que el sistema electoral y la creciente pluralidad política propician. Ahora
empieza la fase crucial en el juego político israelí: el mercadeo de promesas, compromisos
y favores. Después de la victoria, la la larga fatiga de las recompensas.
NETANYAHU DOBLEGA A LOS GENERALES
Netanyahu
puede presumir de haber consolidado su divisa de King Bibi, vale decir, líder
de una República cada vez más asimilable a una monarquía. Culmina así una carrera que lo coloca casi al nivel del venerable
padre fundador del Estado, David Ben Gurion: no para consolidar su legado, sino
para demolerlo.
El
mérito de Netanyahu consiste en haber
vaciado de cualquier consideración moral el proyecto originario de Israel como
estado-nación. La utopía socialista o colectivista que intentó conferir al
sionismo una orientación de justicia social, de igualdad y fraternidad tras el
infierno de la shoah ya no existe. Hoy Israel es otra cosa bien distinta: las
victorias militares contra sus enemigos árabes ensoberbecieron a la pequeña
nación y fueron erosionando sus fundamentos morales hasta convertirla en una
potencia ocupante por encima de cualquier otra definición. El cinismo ha matado
a la utopía.
Y
en este Israel cínico, el mejor rey no puede ser otro que el mayor cínico del reino, que es Benjamín Netanyahu. El
articulista norteamericano Bren Stephens, en absoluto hostil a Israel, crítico
feroz de Obama cuando era jefe de opinión del Wall Street Journal, lo ha retratado con maestría en su columna del
New York Times, donde ahora escribe: “Netanyahu
es un hombre para quien no hay consideración moral que esté por delante del
interés político, y para su principal interés político es él mismo. Es un cínico
envuelto en una ideología que esconde un plan” (1).
Naturalmente,
aunque se le tenga por un Rey (según
el concepto bíblico, por supuesto, no el aplicable a las monarquías
constitucionales), Bibi no es un
dictador. Le encaja mejor el retrato de Gran
Manipulador, de demagogo griego. Posee una inteligencia política singular,
una capacidad acreditada para manejar los escenarios y triturar a los rivales
aprovechando sus vulnerabilidades, ya sean adversarios claros o cooperantes ocasionales.
Nadie acumula más ministros frustrados devenidos enemigos acérrimos, incluso en
la tórrida política israelí.
Uno
de ellos es precisamente su rival más directo en estas elecciones, el general
retirado y exjefe de las IDF (Fuerzas de defensa de Israel), Benny Gantz, líder
del Partido de la Resiliencia. Como tantos otros, pasó de colaborar con King Bibi a denostarlo y considerarlo un
lastre para el país, un tipo en el que no se puede confiar. Gantz, personaje ideológicamente
ambiguo, y no sólo por su condición de militar, creyó que su hoja de servicios
le proporcionaba argumentos potentes para desafíar al monarca. Como jefe del Tsahal
(Ejército), dirigió la última guerra: contra Hamas, en Gaza, una operación
abusiva y plagada de denuncias por uso excesivo de la fuerza.
Durante
la campaña, Gantz se rodeó de antiguos compañeros de armas, hasta aglutinar una
coalición de exgenerales, con el propósito de conectar con esa persistente sensación
de inseguridad que atormenta y pervierte el instinto político israelí desde
hace décadas. Pactó primero con Yaïr Lapid, popular periodista y líder del partido
centrista Yesh Aid (Hay un futuro), y
formó la coalición Kahol Lavan (Azul
y Blanco, los colores de la bandera nacional); luego se atrajo a otros dos soldados
insignes, Moshe Yaalon (exjefe de la inteligencia militar y luego del Tsahal, para auparse luego al puesto de
Ministro de Defensa, en 2013, a las órdenes de Bibi) y Gabi Ashkenazi (también veterano jefe del Ejército). No en
vano a esta coalición se la conoce como la Junta.
En cualquier otro país, tal agregación de pesados galones podría resultar
alarmante: no en Israel, donde todo ciudadano es militar y las Fuerzas Armadas
sigue siendo la institución más respetada del país.
EL
CALVARIO DE LA IZQUIERDA
Gantz
casi lo consigue. Su coalición ha igualado en escaños al Likud (35). Pero le falta lo más importante: los aliados con los
que sumar para obtener los 61 que se necesitan para una mayoría de gobierno en
la Knesset (Parlamento). El centrismo de Azul
y Blanco no suma lo suficiente con la izquierda, debilitada y en
desordenada retirada.
Los
laboristas se han entregado a un lento y penoso suicidio político (su actual líder,
Abby Gabbaiy, es otro exministro de Bibi).
Los herederos del socialismo primigenio (Ben Gurion, Levi Eshkol, Golda Meier) o
del socialismo pragmático (Isaac Rabin o Simon Peres) sólo tendrán 6 diputados,
frente a los 15 actuales (24, si se cuentan los que aportaba la coalición con la
centrista Tzipi Livni). A la izquierda, resiste el Meretz, con cuatro diputados, uno menos, pero sin influencia política
alguna.
En
cuanto a los árabes israelíes, que en 2015 votaron con más afluencia que nunca,
animados por una lista única, ahora se han retraido, desalentados por la
división: apenas habrá seis diputados árabes frente a los 13 de ahora.
LA
CONSOLIDACIÓN DEL NACIONAL-POPULISMO RELIGIOSO
El
giro de Israel a la derecha es ya más que una circunstancia coyuntural. Es una
tendencia sistémica. El cuadro parlamentario se completa con un puzzle de partidos
religiosos y minúsculas formaciones ultraderechistas que han conseguido superar
la barrera del 3,25% y ganarse el derecho a disfrutar de representación parlamentaria.
Netanyahu intentará pastorearlos a su conveniencia, en su idea, como sostiene Aluf Benn, editor jefe del diario progresista
HAARETZ, de reemplazar a la vieja élite del Estado (Ejército, judicatura,
medios) por ese Israel conservador, populista, prosaico y ajeno a las
ensoñaciones fundacionales (2).
Este
es el panorama que se dibuja tras estos comicios anticipados por los apuros
judiciales de Bibi. El Rey, al frente
de una cohorte de pequeños partidos unidos por el rechazo a la sociedad laica,
abierta y moderna que, en realidad, hace mucho tiempo que dejó de existir o que
está confinada en reducidos núcleos urbanos.
Los
ultraortodoxos son socios interesados de Netanyahu, a cambio de concesiones fundamentalistas. Los ocho diputados de Shas (sefarditas/orientales) y otros tantos de Yahadut Hatorah (ashkenazis/occidentales) pondrán el score de Bibi en 51. Los diputados que le resten para llegar a la cifra
mágica de 61, e incluso algunos más, los obtendrá de distintos partidos extremistas:
cinco de Ysrael Beitenu (cuyo líder,
Lieberman, otro exministro, es el representante de los inmigrantes procedentes
de la antigua URSS y países otrora satélites); cinco más, de la Unión de las derechas (conglomerado de escindidos
del Likud y versos libres); y otros
cuatro de Kulanu (partido del ambicioso
exministro de Economía del Rey). Fracaso,
en cambio, de la Nueva Derecha de los ultras
Bennet (exministro de educación) y Shaked (la ex de Justicia), que se quedan
fuera de la Knesset. Al cabo, cuadran las cifras. Pero, como siempre en Israel,
hay algo más difícil que ganar elecciones y formar gobierno: mantenerse en el
poder.
EL
RIESGO
Ese
es el gran desafío de este Netanyahu paradójico. Aparece en la cúspide de su poder,
pero es más frágil que nunca. Lo asedian los casos judiciales. El fiscal
general, Avichai Mandelblit (otro ex: su antiguo secretario particular), considera
su procesamiento en los próximos meses su encausamiento por soborno, fraude y
abuso de confianza, supuestamente cometidos en tres casos diferentes, relacionados
con el intercambio de favores, concesiones fraudulentas y tráfico de
influencias. En el argot político-mediático son los casos 1000, 2000, 3000 y
4000 (el tercero ha sido sobreseído por falta de pruebas sólidas).
Netanyahu
adelantó las elecciones precisamente para zafarse de este acoso judicial. Su
objetivo es adoptar una ley que le blinde de ser procesado mientras ocupe el
cargo de primer ministro. Lo que en Israel se conoce como Ley francesa, porque en la V República el Presidente es inmune. Como
ha escrito Nathan Sachs, director del Center
for Middle East Policy, “para Netanyahu, estas elecciones representan no
sólo una batalla por su vida política, sino posiblemente por su libertad
personal” (3).
Lo
duro empieza ahora, porque, tras superar el desafío de los generales, Bibi tiene
que mantener su heterogénea retaguardia bajo control, y para ello tendrá que
obligarse a aceptar condiciones y algún que otro chantaje. Nada a lo que no esté acostumbrado, por supuesto. Pero en
esta ocasión, lo que pende no es la pérdida del poder, sino la privación de libertad.
Las
exigencias de religiosos y ultraderechistas se perfilan en tres grandes ámbitos:
la judeización del país (es decir, la
asimilación de ciudadano al origen étnico) que ya está consagrada por Ley, pero
que puede experimentar refuerzos incrementales; la anexión de Judea y Samaria (aspiración de los partidarios
del Gran Israel), es decir, de la Cisjordania ocupada (que pondría fin al
proyecto de dos Estados y, por tanto,
a un proceso de paz ya moribundo desde hace años); y la creciente difuminación
de la frontera entre Estado y Religión, el ahogamiento de la laicidad y el
fundamentalismo creciente.
Netanyahu
ha pilotado este viraje ultraconservador, sin comulgar necesariamente con todas
sus provisiones, y plenamente consciente de sus peligrosas consecuencias, confiando
en poder revertirlo antes de la catástrofe. Pero ahora carece del margen de
maniobra que ha tenido estos años pasados. Sus aliados menores podrían chantajearlo
con una derrota en la Knesset y
forzar su caída, lo que le abocaría a una más que probable condena a prisión. Por
el contrario, su baza, única pero no desdeñable, es hacer creer a estos enanos políticos que con cualquier otro
jefe de gobierno (Gantz o quien sea), sus objetivos quedarían trastornados. En palabras de Daniel Shapiro, embajador
norteamericano en Israel durante el mandato de Obama, “Netanyahu tratará de ofrecer
lo mínimo y ellos de extraer lo máximo” (4).
Bibi
cuenta con otro cínico en Washington
para proteger su agenda político-personal: el presidente hotelero. Trump ya le
dado a Netanyahu todo lo que ha podido: reconocimiento de Jerusalén como capital
israelí, aceptación de la anexión del Golán sirio ocupado, liquidación del
acuerdo nuclear con Irán y un respaldo incondicional de la Casa Blanca inédito.
El plan de paz que el yernísimo Kushner
supuestamente pergeña en la más completa de las discreciones quizás nunca vea
la luz, o se convierta en un plan de guerra
(anexión de territorios ocupados, apartheid territorial, blindaje político-militar).
En definitiva, en un desastre, como sostienen Denis Ross (veterano negociador
con Clinton y Obama), David Makovski, director del proyecto árabe-israelí del TWI,
Instituto de Washington para el Medio Oriente (5).
Para
finalizar, otra incógnita es la respuesta palestina y de los países árabes. Éstos
últimos, hundidos en el descrédito, hace tiempo que son irrelevantes. Las petromonarquías del Golfo, la república
autoritaria de Egipto y el débil pero resistente reino de Jordania han avalado
la deriva israelí, debido a la obsesión
persa. Los palestinos se desangran en su guerra civil encubierta entre Hamas y Fatah, atrapados por la gerontocracia de su liderazgo político y la
ineficacia de su aparato administrativo.
NOTAS
(1) “Time
for Netanyahu to go”. BRETT STEPHENS. THE
NEW YORK TIMES, 1 de marzo.
(2) “Netanyahu’s Referendum. What’s at stake for
the israeli prime minister in the early election”. ALUF BENN. FOREIGN AFFAIRS, 6 de febrero.
(3) “Israel elections primer: final polls and
what they mind”. NATHAN SACHS. FOREIGN
POLICY, 8 de abril.
(4) “As
Netanyahu seeks reelection, the future of the West Bank is now on the ballot”. THE NEW YORK TIMES, 7 de abril.
(5) “Golan
policy may invite Israel’s right to annex West Bank territory. That would spell
disaster”. DENNIS ROSS y DAVID MAKOVSKY. THE
WASHINGTON POST, 29 de marzo;