CHINA: EL CISNE NEGRO

26 de febrero de 2020

                
China trata de restablecerse del golpe sufrido por la epidemia del  coronavirus. Las medidas sanitarias y de salud pública, adoptadas tardíamente, parecen arrojar ya resultados positivos, aunque es difícil calibrar si la remisión de los casos registrados se debe a la actuación oficial o al debilitamiento de la enfermedad.
                
Con casi 80.000 casos registrados y 2.700 fallecimientos en la cinco semanas de duración del brote, el sistema público de salud ha quedado seriamente en evidencia. Pero no sólo eso. El sistema político en su conjunto ha resultado erosionado.
                
Una de las principales expertas occidentales en China, Elisabeth Economy, directora de estudios asiáticos del Consejo de Relaciones Exteriores de Washington, considera que la crisis del coronavirus ha destapado las “contradicciones y debilidades del régimen” (1). La rígida centralización del poder, el control obsesivo de la información, las paranoias conspiratorias, el instinto autoritario y otras características inherentes al sistema ralentizaron la respuesta.
                
Sin embargo, Economy admite que, una vez asumido el problema, el aparato político y administrativo arbitró una contundente maquinaria de respuesta que ha logrado aislar a más de 100 millones de personas, poner en funcionamiento hospitales de emergencia, distribuir mascarillas y canalizar el flujo de la información útil de servicio. Se han anunciado también iniciativas legislativas y reglamentarias para controlar el funcionamiento de los mercados de animales al aire libre (origen del virus) y otras disposiciones preventivas. Reformas necesarias pero inevitablemente tardías.
                
LOS APUROS DE XI
                
En el plano político, el régimen ha actuado según el libreto conocido de depuración selectiva y discutible de responsabilidades, señalando chivos expiatorios y protegiendo a los más altos responsables del partido y del Estado. Después de matar al mensajero, en este caso sancionando al joven doctor Li Wenlian, el primer facultativo que alertó del virus (luego fallecido), la cúspide ha purgado a centenares de cuadros dirigentes en la provincia de Hubei, foco originario de la enfermedad.
                
Como era de esperar, no se han extraído conclusiones profundas sobre la naturaleza del sistema. Ninguna reflexión, al menos pública, sobre la gestión de la información, la escasa autonomía de los profesionales de la salud, la renuencia a recibir apoyos tempranos del exterior, etc. Según el discurso oficial, los errores han sido personales no estructurales.
                
El presidente Xi apareció en público cuando ya se había desatado el pánico. Ordenó al primer ministro Le Kiang que se desplazara a Wuhan para cumplir con el ritual de levantar el ánimo de la población y exhibir el músculo organizativo del Estado. El máximo líder se reservó para discretos actos de propaganda que resultaron poco convincentes o para afirmar la autoridad del Estado, en una alocución por video conferencia a 170.000 cuadros.
                
La figura reverencial, casi paternal, que Xi ha ido construyéndose desde su elevación a la cúspide del Partido y del Estado hace siete años ha resultado también infectada por este “virus del demonio”, como ha sido definido en medios chinos. El líder chino había conseguido que sus pares renunciaran a serlo, es decir, que le reconocieran una autoridad suprema, eliminarán la limitación de mandatos en todos los ámbitos de poder y consideraran su “pensamiento”, su doctrina política y estratégica, al mismo nivel que las de Mao o Deng. El dirigente más poderoso en cuatro décadas atraviesa por sus peores momentos desde 2012.
                
LA INFECCIÓN ECONÓMICA
                
Algunos periodistas occidentales residentes en China opinan que la mayoría de la población se mantiene escéptica sobre la capacidad del régimen para controlar los daños, aunque pueda limitar la extensión de la epidemia. Las previsiones sobre los efectos a largo plazo sobre el funcionamiento productivo del país son inquietantes. Circulan ya estimaciones sobre las pérdidas que esta epidemia puede provocar no sólo en China sino en todo el mundo, debido al peso fundamental del gigante asiático en el comercio y la economía mundiales.
                
Por mucho que se declare la enfermedad bajo control, el aislamiento u otras formas de limitación de movimientos de centenares de millones de trabajadores chinos (750 millones, se calcula) impide la vuelta a la normalidad. La producción sigue al ralentí, pese a los esfuerzos de los responsables políticos y empresariales. Aunque las cifras no son suficientemente precisas, se estima que el crecimiento económico de este año, fijado en un 5,5% (ya modesto para China, a tenor de su trayectoria reciente) podría reducirse al 4% al final de este primer trimestre, el índice más bajo desde 1992 (2).  
                
Si se tiene en cuenta que China representa un tercio del crecimiento mundial, es fácil explicarse la preocupación en los centros neurálgicos del poder económico mundial, alarmismos aparte. La vacilante recuperación económica occidental tras la pavorosa crisis de finales de la primera década del siglo puede verse frenada. Diversos economistas predicen que el crecimiento mundial anual en este primer trimestre oscilaría entre el 1 y 1,2%. Las principales bolsas internacionales han caído esta semana, tras confirmarse la propagación del virus en otras regiones de Asia (Corea del sur y Japón, en cabeza) Europa (Italia, Alemania, Francia, Gran Bretaña, por debajo de la docena en España) y Estados Unidos (más de medio centenar de infecciones).
                
Se ha querido atemperar estas preocupaciones recordando que el SARS, que azotó China y gran parte de Asia en 2003, tuvo a la postre un efecto limitado, pero, como señala la corresponsal jefe de NEWSWEEK en Pekín, Melinda Liu, hace 17 años la economía china representaba tan sólo el 4,% del PIB mundial y hoy supone casi el 17% (3).
                
La prohibición de viajar a China ha sido adoptada ya por 70 países. Pero con la propagación a otras zonas del mundo esta tendencia se reforzará. Se trata de una media “inevitable pero eficaz”, según una investigadora en sistemas legales sanitarios de la Universidad de Georgetown. Las limitaciones en los desplazamientos entre las dos principales economías mundiales le costarán a los Estados Unidos más de 10 mil millones de dólares (4). Las compañías aéreas, navieras y ferroviarias de todo el mundo ya empiezan a evaluar los daños previsibles. La Asociación del Transporte aéreo internacional estima unas pérdidas de casi 30 mil millones de dólares.
                
Al cabo, ese “cisne negro”, ese agente “saboteador” de la economía china que tanto temía Xi Jinping, no vendrá de fuera, de la “agresión comercial” norteamericana o de la presión internacional por el pirateo industrial o la política monetaria de Pekín, sino por una enfermedad respiratoria que amenaza con asfixiar el “rejuvenecimiento” de China.


NOTAS

(1) “The Coronavirus is a stress test for Xi Jinping”. ELISABETH C. ECONOMY. FOREIGN AFFAIRS, 10 de febrero.

(2) “How do you keep China’s economy running with 750 million in quarantine?”. MELINDA LIU. FOREIGN POLICY, 24 de febrero.

(3) “Virus travel ban are inevitable bur ineffective”. MARA PILLINGER. FOREING POLICY, 23 de febrero.

(4) “As covid-19 epidemic slows, China tries to get back to work”. THE ECONOMIST, 25 de febrero.


LA SOLEDAD DE MACRON

19 de febrero de 2020

                
Un mundo sin Occidente. Es el título de la edición de este año de la Conferencia de Múnich sobre seguridad internacional, el llamado Davos de la política exterior, lugar de reflexión y codificación de los mensajes sobre el estado del mundo. El invitado estelar ha sido el presidente francés, Emmanuel Macron, siempre dispuesto a acaparar titulares y celoso de atraer la atención con sus audaces opiniones y propuestas.
                
El momento era especialmente propicio (en realidad, siempre suele serlo), con los dos colosos planetarios atrapados en situaciones sensibles. En Estados Unidos, comienza una larga, bronca e incierta campaña electoral, sin una contestación clara de lado demócrata y un incumbent (o presidente en ejercicio) embravecido por la impunidad de su turbios manejos políticos y el ánimo de revancha contra quienes se permiten cuestionarlo. En China, una epidemia de oscuro origen y dimensiones inquietantes amenaza con dificultar aún más un crecimiento económico que ya se venía resintiendo de la disputa comercial con los norteamericanos y de las propias debilidades estructurales del sistema.
                
Macron habló en Múnich en nombre de Francia, claro, pero también pretendió hacerlo, con el respeto que correspondía, en nombre de Europa. O, si se quiere, pensando en Europa, en la consolidación y avance de su proyecto de integración. A él le correspondió, en esta ocasión, marcar las diferencias con Estados Unidos con respecto al auge de China (1).
                
A Macron le rodea desde hace tiempo cierto aire de soledad. De incomprensión. O de molestia. No es un outsider, naturalmente. Es el presidente de Francia, el segundo país de Europa, en términos económicos. Los presidente franceses de la Quinta República gustan de ejercer como depositarios de la esencia del proyecto europeo, como Carlomagnos modernos. Macron luce esa herencia con entusiasmo y dedicación, con el atropello de su juventud y la intensidad de su ambición.
                
En Múnich, el líder galo ha vuelto a predicar la necesidad de que Europa se ponga a la altura del desafío que afronta. Ha pedido a sus líderes, pero en especial a los alemanes, que demuestren ambición para relanzar “la aventura europea”. “No estoy frustrado sino impaciente”, dijo en la capital bávara (2). A Macron le gusta demostrar que él está unos pasos o unos metros, o quizás unos kilómetros por delante de otros líderes coetáneos, y eso a veces irrita. No se ha olvidado todavía su etiqueta de “muerte cerebral” con que diagnosticó a la OTAN el otoño pasado, con más acierto que oportunidad.
                
Macron tiene razón en mucho de lo que dice, pero genera desconfianza sobre sus intenciones. Como les pasaba a casi todos sus antecesores, proyectan fuera de Francia una ambición que se les complica en casa. El cuadragenario líder francés quiere que Europa no se jubile, que no se resigne a la irrelevancia. Que no sucumba por dejación ante ese nuevo mundo bipolar (G-2) que se dibuja entre Estados Unidos y China. No cuestiona el vínculo transatlántico, pero insiste en la necesidad de una alianza más europea, menos dependiente de Washington. Con mérito, porque Estados Unidos da señales constantes e inequívocas de que Europa ya no es su prioridad internacional. Y no solo por la desgracia de Trump. Ese debilitamiento del vínculo ya fue visible con Obama, con Bush Jr. e incluso con Clinton. No es una cuestión de liderazgo, sino de equilibrios inestables en un mundo en transformación.
                
En ese propósito de autonomía europea, Macron pretende contar con dos apoyos imprescindibles: Alemania y Rusia, las dos potencias continentales de los últimos dos siglos. Apoyos asimétricos, bien sûr.
                
Alemania es el socio preferente, axioma de la reconciliación tras las dos guerras del siglo XX  y el estado de beligerancia permanente de la centuria anterior. El eje franco-alemán ha sido un factor incuestionable de la construcción europea en los últimas seis décadas. Ha resistido todos los incidentes de la guerra y la posguerra fría, del nonnato nuevo orden de los noventa y de la actual crisis del orden liberal. Oficialmente, esa relación no se cuestiona. Pero no es un secreto para nadie que el eje está en sus horas más bajas. En un reciente y espléndido trabajo, el corresponsal de LE MONDE en Berlín y su principal editorialista para temas internacionales han contado los entresijos del enfriamiento franco-alemán (3).
                
Macron y Merkel (M & M) no mezclan bien. Les separa la brecha generacional (42/65 años), el estilo (audacia vs. prudencia) , sus reflejos políticos (ambición vs. cautela), y el timing de sus carreras (cúspide y declive). También sus referencias de origen (globalización y guerra fría) y sus designios de futuro (proyecto, para uno; legado, para otra). Comparten una cierta idea (amplia) de Europa, pero difieren del papel de los apoyos y de los colaboradores/rivales.
                
Macron quiere una Europa autónoma, amiga pero no dependiente de Estados Unidos. Una combinación de De Gaulle y Lafayette. Merkel entiende los fundamentos del discurso de su amigo francés, ha admitido públicamente que Europa debe velar por su futuro más sola que antes, pero cree que el desapego norteamericano es remediable. La protección nuclear tiene mucho que ver con este desafine de percepciones. Por eso Macron ha ofrecido poner el arsenal atómico francés en la balanza de un debate general sobre la defensa europea.
                
Merkel se ha inhibido pero no el Jefe del Estado, el casi decorativo Steinmeier, que acogió la oferta con calidez, junto con otra voces políticas (4).  La Canciller está de retirada y hasta sus fieles defensores empiezan a pensar que quizás no debería prolongar su despedida, para facilitar su sucesión tras el fiasco de Turingia y la eliminación de su elegida (5).
                
El otro colaborador necesario de la estrategia de Macron es Rusia, un tradicional aliado de Francia antes de los soviets. Hay una línea de continuidad en las relaciones París-Moscú, con los avatares históricos correspondientes. La Rusia postsoviética es mucho más conflictiva para Europa de lo que fue la URSS. Las reglas del juego están ahora menos claras. Pero en la ambigüedad surgen las oportunidades. Macron quiere recuperar a Rusia para Europa, por un conjunto de razones, y no es el menor el desafío de China (6). El presidente francés quiere evitar que Moscú sea el socio menor pero necesario de Pekín. Macron cree que Putin juega la carta preferente de Asia (versión propia del obamiano pivot to Asia) más por necesidad que por vocación, por necesidades tácticas y no tanto por designios estratégicos.  
                
Merkel tiene una visión más pragmática o recelosa del Kremlin, como sufridora que fue del orden soviético en media Europa. Alemania hace negocios, incluso de primer orden, con Rusia (el gasoducto), pero desconfía de sus propósitos. Confianzas, las justas.
                
Macron ha tomado las riendas diplomáticas del conflicto de Ucrania, ha promocionado las reuniones formato Normandía, ha propiciado aproximaciones, con Merkel a su lado, pero con menos entusiasmo, sabedor de que sin resolver esa espina no habrá conciliación entre Rusia y Europa. Por lo demás, Macron no es ingenuo, y sabe que hay un Mordor por debajo de la piel de Putin, un espíritu de kagebista que obliga a extremar las precauciones.
                
En la ambición de Macron hay un aire de teatralidad que conecta con sus aficiones privadas. En su corte hay intrigantes que no comparten sus designios (un sector de la casta diplomática refractaria a los cambios), una clase política dominada por el reflejo de subsistir más que de innovar, una mayoría social que reclama otras prioridades. Macron está solo.

NOTAS

(1) “Les dessacords américano-européens évidents à Munich”. COURRIER INTERNATIONAL, 16 de febrero; “Americans urges Europe to join forces against China. But Europeans want to steak out an independent position between the two superpowers·. THE ECONOMIST, 16 de febrero.

(2) “Macron exhorte a les allemands à être ‘plus ambitieux pour relancer ‘l’aventure europénne’”. LE MONDE, 15 de febrero.

(3) “Entre Paris y Berlin, une entente sous tensions”. THOMAS WIEDER y SILVYE KAUFFMANN. LE MONDE, 13 de febrero.

(4) “L’Allemagn doit cesser de tergiverser sur la defense européenne”. MICHAEL THUMANN, DIE ZEIT, 14 de febrero.

(5) “Es geht um Deutschlands stabilität”, ECKART LOHSE. FRANKFURTER ALLGEMEINE ZEITUNG, 13 de febrero (Traducido por COURRIER INTERNATIONAL como “Et si Angela Merkel demmissionait?” ).

(6) “La champagne russe d’Emmanuel Macron”. PIOTR SMOLAR. LE MONDE, 14 de febrero.






ALEMANIA SE ENREDA CON EL CORDÓN SANITARIO

12 de febrero de 2020
                
La dimisión diferida de la presidenta de la CDU, Annegret Kramp-Karrenbauer (AKK para amigos, colegas y medios), y su renuncia a la candidatura para la Cancillería en 2021 ha abierto una crisis más en Alemania. Que podría no ser la última, si se quiebra la endeble GROKO (Gross Koalition) y se precipita el adelanto de las legislativas.
                
Merkel se ha quedado sin sucesora, Alemania carece de una líder futura identificable, Europa adolece de una dirección señalada y Occidente echa de menos una Europa sólida y estable en momentos inciertos para el llamado orden liberal de posguerra.
                
LA BOMBA DE TURINGIA
                
El motivo de la caída de AKK ha sido una oscura maniobra política en el land oriental de Turingia. Después de las elecciones regionales del otoño pasado, al no haber un partido con mayoría absoluta, se abrió la ronda de contactos para obtener una coalición de gobierno.
                
El más votado fue el jefe del ejecutivo saliente, el muy popular Bodo Ramelow, miembro de la formación Die Linke (La Izquierda), fruto de la fusión, en su día, entre los herederos del SED (antiguo partido comunista de la RDA )y el ala izquierda del SPD (socialdemócratas). Ramelow gobernaba al frente de una coalición con el SPD y los Verdes (rojo-rojo-verde, en el argot alemán). Pero los resultados no le permitieron renovar la fórmula.
                
La derecha tenía la oportunidad de hacerse con el poder en ese territorio profundo de la antigua Alemania comunista, siempre que sumaran los tres partidos: democristianos (CDU), liberales (FPD) y nacional-populistas (AfD). Esta última era la segunda fuerza más votada. Problema: la CDU había fijado un cordón sanitario sobre el AfD, por una cuestión de principios.
                
La colaboración con la ultraderecha es casi tabú político en Alemania, por razones históricas que no es necesario recordar. Merkel ha sido especialmente clara, activa y hasta militante en este aspecto. Eso le ha valido el respeto de mucha gente dentro y fuera del país, como estandarte del orden liberal y baluarte frente al nacionalismo en auge.
                
Pero sus correligionarios de Turingia no demostraron tantos escrúpulos. Con tal de derrotar como fuera a la izquierda en uno de sus feudos, apoyaron una oscura maniobra de sus otrora socios liberales para hacerse con el boscoso land. El candidato del FPD, Thomas Kemmerich, llevaba muy a gala haber logrado la recuperación de su partido, que estaba hasta ahora fuera del parlamento regional. A pesar de ser la formación más pequeña, su ambición le llevó a convencer a los democristianos de la necesidad de pactar con los nacionalistas ultras y se ofreció como cabeza de la operación (1). Los de Merkel aceptaron. Kemmerich fue investido en el parlamento de Erfurt. Y se desencadenó la tormenta.
                
Desde Berlín, se intentó echar marcha atrás, pero el daño ya estaba hecho. La canciller se enfureció. AKK se vio por completo superada. Intentó embridar a los cristianodemócratas de Turingia, sin conseguirlo. Quedó desautorizada. La dimisión estaba cantada. La suya y la de Kemmerich. Puede haber nuevas elecciones en Turingia, si no hay pacto centrista o de otra naturaleza. Y, en ese caso, no se descarta (¡oh, paradoja!) una victoria de la AfD (3).
                
LA FRAGILIDAD DEL CORDÓN SANITARIO
                
La afrenta de Turingia es tanto más grave cuando que el líder de la AfD en ese land es Björn Höcke, precisamente el líder del sector más extremista del partido (denominada Ala), que algunos consideran cercana al nacional-socialismo.
                
Para un país que está en permanente alarma ante cualquier manifestación de resurrección de las simpatías, reflejos, evocaciones o justificaciones del periodo nazi, esta crisis es como sal en una herida que nunca puede cerrar del todo. El FRANKFURTER RUNDSCHAU, diario  progresista proclamó que, en Turingia, “la democracia alemana había abdicado” (2).
                
Antes de este episodio mortal, AKK ya estaba seriamente cuestionada. Fue elegida sin el consenso real y convencido del partido  (sólo un voto forzado de conveniencia) a finales de 2018. Nunca cuajó y los reveses electorales pesaban en su contra (3). Pero Merkel y la facción mayoritaria centrista parecían decididos a prolongarle el crédito. Turingia la ha devorado. Seguirá en funciones hasta junio como líder de la CDU; y como Ministra de Defensa, por ahora.
                
Se abre de nuevo la pugna entre los democristianos, con el ala derecha dispuesta a desbaratar parte de la herencia centrista de Merkel. El relato de sus rivales es que la CDU se ha ido demasiado a la izquierda, y es hora de recuperar los principios identitarios del partido, conservador en material social y económica. La derechización de los liberales ayudó a este reposicionamiento centrista que ahora algunos consideran agotado.
                
Emergen de nuevo ahora los candidatos derrotados por AKK (o mejor, por Merkel), como Merz (ahora en la empresa privada, sexagenario exportavoz parlamentario y enemigo de la canciller) y Spahn (ministro de sanidad, joven y ambicioso cachorro). El candidato en reserva de Merkel es Armin Lascher, jefe del gobierno en Renania-Westfalia, el land más poblado. Los bávaros (CSU) contemplan la crisis con más que interés.
                
Hay cierto aire de hipocresía, o al menos de contradicción, en este asunto del cordón sanitario. La CDU no le hace ascos a la presencia de los nacional-populistas xenófobos del húngaro Victor Orban en el grupo parlamentario del Partido Popular europeo. Como en su día hizo Sarkozy en Francia, u hoy el PP en España, la ultraderecha es de uso múltiple, según las conveniencias políticas de cada momento.
                
Más allá de esta lucha partidaria y de los dilemas político-morales, la crisis de Turingia evidencia la fragilidad de la situación política alemana, con el panorama más fragmentado desde la posguerra (4). El consenso centrista se ha terminado. Las certidumbres sobre las que basaba el sistema aparecen bajo cuestión. El proyecto europeo capota. Las relaciones con Francia son incómodas. El vínculo con el primo norteamericano se ha vuelto conflictivo. En ese malestar (sensación tan alemana), anida el nacional-populismo como un parásito oportunista.
                
LA PERPLEJIDAD EUROPEA
                
Los europeos que recelaron de la Alemania emergente y poderosa, primero en los años engañosamente triunfalistas de la unificación y luego durante el periodo de la intransigente austeridad, contemplan ahora con cierta ansiedad el peligro de un repliegue germano hacia sus intereses estrictos, según la fórmula trumpiana: Alemania, primero.  Los nostálgicos del abrazo con la Alemania democrática y próspera de posguerra recuerdan el eslogan venturoso de otro tiempo: Por una Alemania europea, frente a una Europa alemana.
                
Agrava este pesimismo sobre Alemania, la herida interminable del Brexit y la falta de un liderazgo alternativo, ni siquiera ese directorio europeo del que tantas veces se ha hablado en debates de salón. Como dice Stephan Walt, el académico internacionalista de Harvard, “el futuro de la Europa post-Brexit es temible” (5). Europa corre el riesgo de caer en la irrelevancia mundial, en convertirse en una especia de pariente secundario de las decisiones mundiales, entre el arrollador auge de Asia, el desprecio de Estados Unidos y los chantajes de Rusia .

NOTAS

(1) “Germany’s Free Democrats are playing with fire in Thuringia”. CONSTANZE STELZEN-MULLER. BROOKINGS INSTITUTION, 6 de febrero.

(2) “Historischer brunck in Thüringen: mit dem faschisten gemeinsame Sache gemacht”. STEPHAN HEBEL. FRANKFURTER RUNDSCHAU, 5 de febrero.

(3) “Allemagne: ‘AKK’ dauphine désignée de Ángela Merkel, renonce a lui suceder” THOMAS WIEDER. LE MONDE, 10 de febrero.

(4) “Behold Germany’s post-Merkel future and despair”. PETER KURAS. FOREIGN POLICY, 7 DE febrero.

(5) “Europe post-Brexit future is looking scary”. STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 6 de febrero.

TIEMPO DE INFECCIONES

 5 de febrero de 2020

                
La propagación del virus de Wuhan ha desbordado el ámbito puramente sanitario y se ha convertido ya en objeto de seria preocupación económica y de controversia diplomática. El coronavirus mata personas (en el umbral de las 500 víctimas mortales al escribir estas líneas), desnuda la infraestructura social y el sistema de gestión de crisis de Pekín, amenaza con frenar aún más el crecimiento de la segunda economía mundial (descenso de un punto en el PIB, se estima), estimula los conflictos comerciales  y complica el atribulado diálogo con Occidente.
                
La epidemia va camino de convertirse en pandemia si, como parece, sigue cruzando fronteras por tierra, mar y aire. Catorce países más (hasta esta fecha) están afectados. El virus de propaga con un índice creciente de contagio. El intento inicial de las autoridades chinas de minimizar u ocultar detalles de la enfermedad no contribuyeron a fomentar la tranquilad en otras latitudes. Al síndrome respiratorio se unió el de la opacidad, tan propio de China en cualquiera de sus sistemas políticos históricos.
                
Dicho esto, en Occidente se reprodujeron ciertas pautas de salud democrática poco alentadoras. El coronavirus avivó el reflejo infeccioso del racismo en todas sus formas y manifestaciones: abierto, discreto, sibilino y propagandístico. El efectismo de algunos medios puso también de su parte, exagerando riesgos y estableciendo comparaciones poco rigurosas.
                
En este momento de tregua precaria en la guerra comercial que protagonizan ambas superpotencias económicas, era difícil que un acontecimiento como éste se abordara con un  poco más de serenidad. Se han cruzado acusaciones y reproches que en nada han ayudado a la población. China se queja de una cuarentena injustificada (es discutible) y Estados Unidos pone el acento en la falta de colaboración de Pekín hasta que la situación le desbordó.
                
Paradójicamente, el gran poderío de China se convierte en debilidad en un momento como éste. Las vías de penetración en la economía mundial se convierten en autopistas para la voracidad del virus. Como ha escrito una de las principales expertas en asuntos sanitarios (1), el coronavirus sea convertido en la “pandemia de la nueva ruta de la seda” (belt and road), el gigantesco programa de infraestructuras, con el que China pretende afianza su presencia en los países en desarrollo (y desarrollados con problemas).
                
LOS VIRUS NORTEAMERICANOS
                
La epidemia ha puesto en guardia a los sistemas sanitarios del mundo entero. Los técnicos con más responsabilidades tratan a duras penas de encauzar el problema, pero no todos los políticos ponen el mismo empeño en atajar el virus racista. Se detecta un silencio inhibitorio. China asusta por su poder y ahora alarma por este amenaza proveniente desde lo más profundo del país.
                
En Occidente, el sobresalto chino se solapa con virus de muy distinta naturaleza y condición, en este caso políticos y sociales de una incubación mucho más larga y prolongada, que no mata físicamente, pero destruye tejidos sociales, contamina principios democráticos y erosionas las bases de la convivencia.
                
En Estados Unidos, se han producido estos días tres acontecimientos que han dejado el evidencia la salud del sistema político: la fase final del proceso de impeachment, la primera jornada electoral de las primarias demócratas y la sumisión de la política a la propaganda, durante el tradicional discurso presidencial sobre el estado de la Unión.
                
Con un partidismo sin disimulo, los senadores republicanos impidieron la semana pasada la presentación de testigos que hubieran podido ser muy perjudiciales para su jefe político, dejando clara su voluntad de exonerarlo a pesar de las tropelías que hubiera podido cometer en el ejercicio de su cargo y la degradación democrático del sistema y del prestigio del país. Este miércoles, La Cámara alta confirmará el voto inculpatorio de la vergüenza (2).
                
Impotentes en el legislativo, los demócratas arrastraban el bochorno de sus inaugurales primarias en Iowa. El caos producido en el sistema de recuento durante la noche del martes retrasó la publicación de resultados, hasta el punto de que la noticia del ganador dejó de ser lo más importante en beneficio de las deficiencias electrónicas y una inaudita falta de previsión. El problema es algo más que una aplicación defectuosa. Estados Unidos arrastra una tradición calamitosa de infraestructuras fallidas en los procesos electorales. El escándalo de 2000 en Florida fue sólo el acontecimiento más publicitado, en una larga serie de fracasos. Tanto hablar de las supuestas interferencias rusas que pueden desnaturalizar las elecciones, cuando el problema más palpable del sistema se encuentra en casa (3). Y no es sólo técnico (aplicaciones, máquinas de votar, registros, etc), sino político: manipulación de censos, obstáculos a las minorías para ejercer su derecho de voto y otras perversiones, protección judicial de quienes restringen la expresión ciudadana y muchos problemas derivados más.
                
Trump se regocijó por este patinazo demócrata y se permitió insinuar las sospechas del fraude que lleva mentirosamente propalando desde 2016, cuando él es el principal sospechoso de no jugar limpio.  En su último discurso sobre el Estado de la Unión antes de la cita electoral de noviembre, el presidente de las 16.000 mentiras se empeñó a conciencia en olvidarse de los hechos y se extendió en la propaganda y las falsedades sobre sus “logros”. Retórica derechista y divisoria (migración, fanatismo religioso, descontrol de armas), autobombo económico (empleos y comercio) y falaces avances diplomáticos (pese a ser el presidente norteamericano peor valorado en el mundo en el último medio siglo). La sesión que es habitualmente cumbre de la solemnidad política en el Congreso degeneró en un episodio más de la fractura partidista. Trump se negó primero a estrechar la mano que le tendió Nancy Pelosi y la Presidenta de la Cámara, al término de la alocución presidencial, desgarró las páginas que contenían su discurso. Imágenes que codifican niveles de tensión política como pocas veces se ha visto.
                
LA MUTACIÓN DEL BREXIT          
                
En Europa, la gestión del acercamiento silencioso del coronavirus se ha producido en plena mutación de otro fenómeno infeccioso (político, diplomático, social y propagandístico), el del Brexit. El adiós (hasta ahora sólo político e institucional) de Gran Bretaña ha dejado paso a otro periodo no menos áspero. Tras un crudo divorcio, vendrá la negociación seca sobre las relaciones futuras, en particular las comerciales, pero también las normativas.
                
El premier Johnson se siente reforzado en su línea de jugar fuerte, de exhibir una fuerza que seguramente no tiene, de no amilanarse ante un socio más potente. El bombástico líder se permite cuestionar lo que él mismo ha firmado, hacer como que ignora compromisos contraídos en los anexos del acuerdo de separación y amagar con buscarse otros caladeros de mejor conveniencia para los británicos.
                
Los faroles de Johnson inquietan no por su capacidad propia, sino por el efecto que puedan tener sobre la tensionada economía europea. El negociador Barnier es lo opuesto del inquilino de Downing Street: serio, riguroso y minucioso. Pero el liderazgo continental está bajo mínimos, el riesgo nacional-populismo está lejos de haber sido desactivado, Trump tiene muchas posibilidades de seguir en la Casa Blanca y no hay excesiva confianza en los mercados.

NOTAS

(1) “Welcome to the belt and road pandemic”, LAURIE GARRETT. FOREIGN POLICY, 24 de enero

(2) “A dishonorable Senate”. Editorial. THE NEW YORK TIMES, 31 de enero; “If the Senators fail to call Bolton, their trial is a farce”. Editorial. THE WASHINGTON POST, 27 de enero; “Senate to emerge from impeachment trial guilty of extreme partisanship”. PAUL KANE. THE WASHINGTON POST, 1 de febrero.

(3) “Who needs the Russians”. ZEINER TUFEKCI. THE ATLANTIC, 4 de febrero: “Cyber-attacks and electronic voting errors threaten 2020 outcome, experts war”. THE GUARDIAN, 2 de enero.