LA CARROZA Y LA CALABAZA

23 de enero de 2009

Después de la sobredosis de escenografía y los excesos mediáticos, llega la hora de la verdad para el Presidente Obama.

Quizás la clave de lo que anida ahora en el imaginario colectivo del ciudadano global se puede resumir en este anhelo: cómo debe hacer el Presidente Obama para responder a las esperanzas y evitar las decepciones.

La herencia es tan abrumadora, el contexto es tan negativo y la sensación de deterioro de la función pública esta tan extendida que Estados Unidos y buena parte del mundo se mueven entre los anhelos de cambio y el temor al fracaso, además sin alternativa.

Hay cierta irresponsabilidad en sobrecargar las expectativas. Parte debe atribuirse a unos medios erráticos, secuestrados por el espíritu del show-business y lastrados por el deterioro de la profesión. Con alivio, se ha podido leer estos días una confesión de parte en Los Angeles Times –por cierto, uno de los innumerables periódicos norteamericanos en la UVI.

“Debemos extraer las enseñanzas de nuestra historia reciente, en la que se ha visto cómo el apoyo de todo un pueblo a su presidente ha enterrado el más mínimo espíritu crítico, condición sin embargo necesaria para obligar a los políticos a rendir cuentas de sus actos”.

Se refiere LAT al ardor patriótico que los druidas de Bush construyeron después del fatídico 11 de septiembre y todas las perversiones que se derivaron de aquello. Que no ocurra ahora lo mismo, aunque por razones diferentes, clama el diario.

La fascinación por Obama responde más a consideraciones emocionales que a fundamentos racionales. Sin restar trascendencia histórica al acontecimiento, un conjunto de exigencias distorsiona el significado del momento político.

El fenómeno de la Obamanía no es, sin embargo, puro artificio. No creo que este político con imagen de buen chico sea producto de laboratorio o un líder con pies de barro. Lo relevante de su significado histórico es que ha sabido acompasar la originalidad relativa de su discurso con la necesidad objetiva, y lo ha hecho antes que muchos de sus rivales. Su intuición política se ha demostrado superior. Y en el mundo actual, la intuición marca la diferencia.

Un rasgo común de muchos de los comentarios de estos días es la combinación entre la excitación por algo nuevo -que además lo parece- y la ansiedad por el temor a que la carroza se convierta en calabaza. Hay demasiada tendencia en estos tiempos a construir historias, cuentos, fábulas sobre las respuestas políticas a los problemas colectivos. El personismo dominante necesita héroes. Aunque la realidad subyacente se complazca en destruirlos.

Obama es, en parte, producto (¿será victima?) de ese personismo. Un hombre pasa salvarnos de la crisis. Un hombre para redimir a un nación que ha comprobado como descansa sobre un sistema envenenado. Un hombre para enderezar el rumbo que no extravió una fuerza de la naturaleza sino un endemoniado proyecto de laboratorio. Todos los símbolos de una nación todavía joven han sido puestos estos días en estado de máxima excitación para multiplicar el efecto grandilocuente.

El estado de gracia no se ha agotado con el clímax de la toma de posesión de Obama. Ahora estamos asistiendo al fragor de las primeras medidas. Me atrevería a insinuar incluso que el balance de los emblemáticos primeros cien días ya esta diseñado en los despachos de la Casa Blanca, salvo sobresaltos no evitables.

No hay tiempo, ahora, para leer la letra pequeña o para escuchar a los que hablan en voz baja por temer a ser inoportunos. No es momento de aguafiestas.

Y sin embargo, es una exigencia intelectual proclamar que los excesos son negativos y son sospechosos. Que la decepción Obama, de confirmarse, no será sólo producto de conspiraciones o enemigos emboscados en pasillos, tejados y cloacas del sistema.

Debemos esperar un presidente mejor, más preparado, más amable, más dialogante, más racional, más inteligente. También más ambiguo. No ha ganado las elecciones un idealista. Curiosamente, Obama no ha dicho explícitamente que lo sea, pero sus discursos están construidos sobre esa presunción. Es lugar común en sus proclamas arremeter contra los cínicos. De un lado y de otro. Pero su praxis, su estilo político se alimenta de un pragmatismo cultivado en ese cinismo que el ejercicio de la política irremediablemente produce, sobre todo a partir de determinadas alturas.

Por todo ello, los que defendían con más pasión el triunfo de Obama hace un año sienten ahora más desasosiego que los que mantenían un actitud escéptica ante su discurso.

En todo caso, los primeros pasos de Obama suenan a tercera vía blairista: no más o menos Estado, sino mejor Estado, vigilancia pública discreta para prevenir derivas del mercado, ayuda pública no por caridad, sino como vía más segura para el bien común (una combinación de fabianismo y pragmatismo).

En el terreno de la libertades, doctrinal liberal clásica norteamericana: rechazo de la “falsa opción entre seguridad e ideales” . Con Guantánamo, se opta, de momento, por la suspensión cautelar, como se esperaba. Pero se anuncia que en un año ese monumento a la vergüenza será clausurado y los odiosos métodos de detención, tutela e interrogación de detenidos. asimilables a los de las dictaduras, serán abolidos. En renovación de la política, compromisos concretos de medidas éticas de transparencia y control.

En política exterior, recuperación del multilaterismo, pero versión Washington. Es decir, se proclama que se cuenta con todos, pero sobre la base de la visión norteamericana del mundo. Y una dosis de músculo dirigida a los enemigos recalcitrantes: “os derrotaremos”. Las primeras llamadas telefónicas al exterior le entretuvieron más en Oriente Medio. Israel le ha “regalado” a Obama una pausa en la masacre de Gaza. Pero no nos equivoquemos: los cien días coinciden con la recta final de la campaña electoral israelí. Es hora de recoger dividendos, después de las apuestas bélicas. Irak tendrá una “solución profesional”: los militares dirán cómo resolver el dilema de la retirada.

De esto y de lo demás, hablaremos en las semanas siguientes.

ESPERANDO A OBAMA

16 de enero de 2009

A sólo unos días de tomar posesión, Barack Obama ha multiplicado apariciones en los medios para anticipar el enfoque inicial que dará a su gobierno, sobre todo para afrontar la crisis económica. En paralelo, se han vertido en cascada consejos, recomendaciones y, por qué no, presiones sobre lo que, desde cada punto de vista, debería hacer para responder a los desafíos que tiene por delante.

Obama permanece fiel a si mismo. O al menos fiel a lo que se ha revelado como seguro de éxito hasta el momento: un discurso muy bien articulado, una ambigüedad hábilmente presentada como prudencia y una ambición en los fines atemperada por la moderación del discurso y las estrategias.

Los analistas más progresistas no ocultan su desasosiego por ciertas evasivas de Obama. O, peor aún, por cautelas que presagian cierta aprensión en el giro que debe dar para garantizar la profundidad del cambio. El flamante premio Nobel de Economía, Paul Krugman, que respaldó con entusiasmo su elección, le ha prevenido con insistencia desde el NEW YORK TIMES del peligro de “quedarse corto”. Le aconseja con pasión que se olvide de los recortes de impuestos, incluso a la clase media, y apuesta claramente por un keynesianismo sin complejos ni ambigüedades: gasto público, promoción de los servicios sociales, etc.

La evocación de Roosevelt está a la orden del día estos días en Estados Unidos. El propio Obama ha reconocido que está estudiando con detenimiento los discursos del presidente que consiguió sacar al país de la Gran Depresión de los años treinta.

Pero los tiempos son otros, y otros son los temperamentos políticos. Domina la sensación de que Obama evitará riesgos y, como él mismo dice, tratará siempre que pueda de hacer la síntesis de todos estos consejos, a veces contradictorios y hasta opuestos. Es evidente que apostará por una economía de fomento de la demanda, que enterrará las recetas neoliberales y buscará un impulso desde el sector público. Pero con particular atención a que no dispare el déficit que Bush ya ha dejado desbocado, con tres recortes fiscales y un incremento alarmante del gasto militar.

En síntesis, puede decirse que Obama va a moverse según estos principios:

- búsqueda del consenso interpartidario, siempre que pueda, moviéndose entre “ambos lados del pasillo legislativo”, en el lenguaje del Capitolio.

- toma constante de temperatura de los agentes económicos y sociales para evitar alarmas, preocupaciones o rechazos que dificulten la legitimidad de las medidas.

- pragmatismo en la ejecución de los planes.

En política exterior, el nuevo presidente tendrá que atender varios frentes del amplio “arco de la crisis” que cubre el mundo arabo-islámico. El relativo apacigüamiento iraquí apenas aliviará la renovada presión en Palestina, el dossier siempre pendiente de la nuclearización de Irán y el avispero del Asia meridional.
Su para muchos decepcionante performance ante la campaña bélica israelí en Gaza no debería haber sorprendido, si nos atenemos a sus propias declaraciones públicas o a la composición de su equipo diplomático.

Hillary Clinton estuvo brillante en su comparecencia ante el Comité del Senado que confirmó su nombramiento como Secretaria de Estado. Se esforzó por moderar su conocido talante pro-israelí, pero sin avanzar compromisos. Algún diario especula con la posibilidad de que Hillary ponga en escena a algún diplomático no “gastado” durante el mandato de su marido. Pero los nombres que hasta ahora han emergido son veteranos de aquellos años. Nunca como entonces se estuvo cerca de un acuerdo de paz, pero se acabó como siempre: en la frustración de la diplomacia norteamericana y en la recriminaciones mutuas entre israelíes y palestinos. THE GUARDIAN asegura que Obama estaría dispuesto a negociar de forma indirecta (casi clandestina) con Hamas, y cita a un diplomático próximo a los Bush como posible encargado de la misión.

El escenario afgano-pakistaní se presenta también confuso y lleno de interrogantes. Obama ha enviado a su vicepresidente, Joe Biden, a Islamabad, con toda probabilidad para que explique los parámetros de su estrategia ante aquel conflicto. Pero seguramente también a recibir información de primera mano sobre la actitud de los dirigentes pakistaníes; en particular, del nuevo jefe de los servicios de inteligencia militar, clave para cualquier política a implementar.

Los indios han elevado el umbral de la presión al hacer públicas supuestas evidencias sobre la involucración de los servicios secretos pakistaníes en los atentados de Bombay. LE MONDE ofrecía un resumen inquietante. Es de esperar que India atienda las peticiones de retención y prudencia que Obama, en la misma línea que la administración saliente, solicitará. Pero Nueva Delhi exigirá garantías en un sentido doble: que se acabe con cualquier forma de complicidad y que se castigue a la madeja de responsables.

El NEW YORK TIMES publicó el domingo pasado dos imprescindibles artículos de su corresponsal senior, David Sanger: uno dedicado a la sedicente incertidumbre acerca del control del armamento nuclear en Pakistán, y otro sobre lo que se sabe -y lo que se supone- del programa atómico iraní. La conclusión más importante es que los servicios de inteligencia norteamericanas trabajan mucho más en las sombras que en el conocimiento sólido de lo que ocurre.

Estas dudas sobre la fiabilidad de la información otorga sentido a una de las polémicas más agudas en la conformación del equipo de gobierno de Obama. La selección del Leon Panetta como director de la CIA ha sido muy criticada, sobre todo desde las propias filas demócratas. Panetta fue jefe de gabinete de Clinton. Su habilidad política y su competencia como gestor de crisis no están en discusión. Pero se reprocha al presidente en ciernes que haya elegido a una persona inexperta en asuntos de inteligencia. Después de varios días de debate, el asunto ha quedado solventado en gran parte por el talante conciliador de Obama y su habilidad para desactivar las críticas.

Ocurre también que el presidente electo está por estrenar, está entero. Hasta el propio Bush, en parte por exigencias del guión, le regala elogios. Pero le hará falta mucho más que el indudable capital político acumulado y la enorme esperanza dentro y fuera de Estados Unidos para dar respuestas ciertas, justas y creíbles a un mundo que está mucho peor que la última vez que un demócrata se sentara en el Despacho oval.