MÉXICO: TERROR CRUDO, INTERVENCIÓN SILENCIOSA

2 de septiembre de 2011

La guerra de Libia y la represión en Siria, por no hablar de la gestión política de la manipulación financiera, han privado de foco a otro de los acontecimientos de agosto: el brutal atentado en un casino de la ciudad mexicana de Monterrey, supuestamente perpetrado por Los Zetas, uno de los cárteles más sanguinarios del narcoimperio.
Medio centenar de personas murieron al ser incendiado el Casino Royal, uno de los más importantes y conocidos de la ciudad. El impacto ha sido tremendo, a pesar de que en México ningún acontecimiento violento parece ya provocar asombro. Se trata del mayor número de víctimas en una sola acción delictiva en muchos años. Pero, sobre todo, el atentado cobra un significado relevante también por el escenario de la tragedia.
Monterrey es la segunda ciudad de México, aunque en realidad es la más próspera, la más rica, sede de varias universidades, capital industrial y cultural de la República. Y lo más importante: hasta hace poco tiempo, se creía ajena a los estragos del narcoterrorismo, la enfermedad que corroe el país hasta sus cimientos. Hoy, el 90% de su población se confiesa aterrada, según una reciente encuesta reproducida por LOS ANGELES TIMES.
De un tiempo a esta parte, Monterrey se ha convertido en el objetivo de las bandas criminales. La vida económica de la ciudad proporciona un botín indiscutible y ofrece oportunidades muy jugosas para esconder, disimular o blanquear los negocios ligadas al tráfico de estupefacientes. Los casinos constituyen uno de esos instrumentos de simulación.
Durante años, la mayoría de los casinos habían sido ilegales en México. Durante el mandato de Vicente Fox, el anterior presidente, se regularizaron e impulsaron estos establecimientos de juego. El artífice de este proceso fue Santiago Creel, ministro del Interior en la época (primer lustro del nuevo siglo). La tendencia se ha mantenido con el actual presidente, Felipe Calderón. En los años de gobierno del PAN (el partido conservador que quebró la hegemonía del PRI), el número de casinos se ha multiplicado por siete. Hay unos ochocientos en todo el país, según datos de una investigación realizada por la prestigiosa revista PROCESO. Se calcula que más de un centenar son aún ilícitos.
Todo indica que el atentado contra el Casino Royal se debe a una extorsión. El propietario, al parecer, no se avino a pagar la comisión que le exigían Los Zetas, el cartel más peligroso y sanguinario (aunque no el más poderoso) de los que operan en el país. En su expansión por la zona costera del Golfo, esta banda criminal ha puesto sus tentáculos sobre Monterrey. El dueño del casino debía prever con seguridad lo que podía ocurrirle, porque, de hecho, residía desde hace meses en Estados Unidos.
El atentado tuvo tal impacto que el presidente Calderón envió más de un millar de hombres de la Policía Federal para reforzar la busca y captura de los responsables. Al cabo de unos días fueron detenidas cinco personas. La policía se ha esforzado por presentar resultados con una rapidez inhabitual. Se ha ofrecido como prueba de la autoría los videos tomados en una gasolinera cercana donde los criminales se abastecieron de combustible con el prendieron fuego al local. Las propias cámaras del casino habían registrado el momento en que los coches de los autores del atentado llegaron al casino y su posterior huida del edificio, ya en llamas.
Pero ni las exhibiciones de fuerza ni los aparentes “éxitos policiales” sirven para convencer a una población instalada ya en el escepticismo. Para comprender hasta donde se ha llegado en la perversión de los aparatos estatales, es altamente recomendable el libro de la periodista mexicana ANABEL HERNÁNDEZ titulado “Los señores del Narco”.
LA POLITICA FRACASADA DE CALDERÓN
En su discurso de respuesta al atentado de Monterrey, el presidente Calderón introdujo una variable novedosa. Por primera vez, se refirió a un acto de estas características con el término “terrorismo”. Este detalle es importante. Como afirmó uno de los editorialistas del diario REFORMA, “elevar la categoría del enemigo ayuda a dar legitimidad a una política duramente cuestionada”. En efecto, después de otro atroz espectáculo de terror precisamente en su estado nativo, Michoacán, un un episodio de guerra interna por el poder entre clanes, el presidente Calderón decidió militarizar la lucha contra el narcotráfico.
El resultado ha sido desigual, en el mejor de los casos. Terrible, desde cualquier punto de vista. Treinta y seis mil muertos, desde entonces. El último año, 2010, fue el más sangriento, con más de diez mil víctimas mortales. Para muchos, síntoma inequívoco de fracaso. Los cárteles decidieron responder al desafío poniendo en juego todo su poder destructivo, en todos los ámbitos. No sólo han aumentado cuantitativamente los crímenes. La crueldad ha superado todos los registrados conocidos en las ejecuciones. Se ha adoptado una política de desafío total. Las bandas se despedazan entre ellas, incluso colaborando torvamente con el Estado cuando se trata de debilitar o aniquilar al rival. Y el Estado sigue ese juego con tal de privar de oxigeno a una u otra facción. Pero el mal de fondo, la corrupción, la penetración de los cárteles en todas las esferas del Estado, no parecía ceder. A comienzos de este año, parecía inevitable acudir a lo que hasta ahora, salvo en algunos periodos escogidos, se había evitado o, al menos, limitado lo más posible: la ayuda del vecino del Norte.
¿COOPERACION O DEPENDENCIA?
Con razón, autoridades y ciudadanía contemplan a Estados Unidos como causa indiscutible del problema narco. No en vano, sin el voraz mercado norteamericano no habría negocio, las bandas no se habrían enriquecido, no gozarían del ilimitado poder de corromper que obscenamente exhiben. Y peor aún: son suministradores norteamericanos los que han convertido a los cárteles en auténticos ejércitos dotados de arsenales terribles. Siete de cada diez armadas incautadas en acciones policiales o en enfrentamientos armados procedían del mercado estadounidense. La administración Obama admitió, con más claridad que otras anteriores, la responsabilidad de Estados Unidos en esta materia. Se han tomado algunas medidas, pero ninguna lo suficientemente efectiva, hasta la fecha. El bazar bélico continúa abierto. El negocio es el negocio
Lo que en cambio parece que avanza es la silenciosa colaboración militar entre los dos Estados. Este mes, días antes de la masacre de Monterrey, el NEW YORK TIMES reveló que unidades policiales especiales de México preparaban acciones ultrasecretas en territorio estadounidense, para escapar a la vigilancia y la penetración de los narcos. Con el apoyo de la inteligencia norteamericana, estos efectivos policiales mexicanos han realizado operaciones relámpago con gran discreción, eficacia y contundencia.
Más aún: aviones autopilotados (los famosos drones, tan polémicos por su actuación en las regiones tribales pastunes de la frontera afgano-pakistaní) estarían efectuando acciones de vigilancia y recopilación de información sobre movimientos y establecimientos estratégicos de las mafias en territorio mejicano. Otros aviones completarían esta tarea con operaciones de detección y escucha de comunicaciones de los cárteles. Además, la DEA, agencia norteamericana antinarcóticos, dispondría de un centro de inteligencia en una base militar mexicana, en el que ofrecen sus servicios antiguos agentes, personal de la CIA y militares retirados.
Este programa de cooperación hubiera resultado impensable hasta hace poco tiempo. De hecho, públicamente, o se niega o se rechaza cualquier comentario que conduzca a su confirmación. A comienzos de año, las declaraciones de un alto cargo del Pentágono, anunciando una inevitablemente implicación militar estadounidense en México provocó un aparente escándalo, con las manidas protestas diplomáticas. El “nacionalismo emocional” mexicano obliga a estos ejercicios aparentes de soberanía. Pero cada día parece más evidente que el fracaso del combate contra el narcotráfico y la exasperación ciudadana obligará a la dirigencia política (y militar) mejicana a aceptar la creciente dependencia de Estados Unidos. Se trata de una opción estratégica delicada y plagada de peligros. Pero, para muchos, inevitable, en gran medida.