20 de mayo de 2020
Cada
vez se evoca más la guerra fría para describir el estado actual de las
relaciones entre las dos principales superpotencias (o la superpotencia y la
aspirante) mundiales: Estados Unidos y la República Popular de China.
La
crisis del coronavirus ha agudizado una disputa que venía desarrollándose en
los meses anteriores (disputa comercial más o menos aguda, tensiones por el
despliegue militar chino en aguas
internacionales frente a sus costas y
las de sus vecinos, flirteos diplomáticos con los rivales regionales de Washington,
acercamiento táctico a Rusia, etc.). Mal que bien todas estas incomodidades se
iban gestionando, aplicando correcciones diplomáticas a los faroles políticos,
en particular en el dossier comercial. Obviamente, la intemperancia y la incoherencia
de la (des)administración norteamericana impregnaba la tranquilidad de una
pegajosa incomodidad.
Lo
que la alarma sanitaria ha provocado es un desequilibrio a favor de las maneras
fuertes, de los retos testosterónicos, de las miradas de western por
parte del presidente hotelero, cada día más inverosímil en su condición de
dirigente. O como ha dicho Obama estos días, incapaz incluso de pretender que
es un dirigente.
Los
chinos, con su habitual templanza, amparada por la falta de controles internos,
juegan a ridiculizar las bravatas norteamericanas, a hurgar en las divisiones
transatlánticas, a llenar el vacío de liderazgo (1) y a arrimar dinero hacia
las agencias de ese orden internacional que el Washington de la posguerra
inspiró y que el Washington convulso actual desdeña. Hay abundantes ejemplos de
esta paradójica inserción de Pekín en la arquitectura capitalista liberal. El
compromiso de financiar con 2 mil millones de dólares adicionales la investigación
de la OMS sobre el virus maligno es la última de ellas.
En
la actitud beligerante de Trump y sus escuderos (Pompeo, Navarro, Pöttinger,
por mencionar los más vocingleros) hay poco de visión estratégica y mucho de
electoralismo en corto, que es lo que al inquilino de la Casa Blanca únicamente
interesa y comprende. A su base electoral y a los arrimados republicanos les importa
tan sólo que en la Casa Blanca haya alguien que no se achante, sin medir las
consecuencias.
Por
esa razón, y otras relacionadas, China será el gran tema de campaña del
presidente combativo. En torno al peligro amarillo girará toda la retórica o demagogia.
Pieza clave de ello será la consideración de Joe Biden, el virtual candidato
demócrata, como parte del problema: por su blandura o incluso por su complicidad
con el enemigo. Ya ha empezado la traca de twiters y de escaramuzas
telecomerciales. En esta clave hay que ver los ataques paranoicos contra
Obama de los últimos días. Biden, número dos del presidente afroamericano, será
presentado como una marioneta suya, pero por encima de ambos, la siniestra
orquestación de Pekín y su designio de debilitar a América y arruinar a los
americanos.
Este
esperpento, que no discurso (le falta coherencia argumental), empuja al G-2
hacia un escenario no de guerra fría, sino de guerra congelada,
de hielo. Sin duda, hay semejanzas entre
este arranque de siglo y la segunda mitad del XX. Pero el mundo es distinto y la
China de hoy no es la URSS de entonces. Las economías norteamericanas y
soviéticas nunca estuvieron conectadas, mientras que las dos superpotencias
actuales son polos insustituibles de la actual globalización. Si la receta
Kennan sobre el containment de una URSS en expansión condujo a la guerra
fría, es de esperar que las contradicciones de la rivalidad china-americana
de estos días no permita pasar del punto de congelación de un conflicto
latente pero controlado (2).
El
pulso Washington-Pekín mantiene en guardia a los actores internacionales que
gravitan en torno a la energía desprendida de esa confrontación: los aliados
europeos y asiáticos de Washington, los clientes subsidiarios de la expansión china
(el entramado de países atados a la moderna ruta de la seda y otras iniciativas
similares), y terceros países que contemplan a Pekín como un pivote de
compensación en el (des) equilibrio planetario.
La
política de confrontación que la campaña electoral norteamericana puede agudizar
insistirá en el decoupling, el desacoplamiento entre las economías de
ambos países, tras cuatro décadas de largo y paciente proceso de interdependencia
(3). Ese es el objetivo de los halcones de la Casa Blanca. Por pánico o por cálculo,
algunas grandes empresas ya están haciendo planes de contingencia para
trasladar sus centros de operaciones de territorio chino e instalarlos en otros
países asiáticos más templados o amigables (eso incluye Vietnam, gran paradoja
de la historia, país todavía formalmente comunista, pero enemigo tradicional
del gigante del norte).
Sin
embargo, no pocos economistas llaman la atención sobre la inutilidad de este
empeño. Hay demasiados intereses compartidos en la estructura actual de la globalización
como para que el decoupling se pueda producir con eficacia. Puede ser
más grande el daño que el beneficio, porque también perjudica a los americanos,
como dice un analista del muy conservador Instituto Cato (4).
Curiosamente,
China contempla este despliegue de agresividad norteamericana con la paciencia
estratégica habitual, que no hay que confundir con condescendencia (4). Xi
Jinping es ya un presidente vitalicio, o puede serlo, si la crisis de sistema
no se profundiza y los mecanismos represivos funcionan medianamente. Pese a la
severa llamada de atención que ha supuesto el coronavirus y las pesadas
consecuencias que arrastrará, Xi sigue convencido de que este será el siglo de
China y a él le corresponde poner las bases de ese liderazgo. Sea así o no,
parece que estamos en el momento Sputnik de China, como dice el
economista Branko Milanovic (5). El actual gran timonel sabe que, gane
quien gane en las elecciones de noviembre, tendrá que lidiar con un ambiente
hostil a China en la Casa Blanca. Biden puede desinfectar de estupidez el
despacho oval, pero previamente tendrá que comprar cierta retórica de firmeza
hacia Pekín, porque necesita el electorado victimista y victimizado de su rival
republicano (6).
En
lo que el candidato demócrata puede separarse más claramente de Trump es en la
relación con los aliados. No es fácil construir un relato de fortalecimiento de
América a partir de la recuperación de los lazos que han hecho fuerte el orden
liberal internacional. Por muchos problemas que haya con los europeos por el
reparto de la carga defensiva (frente a Rusia, se supone), está cantada la
recuperación de una estrategia común para frenar la tendencia china a no
respetar las reglas del comercio internacional o de la propiedad intelectual.
Con
los asiáticos se puede decir lo mismo, pero debe añadirse el decisivo aspecto del
riesgo acrecentado de la inseguridad. Japón, Corea del Sur, Filipinas (incluso
el ya mencionado Vietnam) se sienten amenazados por el despliegue naval chino
en la cadena de islotes de los mares interiores compartidos con el coloso
regional. Durante la crisis sanitaria, se ha reforzado el dispositivo militar chino en la zona (7).
Pero los gobiernos de la región se han sentido tan alarmados por esto como por la
desenfocada actitud de la Casa Blanca, que insiste en que sus aliados paguen más
por su protección y dejen de depender del amigo americano.
NOTAS
(1) “China is happy to fill the leadership vacuum
left by the U.S.”. DER SPIEGEL, 6 de mayo.
(2) “The source of China’s conduct. Are
Washington and Beijing fighting a new cold war?”. ODD ARNE WESTAD. FOREIGN
AFFAIRS, septiembre-octubre 2019.
(3) “The great decoupling”. KEITH JOHNSON y
ROBBIE GRAMER. FOREIGN POLICY, 14 de mayo.
(4) “Making China pay would cost americans
dearly”. DOUG BANGOW. FOREIGN POLICY, 5 de mayo.
(5) “Is the pandemic China’s sputnik moment?
What a virus reveals about two systems”. BRANKO MILANOVIC. FOREIGN AFFAIRS,
12 de mayo.
(6) “What does Washington want from China?
Pique is not a policy”. CHRISTOPHER HILL. FOREIGN AFFAIRS, 11 de mayo.
(7) “Under cover of pandemic, China steps up
brinkmanship in South China sea. ROBERT A. MANNING y PATRICK M. CRONIN. FOREIGN
POLICY, 14 de mayo.