20 de septiembre de 2017
Alemania vota este domingo
en un clima de continuidad y distensión que la distingue de otros escenarios
europeos y occidentales.
Hace nueve meses, las perspectivas eran algo
diferentes. Los sorprendentes resultados de las presidenciales norteamericanas animaron
un exagerado temor a una deriva populista en Europa. La derrota de las fuerzas
xenófobas y antiliberales en Holanda y Francia y las dudas sobre la viabilidad
del Brexit después de retroceso tory
en Gran Bretaña le han restado dramatismo a estos comicios alemanes.
A todo ello se añade la evaporación de la perspectiva
de cambio político. La canciller Merkel se dispone a obtener un cuarto mandato,
tras el espejismo de un ascenso socialdemócrata. El nuevo liderazgo del SPD en
la persona del otrora presidente de Parlamento europeo, Martin Schultz, no ha
tenido vigor suficiente para acabar con la era merkeliana.
MÁS MERKEL
Así las cosas, la única incógnita aparente de
estas elecciones es la fórmula de gobierno que sucederá a la gross coalition actual. Naturalmente,
dependerá de los resultados. Por lo pronto, se descarta un ejecutivo monocolor,
porque parece imposible una mayoría absoluta de los democristianos (CDU).
Tampoco se baraja la continuidad. La alianza entre
los dos grandes parece agotada. La efímera posibilidad de éxito electoral llevó
al SPD a romper los puentes de colaboración con la CDU y sería inconsecuente y
oportunista restablecerlos ahora.
Lo que resta es una coalición de la CDU con dos de
los partidos menores. Si no le alcanza la suma de los liberales del FPD, que
debe regresar al Bundestag tras una penosa travesía del desierto, Merkel
intentará atraerse los verdes, que se han ido fracturando y moderando. No se
espera que la canciller solicite el respaldo de los xenófobos de Alternativa
por Alemania (AfD), que entrarán con seguridad en el Parlamento, debido a las
insalvables distancias que han mantenido con ella en estos años pasados.
En la oposición restarían también los
socialdemócratas y los izquierdistas de Die Linke. Una debacle democristiana
podría permitir al SPD componer una coalición con los verdes y con la
izquierda, pero este escenario es altamente improbable.
Detrás de esta matemática escasamente especulativa
asoma la estabilidad del sistema político alemán. El bipartidismo nunca ha
ejercido un dominio absoluto en la Alemania de posguerra, aunque las distintas
soluciones de gobierno siempre han pivotado en torno a democristianos y
socialdemócratas, o bien sumando fuerzas estas dos formaciones o agregando cada
una de ellas a uno de los partidos menores (por debajo del 10%). Por lo tanto,
puede hablarse, en cierto modo, de un bipartidismo imperfecto o variable. O, en
términos más actuales de un “consenso centrista”.
UNA ESTABILIDAD CON SOMBRAS BAJO CONTROL
El escaso espacio para la sorpresa o el frenazo
del populismo que ha provocado alarma en otros países europeos no significa que
Alemania sea un plácido lugar sin tensiones ni problemas. Una mayoría de
politólogos occidentales –pero sobre todo los norteamericanos- presentan a la
Alemania merkeliana como el gran
baluarte liberal frente a las turbulencias populistas (Trump, Brexit,
xenofobia, neoautoritarismo, etc.)
Esta visión sobrevalora la capacidad de Alemania,
e incluso su voluntad. Las ambiciones alemanas tienen más que ver con su
bienestar económico que con su liderazgo político. El escarmiento de los
dramáticos fracasos del sueño de grandeza alemana en la primera mitad de siglo
pasado dio paso a un pragmatismo mantenido en los últimos sesenta años, que ha
demostrado ser mucho más eficaz.
Alemania ha pasado de la supremacía militarista a
la hegemonía económica haciendo el menor ruido posible. Pero no siempre ha
podido pasar de puntillas. El proyecto europeo ha sido el marco en que el
liderazgo alemán ha sido asumido en el interior y aceptado en el exterior.
Sin embargo, la rígida posición alemana en la
gestión de la crisis económica de la pasada década ha empeorado la percepción
que se tiene de Alemania en otros lugares de Europa. Mientras Berlín asumía el
rol disciplinario en Europa, le brotaban de nuevo fantasmas indeseables en
casa. La apariciónde fuerzas tributarias de antiguas resonancias trágicas bajo
nuevos disfraces provocó alarmas dentro y fuera del país.
La crisis migratoria de
2015 otorgó a Merkel una oportunidad única para enderezar esta deriva
antipática de Alemania. De canciller de hierro pasa a canciller de seda. El
rigor se convirtió en humanitarismo, por efecto de la propaganda y de la propia
debilidad, inconsecuencia y miedo de sus socios europeos. Pero la pretendida
generosidad (que era más bien conveniencia) hacia los desplazados de las
guerras lejanas fue mejor valorada en Europa que en sectores conservadores de
su propio país.
Y entonces vino la inevitable
rectificación. Angela adoptó una posición menos angelical. Luego, los acontecimientos antes mencionados le ayudaron
a presentarse como el exponente de la estabilidad occidental en un orden
convulso. El país recuperó su apreciada normalidad, que algunos comentaristas tildan
de aburrida.
Alemania tiene aversión a hiperliderazgos y sobresaltos. La
reunificación resultó un proceso largo, complicado y penoso, pero ya parece
superado. La prosperidad xige una tranquilidad de hierro. Las tensiones son
inevitables en el ámbito social y territorial, pero parecen bajo control. La
proyección exterior se mantiene bajo parámetros de influencia económica y
discreción diplomática, que eclipsan los medidos y muy limitados compromisos
militares, siempre éstos bajo paraguas europeo.
Por todo ello, las elecciones de este fin de
semana constituirán un ejercicio más de la rutina democrática alemana, que ni
siquiera las sospechas de hackeo
exterior (ruso) podrán alterar.