4 de Mayo de 2016
De
un tiempo a esta parte, casi nunca llegan buenas noticias de Francia. A los españoles
que lucharon por la democracia y a la que nos hicimos adultos con ella nos sobraron
siempre razones para profesar admiración por nuestro vecino del norte. Pero
últimamente, lo que nos llega es agotamiento, desconcierto e inquietud.
Los
tres fenómenos que provocan ahora una especial preocupación son los siguientes:
el desmoronamiento de un modelo social que ha garantizado prosperidad y
bienestar social; el cuestionamiento de derechos y libertades en la nación que
los alumbró, codificó y exportó al mundo; y la
consolidación del nacional-populismo, no solo como alternativa real de
gobierno, sino también como inspirador de la agenda política emergente.
LA
BORROSA LÍNEA DERECHA-IZQUIERDA
La
segunda experiencia socialista francesa camina por senderos sombríos, pese a
los esfuerzos de sus protagonistas por minimizar el desastre. Cuando Hollande
fue elegido Presidente de la República, hace cuatro años por estos días, se
creyó que Europa podía aferrarse a París para propulsar una alternativa a la
salida de la crisis, distinta a la doctrina alemana de la austeridad. La
ilusión sólo duró medio año.
Naturalmente,
no pocos manifestamos nuestras prudentes expectativas ante las limitadas
capacidades de Francia para liderar otra respuesta europea. Puede atribuirse el
fracaso a la decepción sobre la estatura política real de Hollande, o el
endémico instinto cainita en el Partido Socialista francés. Los pensadores
neoliberales señalan los denominados "problemas
estructurales" del modelo social francés; en palabras crudas:
productividad escasa, macrocefalia del sector público, sobreprotección social.
Incluso los reformistas, ubicados en los márgenes más pálidos de la
socialdemocracia, proclaman la necesidad de una revisión general de los
principios de la izquierda europea.
Francia
estaba ya en crisis de sistema antes de Hollande, y seguirá en tal condición
deprimente cuando los socialistas se conviertan -que no es descartable- en una
fuerza rezagada, al menos durante un tiempo. La derecha es responsable de esta
situación tanto o más que la izquierda, porque ha participado de criterios de
gestión semejantes, con menor acento social, pero con el mismo énfasis en los
aparatos administrativos. La derecha tiene tanta o más fascinación por el
Estado que la izquierda. El liberalismo triunfante ha tenido poco éxito en
Francia. Durante un tiempo, fuera de Francia esa realidad se juzgó como
positiva, en la medida en que podría reequilibrar el nuevo paradigma social
anglosajón, que se había hecho con la hegemonía desde su ofensiva a comienzos
de los ochenta (1).
Ahora,
como ya ha ocurrido en varios momentos de los últimos treinta años, la derecha
se cree de nuevo llamada a gobernar, pero es muy posible que no lo pueda hacer desde
la engañosa modernidad que proclama, sino desde la revisión tradicional que
encarna el Frente Nacional. O pactando con este movimiento o vampirizando
alguna de sus propuestas, como ya hizo en anterior etapa de gobierno. Pero la
estrategia de Sarkozy concluyó en fracaso, como todo en Francia de un tiempo a
esta parte. La derecha no consiguió construir un modelo neoliberal a la
francesa.
La
irrupción del nacionalismo populista robó a la derecha convencional francesa el
compromiso con el Estado como motor de la economía, como garante de los valores
tradicionales y, al cabo, como corrector de las brechas sociales. El fracaso de
los parciales y limitados intentos de la izquierda ha contribuido a fortalecer
esa alternativa, que inicialmente se antojaba extremista y exclusivamente de
protesta, y que hoy se nos aparece como opción más que posible de gobierno. El
Frente Nacional es la nueva patria política de sectores sociales que durante
décadas venían confiando en la izquierda, sin por ello haberse enajenado
aquellos segmentos residuales que parecían condenados a la marginación o la
extinción.
EL
CALVARIO SOCIALISTA
Hollande
prometió superar la austeridad como método. Cuando comprobó que no tenía fuerza
o recursos para hacerlo, se refugió en el nominalismo, al que son tan
aficionados los franceses, para llamar de otra forma a lo mismo que se hacía en
la mayor parte de Europa. Pero con denominar rigor a la austeridad, no podían
cambiar las cosas. El prestigio del término alternativo no convenció a la base
social que esperaba ilusoriamente un giro. El Presidente terminó acomodado en
la corriente general de la deriva europea y creyó que podría reescribir el
relato acudiendo a la política sin complejos. Un año escaso después de llegar
al Eliseo, cuando su popularidad ya descendía en picado, puso en el frente de
desgaste de su gobierno a Manuel Valls, por entonces la cabeza más visible del
ala derecha del socialismo francés.
Valls
parecía el mejor antídoto contra el nacionalismo populista emergente del Frente
Nacional, por la manera fuerte con la que se conducía en materia de seguridad,
inmigración y terrorismo. Ya se ha visto que la retórica sirve de poco cuando
los problemas adquieren una envergadura considerable. El inútil tono
militarista que se adoptó después de los atentados de noviembre ("Francia
está en guerra") fue el preludio de otra de las iniciativas que más
malestar ha provocado en la izquierda, incluidos muchos socialistas, pese al
aparente respaldo social: la privación
de la nacionalidad francesa a los binacionales implicados en actos de
terrorismo.
Después
de un prolongado silencio, Hollande compareció esta semana en un acto de
homenaje al líder socialista histórico, Jean Jaurès, para defender su gestión e
invocar "el compromiso de la izquierda". Pero no desveló si será
candidato el año que viene. Hace un año,
vinculó su decisión al "descenso del desempleo". El primer ministro Valls
asumió la defensa activa de un gobierno en caída libre, pero sus energías se
han consumido en polemizar con la izquierda de su partido. Hoy, Valls ha sido
desbordado, desde la derecha, por otro cachorro del Presidente, el ambicioso
Ministro de Economía, Emmanuel Macron, quien no se ha privado de lanzar su
propia plataforma política sin denominación de origen ideológico ("En
Marcha"), pero con intenciones claramente electorales. Sopla un aire
de ¡sálvese quien pueda!
En
la izquierda socialista, la opción Macron irrita tanto o más que la opción
Valls, porque representa lo mismo, pero con más descaro. El primer ministro se
permite reclamar a su jefe que ponga orden; es decir que coloque a su compañero
de visión ideológica en su sitio, con el razonable argumento de que el gobierno
es un trabajo colectivo. Pero lo único que se oye desde el entorno del Eliseo
es un lema onomatopéyico ("He, oh, la gauche"), con el que se
pretende defender los años Hollande. Poco prometedor.
Todo
esto ocurre cuando se apunta una nueva primavera de protesta social, juvenil y
estudiantil (La Nuit Debout), que
sólo puede erosionar aún más el apoyo social al gobierno. La reforma laboral
supone para una buena parte del PSF una nueva renuncia de la izquierda. El ala
izquierda se plantó ("Trop, c'est trop", dijo Martine Aubry en
una tribuna pública) y se dispuso a combatir la reforma sin miramientos. La
ministra Khomry, encargada de su gestión, fue vilipendiada por sus propios
compañeros cuando intentó presentarla como una iniciativa positiva para generar
empleo. De ahí que el proyecto haya sido sustancialmente modificado antes del
trámite parlamentario. Pero no lo suficiente para aplacar las críticas
sindicales y sociales, como pudo comprobarse en un agitado y bronco Primero de
Mayo.
(1) Sobre esta brecha
cada vez más difusa entre derecha e izquierda en Francia (y, en general, en
Europa), es recomendable el trabajo "Vers le fin du clivage
gauche-droite", en LE MONDE DES IDÉES, 30 de abril.