TRES MUJERES , TRES ESTILOS DE GOBIERNO

25 de enero de 2023

Tres mujeres gobernantes han ocupados estos días el centro de la atención mediática: las primeras ministras de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, y de Francia, Elisabeth Borne, y la presidenta interina de Perú, Dina Boluarte. Tres mujeres pertenecientes a tres países muy diferentes entre sí, de tres culturas políticas distintas.

JACINDA ARDERN, O CÓMO SABER RENUNCIAR

Jacinda Ardern ha dimitido de su cargo de jefa del gobierno y del liderazgo del Partido Laborista. Para relativa sorpresa de la mayoría de los observadores, una de las políticas con más carisma de la escena internacional dice adiós, y todo parece que será para siempre, o para mucho tiempo al menos. En su despedida, y como razón fundamental, dejó una frase que a buen seguro pasará al acervo político en lo sucesivo: “I have no enough in the tank” (que podría ser traducido como “me he quedado sin energía en el depósito”.

Ardern es un caso fabuloso de ascenso, crisis y derrumbe. Fue alabada por la prensa liberal y reconocida por la progresista debido a la entereza que demostró tras el doble atentado xenófobo de 2019 contra unas mezquitas en la ciudad de Christchurch, su empatía natural con las familias de las víctimas musulmanas, su coraje frente al racismo subyacente en su sociedad (asimilable al de cualquier otra) y su agilidad en la toma de decisiones para controlar la disponibilidad del uso privado de armas de fuego. Quiso aplicar un programa ambicioso de reducción de la pobreza y avance social. Apenas lo ha logrado. Pero no es exagerado decir de ella que se convirtió en un icono no ya del buen gobierno, sino del gobierno cercano pero a la vez comprometido, de un gobierno de valores por encima de las conveniencias inmediatas.

Jacinda Ardern ha sido víctimas de las secuelas políticas y sociales del COVID. Ejerció un liderazgo valiente, sin contemplaciones ni concesiones, adoptando decisiones difíciles, dolorosas y sacrificadas, pero muy alejada de cualquier pedestal, desde el salón de su casa, dando ejemplo y con una seriedad envuelta en comprensión y sensibilidad. Paradójicamente, la misma ciudadanía que presumía de jefa de gobierno fue sintiéndose cada vez más incómoda. La cotidianidad de la pandemia, primero, y los efectos económicos, a continuación, fueron desgastando el crédito de Ardern hasta invertir la percepción pública. En apenas unos meses, una de las gobernantes más populares del mundo pasó a ser una política desgastada más.

En tales condiciones, el instinto político invita a la resistencia. Incluso es razonable sostener que frente a la adversidad, la altura política exige coraje. Jacinda ha tomado otro camino. No por abandonismo, sino por convicción. No ha querido aferrarse al poder y se ha confesado. Vuelve a la vida privada, a su familia. El manido recurso de la “dimisión por razones personales”, que suele esconder otras motivaciones reales, toma carácter de autenticidad en el caso de la dirigente socialista neozelandesa. No culpa a nadie, ni se victimiza. Declara su vulnerabilidad, enseña su depósito vacío o insuficiente y hace de la derrota un gesto desdramatizado de la vida. Se va con la misma modestia con la que gobernó (1).

ELISABETH BORNE, EL PODER COMO EJERCICIO DE TENACIDAD

Elisabeth Borne comparte con Jacinda Ardern una cierta proximidad ideológica. O compartía, porque la francesa ha ido pasando de un socialismo democrático más bien tibio y tecnócrata a un liberalismo con cierta retórica social. Es una exponente bastante significativa de la deriva socialista francesa, de su confusión, del oscurecimiento de sus principios. Borne, al menos, puede hacer gala de su capacidad de trabajo, de su tenacidad en la labor de gobierno. Macron eligió calculadamente a su capataz ejecutiva, un complemento perfecto para combinar la grandilocuencia de sus gestos con la eficacia de la tarea diaria.

La reforma de las pensiones será la gran prueba para la pareja Macron-Borne. El presidente se reserva las alocuciones que proyectan el futuro, el gran diseño del cambio de modelo social. La primera ministra correrá con el desgaste de la brega diaria, en los salones, pero sobre todo en la calle. Las negociaciones políticas se desarrollan con cierta discreción, terreno en el que la jefa del gobierno se mueve como pez en el agua.

La agitación social es otro cantar, más bronco y menos manejable. Las protestas ya han comenzado y amenazan con arreciar. Se agita el espectro de los gillets jaunes,  la revuelta que amargó el primer mandato de Júpiter, como se moteja al ambicioso Presidente francés. El perfil tecno-burocrático de Borne parece idóneo para desviar hacia ella parte de la munición contestataria. Como alguien ha escrito, la primera ministra parece dispuesta, preparada y hasta deseosa de hacer el “trabajo sucio”, de erigirse, si es necesario, en el “fusible” de Macron, para impedir un apagón en el Eliseo (2).

DINA BOLUARTE: LA TRÁGICA IMPOTENCIA DEL PODER POR EL PODER

Dina Boluarte es el caso más trágico de esta triada femenina. La presidente interina del Perú es casi un zombi político. Puede afirmarse, sin exagerar, que es el contra modelo de Jacinda Ardern. A falta de principios sólidos, maniobrerismo puro y duro. Pero torpe. Su trayectoria política no puede ser más errática. Se subió al carro de la candidatura del depuesto Presidente Castillo sin compartir programa ni estrategia, poco o nada contribuyó a frenar el vacilante mandato de su jefe, aislado y preso de unas débiles (debilitadas) estructuras políticas, y finalmente se convirtió en una suerte de Bruto ficticio, porque en realidad nunca hubo un Julio César al que frenar. Boluarte aparece, cada día que pasa, más una usurpadora que una restituyente.

El mísero sur del Perú se levanta contra la manera en que la oligarquía acabó con un vacilante y dubitativo Presidente, pero hijo del pueblo al fin y al cabo. El Congreso difícilmente representa a la mayoría de la nación. La orquestada pretensión de institucionalización, de defensa de normas huecas no engañó a casi nadie desde el principio. Pero, a medida que se amontonan los muertos en las calles de las zonas más pobres (medio centenar, ya) y los grupos más activos ponen cerco a los centros simbólicos de poder, la farsa adopta tintes de tragedia.

A pesar de la firmeza un tanto impostada de los primeros días, dicen que ahora Dina habría querido dimitir, tras fracasar sus intentos de apaciguar a los revoltosos. Se lo habría desaconsejado el primer ministro Otárola, un personaje gris, sin legitimidad popular alguna, que emerge quién sabe si como líder alternativo, en caso de que la Presidenta termine desmoronándose.

 

Ardern, Borne y Boluarte representan tres estilos divergentes de gobernar y de hacer política. Pero no se trata, al menos en lo fundamental, de ejemplos o de empeños personales. Las tres son producto de sus fundamentos sociales y su cultura del poder, de la manera de representar la democracia como sistema liberal de gobierno. En éste cohabitan tendencias muy dispares cuando se trata de aplicar los principios a la gestión de la realidad: predominio de la ética política (Ardern), dialéctica pragmática y desapasionada (Borne) e impostura en la preservación de los privilegios  (Boluarte). En la mayoría de los lugares estos tres estilos se solapan y conviven en función de las necesidades de cada momento.


REFERENCIAS

(1) “Jacinda Ardern’s graceful departure is the personification of modern democratic ideals”. VAD BADHAM. THE GUARDIAN, 19 de enero; “The many legacies of Jacinda Ardern”. ISHAAN THAROOR, THE WASHINGTON POST, 23 de enero; “How Covid’s bitter divisions tarnished a liberal icon”. DAMIEN CAVE, THE NEW YORK TIMES, 19 de enero.

(2) “Élisabeth Borne en première ligne de bataille des retraites”. MATTHIEU GOAR. LE MONDE, 24 de enero; “Réforme des retraites: Élisabeth Borne saura-t-elle faire le ‘salaud boulot’? WALTER ELLIS. REACTION, 5 de enero (reproducido en COURRIER INTERNATIONAL, 10 de enero).

(3) “Pérou, de l’instabilité politique aux brutalités policières. GONZALO BANDA. AMERICAS QUARTERLY, 12 de enero (reproducido en COURRIER INTERNATIONAL, 19 de enero); “Reflexiones sobre la crisis política y social en Perú. MARCELO SOLERVICENS. OTHER NEWS, 16 de enero

¿SON JUSTAS LAS CRITICAS QUE RECIBE ALEMANIA?

18 de enero de 2023

Desde el comienzo de la guerra en Ucrania, Alemania ha sido el blanco de las críticas de los aliados occidentales, en intensidad y formas distintas según la procedencia. Los líderes de los los países más importantes han sido cautelosos o diplomáticos, no así los de Europa Central o el Báltico, notablemente irritados, o de los tories británicos, apegados a los resortes de la guerra fría. Las habituales voces de los think-tanks y los editorialistas de la mayoría de los medios, incluso algunos ideológicamente cercanos al actual gobierno, se han empleado a fondo contra una actitud que han calificado de pasiva y negligente, o de cómplice en los casos más extremos.

En términos generales, se reprocha a Alemania su estrategia de relaciones constructivas con Moscú, considerada egoísta por privilegiar sus intereses nacionales, a costa de perjudicar la cohesión de la política aliada de castigo a Rusia por su agresión.

Las recriminaciones han pasado por diversas etapas. Primero se condenó la negativa de Berlín a propiciar una desvinculación de la provisión de energía rusa (petróleo y gas), una medida que se consideraba fundamental para reducir los ingresos con los que el Kremlin financia la guerra. El abandono alemán del proyecto de gasoducto NordStream 2 y la cancelación de su antecesor mitigaron momentáneamente las críticas. Pero enseguida se focalizaron en la cuestión militar. Desde el verano se arremete contra el Canciller por su resistencia a suministrar a Kiev todo el armamento que demanda, en particular los misiles de largo alcance y los carros de combate Leopard-2. Irrita, en particular, que Berlín no sólo se niegue a suministrar a Ucrania estos vehículos ofensivos de alta capacidad, sino que, en virtud de las condiciones de venta,  impida que otros países se los proporcionen al país agredido.

El Canciller Scholz, hombre prudente y poco dado a declaraciones altisonantes y actuaciones precipitadas, no se aferra a una política personal o caprichosa. Considera que Rusia es un factor indesplazable del equilibrio estratégico en Europa, aunque rechace de manera rotunda la guerra de agresión contra Ucrania y favorezca una ayuda mesurada a este país. El apoyo a Kiev debe ser compatible con la evitación de un conflicto aún mayor en Europa, con el riesgo nada desdeñable de una escalada nuclear (1).

En las últimas semanas se han producido contactos discretos para doblegar la resistencia alemana y es más que probable que a finales de semana, en la reunión que celebrarán los ministros de Defensa aliados en la base alemana de Ramstein, se llegue a un acuerdo sobre los requerimientos ucranianos de armamento avanzado, que implicaría luz verde a los Leopard-2 y al resto de la panoplia en cuestión. Que este encuentro tenga lugar es ya una señal avanzada de compromiso. Por presión o por convicción, parece que Alemania ha cedido o ha optado por una posición más flexible. En realidad, Alemania ha soportado críticas por una política que otros aliados han mantenido en la práctica, aunque su discurso o su retórica haya sido más favorable a las demandas ucranianas. Corolario de estas tensiones ha sido la dimisión forzada de la ministra de Defensa, Christine Lambrecht, más por sus torpezas personales que por desavenencias políticas. Del nuevo titular, Boris Pistorius, con nula experiencia en asuntos militares, debe esperarse una plena conformidad con la línea del Canciller. De hecho, se han recordado estos días declaraciones suyas a favor de la prudencia con Rusia (2).

UNA QUERELLA ANTIGUA

En esta polémica sobre la resistencia alemana a desvincularse de Moscú operan recelos que se remontan medio siglo atrás, cuando otro Canciller socialdemócrata, Willy Brandt, lanzó la denominada Ostpolitik o política hacia el Este. Muy combatida inicialmente por la derecha alemana, fue acogida con frialdad por los aliados europeos (Francia y Gran Bretaña) y con cierto recelo por Washington. Sin embargo, la Ostpolitik  coincidió con la diplomacia triangular del entonces Presidente Nixon con la URSS y China, destinada a agudizar la rivalidad entre los colosos comunistas de la época en beneficio de la hegemonía estadounidense. En la Casa Blanca se temía que Brandt pudiera hacer valer una agenda de apertura con Moscú demasiado autónoma de su estrategia Este-Oeste. La firmeza del entonces Canciller y el pragmatismo de los dirigentes soviéticos propiciaron el éxito de la Ostpolitik, al sentar las bases de la distensión que culminaría en la Conferencia de Helsinki. Occidente consiguió un compromiso para frenar la persecución de la disidencia en los países del bloque del Este, el derecho a intervenir en la defensa de los derechos humanos y un reequilibrio de las fuerzas militares convencionales en Europa,  a cambio de la aceptación de la esfera de influencia soviética y el reconocimiento de la Alemania comunista (RDA). Brandt nunca renunció a la unificación alemana, como le imputó falsariamente la derecha alemana. Con el paso del tiempo, esa política permitió que, al hacer implosión el bloque comunista, el proceso de unidad alemana fuera poco conflictivo, aunque no estuviera exento de costes sociales notables.

En los comentarios críticos que han podido leerse estos meses sobre la política alemana hacia Rusia se ha deslizado cierto resentimiento hacia el sentido histórico de la Ostpolitik, algo que pueden resultar sorprendente a tenor de lo ocurrido en Europa (y en el mundo) en estos últimos cincuenta años. Comentaristas alemanes y europeos vinculados con los centros de poder en Washington no pierden ocasión de fustigar el entendimiento entre Moscú y Berlín (3). Este clima de recriminación ha sido en parte legitimado por las polémicas relaciones personales entre el Canciller Schröeder y Vladimir Putin a comienzos de siglo, que propiciaría luego la conversión del dirigente político en ejecutivo de Gazprom, la empresa más importante del conglomerado industrial estatal de la actual Rusia nacionalista.

Pero los reproches de los atlantistas doctrinarios no se han dirigido únicamente a los gobiernos del SPD. Angela Merkel también recibió críticas por su política prudente con el Kremlin, si bien le reconocieron su desconfianza innata hacia Putin. En realidad, no hay muchas diferencias entre la era de Merkel y el actual gobierno dirigido por el SPD. El esfuerzo por preservar los lazos potables con Moscú por razones de interés nacional y de seguridad europea ha sido una política de estado en Alemania, con distintos matices de grado y flexibilidad.

La posición del Canciller es defendida por la mayoría del Partido Socialdemócrata, pero no siempre ha sido secundada por sus socios de gobierno. Llama poderosamente la atención del desacuerdo expresado puntualmente por los Verdes, tradicionalmente pacifistas convertidos ahora en el partido más favorable a elevar el grado de apoyo bélico a Ucrania. Este giro no es compartido por gran parte de las bases ecologistas. En el disenso verde se  combinan la incomodidad por un discurso sentido como belicista con el temor a un abandono de los objetivos de lucha contra el cambio climático y la protección de la naturaleza. Las protestas recientes contra la reapertura de una mina a cielo abierto en Renania es un buen ejemplo de ese creciente divorcio interno (4) . Qué decir de los liberales, públicamente partidarios del rearme ucraniano sin miramientos, pero más discretos de puertas adentro.

POLÉMICA INTERESADA

En Washington se entiende mejor la posición alemana de lo que pudiera deducirse de ciertos comentarios intempestivos en medios y gabinetes de análisis. En algunos de los momentos de mayor presión por parte de sus vecinos centroeuropeos y bálticos, Scholz ha llegado a insinuar que el freno a los suministros armamentísticos a Kiev también se ejercía desde Washington. Aunque Biden se haya mostrado más rotundo en defensa de Ucrania y haya favorecido un esfuerzo militar que se acerca ya a los 50 mil millones de dólares, se comparte con Alemania la necesidad de no pasarse de la raya con Rusia. La Casa Blanca puede querer una derrota de Rusia, pero no su hundimiento, que podía precipitar un caos de consecuencias imprevisibles.

La polémica también ha creado tensiones en el eje franco-alemán, considerado esencial para el denominado proceso de construcción europea. Nuevamente se habla de crisis en la relación bilateral (5). Que Francia se haya adelantado en la provisión de blindados ofensiva es una señal evidente de falta de concertación entre París y Berlín. En el Eliseo se dejan escuchar reproches sobre la actuación de la Cancillería en el proceso de desenganche energético de Moscú. Pero se olvida que Macron fue el primero en actuar por su cuenta antes y después del inicio de la guerra con pretendidas iniciativas de acercamiento a Putin para hacerle desistir de su actitud

La crisis franco-alemana es cíclica, Ha ocurrido con todos los presidentes y cancilleres, de un signo y otro de ese consenso centrista (liberal-conservador y socialdemócrata) gobernante en ambos países. Ahora que se cumple el sexagésimo aniversario del Tratado del Eliseo, firmado por De Gaulle y Adenauer para consagrar la reconciliación franco-alemana de posguerra, domina una cierta sensación de desfallecimiento (6). Pero los intereses comunes priman sobre las discrepancias de oportunidad o la química personal ocasional.

Las evidentes contradicciones de Alemania en su política con el  gran vecino del Este no son ni más ni menos reprochables que las que tienen otras grandes potencias en sus relaciones internacionales. En no pocas ocasiones, la hipocresía prima sobre la generosidad de fachada y el l rédito propagandístico por encima del equilibrio racional.

 

NOTAS

(1) “The Global Zeitenwende. How to avoid a new cold war in a multipolar era”. OLAF SCHOLZ. FOREIGN AFFAIRS, enero-febrero 2023.

(2) “En Allemagne, le nouveau ministre de la Defénse attendue au tournant sur la livraison d’armes Lourdes à Kiev”. COURRIER INTERNATIONAL (Resumen prensa alemana), 18 de enero.

(3) “Germany must move past the crossroads”. JUDY DEPMSEY. CARNEGIE, 10 de enero; “Germany must shake off its habits of finding excuses for inaction”. CONSTANZE STELZEN-MÜLLER. BROOKINGS INSTITUTION, 16 de septiembre.

(4) “A Lüzerath, le divorce entre le direction de Verts et sa base militante est consommé”. SÜDDEUTSCHE ZEITUNG (traducido en COURRIER INTERNATIONAL), 15 de enero.

(5) “Friends and strangers. The franco-german relationship is cooling at a critical time”. DER SPIEGEL (version en inglés), 13 de enero.

(6) “Derrière les divergences entre Paris et Berlin, l’isolement de l’Allemagne de Scholz”. LE MONDE, 26 de octubre.

BRASIL Y EE.UU: LOS MOTINES DE ENERO

11 de enero de 2023

Es pronto aún para conocer el origen, alcance y responsabilidades de los acontecimientos del 8 de enero en Brasilia. El impacto escénico de miles de personas irrumpiendo en los edificios (vacíos) de los tres poderes del Estado sitos en la explanada mayor de la otrora futurista capital de la República se asemeja tanto al ocurrido hace dos años en el Capitolio de Washington que resulta imposible desvincularlos, aunque haya notables elementos diferenciadores.

En ambos casos, se trató de una exhibición de elementos extremistas de derechas convencidos de que se había producido un fraude electoral. O autoconvencidos, a partir de las denuncias infundadas del candidato perdedor. En uno y otro lado, una aparente acción espontánea generó sospechas confusas sobre su organización y el respaldo de fuerzas maniobrando en la sombra. En ambos casos, se evidenció una falta de previsión, primero, y luego de pronta respuesta por parte de los efectivos policiales, desbordados por completo ante el empuje de los asaltantes. Los dos supuestos inspiradores de las turbamultas se mantuvieron a resguardo: Trump, atrincherado en la Casa Blanca; y Bolsonaro, oportunamente alejado en los aledaños de Disneylandia, muy cerca de la residencia de su “amigo”, en Florida). Ni uno ni otro se decidió a encabezar la revuelta pero los dos evitaron condenar expresamente a sus participantes.

DISFUNCIONALIDAD EN WASHINGTON

Dos años después, en Washington aún están por depurar las responsabilidades, tras una larga y excitante investigación parlamentaria que ha puesto en evidencia la deriva antidemocrática del Partido Republicano. No sólo eso: lejos de la triunfalista aseveración de la victoria de la democracia, realizada por el Presidente Biden en su toma de posesión, dos semanas después del asalto al Capitolio, se han reforzado las crecientes disfuncionalidades del sistema político.

Los decepcionantes resultados del Partido Republicano en las legislativas de noviembre lejos de contener han alentado aún más a las facciones ultraconservadoras. El espectáculo de la elección hasta catorce veces fallida del Presidente de la Cámara de Representantes, este mismo mes, refleja el clima de escisión y revuelta  en el GOP (Great Old Party). Las amplias concesiones que Kevin Mc Carthy ha tenido que hacer para obtener finalmente el puesto anuncia otro periodo de combate por el control del partido y contra la Casa Blanca (1). La derecha norteamericana es rehén de un grupo extremista (con o sin Trump) decidido a obstruir la democracia y a reforzar el control que ejercen las minorías en el tejido político nacional (2).

Más allá del turbio mundo de Washington, en estos dos años se han multiplicado las iniciativas en numerosos estados para discriminar los derechos de elección de los ciudadanos. Y mientras, en la calle, han aumentado los casos de violencia policial y las medidas adoptadas para prevenir muertes provocadas por el uso privado de armas de fuego han resultado insuficientes. Por no hablar de las nuevas brechas de desigualdad generadas por los efectos de la COVID y por la espiral inflacionista derivada de las decisiones adoptadas tras la invasión rusa de Ucrania.

Sostenía hace unos días la historiadora Anne Applebaum que Estados Unidos se ha convertido en ejemplo de lo peor, para el resto del mundo, y en particular para el hemisferio occidental (3). En parecidos términos se expresaba un comentario editorial de LOS ANGELES TIMES, uno de los principales diarios norteamericanos (4). Son valoraciones coincidentes con otros medios liberales, que han sido, durante décadas, bastante complacientes con el sistema, imputando los defectos a los individuos, a dirigentes desviados, pocos o muchos, o en todo caso a las burocracias o aparatos de poder, y menos a la naturaleza y fundamento del orden político.

EL ECO DISTORSIONADO DE BRASILIA

En los acontecimientos de Brasilia hay una imitación del 6 de enero norteamericano, por una evidente simpatía entre Trump y Bolsonaro, los dos presidentes populistas derrotados en las urnas, elementos extraviados del sistema pero productos ambos del mismo. Entre los white trash asaltantes del Capitolio y las masas mayoritariamente evangélicas e interclasistas que tomaron los edificios de Planalto hay concomitancias ideológicas más o menos difusas y abismales diferencias sociales y culturales. Les une, eso sí, una supina ignorancia del mundo en el que viven, una intoxicación axiológica perversa y una frustración social peligrosa, como apunta el periodista norteamericano Jack Nicas, buen conocedor de Brasil (5).

No terminan de entenderse muy bien las pretensiones reales de ambas masas supuestamente manipuladas. Parece muy evidente que las posibilidades de forzar una alteración en los procesos institucionales de transmisión del poder eran remotas, salvo un desfondamiento general de los mecanismos del Estado. El alejamiento de la realidad se antoja insuficiente para explicar un comportamiento tan errático. ¿Creían, unos y otros, que su actos de heroísmo serían suficientes para generar un vuelco político que revirtiera el robo electoral que, a su juicio, se había producido? ¿O, más allá del resultado de sus acciones, se daban por recompensados sólo con la denuncia ejemplarizante de su sacrificio?

Decía Lula al día siguiente del asalto a la explanada de los tres poderes que se había producido un intento de “golpe de Estado”. Posiblemente sea así, aunque aún no se perciban por ahora los contornos de una acción semejante. Que haya no solo irresponsabilidad, sino más bien complicidad policial, que se aviste colusión más que negligencia política del gobernador de la capital y de otras autoridades encargadas de proteger el orden público, que se detecten líneas de financiamiento en el traslado y encaminamiento de los asaltantes no quiere decir que hubiera un plan definido de asalto del poder. Si así fuera, los cerebros han sido absolutamente incompetentes. Es sabido que los golpes a veces fracasan, porque se rompe la cadena de afecciones, por delación o por accidente. Pero en Brasilia no parece que se trate de eso. Más bien da la sensación de que los asaltantes y/o sus inspiradores pretendían crear un clima de insurrección, propiciar un shock colectivo que generara una dinámica de revuelta general. En todo caso, una alucinación, más que un plan político. Un deseo de golpe más que un golpe en sí.

Por todo ello, de momento parece mas verosímil contemplar lo de Brasilia como un motín no necesariamente espontáneo, puesto que hay pruebas y rastros de incitación, pero en todo caso desestructurado. Ha abonado sospechas sombrías la tolerancia de la cúspide militar ante la concentración de miles de seguidores bolsonaristas junto a cuarteles distantes menos de diez kilómetros de los edificios institucionales. El excapitán incorporó uniformados a su equipo de gobierno, prodigó elogios a los militares y guiños a su condición de eventuales salvadores de la Patria. Encontró cierta respuesta en estamentos castrenses, pero el espíritu de las asonadas militares no es propio de estos tiempos. Washington no ampara, y menos secunda, financia o propicia golpes de Estado de esa naturaleza, como en los años sesenta y setenta, para proteger sus intereses en el Hemisferio. Ahora, el libreto es otro, como señala el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, observador atento de Brasil (6).

Las amenazas a la democracia brasileña, por el contrario, no han cambiado. Proceden de los principales sectores económicos, en particular, del agrobusiness, como también ha denunciado Lula de manera genérica. Las palancas que esos intereses tienen para forzar la mano del nuevo gobierno son más alambicadas que el puro cuartelazo. En la práctica, el sistema electoral propicia la ingobernabilidad, y más ahora, cuando la acción presidencial puede ser fácilmente cortocircuitada en el Congreso por una mayoría derechista abrumadora. La coalición que sostuvo la candidatura de Lula sólo tendrá a su favor, en principio, a 81 de los 513 diputados y a 9 de los 81 senadores. Y el Partido Liberal, el de Bolsonaro, que está menos aislado de lo que ahora parece, será la minoría más numerosa en ambas Cámaras. El MDB (Movimiento de la Democracia Brasileña), el partido más estructurado de la derecha brasileña, apoyó a Lula y no a Bolsonaro en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, Pero, para que se entienda bien la “fluidez” de las alianzas políticas en Brasil, el destituido gobernador de Brasilia, sobre el que recaen gran parte de las sospechas de colusión o complicidad en los acontecimientos del 8 de enero, pertenece al MDB, no al partido del expresidente derrotado.

En estos momentos, Lula parece reforzado, porque sus adversarios de la derecha o del difuso  centro no querrán dar la menor impresión de simpatía con lo ocurrido y se prodigarán en protestas democráticas. Pero casi nada es lo que parece en la política brasileña, donde priman la ambigüedad, la falsedad y la maniobra torticera como método preferente de acción política.  


NOTAS

(1) “How Kevin McCarthy survive the GOP revolt to become House speaker”. WASHINGTON POST, 8 de enero;  “House narrowly approves rule amid concerns about McCarthy’s concessions”. THE NEW YORK TIMES, 10 de enero.

(2) “What is the House Freedom House? THE ECONOMIST, 9 de enero.

(3) “What the rioters of Brazil learned from Americans”. ANNE APPLEBAUM. THE ATLANTIC, 9 de enero.

(4) “The newest U.S. export -antidemocratic insurrection”. Editorial. LOS ANGELES TIMES, 9 de enero.

(5) “What droves a mass attack on Brazil’s capital? Mass Delussion. JACK NICKAS. THE NEW YORK TIMES, 9 de enero.

(6) “Brasil: advertencia a la navegación democrática”. BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS. OTHER NEWS, 10 de enero.


 

BRASIL: ADIÓS, PELE; HOLA DE NUEVO, LULA.

3 de enero de 2023

El azar ha querido que en apenas unas horas hayan tenido lugar en Brasil dos eventos de solemnidad: la despedida de Pelé y la toma de posesión de Lula como Presidente de la República por tercera vez. Nuevamente, fútbol y deporte convergen. O mejor dicho: se vuelve a visibilizar una convergencia permanente, pese a lo que a veces se sostiene con descuido.

La agonía y muerte de Pelé han constituido un fenómeno de identificación nacional, en un país atravesado por la incertidumbre, que afronta una nueva etapa de su trayectoria colectiva, encomendado a Lula, un político que surge del Brasil profundamente pobre  y representa la ambición de lo improbable: la superación, o al menos la reducción de la fractura social.

Pelé y Lula no son lo mismo, precisamente. Ni por condición, ni por vocación. Pero, pese a ello,  sus designios coinciden. Durante las exequias fúnebres, el mejor futbolista de la historia brasileña ha sido elevado a categoría divina ahora que ya no es de esta tierra. En vida, ya fue investido con el tratamiento real. ‘O Rei’ no era sólo un apelativo futbolístico: indicaba la necesidad de amplios sectores sociales de crear una autoridad indiscutible, solemnemente respetada, venerada sin conflictos. Una sublimación, una ilusión, como tantas otras con las que se construye el ideario nacional.

Lula representó originariamente lo opuesto: la emergencia del Brasil sometido, marginado, explotado y escondido a los ojos del mundo. La carrera política de este trabajador metalúrgico procedente de las oscuridades marginales del paupérrimo nordeste nacional es un trasunto de la aplastante estructura clasista del país. Una tenacidad envidiable le permitió superar dos fracasos consecutivos antes de conquistar la cúspide formal del poder. El Lula que llega a Planalto en 2003 no era un revolucionario, ni siquiera un disruptor. Su proyecto fue siempre más mesiánico que subversivo. Lula se postuló como sanador, no como cirujano. El objetivo conductor de sus primeros mandatos fue reducir la pobreza con programas paliativos, no extirpar las causas profundas que la originan y perpetúan. Los programas sociales en los que se apoya su legado fueron rectificativos, pero también fácilmente reversibles, como la realidad se ha encargado de demostrar: hoy la desigualdad en Brasil es mayor que hace veinte años.

No todo debe imputarse al villano Bolsonaro. Al no abordar las causas estructurales de la fractura social, los gobiernos del PT dejaron indefensas las mejoras aparentes. Esta debilidad es un rasgo que se replica en los mandatos reformistas de la primera década de siglo en la región. En realidad, fue la alta demanda de materias primas nacionales por parte de las potencias emergentes, singularmente China, lo que propició la eclosión de algo parecido al Estado de Bienestar en una zona que nunca había conocido algo semejante, si exceptuamos el periodo del primer peronismo (asimismo bendecido por un fenómeno similar durante la posguerra mundial).

Lula vuelve a un Brasil que es básicamente el mismo con que se encontró al acceder por primera vez al poder, no al que él dejó. Si acaso, las condiciones son peores que entonces. Los efectos de la COVID y la crisis internacional derivada de la guerra de Ucrania han dejado las arcas del Estado en situación exangüe. Las cifras oficiales de crecimiento son engañosas: están dopadas por las medidas electoralistas del presidente saliente, en un esfuerzo oportunista pero inútil por impedir su derrota. El crecimiento real este año no se prevé mayor del 1%, a la espera de lo que haga el ejecutivo entrante, sobre lo que hay más dudas que certezas, debido a la incertidumbre reinante (1).

Los observadores esperan un arranque prudente de Lula, similar a lo que ocurrido en su segundo mandato. Medidas más mediáticas como el refuerzo de la protección ecológica (freno de la deforestación de la Amazonía) y promulgaciones de derechos sociales ayudarán a visibilizar la superación del oscuro periodo ultraderechista.

Las políticas de nivelación social serán más dificultosas. El equipo de Lula está negociando con la miríada de partidos de centro y derecha que dominarán el Parlamento una modificación de la enmienda constitucional que estableció un techo de gasto público indexado a la inflación del ejercicio anterior. Esta medida fue impuesta durante el golpe blando que acabó con el mandato de Dilma Rousseff, sucesora y correligionaria de Lula tras la pavorosa crisis financiera de mediados de la década anterior. La suerte de Lula III se moverá entre el pacto y el chantaje. La aparente bonanza de estos tres meses, desde la elección presidencial, no deber ser interpretada como un signo de cooperación razonable, al menos de momento, sino como una ambigua velada de armas.

La ambigüedad es un estilo muy propio de las élites brasileñas. Bolsonaro ha sido un ejemplo de lo contrario y por eso ha fracasado en gran medida. Frente a la violencia brutal de las estructuras sociales, el poder real ha solido imponer una representación engañosa de la realidad. Eso lo interpretó muy bien Lula, después de sus primeros fracasos políticos, y todo indica que se atendrá a ese libreto también ahora.

Lo hizo también Pelé, cuando ya empezaba a perfilarse su estatura de héroe nacional. En las vísperas del Mundial de México de 1970, la dictadura militar brasileña vivía momentos de zozobra, con revueltas sindicales y sociales. El gobierno del general Medici necesitaba un éxito deportivo de gran calibre para anestesiar el malestar, o para desviarlo hacia la sublimación nacional. Sin embargo, el previsible equipo brasileño no parecía dotado para esa tarea. Y, además, el régimen militar tenía un enemigo interior que derrotar: el seleccionador, Joao Saldanha, era un militante público del Partido Comunista. Tres meses antes del Campeonato fue destituido y reemplazado por el más acomodaticio Mario Zagalo.

Pero las esperanzas de los militares brasileños estaban puestas en Pelé, ya campeón mundial en 1958 y 1962. La coronación definitiva e incontestable del astro brasileño pasaba por ganar en México. Se confiaba en que la suerte deportiva ayudaría a superar, al menos durante un tiempo, las dificultades del régimen (como ocurriría años después en Argentina).

Pelé no se desmarcó de esta utilización grosera del fútbol como palanca política. No lo tenía fácil, pero otros compañeros de éxitos deportivos, como Garrincha, tuvieron una actitud mucho más comprometida y combativa. El número 10 se abonó a la ambigüedad brasileña. O más bien se plegó a la utilización discreta del triunfo, compareciendo con los generales en actos masivos de celebración. Arrepentido o avergonzado, Pelé se fue alejando del régimen militar, hasta el punto de ser considerado un “traidor” por no querer participar en el Mundial de 1974, en el que Brasil fracasó. Más tarde confesaría que “mentiría si dijera que en 1970 yo ignoraba que entonces se torturaba en Brasil”. El corresponsal de LE MONDE en Brasil recoge éstos y otros testimonios en una crónica espléndida sobre el doble juego del futbolista, que contrasta con los tontorrones excesos elogiosos propios de las despedidas acríticas (2).

Después de su etapa como jugador en activo (con etapa final en el Cosmos, el primer intento de Estados Unidos por introducirse en el mercado futbolístico mundial), Pelé insistió en esa conducta indefinida o contradictoria, que consistía en evadirse de los pronunciamientos más comprometidos y apuntarse a fáciles denuncias del racismo (sin señalar a los responsables de quienes lo propician). Aceptó el Ministerio de Deportes que le ofreció el Presidente Fernando Henrique Cardoso, un centrista que acabó escorado claramente a la derecha.

Al cabo, Pelé ha sido despedido en el fervor popular, reflejo de la memoria volátil de las masas fácilmente manejables, y Lula ha sido saludado con más entusiasmo fuera que dentro, no tanto como exponente de un cambio social profundo sino como héroe de una restauración democrática, que importa más a los medios y académicos occidentales que a los millones de brasileños atrapados en la pobreza y la desesperación. La banalidad de los éxitos deportivos sigue movilizando más que las promesas racionales de una lenta mejora de las condiciones de vida. Lo primero es efímero pero palpable. Lo segundo suele ser resuelto en la decepción.

 

NOTAS

(1) “Brazil’s new President faces a fiscal crunch and a fickle Congress”. THE ECONOMIST, 31 de diciembre.

(2) “Mort de Pelé: les ambigüetés politiques du ‘roi’ du football, loin des terrains”. BRUNO MEYERFELD. LE MONDE, 31 de diciembre.