9 de octubre de 2018
Jair Bolsonaro ha ganado la
primera vuelta de las elecciones presidenciales brasileñas, como se temía, pero
con un margen algo superior al previsto. El candidato ultraderechista del Partido
Social Liberal ha obtenido una décimas por encima del 46%, mientras Fernando
Haddad, el candidato del PT que sustituía al encarcelado Lula se ha quedado a
unas décimas del 30%.
El 28 de octubre ambos medirán
sus fuerzas en la segunda vuelta. La gran incógnita sigue siendo si habrá virada o vuelco a favor del candidato de
la izquierda; es decir, si una especie de frente democrático podrá conjurar lo
que, de lo contrario, sería una catástrofe para Brasil, para toda América
Latina y, en consecuencia, para el resto de la comunidad de naciones.
LAS CLAVES DEL AUGE
ULTRADERECHISTA
1) La concentración del rechazo de todo el electorado conservador hacia el petismo y el lulismo.
Desde la alta burguesía de los grandes conglomerados agrarios, industriales y
financieros, hasta las clases medias urbanas y rurales, se han vivido los años
de gobierno de la izquierda con una mezcla de repulsión, miedo y odio de clase.
2) La atribución inmotivada de la crisis económica a las políticas supuestamente
socializantes del Partido de los Trabajadores. En realidad, la gestión de
Lula y Roussef fue más bien moderada y en absoluto atentatoria contra los
grandes intereses privados. Las razones del desfondamiento de la ilusión de
Brasil como una de las potencias emergentes han sido mucho más estructurales,
ligadas a la dependencia de los recursos obtenidos por el alto precio de las
materias primas en los mercados internacionales. Bolsonaro se ha apuntado al
desacreditado neoliberalismo que defiende su asesor económico, el chicago boy
Paulo Guedes, un favorito de los medios de negocios brasileños.
3) La manipulación de la corrupción. El fenómeno es histórico y
endémico en Brasil, como en toda la región). Pero los medios oligárquicos y un
sector de la judicatura, jaleados por los grandes intereses económicos y buena
parte de la cúspide militara, han orientado el rechazo ciudadano hacia el
aparato y liderazgo del PT. El centro y la derecha brasileña llevan años enfangados
en escándalos vinculados al enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias
y la conexión fraudulenta entre intereses económicos y políticos. Eso lo sabe
todo el mundo. Pero que el llamado “partido de los pobres” no haya sabido,
querido o podido escapar a esta lacra, lo ha dañado irremisiblemente y le ha
impedido neutralizar la mentira o la impostura.
4) El incremento reciente de la criminalidad y la violencia. Es otro
factor permanente de la vida social y política brasileña. El anuncio, en el
momento más álgido de la campaña de un nuevo récord en el número de muertes
violentas, el año pasado, alimentó la narrativa catastrofista y demagógica del candidato
extremista. El atentado con arma blanca que Bolsonaro sufrió durante un acto
electoral recuerda sospechosamente a los acontecimientos
rentables tan propios de los movimientos fascistas y antidemocráticos.
5) La atomización del elenco político. Esta circunstancia no sólo ha
favorecido durante años la precariedad de las alianzas y, por tanto, la
ingobernabilidad. Además, ha alentado la compra y venta de favores a cambio de
votos, apoyos, virajes y traiciones. El desprestigio institucional que ha
explicado el profesor Melo, de la Fundación Getulio Vargas, ha tocado fondo. Diversas
encuestas recientes señalan que el 85% de la población no confía o desconfía
por completo de la clase política. En esos escenarios, ya clásicos en el estudio
de los comportamientos políticos, la figura de un salvador externo, de un
ciudadano de hierro resulta sumamente tentadora.
6) La influencia del nacional-populismo demagógico proyectada desde el
gigante del Norte. El triunfo de Donald Trump ha desencadenado la
proclamación sin complejos de los mensajes que otrora ni siquiera una derecha
sin demasiado escrúpulos como la brasileña (y, por extensión, la
latinoamericana) se atrevía a realizar. Bolsonaro ha sido calificado como un “Trump
tropical”. En realidad, contrariamente al magnate norteamericano, el ultra
brasileño no tiene ni siquiera un historial emprendedor que exhibir, por fraudulento
que resulte el de su inspirador. El vencedor de la primera vuelta ni siquiera
era un líder militar con glamour sino un oscuro y mediocre capitán retirado. Bolsonaro
es más asimilable al filipino Duterte, aunque otros analistas lo han comparado,
erróneamente, con el egipcio Al Sisi, quizás por su perfil castrense.
EL DILEMA DEL 28 DE OCTUBRE
Así las cosas, lo que está por
ver es si Brasil se comporta como Estados Unidos en 2016 o como Francia en
2017. Es decir, si Bolsonaro remata y corona lo conseguido el domingo pasado,
igual que Trump logró en las presidenciales confirmar el auge imparable
apuntado durante el proceso de primarias; o si, por el contrario, se consigue
formar una suerte de “frente republicano”, como el que posibilitó el triunfo de
Macron, frente a la amenaza de una victoria de Marine Le Pen.
Para ello, Haddad tendrá que
contar, imperiosamente con los votos que han ido a Ciro Gomez, de centro
izquierda, y de Marina da Silva, la ecologista que rompió hace ya años con el
PT. El primero, otro antiguo camarada de Lula, aparecía curiosamente como el
candidato mejor situado para derrotar a Bolsonaro en segunda vuelta, pero apenas
ha superado el 12%. Marina ya se opuso a Dilma en 2014 e hizo pila con la
derecha en la segunda vuelta, infructuosamente. Ahora, sus seguidores no
deberían contribuir a la confirmación del triunfo reaccionario.
Y aun así, los apoyos de Gomes y
Da Silva no serían suficientes para Haddad. El pupilo de Lula necesita una consigna
de voto a su favor por parte de los líderes del Partido de la Social-democracia
brasileña, que empezó como formación de centro, bajo el liderazgo de Fernando
Henrique Cardoso, y ha ido evolucionando hacia la derecha, hasta confundirse
con otras formaciones menores de ese lado del espectro político. Este domingo,
su candidato, Gerardo Alckmin, no ha llegado siquiera al 5% de los votos, el
peor resultado de su historia.
El histórico Partido del
Movimiento Democrático brasileño, una suerte de UCD durante la transición de
mediados de los ochenta, se ha anclado firmemente en la derecha (es el partido
del actual presidente Temer), aunque fuera el socio increíble del PT durante el
mandato de Roussef. Hoy está completamente desacreditado por la corrupción y el
oportunismo más descarados.
En todo caso, Brasil no es Francia.
Tampoco Estados Unidos. Ni por dinámica institucional, ni por cohesión social,
por mucho que en las dos grandes potencias occidentales ambas supuestas
fortalezas se encuentren ahora cuarteadas y en crisis profunda. El riesgo de
una fiebre demagógica, revanchista e irracional es muy alto. Y enormemente
peligroso.