21 de Septiembre de 2016
Uno de los principales objetivos
en política exterior de Barack Obama cuando asumió la presidencia de los
Estados Unidos fue reconsiderar la relación con Rusia: el famoso reset. A
poco más de cien días para dejar la Casa Blanca, es evidente que las pautas de
colaboración entre Washington y Moscú
han cambiado sustancialmente, pero no en el sentido en que esperaba el
presidente norteamericano.
Rusia
es el elefante en el salón de la política exterior estadounidense. Con una
cierta simplificación, se escucha con frecuencia que hemos vuelto a los tiempos
de la guerra fría. En puridad, no es así. Entre otras cosas, porque durante la
guerra fría se atravesaron muchas etapas: tensión máxima (desde finales de los
cuarenta hasta finales de los cincuenta), tensión descendente (desde finales de
los cincuenta hasta casi mediados los sesenta), distensión (desde mediados los
sesenta hasta finales de los setenta) y rebrote de la tensión (desde comienzos
de los ochenta hasta la perestroika de Gorbachov).
Con
la desaparición de la URSS se abrió un tiempo nuevo, en el que, aparte de
ciertas formulaciones ilusorias (como el fin de la Historia o el triunfo
cósmico del capitalismo, entre otras), se creyó llegado el momento de
consolidar un orden internacional no basado en el equilibrio del terror
(nuclear), sino en la cooperación de distintos polos de poder, aunque bajo la
hegemonía de Estados Unidos como garante del sistema liberal democrático.
El
gran problema de esa (sobre) optimista aspiración fue que ese nuevo orden se
fundamentaba tanto en cimientos negativos como positivos. Del mundo bipolar se
pasaba a uno engañosamente multipolar, por la influencia determinante de la
única superpotencia restante. Se quiso proyectar a Rusia como potencia
emergente, junto a otras como China, Brasil o India. Con la diferencia que
estás dos últimas se encontraban en dinámicas ascendentes (pero muy relativas) y
la primera en tendencia declinante.
Primero
se cortejó a Rusia por su evolución democrática. Pero en realidad, se la trató
como un gigantesco mercado, con escasa sensibilidad hacia la mayoría de su
población. Se defendió de manera casi fanática un modelo sólo porque consagraba
el capitalismo, cuando no se estaba construyendo un sistema democrático, sino
rapaz, profundamente anti-igualitario y, en el fondo, fuertemente autoritario.
La etapa Yeltsin fue un desastre para Rusia por su ciega conversión al sistema capitalista,
sin contar con los recursos e instrumentos para su implantación y sus
mecanismos de protección de los más débiles o desfavorecidos.
Para
terminar de complicar las cosas, se aprovechó el debilitamiento del gigante
ruso para ampliar la Alianza Atlántica, con falta de visión a largo plazo,
porque, fuera o no esa la intención, alentó la percepción de los escépticos
locales de que se estaba cercando a Rusia.
La
reacción era de esperar. Al caos de esos años "revolucionarios"
siguió una respuesta de tono crecientemente autoritario, que protagonizó
(entonces, seguramente, sin que él mismo se diera cuenta) un oscuro ex-agente
del KGB llamado Vladímir Putin, consejero
primero y una especie de revanchista después.
La
crisis financiera de finales de los ochenta mató el espejismo del capitalismo
pseudo liberal en Rusia. El nuevo siglo trajo una nueva visión. Falta por
codificar ese cambio, como Gorbachov hizo con la perestroika para su malhadado
proyecto de reforma del comunismo. Para algunos, el término que define ese
cambio es el de Nova Rossiya o Nueva Rusia. Una Rusia más fuerte,
orgullosa de su pasado, del zarista y del soviético, del ortodoxo y del
estatista, en una síntesis a veces extravagante, pero con un denominador común:
la grandeza.
La
expansión económica de las dos primeras décadas de este siglo hizo concebir en
los nuevos apparatchiks del Kremlin (y sus provincias) la tentación de
recuperar un estatus perdido. Impulsados
por las materias primas y por una retórica neonacionalista, el oscuro Putin se
transformó en ese padre que la llamada alma rusa siempre anhela. Pero la
irrupción de un nuevo ciclo bajista y algunos cálculos equivocados de poder
excesivo (Crimea) lo frenaron en seco. Rusia dejó definitivamente de ser una
oportunidad y se instaló en los despachos de poder occidental como un problema.
La
guerra de Siria sirvió para que Putin intentara recuperar la alta influencia de
la que fue expulsada tras la primera guerra de Irak. Un campo de batalla para
disimular la fragilidad de su proyecto de engrandecimiento nacional en el
interior. Obama ha dicho con claridad que Siria puede ser para Putin lo que Afganistán
significó para la gerontocracia soviética. Puede ser. Pero ese proceso puede
ser doloroso no sólo para Rusia, sino para todo el mundo.
El
fracaso del alto el fuego en Siria estaba anunciado, como anticipábamos en el
último comentario. Algún día sabremos si el bombardeo norteamericano contra
posiciones del ejército sirio fue una torpeza u otra cosa. Ciertas actitudes de
algunos altos funcionarios norteamericanos no han ayudado a calmar a los rusos,
y éstos aprovecharon la ocasión para dar por muerto el cese de hostilidades y
otorgar luz verde a Assad en su ambición por revertir la situación militar,
incluso con actuaciones deplorables como el ataque al convoy humanitario.
Simultáneamente,
Putin consolidaba su cómodo apoyo parlamentario. La intimidación, el control de
los medios y la fragilidad de la
oposición liberal y/o progresista deja Rusia a merced del Presidente. Poco le
importa a éste la creciente apatía de la población (abstención record): al
contrario, es garantía del triunfo de su enfoque autoritario y paternalista.
Putin
ha intentado, desde el fiasco de Ucrania, tejer una red de relaciones externas
que contrarreste el cerco occidental. Sigue cultivando unas relaciones de
conciliación con China, aunque la desconfianza de Pekín mantenga el vuelo bajo;
seduce a Japón con una música de cooperación, que Tokio contempla como
herramienta para fortalecerse frente a Pekín; corteja a Irán como centro del
poder del chiismo musulmán, pese a las abismales diferencias estratégicas o de
civilización; juega al caliente y al frío con la enfadada Turquía, eslabón frágil de la Alianza occidental; hace
guiños continuos al neonacionalismo autoritario en Europa occidental ,
al tiempo que fomenta divisiones entre los aliados occidentales sobre el
espinoso asunto de las sanciones; e incluso se permite desafiar al archirival
norteamericano, espiando su engranaje político o flirteando con uno de los
candidatos presidenciales.
Se
dice con frecuencia que Putin y quienes lo secundan no han superado el umbral
táctico, que carecen de un proyecto estratégico real, que juegan con la perplejidad
occidental o la ansiedad de sus vecinos asiáticos agobiados por el auge chino.
Es probable. Pero el caso es que Rusia se asemeja al famoso cubo de Rubik: se
le da vueltas y vueltas para alinear los colores, para una acomodación aceptable
sin confrontación, y no resulta fácil conseguirlo.