5 de febrero de 2020
La
propagación del virus de Wuhan ha desbordado el ámbito puramente sanitario y se
ha convertido ya en objeto de seria preocupación económica y de controversia
diplomática. El coronavirus mata personas (en el umbral de las 500 víctimas
mortales al escribir estas líneas), desnuda la infraestructura social y el
sistema de gestión de crisis de Pekín, amenaza con frenar aún más el crecimiento
de la segunda economía mundial (descenso de un punto en el PIB, se estima), estimula
los conflictos comerciales y complica el
atribulado diálogo con Occidente.
La
epidemia va camino de convertirse en pandemia si, como parece, sigue cruzando
fronteras por tierra, mar y aire. Catorce países más (hasta esta fecha) están
afectados. El virus de propaga con un índice creciente de contagio. El intento
inicial de las autoridades chinas de minimizar u ocultar detalles de la
enfermedad no contribuyeron a fomentar la tranquilad en otras latitudes. Al síndrome
respiratorio se unió el de la opacidad, tan propio de China en cualquiera de
sus sistemas políticos históricos.
Dicho
esto, en Occidente se reprodujeron ciertas pautas de salud democrática
poco alentadoras. El coronavirus avivó el reflejo infeccioso del racismo
en todas sus formas y manifestaciones: abierto, discreto, sibilino y propagandístico.
El efectismo de algunos medios puso también de su parte, exagerando riesgos y
estableciendo comparaciones poco rigurosas.
En
este momento de tregua precaria en la guerra comercial que protagonizan ambas
superpotencias económicas, era difícil que un acontecimiento como éste se abordara
con un poco más de serenidad. Se han
cruzado acusaciones y reproches que en nada han ayudado a la población. China
se queja de una cuarentena injustificada (es discutible) y Estados Unidos pone
el acento en la falta de colaboración de Pekín hasta que la situación le desbordó.
Paradójicamente,
el gran poderío de China se convierte en debilidad en un momento como éste. Las
vías de penetración en la economía mundial se convierten en autopistas para la voracidad
del virus. Como ha escrito una de las principales expertas en asuntos sanitarios
(1), el coronavirus sea convertido en la “pandemia de la nueva ruta de
la seda” (belt and road), el gigantesco programa de infraestructuras,
con el que China pretende afianza su presencia en los países en desarrollo (y
desarrollados con problemas).
LOS
VIRUS NORTEAMERICANOS
La
epidemia ha puesto en guardia a los sistemas sanitarios del mundo entero. Los técnicos
con más responsabilidades tratan a duras penas de encauzar el problema, pero no
todos los políticos ponen el mismo empeño en atajar el virus racista. Se detecta
un silencio inhibitorio. China asusta por su poder y ahora alarma por este
amenaza proveniente desde lo más profundo del país.
En
Occidente, el sobresalto chino se solapa con virus de muy distinta naturaleza
y condición, en este caso políticos y sociales de una incubación mucho más
larga y prolongada, que no mata físicamente, pero destruye tejidos sociales, contamina
principios democráticos y erosionas las bases de la convivencia.
En
Estados Unidos, se han producido estos días tres acontecimientos que han dejado
el evidencia la salud del sistema político: la fase final del proceso de
impeachment, la primera jornada electoral de las primarias demócratas y
la sumisión de la política a la propaganda, durante el tradicional discurso
presidencial sobre el estado de la Unión.
Con
un partidismo sin disimulo, los senadores republicanos impidieron la semana
pasada la presentación de testigos que hubieran podido ser muy perjudiciales
para su jefe político, dejando clara su voluntad de exonerarlo a pesar de las
tropelías que hubiera podido cometer en el ejercicio de su cargo y la
degradación democrático del sistema y del prestigio del país. Este miércoles, La
Cámara alta confirmará el voto inculpatorio de la vergüenza (2).
Impotentes
en el legislativo, los demócratas arrastraban el bochorno de sus inaugurales
primarias en Iowa. El caos producido en el sistema de recuento durante la noche
del martes retrasó la publicación de resultados, hasta el punto de que la
noticia del ganador dejó de ser lo más importante en beneficio de las
deficiencias electrónicas y una inaudita falta de previsión. El problema es
algo más que una aplicación defectuosa. Estados Unidos arrastra una tradición
calamitosa de infraestructuras fallidas en los procesos electorales. El
escándalo de 2000 en Florida fue sólo el acontecimiento más publicitado, en una
larga serie de fracasos. Tanto hablar de las supuestas interferencias rusas que
pueden desnaturalizar las elecciones, cuando el problema más palpable del
sistema se encuentra en casa (3). Y no es sólo técnico (aplicaciones, máquinas
de votar, registros, etc), sino político: manipulación de censos, obstáculos a
las minorías para ejercer su derecho de voto y otras perversiones, protección judicial
de quienes restringen la expresión ciudadana y muchos problemas derivados más.
Trump
se regocijó por este patinazo demócrata y se permitió insinuar las sospechas
del fraude que lleva mentirosamente propalando desde 2016, cuando él es el
principal sospechoso de no jugar limpio.
En su último discurso sobre el Estado de la Unión antes de la cita
electoral de noviembre, el presidente de las 16.000 mentiras se empeñó a
conciencia en olvidarse de los hechos y se extendió en la propaganda y las
falsedades sobre sus “logros”. Retórica derechista y divisoria (migración,
fanatismo religioso, descontrol de armas), autobombo económico (empleos y
comercio) y falaces avances diplomáticos (pese a ser el presidente
norteamericano peor valorado en el mundo en el último medio siglo). La sesión que
es habitualmente cumbre de la solemnidad política en el Congreso degeneró en un
episodio más de la fractura partidista. Trump se negó primero a estrechar la
mano que le tendió Nancy Pelosi y la Presidenta de la Cámara, al término de la alocución
presidencial, desgarró las páginas que contenían su discurso. Imágenes que codifican
niveles de tensión política como pocas veces se ha visto.
LA
MUTACIÓN DEL BREXIT
En
Europa, la gestión del acercamiento silencioso del coronavirus se ha
producido en plena mutación de otro fenómeno infeccioso (político, diplomático,
social y propagandístico), el del Brexit. El adiós (hasta ahora sólo político
e institucional) de Gran Bretaña ha dejado paso a otro periodo no menos áspero.
Tras un crudo divorcio, vendrá la negociación seca sobre las relaciones futuras,
en particular las comerciales, pero también las normativas.
El
premier Johnson se siente reforzado en su línea de jugar fuerte, de exhibir
una fuerza que seguramente no tiene, de no amilanarse ante un socio más
potente. El bombástico líder se permite cuestionar lo que él mismo ha firmado,
hacer como que ignora compromisos contraídos en los anexos del acuerdo de separación
y amagar con buscarse otros caladeros de mejor conveniencia para los británicos.
Los
faroles de Johnson inquietan no por su capacidad propia, sino por el efecto que
puedan tener sobre la tensionada economía europea. El negociador Barnier es lo
opuesto del inquilino de Downing Street: serio, riguroso y minucioso. Pero el
liderazgo continental está bajo mínimos, el riesgo nacional-populismo está
lejos de haber sido desactivado, Trump tiene muchas posibilidades de seguir en
la Casa Blanca y no hay excesiva confianza en los mercados.
NOTAS
(1) “Welcome to the belt and road pandemic”,
LAURIE GARRETT. FOREIGN POLICY, 24 de enero
(2) “A dishonorable Senate”. Editorial. THE NEW
YORK TIMES, 31 de enero; “If the Senators fail to call Bolton, their trial is a
farce”. Editorial. THE WASHINGTON POST, 27 de enero; “Senate to emerge
from impeachment trial guilty of extreme partisanship”. PAUL KANE. THE
WASHINGTON POST, 1 de febrero.
(3) “Who needs the Russians”. ZEINER TUFEKCI. THE
ATLANTIC, 4 de febrero: “Cyber-attacks and electronic voting errors
threaten 2020 outcome, experts war”. THE GUARDIAN, 2 de enero.
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