21 de febrero de 2018
Ya
se sabe que vivimos en el tiempo de la posverdad.
El neologismo, incorporado muy recientemente en el Diccionario de la RAE, se
refiere a la “distorsión deliberada de la realidad, mediante la manipulación de
creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las
actitudes sociales”.
La posverdad es una de las consecuencias de las fake news (falsas noticias), tan en boga
en el área anglosajona. A veces, los más vocingleros denunciantes de estas
informaciones tóxicas son los principales productores de lo que denuncian. Ahí
tenemos el twiteador en jefe del mundo occidental como
ejemplo insuperable de referencia.
Otra
dimensión de la posverdad,
relacionada con la anterior, pero con mayor calado político, sociológico y
cultural, sería la falsificación, manipulación o mistificación de la historia.
La mentira pura y dura.
En
Europa este peligro, o esta enfermedad, es una constante histórica. Ahí están
los ejemplos clásicos como el caso Dreyfuss, o los mitos sobre las amenazas
exageradas o simplemente inventadas en las que se refugiaron el antisemitismo,
el nacionalismo de distinto pelaje, el nazismo, el estalinismo y la propia
democracia liberal.
LA
MANCHA POLACA
En
estos días asistimos a la más reciente recreación de la falsedad o el
maquillaje de la verdad histórica. Son los mismos perros con distintos
collares. En Polonia, la controvertida ley sobre la Shoah ha vuelto a encender las alarmas en organizaciones cívicas
defensoras de la memoria histórica. El texto legal minimiza la responsabilidad
de los polacos en el genocidio cometido en su territorio. Pero, sobre todo,
criminaliza a quien responsabilice al gobierno o a ciudadanos polacos de
instigar los crímenes nazis, con penas de prisión de hasta tres años (1).
Polonia
no tuvo un régimen colaboracionista durante la ocupación nazi, como Francia,
Hungría, Austria o Noruega, entre otros. Pero está acreditada la participación
de instituciones e individuos polacos en el Holocausto judío. El tono virulento
y antiliberal del gobierno local está virando claramente hacia el
antisemitismo, según numerosas entidades de memoria. Los responsables de la
Maison d’Izieu creen que asistimos a un “revisionismo de Estado” en Polonia. Serge
Karlsfeld, miembro de la dirección de la Fundación Auschwitz-Birkenau, recuerda
a los polacos que contribuyeron a salvar la vida de miles de judíos y pide un
consenso social para modificar la ley impulsada por la derecha polaca ultranacionalista
(2).
La
clave de esta nueva reedición de la falsificación reside en el discurso del
victimismo, que aparece como instrumento recurrente de ciertos sectores
políticos polacos. El primer ministro Morawiecky ha llegado a decir que, desde
la caída del régimen comunista, Polonia se ha comportado como un “conveniente
niño llorón”.
Sin
embargo, como señala Judy Dempsey, la directora del programa europeo de la
Carnegie Fundation, Polonia se ha ganado elogios muy notables en el entorno
europeo, ha revisado sus cómplices relaciones con Ucrania durante el nazismo,
ha establecido nuevas bases de relación con Israel y ha asumido
responsabilidades sobre la narrativa antisemita. Ha sido con el gobierno
derechista del partido Ley y Justicia (PiS) cuando el país ha sido empujado
hacia la senda del revisionismo histórico y la adulteración o el disimulo de la
verdad (3).
Adam
Michnik, uno de los más notables disidentes polacos durante el régimen
comunista, y todavía hoy director del diario Gazeta Wyzborca, discrepa de la interpretación general sobre las
motivaciones del gobierno polaco y atribuye la Ley sobre el Holocausto al
empeño de la derecha nacionalista por mandar un mensaje de orgullo a la
población, de superación de las humillaciones históricas (4).
UN
PROBLEMA EUROPEO
A
nadie debe extrañar la autoría de la penúltima iniciativa de distorsión de la
realidad histórica europea. El gobierno ultranacionalista polaco comparte con
el húngaro el innoble liderazgo de la manipulación histórica y política, pero
no se trata de una atribución exclusiva. Los distintos movimientos
nacionalistas, xenófobos, identitarios, racistas o autoritarios de distinta
índole anclan su auge actual en la adulteración de la historia, en la
manipulación de los sentimientos, en la contaminación de la memoria. Las tres
áreas de expansión de la epidemia son Centroeuropa, el Báltico y el sudeste
continental. Todos bajo la influencia, inspiración o el mimetismo de un
neo-nacionalismo ortodoxo en Rusia (5).
En
Hungría, el autoritarismo blando del
primer ministro Viktor Orban ha conseguido dominar el discurso político
institucional y las pulsaciones sociales, con el argumento socorrido de la
lucha contra la inmigración. El mandato del líder húngaro puede verse reforzado
en los comicios legislativos del próximo mes de abril, debido a la concienzuda
manipulación de los distritos electorales (6).
El
veneno de la manipulación histórica, vinculado a las formas más peligrosas del
nacionalismo y sus derivados, es un fenómeno del que no se libre prácticamente
ningún país europeo, como sostiene Natalie Nougayrède. “El consenso sobre
hechos básicos ya no está garantizado”, sostiene. Ni siquiera en Alemania, la
nación que quizás más ha trabajado a favor de la vigilancia de la verdad histórica,
debido a sus graves responsabilidades del pasado siglo. La Vergangenheitsbewältigung (noción de difícil traducción) combina
las actitudes de análisis, aprendizaje y aceptación (7).
Sin
embargo, pese a la constante tarea educativa, social y política realizada
durante más de medio siglo, surgen también en Alemania grupos, movimientos,
partidos y corrientes de opinión que empiezan a atreverse con cierto
revisionismo del pasado. Aunque la apología, incluso la justificación o
minimización de los crímenes, o simplemente de la ideología nazi, constituyen
un delito en aquel país, se asiste a un creciente equilibrismo del discurso
xenófobo y nacionalista que despierta menos rechazo que hace unos años.
Los
síntomas de la adulteración histórica también se perciben en el resto de la
Europa occidental, impulsada desde sectores revisionistas, nostálgicos o negacionistas.
Ahí están los ejemplos de la Francia lepenista,
la Gran Bretaña del Brexit, la
España que se aferra a los símbolos y resonancias franquistas, la Italia
asustada por la inmigración que acude a gestos e invocaciones fascistas, etc.
Nougayréde reclama, con todo sentido, celebraciones, memoriales, programas
educativos o museos en los que se reivindique la convivencia de los distintos
tejidos nacionales europeos. Habría que añadir el apoyo y la promoción de las
iniciativas de defensa de la memoria histórica y democrática. Mientras esas y
otras iniciativas no se produzcan y arraiguen en la mentalidad europea, la
historia seguirá convirtiéndose en uno de los campos de cultivo de la
intolerancia y la violencia en el continente.
NOTAS
(1)
“Poland`s Jews fear for the futures under the new Holocaust law”. CHRISTIAN
DAVIS. THE OBSERVER, 10 de febrero.
(2) LE MONDE, 19 y 20
de febrero.
(3) Poland’s Narrative of Victimhood. JUDY DEMPSEY. CARNEGIE EUROPE, 6 de febrero.
(4) “In
laws, rethoric and acts of violence, Europe is rewriting dark chapters of its
past”. THE WASHINGTON POST, 19 de
febrero.
(5) “Rewriting History in Eastern Europe.
Poland’s new Holocaust law and the politics of the past. VOLHA CHARNYSH y
EVGENI FINKEL. FOREIGN AFFAIRS, 14 de
febrero.
(6) “As West fears of the rising autocrats,
Hungary shows what’s possible”. PATRICK KINGSLEY. THE NEW YORK TIMES, 10 de febrero.
(7) “Europe’s future now rests on who owns the
history orf the past”. NATALIE NOUGAYRÈDE. THE
GUARDIAN, 13 de febrero.
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