SIRIA: ¿UNA ALEGRÍA EFÍMERA?

11 de diciembre de 2024

La caída del régimen y la huida de Assad han desencadenado un ambiente de júbilo en Siria. Las imágenes son intercambiables por las de otros sucesos semejantes. Disparos al aire de las milicias triunfadoras, despliegue de banderas, celebraciones interminables, apertura de las cárceles, regreso de algunos exiliados... Lo vimos en Irak, tras la caída de Saddam Hussein, y en Libia, después del hundimiento del sistema político de Gadafi.  O en Yemen, tras la caída de Saleh. Ya sabemos en que quedaron aquellas alegrías. ¿Pasará lo mismo en Siria?

Si por una vez los errores ajenos sirven de algo, podría pensarse que los nuevos dirigentes están avisados y estarían en mejores condiciones de prevenirlos. Pero es sabido que sólo se aprende en carne propia, y no siempre. En Irak, dos décadas después, no se ha salido del marasmo; en Libia, la situación es igual o peor.  Yemen no solo ha dejado de existir como Estado unitario: ni siquiera hay un Estado funcional. Tampoco pueden presumir de libertades y prosperidad otros países de la zona que derrocaron a tiranos, como Egipto o Túnez: los actuales dirigentes se parecen mucho a los anteriores.

Siria tiene muchas papeletas para repetir la senda catastrófica: historial de odios étnicos (azuzados), tradición represiva, debilidad de las instituciones estatales constructivas y relativa escasez de recursos materiales, por enunciar sólo los problemas mayores. Pero el peor peligro es la ambición de las potencias regionales e internacionales, que no renunciarán a poner sus zarpas sobre el país y sus martirizada población. La amalgama de fuerzas rebeldes refleja esa pugna por el control del futuro sirio.

VECINOS INCÓMODOS

Turquía aspira a ejercer una tutela, no sólo para evitar la consolidación de un entidad kurda próxima a su frontera meridional, sino para disponer de una palanca que fortalezca sus aspiraciones de gran potencia regional.

Irán parece resignado a perder gran parte de su influencia en Siria, pero tratará por todos los medios de impedir que se convierta en un país hostil. Aún conserva ciertos elementos de presión entre las fuerzas de inteligencia y seguridad. Por esa razón, es clave saber si los nuevos dirigentes procederán a una depuración de los órganos de control y represión y si tienen capacidad para hacerlo sin precipitar una respuesta contraria. Una cosa es que los resortes del régimen se hayan rendido con facilidad y otra que estén dispuestos a ser sacrificados. Tienen armas, información y apoyo externo para hacer la vida imposible a quienes pretendan purgarlos. El régimen de los ayatollahs, en el estado actual de precariedad interna y de debilitamiento de sus aliados regionales (Hamas, Hezbollah) podría aceptar tener una voz en la definición y orientaciones estratégicas del nuevo Estado y que se le permitiera libertad de tránsito hacia el Líbano.

Irak querría que la influencia de los alauíes (rama local del chiismo), desmedida con respecto a su porcentaje de población, no fuera eliminada del todo. Hasta la caída de Saddam Hussein, Bagdad y Damasco rivalizaban por el control del relato político y cultural del movimiento nacionalista panarabista Baas. Ahora son otros tiempos. Es de esperar que en Bagdad se siga la senda de su protector persa, aunque los chiíes locales todavía cuentan con la figura del Gran Ayatollah Sistani, que no acepta de buen grado la tutela de sus homólogos iraníes. La palanca que Washington aún conserva en Irak puede ser de gran valor.

Jordania desea evitar que se instale un régimen islamista, aunque sea más suave que el fallido Daesh. Pero tanto o más teme un nuevo Líbano como el de los 70, en el que las facciones palestinas se reorganicen y amenacen la muy precaria estabilidad de la monarquía, en un país con mayoría de población palestina.

Israel no renunciará a sacar partido de la situación. Ya lo está haciendo. Por lo pronto ha destruido parte de la fuerza naval siria: otro de sus ataques preventivos. Previamente, en nombre de su sacrosanta seguridad (que implica la inseguridad de los demás), se apresuró a ocupar la zona desmilitarizada en los Altos del Golán, un territorio fantasma en el que todavía son visibles los efectos de la guerra de 1973. Después de todo, el apellido de guerra del cabecilla principal, Al Jolani, es tributario de ese territorio (Jolani o Golani: el del Golán). Si el nuevo régimen no le ofrece garantía de seguridad, y seguro que todas le parecerán pocas al extremista gobierno actual, es muy probable que esa ocupación de la zona desmilitarizada se convierta en definitiva, como los territorios conquistados en 1967. Según algunas noticias de última hora, el ejército israelí ha ido más allá de la zona desmilitarizada. Es una señal.

ACECHO DE LAS POTENCIAS GLOBALES

Pero además de los países vecinos, hay que contar con las potencias globales, que han invertido no pocas energías e intereses en esta Siria destruida de arriba abajo, pero con un valor estratégico nada desdeñable.

Rusia no tendrá ya un aliado tan fiable y sumiso, pase lo que pase a corto plazo. Los alauíes se han apoyado en la protección soviética, primero, y rusa, más tarde, para asegurar su control sobre el país. Mientras Egipto, Irak, Argelia o Yemen fueron alejándose de Moscú, en etapas y grados diferentes, Siria se mantuvo como el peón inalterable. Prueba de ello son las dos bases que el Kremlin mantiene en el país: la naval de Tartús, que le asegura el acceso al Mediterráneo, y la aérea de Jmeimim, a muy poca distancia de la anterior. Ambas se encuentran en la región occidental de Latakia, que no por casualidad es el feudo de los alauíes sirios. Esa población estará ahora a la defensiva, hasta conocer la intenciones de los nuevos dueños.

Putin quizás habría podido evitar el hundimiento de Assad si se hubiera atenido al guion de 2015, cuando hizo valer el poder de su aviación para aplastar el levantamiento rebelde y sostener a la insurgencia kurda en el norte para que contuviera a los amenazantes turcos en vez de presionar sobre Damasco. Pero ahora la guerra de Ucrania ha debilitado sus bazas y ha tenido que elegir lo menos malo. Al dar acogida en Moscú a Assad y a su familia (se ignora a cuantos de sus miembros), premia los servicios prestados durante más de medio siglo.

La influencia que Rusia puede seguir teniendo en Siria es una incógnita, con el futuro de las bases en primer término. El acceso al Mediterráneo es una baza estratégica de primer orden. La penetración rusa en África, que ha experimentado un gran impulso en los últimos años, necesita de esas plataformas militares. El Kremlin puede luchar para conservarlas, poniéndose a disposición del nuevo régimen. Por supuesto, es muy dudoso que el garante de Assad pueda ser aceptado ahora el protector de sus enemigos. Además, para eso tendría que rehacer su pacto con Turquía, que, a buen seguro, tendrá una influencia notable en el nuevo régimen. Pero cosas más raras y paradójicas se han visto en Oriente Medio.

 

Estados Unidos contempla lo ocurrido con una mezcla de inquietud y satisfacción. Digan lo que digan sus portavoces oficiales, el statu quo que ahora ha saltado por los aires no le venía mal a Washington ni a su protegido israelí. Al cabo, el régimen de Assad era un enfermo terminal que se limitaba a sobrevivir, sin ser un riesgo para sus vecinos. El ángulo más positivo está claro: en un año, el llamado “eje de la resistencia”, construido pacientemente por Irán, ha quedado reducido a la mínima expresión. Y la influencia rusa en la región está ahora en el limbo.

Por el lado opuesto, preocupa en Washington que Turquía haya dejado de ser una garantía de solidaridad occidental en Siria, donde ha practicado una política completamente ajena a los intereses norteamericanos. De hecho, allí donde se fraguaron principalmente las tensiones turco-norteamericanas, en la década anterior. 

A Estados Unidos no le gustaría que se instalara en Damasco un régimen islamista siquiera moderado como el que pretende proyectar el cabecilla de la principal facción de la revuelta. Ahmed Al Shar, nombre real de Al-Jolani, fue antes líder de Al-Nusra, franquicia de Al Qaeda en Siria, y sólo rompió con ella cuando no quiso acomodarse a un pacto con el Daesh, como se explicaba en el comentario de la semana pasada.

Pero, si estos islamistas blandos terminaran imponiendo su predominio en el nuevo gobierno,  tampoco sería de extrañar que Washington se acomodara, siempre y cuando obtuviera garantías imprescindibles. A saber: que evitara aplicar criterios de gobernanza basados en la interpretación más radical de la sharia; que se limitara al mínimo (si no fuera posible eliminarlas) las concesiones a Moscú; que se abstuviera de presionar a Israel; que dejara de condicionar la política libanesa; y que se abstuviera de dar cobijo a grupos radicales palestinos.

Luego vendría otra lista retórica sobre respeto de derechos y libertades de las minorías, la democracia y los valores universales,  pero sólo de cara a la galería. Al cabo, Estados Unidos mantiene alianzas de primer orden con monarquías absolutistas y republicas autoritarias (dictaduras sin cuento todas),  sin el menor problema de conciencia. Siria no tiene por qué ser una excepción.

Europa no está en primera línea. ¿Se la espera? De momento, los primeros movimientos han consistido en animar a los inmigrantes sirios para que regresen a sus hogares (en muchos casos, destruidos). Y, por supuesto, anunciar que ya no se aceptará la entrada de más sirios. Por tanto, Europa suelta lastre y, quizás, aunque no está el horno para bollos, tire de cheques, como suele hacer en la región, para contribuir a la reconstrucción material.

En ese papel de pagador, pero con retorno de influencia política más directa, son más seguras las monarquías del Golfo, que se han deshecho de un incómodo actor al que, no obstante, hace poco habían vuelto a aceptar en la mesa común árabe. ¿Cinismo o real politik? ¿Diplomacia o duplicidad? Un poco de todo.

En este cóctel de intereses externos cruzados, de debilidad del tejido social y étnico y de una inevitable sed de venganza, la experiencia nos dice que haríamos bien en no ser demasiado optimistas sobre el futuro de Siria. En Oriente Medio, las alegrías suelen devenir en tragedias.

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