CRIMINALES DE GUERRA Y DIRIGENTES RESPETABLES

27 de noviembre de 2024

El revuelo ocasionado tras la resolución del TPI que ordena la detención del primer ministro y del exministro de Defensa de Israel y del dirigente del ala militar de Hamas (se desconoce si aún vive) por supuestos crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad ha quedado en una tormenta dentro de un vaso de agua.

El fallo tiene un notable valor simbólico o moral, porque es la primera vez que resultan encausados dirigentes aliados de Occidente (1). Pero los efectos prácticos serán nulos. ¿Alguien se imagina a Netanyahu detenido al bajar de un avión en Europa o en cualquier otra parte del mundo? Por supuesto, Estados Unidos ya estaba fuera de esta ecuación, pues desconoce sistemáticamente resoluciones judiciales contrarias a sus políticas.

En su actual sexto periodo como jefe del gobierno israelí, Netanyahu ha efectuado nueve viajes al extranjero: tres a Estados Unidos (dos, para asistir a sesiones de la AGNU); cuatro a las capitales de los principales estados de la UE (Alemania, Francia e Italia) y de Gran Bretaña; y los otros dos a Jordania (país aliado mediante un Tratado de paz) y Chipre (con el que Israel mantiene intereses económicos de cierta importancia).

El presidente Macron sugirió que Francia cumpliría con el mandato del TPI. Esta declaración equivale a un brindis al sol. Netanyahu gusta de las provocaciones: lo ha demostrado en numerosas ocasiones y en escenarios diversos, pero nunca tentaría la suerte en ninguno de los grandes estados europeos, los únicos que le interesan (excepciones menores aparte).

La única reacción que le importa al Primer ministro israelí, presunto responsable de crímenes de guerra, es la de Estados Unidos. Y ésta ha sido la esperada y la deseada: apoyo incondicional a Israel y protestas por la decisión judicial calificada de “indignante” por la Casa Blanca.

Biden añade el insulto a la injuria desacreditando la imparcialidad de una de esas instituciones multilaterales que dice defender en sus discursos ampulosos sobre el orden democrático liberal. Tampoco este comportamiento es nuevo, ni puede generar sorpresa alguna. Washington ha blindado diplomáticamente a Israel en sus continuos desmanes durante décadas. Incluso cuando aparenta criticar sus “excesos” o “errores”, como en Gaza o Cisjordania, se abstiene sistemáticamente de adoptar medidas que alteren la conducta de su protegido.

El primer Presidente de estos tiempos que ha sido defenestrado por la presión de su propio partido no se ha quedado sólo en la defensa encendida de Israel frente a la “injusta e inexplicable” decisión del TPI. Pesos pesados como los senadores Tom Cotton o Lindsey-Graham, miembros de la influyente Comisión de Exteriores, anunciaron sanciones contra el fiscal Khan. Mike Waltz, el Consejero de Seguridad Nacional escogido por Trump, aseveró que el TPI tendrá “una fuerte respuesta” en enero (2).

De esta forma, los presuntos criminales de guerra y los respetables dirigentes del “líder del mundo libre” se han alineado en el mismo lado. No hace falta que llegue Trump para cuestionar ese manoseado Orden Liberal: ya lo están haciendo, con sus actos, los que se proclaman como sus principales defensores y estandartes.

Así las cosas, resulta pertinente un comentario de Stephen Walt,  profesor de Relaciones Internacionales de Harvard, al último libro de Noam Chomsky sobre la política exterior de EEUU. El “idealismo” que se le atribuye es un mito. La supuesta defensa que la “nación indispensable” hace de la libertad, la ley y los derechos humanos es una flagrante mentira, sostiene Chomsky. Walt, no precisamente un izquierdista, admite que, a la postre, el viejo intelectual estaba en lo cierto al denunciar, desde hace décadas, la violación de la Carta de las Naciones Unidas y de los derechos y libertades de los pueblos por los sucesivos presidentes. Y todo en favor de intereses corporativos: complejo industrial militar, compañías energéticas, grandes empresas, bancos y entidades financieras (3).

LÍBANO: UN ACUERDO OPORTUNO

Sólo una semana después del fallo del TPI, se ha acordado un alto el  fuego de 60 días entre Israel y Hezbollah, para poner fin a esta deriva de la última carnicería en Oriente Medio. A estas alturas a casi nadie escandaliza que el gobierno oficial del Líbano haya sido una simple comparsa en las negociaciones, porque eso es en lo que se ha convertido tras muchos años de interferencias insoportables de las potencias regionales, de refriegas sectarias y de comportamientos dañinos de sus élites políticas y económicas.

Se presentan como padrinos de esa ”ceremonia de paz”, los Presidentes de EE.UU y de Francia, en un acto de condominio que no sólo resulta estéticamente poco edificante, sino que, además, es engañoso. No hay una simetría en las influencias que ambos estados occidentales tienen en este momento en Líbano, por mucho que Francia no deje de aferrarse su condición de antigua potencia colonial.

Lo que se ha pactado, básicamente, es una aplicación de la Resolución 1701 del CSNU, que data de hace nada menos que 18 años, cuando se puso final a la penúltima guerra en Líbano, una vez que Israel fracasó en su intento de destruir a Hezbollah y “pacificar” el sur del vecino septentrional.  El acuerdo presente actualiza los principales parámetros de aquel compromiso ficticio. Teóricamente se “vacía“ de armamento pesado de Hezbollah una amplia franja de terreno, desde la frontera con Israel hasta el río Litani; se retiran las fuerzas invasoras israelíes;  y se establece el despliegue del ejército regular libanés. ¿Cuánto tiempo durará este “arreglo”? Nadie se atreve a pronosticarlo.

Hezbollah se encuentra obviamente debilitado tras la brutal campaña israelí. La milicia chií ha sido descabezada y su estructura seriamente dañada; su arsenal, mermado. Pero, como señalan algunos conocedores de la cuestión, la principal organización político-militar libanesa está down, pero no out. Disminuida pero no derrotada del todo (4).

En estos trece meses han muerto casi 4.000 libaneses y 100 israelíes. Más de un millón de libaneses se han visto obligados a abandonar sus hogares (antes lo habían hecho 60.000 de israelíes que habitaban en las aldeas fronterizas). Barrios enteros de Beirut han quedado convertidos en montones de escombros, ciudades y pueblos del sur del país han sido arrasados.  Israel, claro, se reserva la decisión de volver a la carga cuando considere comprometida su “seguridad”. Y ya se sabe cómo aplica ese principio.

Una solución estable para el Líbano requiere de algo más que apaños dictados por las urgencias de los contendientes. Décadas de dislocamiento político, económico, religioso e institucional exigen compromisos mucho más amplios y justos. Casi nadie con poder quiere de verdad un Líbano fuerte o estable (5).

En todo caso, el acuerdo de alto el fuego sobre Líbano servirá para hacer más tragable el blanqueamiento de Netanyahu y su gobierno sobre el que ya pesa la acusación de genocida. La destrucción de Gaza de momento sigue adelante. La respuesta del gobierno israelí al TPI ha consistido en endurecer las condiciones de reparto de ayuda a una población asediada, desplazada continuamente y martirizada durante trece meses. Otro crimen de guerra, como acredita Human Rights Watch, una de las principales organizaciones jurídicas de Estados Unidos, entre otras (6).

Pero si no bastara con destruir la vida y el futuro de centenares de miles de personas, Netanyahu también parece decidido a sofocar las pocas voces que se atreven a discrepar de su política criminal. El gobierno ha ordenado retirar la publicidad institucional en el diario Haaretz, órgano de la izquierda social y política, el único que se ha atrevido a condenar la estrategia de guerra de la mayoría parlamentaria, aunque haya incurrido en contradicciones y equívocas disculpas a lo largo de estos meses (7). El proyecto autoritario avanza día a día en Israel, con la connivencia de la mayoría social. Los más radicales esperan que el regreso de Trump a la Casa Blanca permita acelerar los planes de anexión de “Judea y Samaria” (denominación bíblica con la que se refieren a los territorios palestinos de Cisjordania) y eliminar cualquier foco de oposición activa en Israel.

Por tanto, no se debería señalar únicamente al villano Netanyahu y sus cómplices, sino a todos esos dirigentes tan respetables del mundo occidental (y de otras zonas del mundo) que lo defienden, lo protegen cuando las cosas se ponen más feas, lo justifican o ignoran sus abusos permanentes, no solo contra sus enemigos exteriores sino contra sus propios adversarios internos, cada vez más amenazados.

 

NOTAS

(1) “Le mandat d’arrêt de la CPI contre Benyamin Nétanyahou, un tournant pour la justice internationale”. STEPHANIE MAUPAS (Corresponsal en La Haya). LE MONDE, 22 de noviembre.

(2) “ICC warrants put spotlight on Israel and its U.S. defenders”, ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 22 de noviembre.

(3) “Noam Chomsky has been proved right”.  STEPHEN M. WALT. FOREIGN POLICY, 15 de noviembre.

(4) “Five questions about the cease-fire between Israel and Hezbollah. Limited strikes could continue even after the truce”. DANIEL BYMAN. FOREIGN  POLICY, 26 de noviembre.

(5) “Lebanon’s day after. Will the Country Survive the War With Israel?”. MAHA YAHIA. FOREIGN AFFAIRS, 20 de noviembre.

(6) “Israel accused of crimes against humanity over forced displacement in Gaza”. THE GUARDIAN, 15 de noviembre.

(7) https://www.haaretz.com/israel-news/2024-11-24/ty-article/.premium/israeli-govt-to-cut-ties-with-haaretz-over-publishers-remarks-on-freedom-fighters/00000193-5e5c-d68e-a1db-fe5c54cf0000


TEMORES EUROPEOS ANTE EL HURACÁN DONALD

20 de noviembre de 2024

No hay análisis internacional estos días en Europa que no pivote sobre el efecto de una segunda administración Trump. El Presidente electo concita todas las miradas, agudiza aprensiones, condiciona estrategias y sirve también para justificar políticas.

Los tres grandes temores que la élite europea tiene ante el cambio político en Washington son los siguientes: debilitamiento -ruptura, para los más pesimistas- del vínculo transatlántico; amenaza proteccionista en forma de agresivos derechos de aduana y aranceles; y  aliento adicional a la extrema derecha.

1. EL VÍNCULO TRANSATLÁNTICO.

Trump desea modificar la dinámica que ha construido el equilibrio mundial desde 1945, se piensa en los círculos del establishment a ambos lados del Atlántico. No es que quiera romper la alianza vigente, pero desea, y con urgencia, que se revisen las minutas, que se repartan los gastos. Que Europa pague por su defensa, que la dependencia exista sólo en la medida en que sea beneficiosa para EE.UU, pero no demasiado onerosa, como él piensa que ocurre ahora.

A decir verdad, Trump tampoco es original en esto. Otros muchos presidentes y cientos de senadores y congresistas pensaron y piensan lo mismo, pero lo expresaron y expresan de otra manera: fueron y son más discretos, más sutiles, más diplomáticos.

En su primer mandato, Trump escenificó su malestar de manera intempestiva, en ocasiones hasta grotesca, con un grado de incorrección inapropiado en los grandes salones de la política internacional. Pero, al cabo, se trató de mucho ruido y pocas nueces. Sus asesores fueron reconduciendo la situación y convenciéndolo de mejor o peor grado de que había otras formas de ejercer la palanca norteamericana de persuasión.

Para los europeos, la estrategia consistió en resistir. No ridiculizar el exceso las ocurrencias y bravatas del socio y dejar que los aparatos diplomático, político, militar y académico embridaran al díscolo líder. Sólo se consiguió a medias. Pero, al final, se impuso la lógica del poder: los intereses pesaron más que los caprichos, por intensos que estos fueran.

Ahora que ya la segunda temporada del culebrón Trump está a punto de salir del horno, muchos se preguntan si la estrategia de la contención será suficiente. Crece la urgencia de la denominada “autonomía estratégica de Europa”, un concepto grandilocuente más retórico que práctico, al menos a corto plazo. En su favor, sin embargo, opera que lo defiendan ahora tanto franceses -siempre los más entusiastas- como los alemanes -tradicionalmente más precavidos, debido a la percepción de la necesidad del paraguas americano por su neutralización militar tras la segunda guerra mundial. Incluso se empiezan a escuchar voces británicas favorables, al menos en los sectores moderados de los dos partidos de la alternancia de gobierno (1).

Pero esa transformación de la política de seguridad europea exigirá mucho dinero, medios y laboriosas negociaciones. Trump se acabará mucho antes, y aunque en la Casa Blanca se instale otro Presidente al que le resulte rentable usar esa cubertería, no está asegurado que quisiera romper la vieja vajilla atlántica.

Este temor está avivado por la deriva indeseable de la guerra en Ucrania. La sospecha de que Trump puede presionar a favor de un acuerdo favorable a los intereses rusos sigue vigente. La reducción del problema a una negociación de mercadillo como sugiere el empresario hotelero es un recurso electoralista más que una estrategia seria. Contrariamente a lo que se dice, en el Kremlin no están convencidos del efecto benéfico del regreso de Trump. Putin, como espía y maestro del engaño que es, no se aparta del escalón de la cautela. Apretará lo que pueda en los frentes hasta comprobar que hay de verdad en las bravatas del retornado Presidente.
Pasado el umbral de los 1.000 días de guerra, el levantamiento parcial de la prohibición de usar los misiles norteamericanos de largo alcance (¿pronto también los británicos y franceses?) para atacar objetivos en territorio ruso ha supuesto una escalada. Moscú ha vuelto a evocar la posibilidad de una respuesta nuclear. Todo ello puede tanto incentivar el instinto de Trump de acabar con la guerra cuanto antes como lo contrario. La imprevisibilidad es su divisa (2).

Por lo tanto, el huracán Donald sobre las costas de la estabilidad transatlántica puede pronto degradarse en cortas tormentas violentas o en episodios de desaires ya conocidos o por conocer, pero no amenazar el preciado vínculo. Los estados europeos pasarán por caja con bolsas más llenas, pero a cuentagotas. A cambio de esta rémora prolongada, ofrecerán su apoyo frente al desafío chino y el peligro ruso, aunque a Trump este último no le suponga una preocupación mayor. De momento, ha seleccionado como jefe de la diplomacia al senador Rubio, que no es precisamente un amigo del Kremlin, ni tampoco un maníaco revisor de las cuentas con los amigos europeos. Más bien podría comportarse como un neocon exigente, incluso arrogante, pero remiso a romper la baraja.

2. EL PROTECCIONISMO

Es la amenaza más creíble, sin duda. El estilo de mercadeo del Presidente encaja perfectamente con este eje de su política exterior. Pero las estructuras de la globalización limitan muy seriamente su capacidad de actuación. La economía mundial está demasiado trabada como para deshacer una parte sin desbaratar el conjunto. Los aranceles que Trump quisiera imponer si las cuentas no salen como a él le gustaría -resumido en el slogan déficit comercial cero- tendrían un efecto boomerang para la economía norteamericana, como han señalado expertos de todas las escuelas económicas del país. Un incremento brutal de la inflación, la disrupción de muchas de la cadenas de distribución, la quiebra de empresas, el aumento del paro... un caos total. Aunque los efectos reales no sean tan horribles como estiman las predicciones, el daño sería considerable. Por eso, es razonable esperar que los grandes intereses utilicen todos los recursos a su alcance -todos- para neutralizar o moderar los instintos mercantilistas de ese hombre de negocios  de segunda fila convertido en intérprete político principal del capitalismo mundial (3).

Hay otro elemento que puede desenmascarar los reproches pretendidamente librecambistas de los principales estados europeos. Cuando a los principales sectores económicos les interesa, se acogen al recurso proteccionista, usando todo tipo de argumentos, desde económicos hasta ecológicos, pasando por los sociales y culturales.

Por no irnos muy lejos, lo estamos viendo estos días con la resistencia francesa a firmar el acuerdo de libre cambio con Mercosur (integrado por varios países de América del Sur). Los campesinos franceses ya están en pie de guerra y amenazan con reproducir las tractoradas de hace unos meses, pero con más munición, si cabe. La clase política se ha tomado tan serio las advertencias de los sindicatos agrarios que unos 600 diputados y senadores de todos los grupos políticos han dirigido una carta a la Presidenta de la Comisión Europea para que no remita al Consejo y al Parlamento europeos el acuerdo con Mercosur y se reevalúe la situación (4). Macron, doctrinalmente favorable a la libertad de comercio ha expresado también su oposición, frente a las posiciones favorables de Alemania y España, entre otros. Francia no está sola en el rechazo, pero carece de aliados potentes.

En categoría aparte, por su dimensión y su alcance estratégico, es la batalla comercial con China. También en este capítulo reina la división en Europa, lo que hace mucho más difícil el manejo del previsible endurecimiento de la política comercial norteamericana hacia la superpotencia asiática. Alemania se resiste a utilizar arsenal arancelario, porque teme ese efecto de retroceso que Trump parece desdeñar. Otros socios europeos con menor músculo exportador se ven obligados a responder a la voracidad mercantil china. Será muy difícil conseguir acuerdos sin desestabilizar todo el sistema.

Por tanto, presentar a Trump como el único disruptor de la globalización y un peligro para la salud general del orden económico internacional resulta exagerado.

3. EL ALIENTO A LA ULTRADERECHA

Este pilar del discurso liberal europeo es quizás el más engañoso, porque lo han adoptado sin apenas reservas la gran mayoría de medios y líderes de opinión. Pretender que el segundo triunfo de Trump, más aparatoso y amplio que el primero, supone un refuerzo de las opciones de extrema derecha en Europa (y en el resto del planeta) es sólo una verdad a medias.

En realidad, la extrema derecha surgió en Europa Occidental antes de estallar el fenómeno Trump. Y previamente, en la otra Europa (los antiguos países de la esfera de influencia soviética). Marine Le Pen, Salvini, Orbán, Wilders y otros tantos menos conocidos ya eran figuras emergentes antes de que el magnate neoyorquino saliera de su torre en Manhattan para proyectar su ambición política sobre el resto del país. Y si tenemos en cuenta el populismo capitalista, el otro elemento sobre el que se ha construido este auge autoritario, Berlusconi no fue un trasunto del trumpismo, sino un precursor.

Que Trump favorece la consistencia y consolidación de la extrema derecha puede aceptarse. Pero que constituye un factor esencial, no. Las propuestas de los ultras europeos mantendrán previsiblemente su vigencia cuando Trump sea historia, incluso si su mandato acaba en fracaso. Las fuerzas gobernantes europeas debe hacer un análisis más serio y crítico del que han hecho hasta ahora. El gran problema no es “el peligro para la democracia liberal”, sino las limitaciones que la “democracia liberal” demuestra para asegurar la prosperidad de las mayorías sociales.

Pero además, la hipocresía no ayuda. Mientras se airean los cordones sanitarios y se denuesta a la ultraderecha en las tribunas, se pacta con ella en los despachos, como hemos visto en la Comisión y en el Parlamento. Se desprecia a Víctor Orbán porque habla con fluidez con Putin y presume de ser amigo de Trump, pero ha sido el Partido Popular Europeo el que más ha contribuido a su consolidación exterior al mantenerlo como socio del grupo durante años (los años de Merkel, por cierto).

Ahora, la socia respetable es Giorgia Meloni, básicamente porque no comparte las tentaciones prorrusas de sus correligionarios franceses, húngaros o alemanes. Pero, en cambio, lleva a cabo políticas migratorias no muy distintas en sustancia que las anunciadas por Trump. La presidenta de la Comisión Europea avala estas recetas aberrantes de la dirigente italiana, otros partidos de la alternancia gobernante asienten o callan y algunos, como el laborismo británico, le conceden calificaciones favorables.

El corresponsal europeo del GUARDIAN ha añadido una línea de análisis que cuestiona este supuesto impulso de la extrema derecha por el triunfo de Trump (5). Los nacional-populismos de ultraderecha suelen chocar entre ellos, como se comprueba en su incapacidad siquiera para unirse en un solo grupo en el Parlamento europeo. En cuanto a la relación de Trump con ellos, podemos asistir a tensiones notables, sobre todo si se concretan las amenazas de guerra comercial. De confirmarse la retirada del apoyo norteamericano a Ucrania, las tensiones entre los partidos pro y anti rusos de la ultraderecha aumentarán.

El huracán Donald ha disparado las alarmas en los gabinetes de opinión europeos y, con menor dramatismo, en cancillerías y despachos. Sin querer minimizar los riesgos, parece más sensato revisar los mecanismos domésticos de prevención, es decir, los pilares fundamentales de la arquitectura europea, detectar mejor su fallas y profundizar en sus aspectos de mejora y no dejarse llevar por la tentación ventajista del catastrofismo.

 

NOTAS

(1) “Welcome to Trump’s world. His sweeping victory will shake up everything”. THE ECONOMIST, 6 de noviembre.

(2) “What Does Trump’s Election Victory Mean for Russia?”. TATIANA STANOVAYA. CARNEGIE, 7 de noviembre.

(3) “Smile, Flatter and Barter_How the World Is Prepping for Trump Part II”. THE NEW YORK TIMES, 9 de noviembre.

(4) “Les agriculteurs manifestent pour mettre la pression sur le gouvernement et empêcher la signature de l’accord de libre-échange avec le Mercosur”. LE MONDE, 18 de noviembre;  “L’appel de plus de 600 parlementaires français à Ursula von der Leyen”. LE MONDE, 12 de noviembre.

(5) “Second Trump reign could make life ‘a lot harder’ for EU’s far-right leaders”. JON HENLEY, THE GUARDIAN, 17 de noviembre.

 

TRUMP, CON EL HACHA; LOS DEMÓCRATAS, EN EL DIVÁN

13 de noviembre de 2024

La triple derrota del Partido Demócrata en Estados Unidos (Casa Blanca, Senado y todo indica que también Cámara de Representantes) está provocando una marejada interna monumental. Como suele ocurrir en estos casos, la acrimonia en la identificación de las responsabilidades es muy aguda. La derecha culpa a la izquierda; la izquierda, a la derecha; y el centro, a las dos corrientes anteriores. Hasta ahora, los portavoces del reproche han sido principalmente los comentaristas afines al Partido y algunos dirigentes locales. Los notables callan. Pero se sospecha que, al cabo, se expresan a través de esas voces desenfundadas.

La interpretación de unos resultados electorales son siempre escurridizas, porque cada cual arrima el ascua a su sardina y desplaza el fracaso hacia el amigo rival. En la política norteamericana, aún más, debido a la descentralización del sistema. Las estructuras partidarias son relativamente débiles. Cada candidato se gana la posición recolectando dinero, con o sin ayuda del partido, cultivando los intereses de su circunscripción y calculando la ecuación coste-beneficio de apoyar o no a los peces gordos propios.

Lo publicado, emitido y posteado desde la madrugada del 5 de noviembre refleja una tendencia general al lamento sesgado y al reckoning (reflexión de fondo, podría decirse). Pero las orientaciones de esa supuesta autocrítica son diversas y enfrentadas.

Hay quienes han disparado ya sin retirarse al rincón de pensar. Hasta la fecha, las criticas a la cúspide se pueden agrupar en dos: las condiciones materiales de los norteamericanos y las “guerras culturales”.

LAS COSAS DE COMER

Algunos dirigen sus dardos a Biden. Aparte de afearle que tardara tanto en retirarse, le reprochan que se enredara demasiado en abstracciones democráticas en lugar de atajar más firmemente el problema de la inflación y el deterioro del nivel de vida (1). Lo que antes de ayer se presentaba como una gestión económica brillante, envidia del resto de Occidente, se torna ahora fallida. La inyección de dinero público sin precedentes en las últimas décadas para superar la depresión del COVID se defendió en su momento como contraste positivo frente a la austeridad neoliberal que gripó al país en la década anterior. Biden fue mucho más lejos que Obama y, desde luego, que Clinton. Y no sólo con el manejo puntual del keynesianismo, sino con ciertos gestos populistas, como calzarse la gorra y participar en manifestaciones junto a obreros huelguistas del automóvil (2).

Ahora resulta que no ha sido suficiente. De hecho, una de las polémicas más ácidas de los últimos días ha sido provocada por la crítica de Bernie Sanders, un senador que no pertenece a la disciplina del partido pero aparece asociado a él: una peculiaridad más de la política norteamericana. El senador que atormentó la campaña de Hillary Clinton en 2016 con sus propuestas obreristas e izquierdistas ha manifestado “que no debe sorprender que la clase obrera haya abandonado a los demócratas, ya que los demócratas han sido los primeros en abandonar a los trabajadores norteamericanos”. Muchos comentaristas liberales afines al Partido han salido en tromba para desautorizar este juicio, mientras figuras del ala izquierda, como Alexandra Ocasio-Cortez lo han defendido (3).

Desde sensibilidades centristas se han escuchado análisis más moderados. Se admite ahora que la cúspide del partido del burrito debería haber permanecido más atentas a las preocupaciones cotidianas de sus bases (4). A Harris le señalan debilidades que contrastan con los exagerados elogios recibidos cuando su candidatura recibía dinero y sondeos favorables. Otros consideran un error que acudiera a cortejar a los republicanos más moderados, como Liz Cheney, para que le ayudaran a extraer votos de las clases medias acomodadas conservadoras. La candidata demócrata tardó mucho en perfilar sus planes económicos y ni siquiera a última hora supo hacerlos creíbles (5). En general, el análisis de la estrategia de campaña demócrata ha sido demoledor (6).

La recuperación de la clase trabajadora se antoja, a día de hoy, una quimera (7). Un destacado comentarista de la izquierda europea ha constatado sobre el terreno la repugnancia que le producen a muchos obreros y empleados blancos las peroratas de líderes demócratas demasiados aseados sobre los derechos de las minorías sociales (gays, transgénero), la igualdad de género o el derecho al aborto, mientras descuidaban las raíces de la prosperidad americana. Buena parte de esa población se ha sentido cautivada por la ultraderecha populista y xenófoba (8).

A esas bases enfadadas y radicalizadas, Biden las denominó “basura”, en lo que ahora se considera como otro de sus patinazos habituales. Trump se aprovechó de ello y apareció con el chaleco de los recogedores de residuos, para solaz de sus seguidores.

LAS CONTRADICCIONES MIGRATORIAS Y CULTURALES

El otro factor vulnerable ha sido la gestión migratoria. Los demócratas han pretendido encajar dos discursos contradictorios: el “humanismo” hacia los inmigrantes y la dislocación provocada por la demagogia sobre la inseguridad. Muchos votantes potenciales de los demócratas son inmigrantes a los que, sin embargo, les preocupa que la entrada de ilegales de dudosa reputación dañe la percepción que se tiene de ellos en las clases medias y acomodadas. Muchos han comprado el discurso simplista de Trump, que se dedicó en campaña a ensalzar a los latinos buenos y denigrar a los malos.

Esta manipulación se observa también en el debate de las llamadas “guerras culturales”. A los latinos no les seducen los avances de los que están tan orgullos los “progresistas” de cuello blanco. Es la famosa polémica del wokismo, vocablo confuso que sirve para un roto y para un descosido, pero que, en todo caso, los ultraconservadores le han endilgado a Harris y a su entorno. Trump ha preferido tildarla de “marxista” (¿?) y, en su habitual juego de palabras, referirse a ella como “Camarada Kamala”.

Las penitencias demócratas durarán mucho tiempo. El triple poder (trifecta) de que van a disfrutar los republicanos en Washington no se producía desde 2008, cuando Obama arrastró mayorías en las dos Cámaras del Capitolio. Duró poco ese privilegio. En sólo dos años el movimiento reaccionario Tea Party socavó el discurso optimista del primer Presidente afro-americano de la historia y recuperó para los republicanos la Cámara Baja. La división subsiguiente en el Great Old Party durante los cuatro años de Trump propició que los demócratas volvieran a tener una barrera de contención frente a las tropelías del ahora retornado Presidente. Ahora ese poder se esfuma de nuevo.

Trump regresa con una agenda feroz, y sin frenos. Los primeros cargos conocidos (algunos a expensas de confirmación senatorial) indican que se avecina una gestión extremista, caprichosa e incompetente (9). Hará falta mucho coraje, imaginación y sensibilidad política y social para frenar la ola ultraderechista. Justo lo que no parece sobrar en el Partido Demócrata.

 

NOTAS

(1) “This is all Biden’s fault”. JOSH BARRO. THE NEW YORK TIMES, 9 de noviembre.

(2) “Maybe now Democrats will address working-class pain”. NICHOLAS KRISTOF. THE NEW YORK TIMES, 9 de noviembre.

(3) “Democrats got clobbered. Bernie Sanders and AOC thint they know why”. PHILIP ELLIOT. TIME, 7 de noviembre.

(4) “What the Democrats do now”. LORA KELLY. THE ATLANTIC, 11 de noviembre.

(5) “Harris had a Wall Street-approved economic pitch. It felt flat”. NICHOLAS NEHAMAS y ANDREW DUEHREN. THE NEW YORK TIMES, 9 de noviembre.

(6) “How Kamala Harris -and Joe Biden- lost to Donald Trump and left Democrats in shambles. THE WASHINGTON POST, 9 de noviembre; “How Trump won y how Harris lost”. THE NEW YORK TIMES, 7 de noviembre.

(7) “Democrats have to understand: Americans think they are worse”. THE ECONOMIST, 7 de noviembre.

(8) “I’ve on the road speaking to US right. Trump’s victory was not a surprise”. OWEN JONES. THE GUARDIAN, 6 de noviembre.

(9) “Trump’s first picks”. TOM NICHOLS. THE ATLANTIC, 11 de noviembre.

TRUMP ARRASA, PERO ¿CUMPLIRÁ SU MANDATO?

 6 de noviembre de 2024

Trump será el 47º Presidente de los Estados Unidos. Su victoria ha sido más clara de lo que auguraban los sondeos. Ha ganado en los denominados siete estados decisivos, donde se suponía que la lucha sería más reñida. Comparada con su victoria frente a Hillary Clinton, la de este martes ha sido más rotunda, porque ha ganado también el voto popular (es decir, el voto nacional global, sin el filtro de los estados y de sus distritos). Y no por los pelos: cuatro puntos de diferencia (51%-47%), Clinton le superó en más de 2,1 puntos (2016) y Biden en 3,6 (2020).

Con el paso de los días se irán depurando los análisis de los resultados. Pero en una primera aproximación, se puede destacar lo siguiente:

1. Es particularmente significativo el triunfo del candidato republicano en el Rust Belt (cinturón del óxido), los estados industriales venidos a menos de Michigan, Wisconsin y ese termómetro de las oscilaciones políticas que es Pensilvania. Harris se volcó durante la campaña en asegurar esas plazas, sin las cuales le resultaba imposible ganar. Pero no ha sido suficiente: sus números han sido peores que los de Hillary en 2016 (*). La victoria de Trump ha sido más contundente en los estados decisivos del Sun Belt (cinturón cálido): Arizona, Nevada, Carolina del Sur y Georgia.

2. De nuevo, un hombre blanco -el mismo, de abiertos comportamientos machistas- ha obtenido el respaldo de la mayoría del voto masculino (y mucho voto femenino), lo que parece reflejar que uno de los combates de las “guerras culturales” se ha decantado otra vez a favor de las posiciones más reaccionarias.

3. El racismo, que se creía amortiguado tras el triunfo de Obama en 2008 y 2012, sigue vivo. Trump no ha despreciado a Kamala Harris por el color de su piel o por sus orígenes, entre otras cosas, porque ella tampoco se ha querido presentar como una activa militante de la causa afro-americana, más allá de invocaciones moderadas a la igualdad de razas. El racismo de Trump se ha cebado en las masas de migrantes indefensas, a los que los demócratas han utilizado con propósitos propagandísticos, pero sin favorecer su integración y sus derechos.

4. Los demócratas siguen sin movilizar a un electorado abandonado, olvidado y marginado de las contiendas políticas: las clases populares más explotadas y perjudicadas por las sucesivas adaptaciones del sistema económico y social. Las élites demócratas sólo parecen interesadas por los sectores que han podido subir por la escalera social en que se basa el engañoso relato de la política americana.

5. Kamala Harris nunca fue una buena candidata, a pesar del aparatoso esfuerzo de propaganda con que fue acogida su nominación en verano. Un Biden exhausto la escogió como sucesora cuando se vio completamente abandonado por sus colegas del partido, tras un desastroso debate electoral. Los notables azules hicieron virtud de la necesidad y la jalearon como lo que no era: una líder capaz de neutralizar la marea reaccionaria que Trump encarnaba. En esta sección ya señalamos la debilidad de Harris. Pero la rapidez con que acumuló dinero (un factor esencial en la lucha política) y unos sondeos dopados por el alivio que supuso la retirada de Biden hicieron creer que podía ganar.

6. La ambigüedad de la oferta demócrata no ha generado mucha ilusión. Harris sólo ha dejado formulaciones generales en áreas esenciales como la economía, la política exterior y la política social. Las promesas más concretas (en materia de género, fiscalidad o salud democrática) se daban por descontadas, sin novedad alguna que ilusionara a ese electorado desmovilizado. Si la estrategia era atraerse a republicanos moderados, el fracaso ha sido total. Los conservadores norteamericanos nunca -salvo excepciones contadas- optarán por un demócrata, por mucho que desconfíen o les repugne su candidato.

7. Trump ha asegurado el voto del malestar blanco, poco o mal educado, frustrado y resentido con los efectos de la globalización económica y la presentida decadencia de Estados Unidos frente a la irrupción desafiante de China y las resistencias de otros estados emergentes.

8. Los norteamericanos que votan no han tenido problemas para elegir a un criminal convicto para dirigir de nuevo el país. Deberíamos de dejar de considerar esto como  una anomalía. Trump no es una mancha en el sistema, es un producto del sistema político y social norteamericano. El triunfo importa más que cualquier otro valor. El individualismo barre con cualquier propuesta de soluciones colectivas. La retórica patriótica de Trump es un embuste tan burdo que no importa, porque muchos millones -simpatizantes o no- la emplean con hipocresía en sus vidas cotidianas.

9. La incógnita en estos momentos es si Trump se atreverá a hacer todo lo que ha prometido: deportaciones masivas y control militar de las fronteras, rebajas masivas de impuestos, aranceles feroces contra China, Europa y el resto de países competidores en la economía global, giro reaccionario en políticas sociales y culturales y desenganche de las alianzas tradicionales en el mundo. En la campaña, y previamente, el Presidente reivindicado aseguró que no se dejará limitar por el aparato estatal, funcionarial o institucional, si éste se opone al “mandato inequívoco para sanar a América”, como ha dicho en su primer mensaje tras la victoria. En su primera presidencia, Trump vaciló, trampeó, pactó, se contradijo y, cuando tuvo que defender su sillón frente a dos tentativas de impeachment, se acobardó. Nadie se atreve a predecir lo que hará ahora.

10. ¿Agotará Trump su segundo mandato? A pesar de que los republicanos han recuperado el control del Senado y mantenido la mayoría en  la Cámara baja, Trump no disfrutará de un poder sin límites. El poder de un Presidente de Estados Unidos es muy grande, pero no es absoluto. Tiene continuamente que pactar y transigir, y no sólo con sus adversarios políticos sino también con sus propios correligionarios, que defienden intereses a veces distintos o específicos. Las instituciones funcionan en gran medida por encima -o por debajo- de las refriegas políticas. El Deep State  (Estado profundo) tiene reglas,  intereses, privilegios burocráticos y resortes para embridar a un Presidente que pretenda ignorarlos. Trump es un ejemplo paradigmático de ese combate subterráneo. Ya lo fue entre 2017 y 2021 y todo apunta a que se repetirá y profundizará el pulso.

Por eso no debe descartarse un fin prematuro de la segunda presidencia de Trump y el final definitivo de su aventura política. Hay más probabilidades que en dirigentes anteriores de que sea destituido. Bien como efecto derivado de algunas de las siete causas judiciales que pesan contra él o por alguna ilegalidad que pudiera cometer en el ejercicio de su cargo.

Tampoco debe descartarse que sus enemigos reales, los que tienen capacidad para neutralizarlo, puedan presentar un caso sólido de incompetencia, bien por motivos de salud mental o de cualquier otra naturaleza, que lo empujaría a la renuncia.

Y, finalmente, la hipótesis más dramática, que sería la eliminación física. Como todo el mundo sabe, no sería una novedad en la historia americana. Trump ha sufrido un atentado consumado y otro en grado de tentativa. Dos avisos. Pero no es la amenaza de intentonas individuales o de “lobos solitarios” lo más eficaz. Quizás lo que Trump tema más sea una operación secreta, es decir, una suerte de conspiración de perfiles difusos y actores no identificables, que utilicen a un aparente desequilibrado o cualquier otro ejecutor no rastreable.

 

(*) Estos datos son oficiales pero provisionales, emitidos en la madrugada del miércoles