14 de septiembre de 2017
En
los últimos días estamos asistiendo a un nuevo episodio de uno de los dramas
más lacerantes del panorama internacional: el de la minoría rohingya en Birmania, o Myanmar, (denominación
que ha adoptado el país desde hace algún tiempo.
El
ejército birmano, uno de los más brutales y sanguinarios del planeta, ha
lanzado una nueva campaña de persecución contra esa población de credo musulmán.
Casi 400.000 personas se han visto obligados a huir de sus míseros hogares en
busca de un incierto refugio en Bangladesh, territorio originario de la mayoría
de sus ancestros. Los lugares de acogimiento a los que llegan están saturados y
carecen de condiciones decentes de vida.
El
Consejo de Seguridad de la ONU, reunido este miércoles, ha resuelto el relativo
y problema de conciencia de la comunidad internacional con una resolución
meliflua, sin nervio, en la que se limita a reclamar a Birmania que efectúe
“pasos inmediatos para detener la violencia contra los rohingyas”.
Previamente
a esta discreta e inane decisión, altos responsables de la Naciones Unidas,
como el delegado de derechos humanos o el propio Secretario General habían
calificado la represión birmana como “limpieza étnica”. Tal calificación
equivale a crimen de guerra en derecho internacional. Justifica una pose de
indignación, pero no parece que vayan a derivarse consecuencias. La
desesperación y más que probable muerte de decenas de miles de personas por la
acción insoportable de un régimen oprobioso merece menos esfuerzo y, por
supuesto, menos determinación, que el programa militar atómico de Corea, por
ejemplo.
UNA
HISTORIA ATORMENTADA
Como
en la mayoría de las catástrofes humanitarias o en las situaciones de abuso
estructural en el otrora llamado Tercer Mundo, o el mundo menos desarrollado,
el atropello de la minoría rohingya hunde
sus raíces en la época colonial. Se agradece el esfuerzo del diario francés LE
MONDE por recordarnos el origen de este drama (1).
En
la tercera década del siglo XIX, después de conquistar el territorio de Arakan,
en el oeste de Birmania, el Imperio británico alentó la inmigración de
población musulmana desde la fronteriza región de Bengala Oriental. Las razones
de esta política son de distinta naturaleza. Desarrollo económico y necesidad
de mano de obra abundante, desde luego. Pero también resultaba conveniente
neutralizar a la mayoría budista de ese nuevo territorio del Imperio con la
aportación notable de población de otro origen étnico y de distinta confesión
religiosa.
Esta
manipulación de la población de diferentes extracciones étnicas o religiosas se
produjo más a las claras durante la segunda guerra mundial. Después de la invasión
japonesa de Birmania, hubo enfrentamientos violentos entre las comunidades
budista y musulmana. Los japoneses apoyaron a los primeros y los británicos a
los contrarios, no por simpatía con sus causas, sino para debilitar al
adversario.
En
los años cincuenta, en este territorio ya mixto de Arakan, que adopta el nombre
de estado de Rakhin, surge un movimiento activista que reclama la creación de
un estado musulmán en condiciones semejantes al del resto de entidades que
componen la Unión birmana de posguerra. Las autoridades birmanas y la gran
mayoría de la población budista rechazan de forma tajante esta aspiración,
niegan la existencia misma de esta población como minoría y considera a sus integrantes como simples exiliados
bengalíes.
LA
EXCUSA INSOSTENIBLE DEL TERRORISMO
Esta
política birmana favorece la aparición de grupos guerrilleros en los sesenta,
que adoptan formalmente el nombre de rohingya.
Unos tienen carácter secular y otros adoptan credos islamistas. Los movimientos
migratorios de las décadas anteriores han diversificado la población a la que
esos grupos dicen representar. Para entonces no son ya sólo personas de origen
bengalí, sino también de procedencia árabe, turca y persa.
A
comienzos de los setenta, se produjo la partición de Pakistán y la conversión
de su territorio oriental (Bengala) en el nuevo estado de Bangladesh, lo que
provocó otro drama humano de pavorosas proporciones, que tuvo una repercusión
notable en Occidente y generó un movimiento de solidaridad y compasión.
La
aparición de Bangladesh alentó inicialmente a estos movimientos contestatarios
e insurreccionales entre la minoría rohingya,
pero sus divisiones internas, la falta de arraigo social, el rechazo de la
mayoritaria población budista y el carácter ferozmente represivo del régimen
militar birmano los han ido reduciendo a la irrelevancia.
En
la actualidad, existe un autodenominado Ejército
de salvación de los rohingyas de Arakan, que han realizado algunos ataques
de baja intensidad contra puestos policiales birmanos, pero que adolecen de una
mínima capacidad militar. De ahí que las imputaciones de terrorismo que arguyen las autoridades, militares y ahora también
civiles, de Myanmar para justificar la persecución de los rohingyas constituyan una simple excusa para esconder una política
xenófoba con tintes genocidas.
LA
COMPLICIDAD DE AUNG SAN SUU KYI
Especialmente llamativa ha sido la postura de
la dirigente birmana Aung San Suu Kyi. Antes de consolidarse como la líder de facto del país, la Premio Nobel de la
Paz de 1991 se había pronunciado a favor de una actitud “tolerante, comprensiva
y constructiva” con respecto a la minoría rohingya.
No ha sido eso lo que ha hecho. Hace unas semanas, en una entrevista con la BBC
que produjo gran impacto, aunque no quizá gran sorpresa, rechazó rotundamente
el calificativo de “limpieza étnica”. Posteriormente, ha observado un silencio
cómplice con las operaciones represivas (2).
La
Nobel de la Paz paquistaní Malala y otras figuras de la escena internacional
han sido muy críticos con la líder birmana y alguno ha habido que le ha
solicitado que devuelva el premio del Instituto noruego por no haber hecho
honor al mérito que conlleva (3). Otro galardonado con esa distinción, el
Presidente Obama amparó la transición democrática birmana, aunque eran más que
dudosas las garantías sobre el respeto de los derechos humanos básicos que
cabía esperar de las autoridades birmanas.
El
decepcionante comportamiento de la dama birmana puede explicarse, pero no
justificarse, por la falta de autonomía política de la que en la práctica
disfruta. El acuerdo impuesto por los militares para aceptar una peculiar
transición democrática le impide acceder a un cargo de responsabilidad. Su
partido, la Liga por la Democracia, fue el más votado en las últimas
elecciones, pero ella no pudo ser candidata a la Presidencia por una absurda ley
que niega este derecho a las personas que tengan hijos nacidos en el
extranjero, como es el caso de ella. Una ley a medida.
El
calvario rohingya continuará hasta
que la atención mediática se desvanezca, como ha ocurrido en otras ocasiones.
El drama de los misérrimos tiene un alcance muy corto.
NOTAS:
(1) LE MONDE, 13 de septiembre.
(2) WASHINGTON POST, 6 de
septiembre.
(3) THE GUARDIAN, 5 de
septiembre.
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